Ford se arrojó contra la puerta del despacho del director, se hizo una bola cuando el marco crujió y cedió de nuevo, rodó rápidamente por el suelo hasta el elegante sofá gris de cuero arrugado e instaló tras él su base de operaciones estratégica.
Ése era el plan, al menos.
Lamentablemente, el elegante sofá gris de cuero arrugado no estaba.
¿Por qué tiene la gente— se preguntó Ford mientras giraba en el aire, daba una sacudida, se lanzaba en picado y se guarecía tras el escritorio de Harl—esa estúpida obsesión de cambiar los muebles del despacho cada cinco minutos?
¿Por qué sustituir, por ejemplo, un sofá gris de cuero arrugado que, si bien bastante descolorido, hacía buen servicio, por lo que tenía toda la apariencia de un pequeño carro blindado?
¿Y quién era aquel tío grande con un lanzacohetes al hombro? ¿Alguien de la oficina principal? Imposible. Aquélla era la oficina principal de la Guía. Al menos lo había sido. Sabía Zarquon de dónde serían aquellos tipos de Empresas Dimensinfín. De ningún sitio con mucho sol, a juzgar por el color y la textura de su piel de babosa. Todo aquello era un desatino, pensó Ford. La gente relacionada con la Guía debía ser de sitios soleados.
Había varios, en realidad, y todos parecían llevar más armas y blindaje de lo que suele esperarse en directivos de una empresa, incluso en el agitado y turbulento mundo de los negocios de hoy.
Pero era demasiado suponer, desde luego. Suponía que aquellos individuos altos, de cuello de toro y cara de babosa tenían algo que ver con Empresas Dimensinfín, pero era una suposición razonable y se alegró al ver que en el blindaje llevaban un logotipo que decía «Empresas Dimensinfín». Albergaba, sin embargo, la alarmante sospecha de que no se trataba de una reunión profesional. Tenía, además, la inquietante impresión de que, en cierto modo, aquellas criaturas le resultaban conocidas. Familiares, sí, pero con un atuendo extraño.
Bueno, ya llevaba en la habitación más de dos segundos y medio y pensó que probablemente ya era hora de hacer algo constructivo. Podría tomar un rehén. Eso estaría bien.
Vann Harl estaba en su sillón giratorio con aire alarmado, pálido y tembloroso. Probablemente le habían dado alguna mala noticia, además de un mal golpe en la nuca. Ford se puso en pie de un salto y se lanzó hacia él.
Con el pretexto de atenazarlo por el cuello con una buena doble Nelson, Ford logró introducirle subrepticiamente la Ident-i-Klar en el bolsillo interior.
¡Hecho!
Lo que había venido a hacer ya estaba hecho. Ahora sólo tenía que largarse de allí soltando un discurso.
—Muy bien— dijo—. Yo…
El individuo grande del lanzacohetes se volvió hacia Ford Prefect para ponerlo en su punto de mira, cosa que Ford no pudo dejar de tachar de conducta irresponsable.
—Yo…— prosiguió. Pero entonces, en un impulso repentino, decidió agacharse.
Hubo un rugido ensordecedor mientras brotaban llamas de la parte posterior del arma y un cohete salía disparado por delante.
El proyectil pasó junto a Ford y dio en el ventanal, que por la fuerza de la explosión se hinchó como una vela entre una lluvia de un millón de fragmentos. El ruido y la presión del aire reverberaron por la habitación en una enorme onda expansivo, lanzando por la ventana un par de sillas, un archivador y a Colin, el robot de seguridad.
¡Ah! Así que después de todo no son totalmente a prueba de cohetes, pensó Ford. A alguien habría que decirle un par de cosas. Soltó a Harl y trató de decidir por qué lado echaría a correr.
Estaba rodeado.
El tipo alto del lanzacohetes estaba situándose en posición de efectuar otro disparo.
Ford no tenía ni idea de qué hacer.
—Oiga— dijo con voz firme. Pero no estaba seguro de cuántas cosas como «Oiga» dichas con voz firme tendría que decir para contenerlo, y no le sobraba el tiempo. Qué coño, pensó, sólo se es joven una vez, y se lanzó por la ventana. Al menos, con eso mantendría el elemento sorpresa de su parte.