La vio venir por la dirección de Henley, al principio con leve curiosidad, preguntándose qué eran aquellas luces. Como no vivía a un millón de kilómetros de Heathrow, estaba acostumbrada a ver luces en el cielo. Normalmente no a hora tan avanzada de la noche, ni tan bajo, y eso le extrañó un poco.
Cuando lo que fuese empezó a acercarse cada vez más, su curiosidad se tornó en estupefacción.
«Hummm», pensó, y en eso consistió más o menos todo su razonamiento. Aún estaba aletargada y con la sensación del desfase horario, por lo que los mensajes que una parte de su cerebro se dedicaba a enviar a la otra no llegaban necesariamente en el momento justo ni en la forma adecuada. Salió de la cocina, donde se había preparado un café, y fue a abrir la puerta trasera que daba al jardín. Aspiró profundamente el fresco aire de la noche y alzó la cabeza.
A unos treinta metros por encima del césped había un objeto aproximadamente del tamaño de una amplia furgoneta de recreo.
Era de verdad. Estaba allí, suspendido. Casi sin ruido.
Algo se removió en el fuero interno de Tricia.
Dejó caer los brazos a los costados, despacio. Apenas notó el café candente que se le derramaba en el pie. Casi no respiraba mientras la nave descendía poco a poco, centímetro a centímetro. Sus luces se desplazaban suavemente por el suelo, como tanteándolo, sintiéndolo. Se detuvieron en él.
No podía esperar que se le volviera a presentar otra oportunidad. ¿Es que él la estaba buscando? ¿Había vuelto? La nave siguió descendiendo hasta posarse finalmente en el césped. No era como la que tantos años antes había visto despegar, pensó, pero en el cielo nocturno era difícil que unas luces destellantes cobraran formas bien definidas.
Silencio.
Luego, un clic y un hum.
Después, otro clic y otro hum. Clic, hum; clic, hum.
Se abrió una puerta suavemente, derramando luz por el césped, hacia ella.
Esperó, temblando.
Apareció una silueta recortada en la luz, luego otra, y otra.
Ojos grandes que la miraban parpadeando, despacio. Manos que se elevaban lentamente, saludándola,
—¿McMillan?— dijo al fin una extraña y tenue voz, articulando las sílabas con dificultad—. ¿Tricia McMillan? ¿Ms Tricia McMillan?
—Sí— contestó Tricia, casi sin voz.
—La hemos estado vigilando.
—¿V…, vigilando? ¿A mí?
—Sí.
La miraron de arriba abajo durante unos momentos, moviendo muy despacio los grandes ojos.
—Parece más baja al natural— dijo al fin uno de ellos.
—¿Cómo?— inquirió Tricia.
—Sí.
—No… no entiendo— confesó Tricia. No lo esperaba, claro está, pero, en primer lugar, incluso para ser algo inesperado no iba de la forma que podía esperarse—. ¿Vienen…, es de parte… de Zaphod?
La pregunta pareció causar cierta consternación entre las tres siluetas. Conferenciaron en una especie de lenguaje saltarín propio de ellos y luego se dirigieron de nuevo a ella.
—Creemos que no— dijo uno—. Al menos que nosotros sepamos.
—¿Dónde está Zaphod?— preguntó otro, alzando la cabeza al oscuro cielo.
—Pues… no sé— contestó Tricia con aire de impotencia.
—¿Está lejos de aquí, ¿En qué dirección? No lo conocemos.
Con el corazón encogido, Tricia comprendió que no tenían ni idea de a quién se refería. Ni siquiera de lo que estaba hablando. Y ella no tenía ni idea de lo que hablaban ellos. Puso resueltamente a un lado sus esperanzas al tiempo que volvía a poner en marcha las ideas. Decepcionarse no tenía sentido. Había que despabilarse, porque tenía delante la primicia periodística del siglo. ¿Qué debía hacer? ¿Entrar en casa y coger la cámara de vídeo? ¿Y si se habían marchado cuando volviera? Se encontraba absolutamente perpleja sobre la estrategia que debía adoptar. Hacer que sigan hablando, pensó. Ya se me ocurrirá algo.
