6

Al caer al suelo, Ford Prefect iba va corriendo. El suelo estaba veinte centímetros más lejos del conducto de ventilación de lo que recordaba, de modo que no calculó bien el momento en que tocaría terreno firme, empezó a correr antes de tiempo, tropezó de mala manera y se torció un tobillo. ¡Maldita sea! De todos modos siguió corriendo por el pasillo, cojeando ligeramente.

Por todo el edificio, las alarmas se dispararon con su habitual conmoción y frenesí. Se puso a cubierto tras los familiares armarios, echó una mirada para comprobar si le habían visto y empezó a hurgar precipitadamente en la mochila en busca de las cosas que habitualmente necesitaba.

El tobillo, de manera inhabitual, le dolía muchísimo.

El suelo no sólo se encontraba veinte centímetros más lejos del conducto de ventilación de lo que recordaba, sino que además estaba en un planeta diferente; sin embargo, lo que le pilló de sorpresa fueron los veinte centímetros. Las oficinas de la Guía del Autoestopista Galáctico solían trasladarse con bastante frecuencia a otro planeta sin previo aviso, en razón del clima o la hostilidad local, el recibo de la luz o los impuestos, pero siempre volvían a construirlas exactamente de la misma forma, casi hasta la misma molécula. Para muchos empleados de la compañía, la disposición de las oficinas representaba la única constante en un universo personal gravemente distorsionado.

Pero había algo raro.

Lo que por sí solo no era sorprendente, pensó Ford, sacando su toalla arrojadiza, poco pesada. En mayor o menor grado, en su vida todo era extraño. Sólo que esto era raro de un modo ligeramente distinto de las cosas raras a que estaba acostumbrado, que eran, bueno, extrañas. De momento no lograba situarlo.

Sacó la llave del tres.

Las alarmas sonaban de la misma forma que siempre, que él conocía bien. Tenían una especie de música que casi podía tararear. Todo era muy familiar. Aunque el mundo en que se encontraba había sido una novedad. Nunca había estado en Saquo-Pila Hensha, y le gustó. Tenía un ambiente como de carnaval.

Sacó de la mochila un arco y una flecha de juguete que había comprado en un mercadillo.

Había descubierto que el ambiente carnavalero de Saquo-Pila Hensha se debía a que la población celebraba la fiesta anual de la Asunción de San Antwelmo. En vida, San Antwelmo fue un monarca noble y famoso que enunció una hipótesis grandiosa y popular. La asunción del Rey Antwelmo consistió en postular que, prescindiendo de todo lo demás, lo que ansiaba la gente era ser feliz, pasarlo bien y divertirse juntos lo más posible. A su muerte legó toda su fortuna personal para financiar unos festejos anuales que recordaran su asunción a todo el mundo, con montañas de buena comida, bailes y juegos muy tontos, como la Busca del Wocket. Su Asunción fue tan espléndida y luminosa que le hicieron santo. Y no sólo eso, sino que todos los que anteriormente alcanzaron la santidad por hechos como morir lapidados de forma absolutamente cruel o vivir boca abajo en barriles de estiércol, fueron inmediatamente degradados y pasaron a considerarse como gente bastante molesta.

El familiar edificio en forma de H de las oficinas de la Guía del Autoestopista Galáctico se elevaba en las afueras de la ciudad, y Ford Prefect se había introducido en él con su método habitual. Siempre entraba por el sistema de ventilación en vez de por la puerta principal, porque en el vestíbulo patrullaban robots encargados de interrogar a los empleados que pasaban a presentar su cuenta de gastos. Las facturas de gastos de Ford Prefect eran asuntos notoriamente complejos y difíciles, y en general había comprobado que los robots del vestíbulo no estaban bien dotados para comprender los argumentos que él deseaba exponer en relación con el tema. Por consiguiente, prefería entrar por otro lado.

