Ford tenía su propio código ético. No es que fuese gran cosa, pero era suyo y, más o menos, se atenía a él. Una de sus normas consistía en no pagar jamás sus propias consumiciones alcohólicas. No estaba seguro de si eso era ético, pero uno ha de conformarse con lo que tiene. Era, asimismo, firme y absolutamente contrario a cualquier tipo de crueldad con los animales, con todos menos con las ocas. Y además nunca robaría a sus jefes.
Bueno, no exactamente robar.
Si el supervisor de sus facturas no empezaba a respirar demasiado fuerte ni lanzaba una alerta de seguridad para cerrar todas las salidas cuando le entregaba la relación de gastos, Ford tenía la impresión de que no estaba haciendo adecuadamente su trabajo. Pero robar era otra cosa. Morder la mano que te alimenta. Chupar de ella lo más posible, incluso darle algún mordisquito cariñoso estaba muy bien, pero nunca morderla de verdad. Sobre todo si la mano pertenecía a la Guía, que era algo sagrado y especial.
Pero eso, pensó Ford mientras avanzaba por el edificio agachándose y dando virajes, estaba cambiando. Y la culpa sólo la tenían ellos. No había más que mirar alrededor. Filas de pulcros cubículos grises para los oficinistas y lujosos estudios informatizados para los directivos. Todas las dependencias estaban inundadas del monótono murmullo de informes y actas que revoloteaban por las redes electrónicas. En la calle se jugaba a la Busca del Wocket por amor a Zark, pero allí, en el núcleo de las oficinas de la Guía no había nadie que, ni siquiera por descuido, diera patadas a un balón por los pasillos ni llevara ropa de playa de colores chocantes.
—Empresas Dimensinfín— rezongó Ford para sus adentros mientras pasaba airosamente de un corredor a otro. Las puertas se abrían mágicamente a su paso sin pregunta alguna. Los ascensores le llevaban satisfechos adonde no debían. Ford se dirigía a la parte baja del edificio, siguiendo en general el camino más enrevesado y complejo posible. Su pequeño y feliz robot se encargaba de todo, esparciendo ondas de aquiescente alegría por todos los circuitos de seguridad que encontraba.
Ford pensó que necesitaba un nombre y decidió llamarlo Emily Sanders, como una chica de la que guardaba recuerdos muy cariñosos. Luego se le ocurrió que Emily era un nombre absurdo para un robot de seguridad y en cambio lo llamó Colin, como el perro de Emily.
Ahora circulaba por las más profundas entrañas del edificio, en zonas donde jamás había entrado, protegidas por una seguridad cada vez mayor. Empezaba a notar miradas perplejas en los agentes que encontraba. A aquel nivel de seguridad ya no se les consideraba personas. Y probablemente se ocupaban únicamente de las tareas propias de los agentes. Cuando llegaban a casa por la noche se volvían personas otra vez, y cuando sus hijos pequeños levantaban la vista hacia ellos y les preguntaban: «¿Qué has hecho hoy en el trabajo, papi?», se limitaban a contestar: «He desempeñado mis tareas de agente», sin dar más explicaciones.
Lo cierto era que ocurrían muchas cosas turbias tras la desenfadada y alegre fachada que a la Guía le gustaba adoptar, o que solía gustarle antes de que apareciese esa pandilla de Empresas Dimensinfín y empezase con sus oscuros tejemanejes. Había toda clase de fraudes fiscales, estafas, chanchullos y tratos dudosos sosteniendo el reluciente edificio, y abajo, en los inviolables niveles de investigación y proceso de datos, era donde se tramaba todo.
Cada pocos años la empresa instalaba sus actividades, junto con sus dependencias, en un mundo nuevo, y durante un tiempo todo eran risas y alegría mientras la Guía echaba raíces en la cultura y la economía locales, facilitando empleo, sentido de la fascinación y la aventura y, en el fondo, menos ingresos de lo que esperaban los habitantes del lugar.
Cuando la Guía se mudaba, llevándose el edificio consigo, se marchaba por la noche, casi como un ladrón. En realidad, exactamente igual que un ladrón. Solía largarse de madrugada y al día siguiente siempre se echaba en falta un montón de cosas. En su estela se derrumbaban culturas y economías, con frecuencia al cabo de una semana, dejando a planetas que antes eran prósperos sumidos en la desolación y la neurosis de guerra, pero todavía con la sensación de haber participado en una gran aventura.
