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Tricia empezó a creer que el mundo conspiraba contra ella. Comprendía que era una forma de pensar absolutamente normal después de un vuelo nocturno en dirección Este, cuando de pronto uno se encuentra ante otra jornada entera, plagada de oscuras amenazas, para la cual no se está preparado en lo más mínimo. Pero aun así.

Había marcas en su jardín.

En realidad no le importaban mucho las marcas en el jardín. En lo que a ella se refería, podían largarse a hacer gárgaras. Era sábado por la mañana. Acababa de volver de Nueva York y estaba cansada, de mal humor y paranoica, y lo único que quería era irse a la cama con la radio encendida y el volumen bajo para irse quedando dormida mientras Ned Sherrin decía cosas tremendamente inteligentes sobre cualquier tema.

Pero Eric Bartlett no iba a consentir que se quedara sin hacer una completa inspección de las marcas. Eric era el viejo jardinero que venía del pueblo todos los sábados por la mañana para hurgar con un palo por el jardín. No creía en la gente que venía de Nueva York a primera hora de la mañana. No lo aprobaba. Era algo contra natura. Pero creía prácticamente en todo lo demás.

—Seres del espacio, probablemente— sentenció inclinándose para tantear con el palo los bordes de las pequeñas hendiduras—. Estos días se habla muchos de alienígenas. Serán ellos, supongo.

—Ah, ¿sí?— repuso Tricia, mirando furtivamente su reloj. Diez minutos, calculó. Sería capaz de seguir en pie diez minutos. Luego se desplomaría, simplemente, ya estuviera en su cuarto o allí, en el jardín. Y eso si sólo tenía que estar de pie. Si además debía asentir con aire inteligente y decir «Ah, ¿sí?» de cuando en cuando, el plazo podía reducirse a cinco.

—Pues claro— continuó Eric—. Bajan por aquí, aterrizan en tu jardín y luego se largan, a veces con tu gato. El gato de mistress Williams, la de la oficina de correos, ya sabe, esa pelirroja, fue secuestrado por extraterrestres. Claro que al día siguiente lo trajeron de vuelta, pero estaba de un humor muy raro. Por la mañana no hacía más que dar vueltas por ahí y luego se pasaba la tarde durmiendo. Lo curioso es que antes era al revés. Dormía por la mañana y zancadilleaba por la tarde. Iba atrasado, ¿comprende?, por el viaje en una nave interplanetaria.

—Comprendo.

—Lo tiñeron de atigrado, dice ella. Éstas son exactamente la clase de marcas que probablemente dejarían las patas articuladas de su tren de aterrizaje.

—¿Y no pueden ser de la cortacésped?— insinuó Tricia.

—Si fuesen más redondas, diría que sí, pero éstas se abren hacia fuera, ¿no ve? Una forma absolutamente más espacial.

—Es que usted mencionó que la cortacésped estaba dando la lata y había que arreglarla o empezaría a hacer hoyos en la hierba.

—Sí que lo dije, miss Tricia, y lo mantengo. No descarto totalmente la cortacésped, sólo digo lo que me parece más probable, vista la forma de los agujeros. Vienen por encima de esos árboles, ¿comprende?, con las patas articuladas del tren de aterrizaje…

—Eric…— dijo Tricia, pacientemente.

—Pero le diré lo que voy a hacer, miss Tricia— anunció Eric—. Echaré un vistazo a la cortacésped, tal como tuve intención de hacer la semana pasada, y la dejaré tranquila para que haga lo que guste.

—Gracias, Eric. En realidad me voy a acostar. Sírvase lo que quiera en la cocina.

—Gracias, miss Tricia, y buena suerte.

Eric se agachó y cogió algo del césped.

—Mire— dijo—. Un trébol de tres hojas. Da buena suerte, ¿ve?

Lo examinó con atención para asegurarse de que efectivamente se trataba de un trébol de tres hojas y no uno ordinario de cuatro al que se le hubiese caído una.

—Pero en su lugar, yo estaría atento a ver si hay señales de alienígenas por esta zona— prosiguió Eric, escudriñando sagazmente el horizonte—. Sobre todo por ahí, en la dirección de Henley.

—Gracias, Eric— repitió Tricia—. Lo haré.

Se acostó y soñó a intervalos con loros y otras aves. Por la tarde se levantó y se puso a dar vueltas por la casa, inquieta, insegura sobre qué hacer el resto del día, o incluso el resto de su vida. Presa de incertidumbre, tardó al menos una hora en decidir si iba al pueblo a pasar la velada en Stravro's, que por entonces era el local de moda de los profesionales más encopetados de los medios de comunicación y ver a algunos amigos que la ayudasen a recuperar la normalidad. Al fin decidió ir. No estaba mal. Era divertido. Apreciaba mucho a Stavro, un griego de padre alemán, combinación bastante extraña. Un par de noches antes Tricia había estado en el Alpha, que era el club original de Stavro en Nueva York y que ahora llevaba su hermano Karl, quien se consideraba alemán de madre griega. Stavro se pondría muy contento al saber que su hermano no daba una dirigiendo el club de Nueva York, así que Tricia le daría una alegría… Entre Stavro y Karl Mueller la antipatía era mutua.

Luego pasó otra hora de incertidumbre, sin saber qué ponerse. Finalmente se decidió por un elegante vestidito negro que había comprado en Nueva York. Telefoneó a un amigo para saber con quién podría encontrarse en el club, y se enteró de que aquella noche estaba cerrado al público porque se celebraba un festejo de bodas.

Pensó que el tratar de vivir con arreglo a un plan trazado de antemano era como ir al supermercado a comprar los ingredientes justos para una receta de cocina. Se coge uno de esos carritos que no avanzan en la dirección en que se les empuja y se acaba adquiriendo cosas completamente diferentes. ¿Qué hacer con ellas? ¿Qué hacer con la receta? Ni idea.

De todas formas, aquella noche aterrizó en su jardín una nave espacial.