Lo que suponía disparar todas las alarmas del edificio menos la del departamento de contabilidad, y eso le venía perfectamente a Ford.

Se acurrucó tras el armario, chupó la ventosa de la flecha de juguete y la aplicó a la cuerda del arco.

Al cabo de unos treinta segundos apareció por el pasillo un robot de seguridad del tamaño de una sandía pequeña, volando más o menos a la altura de la cadera de una persona y dirigiendo los sensores a izquierda y derecha para detectar cualquier anormalidad.

Con impecable precisión, Ford lanzó la flecha de juguete al paso del robot. El dardo cruzó el pasillo y se pegó, tembloroso, en la pared de enfrente. El robot, captándolo inmediatamente con los sensores, dio un giro de noventa grados para seguir su trayectoria y ver de qué demonios se trataba y adónde se dirigía.

Mientras el robot miraba en dirección contraria, Ford dispuso de un precioso segundo. Le lanzó la toalla y lo alcanzó en pleno vuelo.

Debido a las diversas protuberancias sensoriales con que iba festoneado, el robot no podía maniobrar bajo la toalla y se sacudía de un lado para otro, incapaz de volverse y enfrentarse a su captor.

Ford lo atrajo rápidamente hacia sí y lo inmovilizó contra el suelo. Empezó a gimotear con voz lastimera. Con un movimiento rápido y preciso, Ford metió la mano bajo la toalla con la llave del tres y destapó el pequeño panel de plástico que daba acceso a sus circuitos lógicos.

La lógica es algo maravilloso, aunque, tal como han puesto de manifiesto los procesos evolutivos, tiene ciertos inconvenientes.

Cualquier cosa que piense con lógica puede ser engañada por otra que piense con la misma lógica. La forma más fácil de engañar a un robot enteramente lógico consiste en suministrarle la misma secuencia de estímulos una y otra vez hasta dejarlo encerrado en un círculo vicioso. Eso lo demostraron los famosos experimentos de las islas Sandwich de Arenque, que se llevaron a cabo hace milenios en el INDELPSOM (Instituto para el Descubrimiento Lento y Penoso de lo Sorprendentemente Obvio de Maximégalon).

Programaron a un robot para que le gustaran los emparedados de arenque. En realidad, esa parte fue la más difícil de todo el experimento. Una vez que el robot fue programado para que le gustaran los emparedados de arenque, le pusieron delante un emparedado de arenque. Ante lo cual el robot dijo para sus adentros: «¡Ah! ¡Un emparedado de arenque! Me gustan los emparedados de arenque.»

Entonces se inclinaba, cogía el emparedado de arenque con su cuchara para comer emparedados de arenque y se incorporaba de nuevo. Lamentablemente, el robot estaba ajustado de tal modo que la acción de erguirse hacía que el emparedado de arenque se le escurriera de la cuchara de emparedado de arenque y cayera al suelo delante de él. Ante lo cual, el robot decía para sí: «¡Ah! Un emparedado de arenque…», etc., y repetía la misma operación una y otra vez. Lo único que impedía al emparedado de arenque aburrirse de todo el puñetero asunto y largarse a rastras en busca de otra forma de pasar el tiempo, era el hecho de que, al tratarse simplemente de un trozo de pescado metido entre dos rebanadas de pan, estaba algo menos alerta que el robot a lo que sucedía a su alrededor.

Los científicos del Instituto descubrieron así la fuerza impulsora de todo cambio, desarrollo e innovación en la vida, que era la siguiente: emparedados de arenque. Publicaron un informe al respecto, que fue muy criticado por su extrema estupidez. Repasaron los cálculos y se dieron cuenta de que lo que en realidad habían descubierto era el «aburrimiento» o, mejor dicho, la función práctica del aburrimiento. En una excitación febril continuaron descubriendo otras emociones, como «irritabilidad», «depresión», «desgana», «repulsión», etc. El siguiente descubrimiento importante se produjo cuando dejaron de utilizar emparedados de arenque, después de lo cual se encontraron de pronto ante una verdadera avalancha de nuevas emociones que podían estudiar, como «alivio», «alegría», «vivacidad», «apetito», «satisfacción» y, la más importante, el deseo de «felicidad».