Los «agentes» que lanzaban miradas perplejas a Ford mientras seguía adentrándose en las profundidades de las zonas más secretas del edificio se tranquilizaban por la presencia de Colin, que volaba a su lado con un zumbido de plenitud emotiva facilitándole el paso a lo largo de las diversas etapas. Empezaban a sonar alarmas en otras partes del edificio. Quizá porque ya habían encontrado a Van Harl, lo que supondría un problema. Ford confiaba en volver a guardarle en el bolsillo el Ident-i-Klar antes de que volviese en sí. Bueno, ése era un problema que tendría que resolver después, y ahora no tenía ni idea de cómo hacerlo. De momento no había de qué preocuparse. Dondequiera que iba con el pequeño Colin, se veía rodeado por una capa de luz y dulzura y, cosa más importante, de ascensores dispuestos y condescendientes y de puertas extremadamente obsequiosas.
Ford incluso empezó a silbar, lo que probablemente fue un error.
A nadie le gustan las personas que silban, sobre todo a la divinidad que configura nuestro destino.
La siguiente puerta no se abrió.
Y fue una lástima, porque era precisamente a la que Ford se dirigía. Allí estaba, gris y cerrada a cal y canto, con un letrero que decía:
PROHIBIDA LA ENTRADA
INCLUSO AL PERSONAL AUTORIZADO.
ESTÁ PERDIENDO EL TIEMPO.
MÁRCHESE.
Colin informó de que, en general, las puertas era mucho más severas en aquellas zonas profundas del edificio.
Ahora se encontraban a unos diez niveles por debajo de la entrada. Había aire acondicionado y las elegantes paredes tapizadas de arpillera habían dado paso a toscos muros de acero remachados con tornillos. La exuberante euforia de Colin se había difuminado en una especie de voluntariosa animación. Dijo que se empezaba a cansar un poco. Le hacía falta toda su energía para inocular la menor afabilidad en aquella puerta.
Ford le dio una patada. La puerta se abrió.
—Una mezcla de placer y dolor— murmuró—. Siempre da resultado.
Cruzó el umbral y Colin entró volando tras él. Incluso con el cable conectado directamente en el electrodo del placer, su felicidad tenía cierto cariz nervioso. Hizo un pequeño reconocimiento, subiendo y bajando rápidamente.
La estancia era pequeña y gris. Había un murmullo.
Era el centro neurálgico de la empresa.
Los terminales informáticos alineados en las paredes grises eran ventanas abiertas a todos los aspectos de las actividades de la Guía. Allí, en la parte izquierda de la sala, se compilaban en la red Sub-Etha los informes enviados por los investigadores de campo desde todos los rincones de la Galaxia, y se transmitían a los despachos de los subredactores jefe, cuyas secretarias suprimían todos los pasajes interesantes porque ellos habían salido a comer. El artículo que quedaba se enviaba entonces a la otra mitad del edificio— la otra pata de la «H»-, que era el servicio jurídico. Ese departamento suprimía todos los pasajes restantes que aún parecían remotamente buenos y lo enviaban a los despachos de los redactores jefe, que también habían salido a comer. Entonces, las secretarias de los redactores jefe lo leían, afirmaban que era una estupidez y suprimían la mayor parte de lo que quedaba.
Por último, cuando alguno de los redactores jefe volvía dando tumbos de comer, exclamaba:
—¿Qué es toda esta mierda que X— donde «equis» representa el nombre del investigador de turno—nos ha enviado desde el otro extremo de la puñetera Galaxia? ¿Qué sentido tiene enviar a alguien a pasar tres ciclos orbitales completos en las malditas Zonas Mentales de Gagrakacka, con todo lo que está pasando por allí, si lo mejor que se molesta en mandarnos es este montón de intragable basura? ¡Que no le admitan los gastos!
—¿Qué hago con el artículo?— preguntaba la secretaria.
—Pues póngalo en la red. Algo tiene que circular por ahí. Me duele la cabeza, me voy a casa.
De modo que el artículo corregido pasaba por última vez por la censura y la hoguera del servicio jurídico y luego era enviado a aquella sala, donde se transmitía a la red Sub-Etha para que pudiera recuperarse inmediatamente en cualquier punto de la Galaxia. De eso se encargaba la instalación que inspeccionaba y comprobaba los terminales de la parte derecha de la sala.
