Una de las cosas extraordinarias de la vida es la clase de sitios donde está dispuesta a prosperar. En cualquier lugar donde pueda encontrar cierta especie de asidero. Ya sea en los embriagadores mares de Santraginus V, donde parece que a los peces les importa un bledo saber en qué dirección nadan, o en las tormentas de fuego de Frastra, donde, según dicen, la vida empieza a los 40.000 grados, o bien ahondando en el intestino delgado de una rata simplemente por puro placer, la vida siempre encuentra un medio de aferrarse a alguna parte.
Y existirá vida incluso en Nueva York, aunque es difícil saber por qué. En invierno la temperatura cae bastante por debajo del mínimo legal o, mejor dicho, así sería si alguien tuviera el sentido común de establecer un mínimo legal. La última vez que elaboraron una lista de las cien cualidades más destacadas del carácter de los neoyorquinos, el sentido común ocupaba el puesto setenta y nueve.
En verano hace demasiado calor. Una cosa es pertenecer a una forma de vida que prospera con el calor y considera, como los frastrianos, que una fluctuación entre 40.000 y 40.004 representa una temperatura estable, y otra muy distinta ser la especie de animal que tiene que envolverse en montones de otros animales en un punto de su órbita planetario, para luego encontrarse, media órbita después, con que la piel se le está llenando de ampollas.
La primavera está sobrevalorada. Muchos habitantes de Nueva York parlotean exageradamente sobre los placeres de la primavera, pero si conocieran realmente los mínimos placeres de esa estación sabrían por lo menos de cinco mil novecientos ochenta y tres sitios mejores que Nueva York para pasar la primavera, y sólo en la misma latitud.
El otoño, sin embargo, es lo peor. Pocas cosas son peores que el otoño en Nueva York. Algunas de las formas de vida que habitan en los intestinos delgados de las ratas no estarían de acuerdo, pero como en cualquier caso la mayoría de las cosas que viven en el intestino delgado de las ratas son desagradables, su opinión puede y debe descontarse. En otoño, en Nueva York el aire huele a fritanga de cabra, y si se es muy aficionado a respirar, lo mejor es abrir una ventana y meter la cabeza dentro de un edificio.
A Tricia McMillan le encantaba Nueva York. No dejaba de repetírselo. La parte alta del West Side. Sí. El centro. Vaya, menudas tiendas. Soho. East Village. Ropa. Libros. Sushi. Comida italiana. Comestibles finos. ¡Ah!
Cine. ¡Ah!, otra vez. Tricia acababa de ver la última película de Woody Allen, que trataba de la angustia de ser neurótico en Nueva York. Ya había hecho un par de ellas que exploraban el mismo tema y Tricia se preguntaba si alguna vez se le había ocurrido marcharse a vivir a otro sitio, pero le dijeron que era totalmente contrario a la idea. Así que, más películas, pensó ella.
A Tricia le encantaba Nueva York porque el hecho de que a uno le gustara esa ciudad suponía una buena oportunidad de ascenso profesional. Buena oportunidad para comprar y comer bien, no tan buena para coger un taxi ni disfrutar de aceras de gran calidad, pero indudablemente era una buena baza profesional que se contaba entre las mejores y de primer orden. Tricia era un personaje central de la televisión, una presentadora, y Nueva York era donde se centraba la mayor parte de la televisión mundial. Hasta entonces, Tricia había desarrollado su actividad de presentadora principalmente en Gran Bretaña: noticias regionales, luego el telediario del desayuno y después el primero de la noche. Si el lenguaje lo permitiera podría habérsela denominado un personaje central en rápida ascensión, pero…, bueno, hablamos de televisión, así que no importa. Era un personaje en rápida ascensión. Tenía lo necesario: una cabellera espléndida, profundo conocimiento estratégico del jarabe de pico, inteligencia para comprender el mundo y una leve y secreta indiferencia interior que revelaba un total desapego. A todo el mundo le llega el momento de la gran oportunidad de su vida. Si se deja perder la que de verdad interesa, todo lo demás resulta misteriosamente fácil.