Ése fue el mayor descubrimiento de todos.

Ya podían sustituirse con la mayor facilidad bloques enteros de complejos códigos informáticos reguladores del comportamiento de los robots en todas las situaciones posibles. Lo único que necesitaban los robots era la capacidad de aburrirse o ser felices, aparte de algunas condiciones que debían cumplirse para suscitar tales estados. Luego solucionarían el resto por sí solos.

El que Ford tenía inmovilizado bajo la toalla no era, de momento, un robot feliz. Era feliz en movimiento, cuando podía ver otras cosas. Y lo era especialmente cuando las veía moverse, en particular si esas otras cosas se desplazaban haciendo cosas que no debían, porque entonces, con enorme placer, él las comunicaba.

Ford arreglaría eso en un momento.

Se agachó sobre el robot y lo sujetó entre las rodillas. La toalla seguía cubriendo todos sus mecanismos sensores, pero Ford ya le había destapado los circuitos lógicos. El robot empezó a girar inquieto y excitado, pero sólo lograba agitarse, en realidad era incapaz de moverse. Utilizando la llave inglesa Ford sacó un pequeño chip de su alvéolo. En cuanto estuvo fuera, el robot se inmovilizó por completo y cayó en coma.

El chip que había sacado Ford era el que contenía las órdenes para el cumplimiento de todas las instrucciones que harían sentirse feliz al robot. El robot sería feliz cuando una insignificante descarga eléctrica lanzada desde un punto justo a la izquierda del chip llegara a otro punto justo a la derecha del chip. El chip determinaba si la descarga llegaba o no a su destino.

Ford quitó un trocito de alambre prendido en la toalla. Introdujo un extremo en el agujero superior izquierdo del alvéolo del chip, y el otro en el izquierdo.

Eso era todo lo que se necesitaba. Ahora, el robot sería feliz pasara lo que pasase.

Ford se incorporó rápidamente y retiró la toalla de un tirón. El robot se elevó extasiado en el aire, describiendo una especie de sinuosa trayectoria.

Se volvió y vio a Ford.

—¡Míster Prefect! ¡Cuánto me alegro de verlo!

—Yo también me alegro, amiguito— repuso Ford.

El robot se apresuró a informar a su control central de que ahora todo iba bien en el mejor de los mundos posibles, las alarmas se calmaron de inmediato y la vida volvió a la normalidad.

Bueno, casi a la normalidad.

Había algo raro en el ambiente.

El pequeño robot gorgoteaba de placer eléctrico. Ford echó a andar deprisa por el pasillo, dejando que el objeto lo siguiese con breves sacudidas y le dijera lo delicioso que era todo y lo que le alegraba poder decírselo.

Ford, sin embargo, no estaba contento.

Se había cruzado con personas que no conocía. No le gustaba su aspecto. Demasiado bien arreglados. Ojos demasiado apagados. Cada vez que pensaba reconocer a alguien a lo lejos y se apresuraba a saludarlo, resultaba ser otro, con un peinado más elegante y aire mucho más dinámico y resuelto que, bueno, que ningún conocido suyo.

Había una escalera desplazada unos centímetros a la izquierda. Un techo ligeramente más bajo. Un vestíbulo renovado. Todo eso no era preocupante en sí mismo, aunque desorientaba un poco. Lo inquietante era la decoración. Antes solía ser ostentosa y reluciente. Cara, sí— porque la Guía se vendía muy bien en toda la Galaxia civilizada y poscivilizada—, pero divertida. Había máquinas de fantásticos juegos alineadas por los pasillos. De los techos colgaban pianos de cola demencialmente pintados, malignas criaturas marinas del planeta Viv surgían de las fuentes en patios llenos de árboles, camareros robot con absurdas camisas correteaban por los pasillos en busca de manos donde depositar bebidas espumantes. En los despachos, la gente solía tener vastodragones cogidos con correas y pterospondios encaramados en perchas. La gente sabía cómo divertirse y, si no, había cursos en los que podían matricularse para remediarlo.