Mientras, la orden de denegación de la nota de gastos se transmitía al terminal del rincón derecho, que era hacia donde Ford se dirigía rápidamente en aquel momento.
Si está leyendo esto en el planeta Tierra, entonces:
a) Buena suerte. Hay un montón de cosas que usted ignora por completo, pero no es el único. Sólo que en su caso, las consecuencias de su ignorancia son especialmente horribles, pero bueno, oiga, así es como están ahora las cosas y no hay remedio.
b) En cuanto a saber qué es un terminal informático, ni lo sueñe.
(Un terminal informático no es ningún absurdo y anticuado aparato de televisión con una máquina de escribir delante. Sino una interfaz donde la mente y el cuerpo pueden conectar con el universo y mover de acá para allá algunas de sus partes.)
Ford se apresuró hacia el terminal, se sentó frente a él y se sumergió rápidamente en el universo que le ofrecía.
No era el universo normal a que estaba acostumbrado. Era un universo de mundos tupidos, pliegues, topografías agrestes, picos escarpados, barrancos que cortaban la respiración, lunas que brincaban sobre hipocampos, grietas bruscas y malignas, océanos que se henchían en silencio, abismos que se precipitaban en círculos hacia un fondo insondable.
Permaneció quieto para tratar de orientarse. Controló la respiración, cerró los ojos y volvió a mirar.
Así que en eso era en lo que los contables empleaban el tiempo. Aquello tenía más miga de lo que parecía a primera vista. Miró bien, cuidando de que aquello no se dilatara ante sus ojos, ni se desdibujara ni le abrumara.
Estaba despistado en aquel universo. Ni siquiera conocía las leyes físicas que determinaban sus dimensiones o sus hábitos, pero el instinto le decía que buscase el rasgo más destacado y se lanzase hacia él.
A lo lejos, a una distancia incalculable— ¿era uno o un millón de kilómetros, o acaso tenía una mota en el ojo?-, había una pasmosa cumbre que se erguía en el cielo, sobresaliendo, ascendiendo y esparciéndose en floridos penachos[1], amalgamas[2] y archimandritas[3].
Se lanzó hacia ella, tumultuoso y agitadamente, y al fin la alcanzó en un abrir y cerrar de ojos absurdamente largo.
Se aferró a ella con los brazos extendidos, agarrándose fuertemente a su superficie llena de hoyos y ásperos relieves. Una vez convencido de que estaba bien asegurado, cometió el error de mirar hacia abajo.
Mientras se lanzaba hacia la cumbre, tumultuoso y agitadamente, la distancia que se abría a sus pies no le había inquietado excesivamente, pero ahora que se encontraba suspendido el abismo le encogía el corazón y le paralizaba la mente. Tenía los dedos blancos del dolor y la tensión. Hacía rechinar los dientes, que se golpeaban de forma incontrolada. Los ojos le giraban en las órbitas con oleadas procedentes de los más cimbreantes extremos del vértigo.
Con un enorme esfuerzo de voluntad y fe, simplemente se dejó caer y se dio un impulso hacia arriba.
Se sintió flotar. Y alejarse. Y luego, en contra de toda intuición, subir. Y subir.
Echó los hombros atrás, bajó los brazos, miró hacia arriba y se dejó arrastrar tranquilamente, cada vez más alto.
Al cabo de poco, en la medida en que tales términos tuviesen algún sentido en aquel universo virtual, salió a su encuentro un saliente al que podía agarrarse y trepar.
Alzó los brazos, se agarró, trepó.
Jadeó ligeramente. Aquello requería cierto esfuerzo.
Se sentó en el saliente, sujetándose bien. No estaba seguro de si para no caerse o para no elevarse, pero necesitaba aferrarse a algo mientras inspeccionaba el mundo en que se encontraba.
La altura, que se movía y giraba, le hizo rodar y le volvió la mente del revés hasta que, con los ojos cerrados y gimoteando, se encontró abrazado a la espeluznante pared de la gigantesca montaña.
Poco a poco fue recobrando la respiración. Se repitió que sólo estaba en una representación gráfica del mundo. En un universo virtual. En una realidad simulada. Podía salir de ella en seguida, en cualquier momento.