Tricia sólo había perdido una oportunidad. Por entonces, al pensar en ello ya no se ponía a temblar tanto como antes. Suponía que esa pequeña parte de ella era lo que se había apagado.
La NBS necesitaba una nueva presentadora. Mo Minetti iba a tener un hijo y dejaba el programa matinal USIAM. Le habían ofrecido una cantidad de dinero capaz de volver tarumba a cualquiera para que diese a luz durante el programa pero, contra todo pronóstico, se negó por motivos de buen gusto e intimidad personal. Equipos de abogados de la NBS pasaron su contrato por un tamiz para ver si dichos motivos eran legítimos, pero al final, de mala gana, tuvieron que dejarla marchar. Eso les resultó especialmente mortificante, porque «dejar marchar a alguien de mala gana» era una expresión que fácilmente podían aplicarles a ellos.
Se decía que, a lo mejor, quizá no viniera mal un acento inglés. El pelo, el tono de piel y la ortodoncia tenían que estar a la altura de una cadena de televisión norteamericana, pero había un montón de acentos británicos dando gracias a sus madres por los Oscar o cantando en Broadway, y cierto público insólitamente numeroso prendido de acentos británicos con peluca en el Masterpiece Theatre. Acentos británicos contaban chistes sobre David Letterman y Jay Leno. Nadie entendía los chistes pero todos respondían muy bien al acento, así que, a lo mejor, quizá fuese el momento. Un acento británico en USIAM. Bueno, venga.
Por eso estaba allí Tricia. Por eso el hecho de que le encantase Nueva York era una espléndida oportunidad profesional.
Ésa no era, desde luego, la razón oficial. Su emisora de televisión en el Reino Unido no se habría hecho cargo del billete de avión ni de la factura del hotel para que ella fuese a buscar trabajo a Manhattan. Y como quería un salario diez veces superior al que ahora recibía, quizá hubiesen considerado que era ella quien debía correr con sus propios gastos. Pero Tricia inventó una historia, encontró un pretexto, tuvo muy callado todo lo demás y la emisora se hizo cargo del viaje. Billete de clase turista, claro está, pero era una cara conocida y, sonriendo, logró un asiento en preferente. Las gestiones adecuadas le consiguieron una estupenda habitación en el Brentwood y allí estaba, pensando qué debía hacer a continuación.
Una cosa eran los rumores y otra establecer contacto. Tenía un par de nombres, un par de números, pero la hicieron esperar indefinidamente un par de veces y ya estaba de nuevo en el punto de partida. Hizo sondeos, dejó recados, pero hasta el momento no había recibido contestación. El trabajo que había venido a hacer lo despachó en una mañana; el trabajo imaginario que buscaba sólo brillaba tentadoramente en un horizonte inalcanzable.
Mierda.
Tomó un taxi a la salida del cine para volver al Brentwood. El taxi no pudo arrimarse a la acera porque una enorme limusina ocupaba todo el espacio disponible y Tricia tuvo que apretarse contra ella para pasar. Dejó atrás el aire fétido a cabra frita y entró en el vestíbulo, fresco y agradable. El fino algodón de la blusa se le pegaba como mugre a la piel. Tenía el pelo como si lo hubiera comprado en una verbena pegado a un palito. En recepción preguntó si tenía algún recado, con la sombría impresión de que no habría ninguno. Pero sí había.
Vaya…
Bien.
Había dado resultado. Tenía que haber ido al cine sólo para que sonara el teléfono. No podía quedarse sentada en la habitación de un hotel, esperando.
Se preguntó si debía abrir el recado allí mismo. Le picaba la ropa y ansiaba quitársela y tumbarse en la cama. Había puesto el aire acondicionado en la posición más baja de temperatura y en la más alta de ventilador. En aquel momento, lo que más le apetecía en el mundo era tener carne de gallina. Una ducha caliente, luego una ducha fría y después tumbarse sobre una toalla de nuevo en la cama, para secarse con el aire acondicionado. Luego leería el recado. Quizá más piel de gallina. A lo mejor, toda clase de cosas.