Ahora no había nada de eso.

Alguien había estado por allí haciendo un trabajo de malísimo gusto.

Ford torció bruscamente, se introdujo en una pequeña cavidad, abarcó al robot volador con la mano y lo arrastró con él. Se puso en cuclillas y miró al gozoso cibernauta.

—¿Qué ha pasado aquí?— inquirió.

—Pues sólo cosas estupendas, señor, lo mejor que podía pasar. ¿Me puedo sentar en sus rodillas, por favor?

—No— dijo Ford, apartándolo con desdén. Al robot le gustó tanto que lo rechazaran de aquel modo que empezó a desfallecer, contoneándose de gozo. Ford volvió a cogerlo y lo mantuvo firmemente en el aire, a unos treinta centímetros de su cara. El robot intentó permanecer donde lo habían puesto, pero no pudo evitar unos ligeros temblores.

—Algo ha cambiado, ¿verdad?— dijo Ford, entre dientes.

—Ah, sí— chilló el pequeño robot—. De la manera más increíble y maravillosa. Y me parece muy bien.

—Y entonces, ¿cómo estaba antes?

—De rechupete.

—Pero ¿te gusta cómo lo han cambiado?

—Me gusta todo— gimió el robot—. En especial que me grite así. Hágalo otra vez, por favor.

—¡Dime solamente qué ha pasado!

—¡Oh! ¡gracias, gracias!

Ford suspiró.

—Vale, de acuerdo— jadeó el robot—. Otra empresa ha absorbido la Guía. Hay una nueva dirección. Es tan magnífica que me derrito. La antigua dirección también era fabulosa, desde luego, aunque no estoy, seguro de que pensara lo mismo entonces.

—Eso era antes de que te metieran en la cabeza un trozo de alambre.

—Qué cierto es eso. Qué maravillosamente cierto. Qué rebosante, burbujeante, espumeante, maravillosamente cierto. Qué observación tan correcta y verdaderamente inductora de éxtasis.

—¿Qué ha pasado?— insistió Ford—. ¿Quién es esa nueva dirección? ¿Cuándo se produjo la absorción? Yo…, bueno, no importa— añadió cuando el pequeño robot empezó a farfullar de incontrolable alegría frotándose contra su rodilla—. Voy a averiguarlo yo mismo.

Ford se arrojó contra la puerta del despacho del redactor jefe, se encogió hasta hacerse una bola mientras el marco cedía y se astillaba, rodó velozmente por el suelo hacia donde solía estar el carrito de las bebidas, cargado con los brebajes más fuertes y caros de la Galaxia, lo cogió y, utilizándolo como protección, lo empujó por la amplia zona sin amueblar del despacho hasta donde se erguían las valiosas y sumamente groseras estatuas de Leda y el Pulpo, refugiándose tras ellas. Mientras, el pequeño robot de seguridad, que había entrado a la altura del pecho de una persona, se dedicaba encantado a recibir de forma suicida los disparos destinados a Ford.

Ése, al menos, era el plan. Y resultaba esencial, porque el actual redactor jefe, Estagiar Zil Dogo, era un hombre peligroso y desequilibrado que consideraba con intenciones homicidas a los colaboradores que se presentaban en su despacho sin artículos nuevos debidamente corregidos, y tenía una batería de armas guiadas por láser y conectadas a unos dispositivos de exploración colocados en el marco de la puerta para disuadir a todo aquel que se limitara a llevarle razones sumamente buenas de por qué no había escrito nada. Así se propiciaba un alto grado de producción.