Salió de ella.
Se encontraba sentado frente a un terminal informática en una silla giratoria de color azul, imitación de cuero, rellena de gomaespuma.
Se tranquilizó.
Estaba pegado a la pared de una cumbre increíblemente alta, colgado en un angosto saliente sobre un abismo de tales dimensiones que la cabeza le daba vueltas.
No era sólo que el paisaje se extendiese a tanta distancia de sus pies: deseó que dejara de girar y oscilar.
Le hacía falta un asidero. No en la pared de la roca, que era una ilusión. Tenía que encontrar algo a lo que agarrarse para dominar la situación, para ser capaz de mirar al mundo físico en que se encontraba al tiempo que se desprendía emocionalmente de él.
Se agarró bien mentalmente y entonces, igual que había salido de la pared de la cumbre, desechó la idea de altura y se encontró allí sentado, sano y salvo. Miró al mundo. Respiraba bien. Estaba tranquilo. De nuevo dominaba la situación.
Se hallaba en un modelo topológico cuadridimensional de los sistemas financieros de la Guía, y muy pronto alguien o algo querría saber por qué.
Y allí lo tenía.
A través del espacio virtual, se acercó en picado una pequeña bandada de malignas criaturas de ojos acerados, cabecitas puntiagudas y bigotes finos, que le preguntaron con displicencia quién era, qué hacía allí, qué autorización tenía, qué autorización tenía su agente de autorización, qué medidas tenía de pernera interior del pantalón y así sucesivamente. Rayos láser se desplazaban por todo su cuerpo como si fuese un paquete de galletas en la caja de un supermercado. Las pistolas láser de combate se mantenían, de momento, en la reserva. Daba igual que todo aquello ocurriese en el espacio virtual. El hecho de que un láser virtual lo matase virtualmente a uno en el espacio virtual era tan eficaz como en la propia realidad, porque se estaba igual de muerto.
Los lectores láser se excitaban cada vez más a medida que le recorrían las huellas dactilares, la retina y el contorno folicular por donde su cuero cabelludo iba quedándose desnudo. Sus averiguaciones no les gustaban nada. El parloteo y los gritos con que formulaban preguntas insolentes y muy personales iban subiendo de tono. Un pequeño raspador quirúrgico se le aproximaba a la piel de la nuca cuando Ford, conteniendo el aliento y rezando muy poquito, sacó del bolsillo el Ident-i-Klar de Van Harl y lo agitó delante de las criaturas.
Al momento, todos los láser se concentraron en la pequeña tarjeta y, retrocediendo, acercándose y penetrando en su interior, estudiaron y leyeron hasta la última molécula.
Entonces, con la misma brusquedad, se detuvieron.
Toda la bandada de pequeños inspectores virtuales se puso en posición de firmes.
—Nos alegramos de verlo, míster Harl— dijeron al unísono—. ¿Podemos servirle en algo?
Ford esbozó una lenta y maliciosa sonrisa.
—¿Sabéis que me parece que sí?
Cinco minutos después había salido de allí.
Unos treinta segundos para hacer el trabajo y tres minutos con treinta segundos para borrar las pistas. Podía haber hecho lo que hubiese querido en la estructura virtual, o casi. Podía haber traspasado a su nombre la propiedad de toda la compañía, pero dudaba de que la operación hubiera pasado inadvertida. De todas formas, no le apetecía. Habría supuesto responsabilidades, pasarse las noches trabajando en el despacho, sin mencionar pesadas y largas investigaciones para descubrir fraudes ni una buena cantidad de tiempo en la cárcel. Quería algo que nadie notara salvo el ordenador: ésa era la parte que le llevó treinta segundos.
Lo que le llevó tres minutos y treinta segundos fue programar el ordenador para que no notase que había notado algo.
Debía negarse a saber lo que Ford se traía entre manos, y entonces él le dejaría racionalizar tranquilamente sus propias defensas contra la información que alguna vez surgiese. Era una técnica de programación diseñada a partir de esos bloqueos mentales un tanto psicóticos que, según se ha observado, se manifiestan invariablemente en algunas personas completamente normales cuando las eligen para un cargo político de importancia.
El otro minuto lo consumió en descubrir que el sistema del ordenador ya tenía un bloqueo mental. Enorme.