No. Su mayor deseo era un trabajo en la televisión norteamericana con un sueldo diez veces superior al que ahora tenía. Lo que más deseaba en el mundo ya no era una cuestión vital.
Se sentó en una butaca del vestíbulo, bajo una kentia, y abrió el sobre con ventana de celofán.
«Llama, por favor», decía el recado. «No estoy satisfecha» y daba un número. El nombre era Gail Andrews.
Gail Andrews.
No era el nombre que esperaba. La cogió desprevenida. Lo reconoció, pero de momento no supo por qué. ¿Era la secretaria de Andy Martin? ¿La ayudante de Hilary Bass? Martin y Bass eran las dos Llamadas de contacto principales que había hecho, o intentado hacer, a la NBS. ¿Y qué significaba aquello de «No estoy satisfecha»?
¿«No estoy satisfecha»?
Estaba absolutamente perpleja. ¿Era Woody Allen, que trataba de ponerse en contacto con ella con un nombre supuesto? El número llevaba el prefijo 212. Así que era una mujer que vivía en Nueva York. Y no estaba satisfecha. Bueno, eso reducía un poco las posibilidades, ¿no?
Volvió a dirigirse al recepcionista.
—No entiendo este recado que acaba de entregarme— le dijo—. Una persona que no conozco ha intentado llamarme y asegura que no está satisfecha.
El recepcionista examinó la nota con el ceño fruncido.
—¿Conoce a esta persona?— inquirió.
—No— contestó Tricia.
—Hummm— repuso el recepcionista—. Parece que no está satisfecha por algo.
—Sí.
—Aquí hay un nombre. Gail Andrews. ¿Conoce a alguien que se llame así?
—No.
—¿Tiene alguna idea de por qué no está satisfecha?
—No— contestó Tricia.
—¿Ha llamado a ese número? Aquí hay un número.
—No. Acaba usted de darme la nota. Solo intento recabar más información antes de llamar. Quizá podría hablar con la persona que cogió la llamada.
—Hummm— dijo el recepcionista, estudiando la nota atentamente. Me parece que no tenemos a nadie que se llame Gail Andrews.
—No, me parece muy bien— repuso Tricia—. Pero…
—Yo soy Gail Andrews.
La voz sonó a espaldas de Tricia. Se volvió.
—¿Cómo dice?
—Soy Gail Andrews. Me ha entrevistado usted esta mañana.
—Ya. Pues claro, santo cielo— dijo Tricia, un tanto aturdida.
—Hace horas que le dejé el recado. Como no me ha llamado, he venido. No quería que se me escapase.
—Ah, no. Desde luego— repuso Tricia, intentando zanjar el asunto cuanto antes.
—De eso no sé nada— anunció el recepcionista, para quien arreglar las cosas cuanto antes no era una cuestión decisiva—. ¿Quiere que le marque ahora este número?
—No, está bien, gracias— le contestó Tricia—. Ya me ocupo yo.
—Puedo llamar a esta habitación, si le sirve de ayuda— sugirió el recepcionista, mirando la nota de nuevo.
—No, no es necesario, gracias. Ése es el número de mi habitación. El recado era para mí. Creo que ya está arreglado.
—Pues que usted lo pase bien— concluyó el recepcionista.
Tricia no quería especialmente pasarlo bien. Estaba ocupada.
Tampoco quería hablar con Gail Andrews. Era muy estricta en lo que se refería a fraternizar con los cristianos. Sus colegas llamaban cristianos a los sujetos de sus entrevistas, y a veces se santiguaban cuando los veían entrar inocentemente en el estudio para enfrentarse con Tricia, sobre todo si sonreía afectuosamente enseñando Los dientes.
Se volvió con una sonrisa petrificada, preguntándose qué hacer.
Gail Andrews era una mujer bien arreglada de unos cuarenta y cinco años. Llevaba ropa cara que, si bien dentro de los cánones permitidos por el buen gusto, se situaba claramente en el extremo más fluctuante de sus límites. Era astróloga, famosa y, si los rumores eran ciertos, bastante influyente; según decían, no era ajena a una serie de decisiones tomadas por el difunto presidente Hudson que iban desde qué sabor de nata montada tomar en qué día de la semana hasta si bombardear o no Damasco.