Lamentablemente, el carrito de las bebidas no estaba.

Ford se lanzó desesperadamente de costado, dando un salto mortal hacia la estatua de Leda y el Pulpo, que también había desaparecido. En una especie de azaroso pánico, rodó y tropezó por la estancia, dio traspiés, giró, se golpeó contra la ventana, que afortunadamente estaba construida a prueba de cohetes, rebotó y, magullado y sin aliento, cayó hecho un ovillo tras un elegante y deteriorado sofá de cuero gris que nunca había estado allí.

Al cabo de unos segundos alzó despacio la cabeza y atisbó por encima del sofá. Igual que la falta del carrito de las bebidas y la estatua de Leda y el Pulpo, también había notado una alarmante ausencia de disparos. Frunció el entrecejo. Aquello era pero que muy raro.

—Míster Prefect, supongo— dijo una voz.

La voz pertenecía a un individuo de rostro lampiño que estaba tras un amplio escritorio de verdadera ceramoteca. Estagiar Zil Dogo quizá fuese un individuo de cuidado, pero por toda una serie de razones nadie le habría calificado de lampiño. Aquél no era Estagiar Zil Dogo.

—Por su forma de entrar, imagino que de momento no tiene usted ningún artículo nuevo para la… humm, Guía— dijo el individuo lampiño. Estaba sentado con los codos sobre la mesa y las puntas de los dedos juntas en una actitud que, inexplicablemente, nunca se ha considerado como un delito punible con la pena capital.

—He estado ocupado— repuso Ford sin mucha firmeza. Se puso en pie tambaleante y se sacudió el polvo. Entonces pensó que por qué demonios tenía que decir las cosas sin mucha firmeza. Tenía que dominar la situación. Tenía que saber quién coño era aquel tipo, y de pronto se le ocurrió un medio de averiguarlo.

—¿Quién coño es usted?— inquirió.

—Soy su nuevo redactor jefe. Esto es, si no decidimos prescindir de sus servicios. Me llamo Vann Harl.— No le tendió la mano. Sólo añadió— : ¿Qué le ha hecho a ese robot de seguridad?

El pequeño robot daba vueltas muy despacito por el techo, gimiendo suavemente.

—Le he hecho muy feliz— contestó Ford en tono brusco—. Es una especie de misión que tengo. ¿Dónde está Estagiar? Mejor dicho, dónde está el carrito de las bebidas?

—Míster Zil Dogo ya no forma parte de esta organización. El carrito de las bebidas, supongo, le ayuda a consolarse.

—¿Organización?— gritó Ford—. ¿Organización? ¡Qué palabra tan gilipollesca para un tinglado como éste!

—Ésa es precisamente nuestra impresión. Falta de estructura, exceso de recursos, gestión insuficiente y demasiadas copas. Y sólo me refiero— añadió Harl— al redactor jefe.

—De los chistes me encargo yo— rezongó Ford.

—No— repuso Harl—. Usted se encargará de la columna gastronómica.

Lanzó una ficha de plástico sobre el escritorio. Ford no hizo ademán de recogerla.

—¿Que usted se encargará de qué?

—No. Yo, Harl. Usted, Prefect. Usted hará la columna gastronómica. Yo, redactor jefe. Yo, aquí sentado, le encargo la columna gastronómica. ¿Entendido?

—¿Columna gastronómica?— repitió Ford, demasiado perplejo todavía para enfadarse de veras.

—Siéntese, Prefect— ordenó Harl. Dio la vuelta en su sillón giratorio, se puso en pie y miró por la ventana las diminutas manchas que festejaban el carnaval veintitrés pisos más abajo.

—Es hora de levantar este negocio, Prefect— anunció bruscamente—. En empresas Dimensinfín somos…

—¿Empresas qué?

—Empresas Dimensinfín. Hemos adquirido todas las acciones de la Guía.