No lo habría descubierto si no se hubiese dedicado a crear su propio bloqueo mental. Se encontró con un verdadero montón de lógicos y refinados procedimientos de rechazo, así como métodos secundarios de distracción, justo donde pensaba instalar el suyo. El ordenador rechazó todo conocimiento de ellos, claro está, y luego se negó rotundamente a aceptar que incluso hubiese algo cuyo conocimiento debiera rechazarse, y era tan convincente en todos los aspectos que Ford hasta llegó a pensar que debía de haber cometido un error.
Era impresionante.
Estaba tan impresionado, en realidad, que no se molestó en instalar sus propios procedimientos de bloqueo mental, limitándose a establecer llamadas entre los que ya existían, que luego se conectaban entre sí al ser interrogados, y así sucesivamente.
Se dispuso entonces a quitar los pocos códigos que había instalado y, para su sorpresa, descubrió que no estaban. Maldiciendo, los buscó por todas partes pero no encontró ni rastro de ellos.
Estaba a punto de empezar a instalarlos de nuevo cuando comprendió que no los encontraba porque ya estaban funcionando.
Esbozó una sonrisa de satisfacción.
Intentó descubrir cómo funcionaba el otro bloqueo mental del ordenador, pero naturalmente debía de estar protegido por un bloqueo mental. En realidad, era tan bueno que no pudo encontrar ni rastro de él. Se preguntó si no serían figuraciones suyas. Si no habría imaginado que tenía relación con algo del edificio, algo que ver con el número trece. Hizo unas cuantas pruebas. Sí, evidentemente se lo había imaginado.
Ya no había tiempo para rutas caprichosas, estaba claro que se había desencadenado una importante alerta de seguridad. Ford subió a la planta baja para tomar un ascensor directo desde allí. Tenía que arreglárselas para devolver el Ident-i-Klar al bolsillo de Harl antes de que lo echaran en falta. Pero no sabía cómo.
Al abrirse las puertas, apareció una numerosa cuadrilla de guardias y robots de seguridad que esperaban el ascensor esgrimiendo armas de peligroso aspecto.
Le ordenaron que saliese.
Encogiéndose de hombros, Ford dio un paso al frente. Empujándole groseramente, entraron en el ascensor para bajar a los niveles inferiores y seguir buscándolo.
Qué divertido, pensó Ford, dando a Colin una palmadita amistosa. Era el primer robot verdaderamente útil que había encontrado jamás. Colin iba delante de él, flotando en un estado de éxtasis gozoso. Ford se alegró de haberle puesto nombre de perro.
Estuvo muy tentado de marcharse en aquel preciso momento y confiar en que todo saliese bien, pero pensó que habría más posibilidades de éxito si Harl no descubría la falta de su Ident-i-Klar. Tenía que devolverla sin que se enterasen, como fuese.
Se dirigieron a los ascensores directos.
—¡Hola!— saludó el ascensor al que subieron.
—¡Hola!— contestó Ford.
—¿Adónde puedo llevaros hoy, amigos?— preguntó el ascensor.
—Al piso veintitrés.
—Parece un piso bastante solicitado— comentó el ascensor.
—Humm— murmuró Ford, sin gustarle el cariz que tenía aquello.
El ascensor iluminó el número veintitrés en el panel de los pisos y salió zumbando hacia arriba. A Ford le extrañó algo del panel, pero no logró determinarlo y lo olvidó. Le preocupaba más la idea de que el piso a que se dirigía estaba muy solicitado. No había pensado verdaderamente en cómo enfrentarse a lo que estuviera pasando allí porque ignoraba con qué iba a encontrarse. Pero tenía que estar preparado.
Ya habían llegado.
Las puertas se abrieron.
Calma siniestra.
Pasillo vacío.
La puerta del despacho de Harl estaba envuelta en una ligera capa de polvo. Ford sabía que aquel polvo consistía en billones de minúsculos robots moleculares que habían salido de la madera para ensamblarse entre sí, reconstruir la puerta, desmontarse y volver a penetrar en la madera, donde esperarían a que se produjeran nuevos desperfectos. Ford se preguntó qué clase de vida era aquélla, pero no por mucho tiempo, porque en aquel momento le preocupaba mucho más su propia vida.
Respiró hondo y echó a correr.