—¿Me han estado vigilando… a mí?
—A todos. Todo el planeta. Televisión. Radio. Telecomunicaciones. Ordenadores. Circuitos de vídeo. Almacenes.
—¿Qué?
—Estacionamientos. Todo. Lo vigilamos todo.
Tricia los miró de hito en hito.
—Eso debe ser muy aburrido, ¿no?— dijo bruscamente.
—Sí.
—Entonces, ¿por qué…?
—Menos…
—¿Sí? ¿Menos qué?
—Menos los concursos de televisión. Nos gustan mucho.
Hubo un silencio tremendamente largo mientras Tricia observaba a los extraterrestres y ellos le devolvían la mirada.— Quisiera entrar en casa a coger algo— dijo Tricia con mucha parsimonia—. Les propongo una cosa. ¿A alguno de ustedes le gustaría pasar a echar una mirada?
—¡Muchísimo!— contestaron todos, entusiasmados.
Se quedaron los tres en el salón, un tanto cohibidos, mientras ella se apresuraba a coger una cámara de vídeo, una cámara de treinta y cinco milímetros, un magnetófono, cualquier aparato grabador al que pudo echar mano. Los seres del espacio eran delgados y, expuestos a la luz casera, de un apagado color verde púrpura.
—Sólo tardaré un momentito, en serio, chicos— dijo Tricia mientras hurgaba en los cajones en busca de cintas y películas de repuesto.
Los seres del espacio miraban las estanterías donde guardaba sus CD y sus viejos discos. Uno de ellos dio a otro un ligero codazo.
—Mira— dijo—. Elvis.
Tricia se inmovilizó y volvió a mirarlos con fijeza.
—¿Les gusta Elvis?— preguntó.
—Sí.
—¿Elvis Presley?
—Sí.
Pasmada, sacudió la cabeza mientras trataba de poner una cinta nueva en la cámara de vídeo.
—Algunos de ustedes— comentó sin mucha decisión uno de los visitantes— creen que Elvis fue secuestrado por seres del espacio.
—¿Cómo?— inquirió Tricia.
—¿Y es verdad?
—Puede ser.
—¿Quieren decir que ustedes han secuestrado a Elvis?— jadeó Tricia. Trataba de mantenerse lo más tranquila posible para no hacerse un lío con los aparatos, pero aquello casi era demasiado para ella.
—No. Nosotros no— dijeron sus invitados—. Seres del espacio. Es una posibilidad muy interesante. A menudo hablamos de ello.
—No tengo que alzarla— murmuró Tricia para sí. Comprobó la cámara de vídeo: estaba convenientemente cargada y funcionando. Los enfocó. No se la llevó a la cara porque no quería asustarlos. Pero tenía la experiencia suficiente para no fallar desde la cadera.
—Muy bien. Ahora díganme tranquilamente y despacito quiénes son. Usted primero— dijo al de la izquierda—. ¿Cómo se llama?
—No lo sé.
—No lo sabe.
—No.
—Bueno. ¿Y ustedes dos?
—No sabemos.
—Bien. Vale. A lo mejor pueden decirme de dónde son.
Sacudieron la cabeza.
—¿Que no saben de dónde son?
Volvieron a negar con la cabeza.
—Entonces, ¿qué hacen… humm…?
Estaba perdiendo el hilo, pero como era una profesional, mientras lo perdía no dejaba de mantener firme la cámara.
—Estamos en una misión— dijo uno de los seres del espacio.
—¿Una misión? ¿Qué clase de misión?
—No lo sabemos.
Siguió sujetando la cámara con firmeza.
—Entonces, ¿qué están haciendo en la Tierra?
—Hemos venido a buscarla.
Firme, firme como una roca. Igual podía estar sobre un trípode, en realidad, se preguntó si debía utilizarlo. Se lo preguntó porque tardó unos momentos en digerir lo que acababan de decirle. No, pensó, dirigiéndola con la mano tenía más flexibilidad. También pensó: «Socorro, ¿qué voy a hacer?»