Tricia se había excedido un poco al atacarla. No en la cuestión de si las historias sobre el presidente eran ciertas, eso era agua pasada. En aquella época, Ms. Andrews negó rotundamente que hubiese aconsejado al presidente en asuntos que no fuesen personales, espirituales o dietéticos, lo que evidentemente no incluía el bombardeo de Damasco. («¡Damasco no, nada personal!», clamó entonces la prensa sensacionalista.)
No, Tricia utilizó hábilmente un enfoque centrado en el tema general de la astrología. Ms. Andrews no había estado completamente preparada para eso. Por otro lado, Tricia no estaba enteramente preparada para un nuevo encuentro en el vestíbulo del hotel. ¿Qué hacer?
—Si necesita unos minutos, puedo esperarla en el bar— dijo Gail Andrews—. Pero me gustaría hablar con usted, y esta noche salgo de viaje.
Más que ofendida o furiosa, parecía un tanto inquieta por algo.
—Muy bien— contestó Tricia—. Déme diez minutos.
Subió a su habitación. Aparte de todo lo demás, confiaba tan poco en que el empleado de la recepción tuviese capacidad para ocuparse de algo tan complicado como dar un recado, que quiso asegurarse doblemente de que no tenía una nota debajo de la puerta. No sería la primera vez que los mensajes dados en recepción y los recibidos por debajo de la puerta fuesen completamente distintos.
No había ninguno.
Pero la señal luminosa del teléfono destellaba, indicando que tenía un recado.
Pulsó la tecla correspondiente y le contestó la telefonista del hotel, que le anunció:
—Tiene usted un recado de Gary Andress.
—¿Sí?— contestó Tricia. Era un nombre desconocido—. ¿Qué dice?
—Que no es hippy.
—¿No es qué?
—Hippy. Eso dice. Ese individuo dice que no es hippy. Supongo que quería hacérselo saber. ¿Quiere su número?
Cuando empezó a dictarle el número, Tricia comprendió de pronto que el recado no era sino un versión confusa del que acababan de darle.
—Muy bien, ya está— dijo—. ¿Hay más recados para mí?
—¿Número de habitación?
Tricia no comprendía por qué la telefonista le había preguntado el número de su habitación a aquellas alturas de la conversación, pero se lo dio de todas formas.
—¿Nombre?
—McMillan, Tricia McMillan. Se lo deletreó, pacientemente.
—¿No míster MacManus?
—No.
—No hay más mensajes para usted.
Clic.
Tricia suspiró y volvió a marcar.
Esta vez le dio de entrada su nombre y el número de habitación. La telefonista no dio la menor señal de acordarse de que habían hablado menos de diez segundos antes.
—Estaré en el bar— explicó Tricia—. En el bar. Si tengo alguna llamada, ¿querría pasármela al bar, por favor?
—¿Nombre?
Lo repitieron un par de veces más hasta que Tricia tuvo la seguridad de que todo lo que podía estar claro lo estaba dentro de lo posible.
Se duchó, se cambió de ropa, se retocó el maquillaje con rapidez profesional y, mirando a la cama con un suspiro, volvió a salir de la habitación.
A punto estuvo de escabullirse y esconderse en algún sitio.
No. En realidad, no.
Mientras esperaba el ascensor, se miró en el espejo del pasillo. Tenía aspecto tranquilo y seguro, y si era capaz de engañarse a sí misma, podría engañar a cualquiera.
Para zanjar la cuestión, no tenía más remedio que ponerse desagradable con Gail Andrews. De acuerdo, se lo había hecho pasar mal. Lo siento, pero todos estamos en ese juego: esa clase de cosas. Ms. Andrews había aceptado la entrevista porque acababa de publicar un libro, y salir en televisión era publicidad gratis. Pero no había lanzamientos gratuitos. No, desechó esa argumentación.