—¿Dimensinfín?

—Ese nombre nos ha costado millones, Prefect. Si no le gusta, ya puede ir recogiendo sus cosas.

Ford se encogió de hombros. No tenía nada que recoger.

—La Galaxia está cambiando— explicó Harl—. Hay que acomodarse a los cambios. Ir de acuerdo con el mercado, que está en ascenso. Nuevas aspiraciones. Nuevas técnicas. El futuro es…

—No me hable del futuro— le interrumpió Ford—. Yo he andado por todo el futuro. He pasado en él la mitad de mi vida. Es lo mismo que en cualquier otra parte. Que en cualquier otro tiempo. Lo que sea. Lo mismo de siempre, sólo que con coches más rápidos y el aire más emponzoñado.

—Ése es un futuro— arguyó Harl—. Su futuro, si es que lo acepta. Tiene que aprender a pensar bajo un punto de vista multidimensional. Existe una infinidad de futuros que se extienden en todas direcciones a partir de este instante; desde aquí, desde ahora mismo. ¡Billones de futuros que se bifurcan a cada instante! ¡En toda posición que pueda adoptar cada posible electrón surgen billones de probabilidades! ¡Billones y billones de luminosos y radiantes futuros! ¿Sabe lo que significa eso?

—Se le cae la baba por la barbilla.

—¡Billones y billones de mercados!

—Entiendo— repuso Ford—. Así que venden billones y billones de Guías.

—No— repuso Harl, buscando el pañuelo sin encontrarlo—. Discúlpeme, pero este asunto me excita mucho.

Ford le tendió su toalla.

—No vendemos billones y billones de Guías— prosiguió Harl tras limpiarse la boca debido a los gastos. Lo que hacemos es vender una Guía billones y billones de veces. Explotamos el carácter multidimensional del universo para reducir los costes de producción. Y no vendemos a esos autoestopistas sin un céntimo. ¡Qué idea tan absurda era ésa! Dirigirse al segmento del mercado que, más o menos por definición, no tiene dinero, y tratar de venderle el producto. No. Vendemos al viajante de comercio acomodado y a su ociosa mujer en un billón de futuros diferentes. Es la empresa más radical, dinámica y emprendedora de todo el infinito multidimensional del espacio tiempo probabilidad que haya existido jamás.

—Y usted pretende que yo sea su crítico gastronómico.

—Tendremos en cuenta sus prestaciones.

—¡Mata!— gritó Ford. Se dirigía a la toalla.

La toalla saltó de las manos de Harl.

No porque tuviera fuerza motriz propia, sino porque Harl se sobresaltó ante la idea de que pudiera tenerla. Volvió a sobresaltarse al ver que Ford Prefect se abalanzaba sobre él por encima del escritorio esgrimiendo los puños. En realidad, Ford sólo pretendía apoderarse de la tarjeta de crédito, pero nadie ocupa un puesto como el de Harl sin desarrollar un sano sentido paranoide de la vida. Tomó la sensata precaución de lanzarse hacia atrás, se dio un fuerte golpe en la cabeza contra el cristal a prueba de cohetes y se sumió en unos sueños inquietantes y muy personales.

Ford, de bruces sobre el escritorio, se sorprendió de lo espléndidamente que había salido todo. Lanzó una rápida mirada al trozo de plástico que ahora tenía en la mano— era una tarjeta de crédito Nutr-O-Cuenta, con su nombre ya grabado y fecha de expiración a dos años vista, y posiblemente se trataba del objeto más emocionante que Ford hubiese visto jamás-, y luego trepó por el escritorio para examinar a Harl.

Respiraba acompasadamente. A Ford se le ocurrió que respirarla aun mejor sin el peso de la cartera oprimiéndole el pecho, de modo que se la sacó del bolsillo interior y le echó un vistazo. Una buena cantidad de dinero. Bonos de crédito. Tarjeta de socio del club Ultragolf. Tarjetas de otros clubs. Fotografías de la mujer y la familia de alguien, probablemente de Harl, pero en estos tiempos es difícil estar seguro. Con frecuencia, los atareados directivos carecen de tiempo para tener esposa y familia a tiempo completo y se contentan con alquilarlas para los fines de semana.