—¿Por qué han venido a buscarme?— preguntó con calma.
—Porque hemos perdido la cabeza.
—Discúlpenme— dijo Tricia—. Tengo que ir por un trípode.
Parecían bastante complacidos de quedarse allí sin hacer nada mientras Tricia buscaba rápidamente un trípode y montaba la cámara. No cambiaba en absoluto de expresión, pero no tenía la menor idea de qué pasaba y no sabía qué pensar.
—Muy bien— prosiguió cuando lo tuvo todo preparado—. ¿Por qué…?
—Nos gustó su entrevista con la astrólogo.
—¿La vieron?
—Lo vemos todo. La astrología nos interesa mucho. Nos gusta. Es muy interesante. No todo lo es. La astrología, sí. Lo que nos dicen los astros. Lo que predicen. Nos convendría cierta información al respecto.
—Pero…
Tricia no sabía por dónde empezar.
«Reconócelo», pensó, «no tiene sentido buscarle las vueltas a esto.»
Así que dijo:
—Pero yo no sé nada de astrología.
—Nosotros sí.
—¿De verdad?
—Sí. Leemos los horóscopos. Los devoramos. Miramos todos sus periódicos y revistas, con verdadera ansia. Pero nuestro jefe dice que tenemos un problema.
—¿Tienen un jefe?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—No sabemos.
—¿Cómo dice él que se llama, por amor de Dios? Lo siento, tengo que corregir esto. ¿Cómo dice él que se llama?
—No lo sabe.
—Entonces, ¿cómo saben ustedes que es el jefe?
—Tomó el mando. Dijo que alguien tenía que poner orden por allí.
—¡Ah!— exclamó Tricia, aprovechando la indicación—. ¿Dónde es «allí»?
—Ruperto.
—¿Qué?
—Ustedes lo llaman Ruperto. El décimo planeta de su sol. Hace muchos años que nos instalamos allí. Hace muchísimo frío y no hay nada interesante. Pero está bien para vigilar.
—¿Por qué nos están vigilando?
—Es lo único que sabemos hacer.
—Muy bien— concluyó Tricia—. De acuerdo. ¿Qué problema dice su jefe que tienen ustedes?
—Triangulación.
—¿Cómo ha dicho?
—La astrología es una ciencia muy precisa. Eso sí lo sabemos.
—Pues…— repuso Tricia, dejándolo en eso.
—Pero sólo para ustedes, aquí, en la Tierra.
—S… s…í— tuvo la horrible sensación de percibir un vago destello de algo.
—Porque cuando Venus ingresa en Capricornio, por ejemplo, eso es visto desde la Tierra. ¿Cómo nos vale eso a nosotros si estamos en Ruperto? ¿Qué ocurre cuando la Tierra pasa sobre Capricornio? No lo sabemos. Entre las cosas que hemos olvidado, que suponemos numerosas y profundas, está la trigonometría.
—A ver si entiendo bien esto— dijo Tricia—. ¿Quieren que vaya con ustedes a… Ruperto…
—Sí.
—¿Para volver a calcular sus horóscopos de modo que puedan tener en cuenta las posiciones relativas de la Tierra y Ruperto?
—Sí.
—¿Me conceden la exclusiva?
—Sí.
—Soy su chica— aseguró Tricia, pensando que como mínimo podría venderla al National Enquirer.
Al abordar la nave que la llevaría a los más alejados confines del sistema solar, lo primero que le saltó a la vista fue una serie de pantallas de vídeo en las que se sucedían millares de imágenes. Un cuarto extraterrestre las observaba sentado, aunque centraba especialmente la atención en una pantalla donde se veía una secuencia completa. Era la proyección de la improvisada entrevista que Tricia acababa de hacer a sus tres compañeros. Al verla entrar con aire temeroso, el ser del espacio alzó la cabeza.
—Buenas noches, Ms McMillan— la saludó—. Ha hecho un buen trabajo con la cámara.