¡Ja!

No podía creer lo que acababa de encontrar.

De la cartera sacó despacio un trozo de plástico locamente excitante cobijado entre un puñado de recibos.

Su aspecto no era locamente excitante. En realidad era bastante soso, traslúcido, más pequeño y un poco más grueso que una tarjeta de crédito. Al ponerlo a contraluz se veía una holografía con información en clave y unas imágenes ocultas a unos pseudocentímetros bajo la superficie.

Era un Ident-i-Klar, y llevarlo en la cartera era algo temerario y estúpido por parte de Harl, aunque perfectamente comprensible. En aquellos días se estaba obligado a dar pruebas concluyentes de la propia identidad de tantísimas maneras distintas, que la vida podía resultar sumamente pesada únicamente por ese factor, sin contar los problemas profundamente existenciales de tratar de asumir una conciencia coherente en un universo físico epistemológicamente ambiguo. No hay más que fijarse en los cajeros automáticos, por ejemplo. Colas de gente que esperaban la comprobación de las huellas dactilares, la exploración de la retina, el raspado de piel de la nuca y el análisis genético inmediato (o casi inmediato, unos buenos seis o siete segundos de tediosa realidad), para luego tener que contestar preguntas capciosas acerca de la familia que ya ni recordaban tener y de sus consignadas preferencias sobre el color de los manteles. Y eso sólo para conseguir un poco de dinero para los gastos del fin de semana. Si se pretendía pedir un préstamo para un coche a reacción, firmar un tratado sobre misiles o pagar toda la cuenta del restaurante, las cosas podían ser verdaderamente penosas.

De ahí el Ident-i-Klar, que codificaba todas las informaciones relativas al físico y la vida de una persona en una tarjeta de utilidad general que cualquier máquina podía leer y se llevaba cómodamente en la cartera, por lo que hasta la fecha representaba el mayor triunfo de la técnica tanto sobre sí misma como sobre el sentido común.

Ford se la guardó en el bolsillo. Acababa de ocurrírsele una idea extraordinaria. Se preguntó cuánto tiempo permanecería inconsciente Harl.

—¡Oye!— gritó al robot del tamaño de una sandía pequeña que continuaba baboseando de euforia por el techo—. ¿Quieres seguir siendo feliz?

El robot, gorgoteando, dijo que sí.

—Entonces ven conmigo y haz todo lo que yo te diga, sin falta.

El robot repuso que ya era bastante feliz donde estaba, en el techo, y que muchas gracias. Nunca se había imaginado cuánta excitación pura podía hallarse en un buen techo, y quería explorar más profundamente sus impresiones sobre los techos.

—Tú quédate ahí, que pronto volverán a capturarte— le advirtió Ford— y a ponerte otra vez tu chip condicionante. Si quieres seguir siendo feliz, ven conmigo.

El robot dejó escapar un largo y hondo suspiro de apasionada melancolía y se dejó caer a regañadientes del techo.

—Oye— le dijo Ford—. ¿Puedes hacer que el resto del sistema de seguridad siga contento unos minutos?

—Una de las alegrías de la verdadera felicidad— sentenció gorgojeando el robot— es compartirla. Desbordo, espumeo, reboso de…

—Vale— le cortó Ford—. Sólo esparce un poco de felicidad por la red de seguridad. No comuniques información alguna. Sólo haz que se sientan bien para que no tengan necesidad de pedir datos.

Recogió la toalla y, alegremente, se dirigió corriendo hacia la puerta. La vida había sido un poco aburrida últimamente. Ahora tenía todos los indicios de volverse sumamente interesante.