Esto es lo que había pasado:
La semana anterior los astrónomos anunciaron que al fin habían descubierto un décimo planeta, más allá de la órbita de Plutón. Hacía años que lo buscaban, guiándose por determinadas anomalías orbitales de los planetas más lejanos, y ahora que lo habían encontrado estaban tremendamente satisfechos y todo el mundo se alegraba mucho, y así sucesivamente. El planeta recibió el nombre de Perséfone, pero en seguida le llamaron Ruperto, mote derivado del loro de un astrónomo— en torno a esto había una historia aburrida y sensiblera-, y todo era maravilloso y encantador.
Por diversas razones, Tricia había seguido la historia con sumo interés.
Entonces, cuando intentaba encontrar una buena justificación para viajar a Nueva York a expensas de su compañía de televisión, leyó por casualidad una reseña periodística sobre Gail Andrews y su nuevo libro, Tú y tus planetas.
Gail Andrews no era exactamente un nombre conocido, pero en cuanto se mencionaba el presidente Hudson, nata montada y la amputación de Damasco (el mundo había avanzado desde los ataques quirúrgicos; en realidad, el nombre oficial había sido «Damascectomía», que significaba «extirpación» de Damasco), todo el mundo recordaba quién era.
Tricia vio en ello una idea interesante y se apresuró a convencer a su productor.
Desde luego, la idea de que unos peñascos gigantescos que giraban en el espacio estuvieran al corriente de algún aspecto desconocido del destino personal debía quedar bastante en entredicho por el hecho de que repente apareciese por ahí un nuevo montón de piedras cuya existencia se ignoraba hasta entonces.
Debía invalidar algunos cálculos, ¿no?
¿Qué pasaba con todas aquellas cartas astrales, movimientos planetarios y demás? Todos sabíamos (claro está) qué ocurría cuando Neptuno estaba en Virgo y esas cosas, pero ¿qué ocurría cuando el ascendiente estaba en Ruperto? ¿Tendría que reconsiderarse toda la astrología? ¿No sería una buena ocasión para reconocer que no era sino un montón de bazofia para cerdos y dedicarse en cambio a la cría de esos animales, cuyos principios tenían cierta especie de fundamento racional? Si se hubiera conocido tres años antes la existencia de Ruperto, ¿habría degustado el presidente Hudson el sabor a moras los jueves en lugar de los viernes? ¿Seguiría Damasco en pie? Esa clase de cosas.
Gail Andrews se lo había tomado relativamente bien. Empezó a recuperarse del asalto inicial cuando cometió un error bastante grave: intentó librarse de Tricia hablando alegremente de arcos diurnos, de ascensiones completas y de los aspectos más abstrusos de la trigonometría tridimensional.
Descubrió pasmada que todo lo que le había largado a Tricia le venía de vuelta a mayor velocidad de la que ella era capaz de asimilar. Nadie había advertido a Gail que, para Tricia, ser una estrella de televisión constituía su segunda actividad en la vida. Tras el carmín Chanel, la coupe sauvage y las lentes de contacto azul claro había un cerebro que había logrado por sí solo, en una fase anterior y abandonada de su vida, una licenciatura cum laude en matemáticas y un doctorado en astrofísica.
Al entrar en el ascensor, Tricia, con cierta aprensión, se dio cuenta de que se había dejado el bolso en la habitación y dudó en volver por él. No. Probablemente estaba más seguro allí y no necesitaba nada en especial. Dejó qué la puerta se cerrase tras ella.
Además, pensó con un profundo suspiro, si algo había aprendido en la vida era esto: Nunca vuelvas por el bolso.
Al iniciar el descenso, contempló con atención el techo del ascensor. Quien no conociese bien a Tricia McMillan habría pensado que ésa era exactamente la manera como a veces se levantan los ojos cuando se intenta contener las lágrimas. Pero estaba observando la minúscula cámara de seguridad montada en una esquina.
Un momento después salió del ascensor y, a paso bastante vivo, se dirigió de nuevo al mostrador de recepción.
—Bueno, voy a escribirlo— anunció— porque no quiero que haya ninguna confusión.
Escribió su nombre con letras mayúsculas, su número de habitación y «EN EL BAR», y tendió el papel al recepcionista, que lo examinó.
—Por si acaso hay algún mensaje para mí. ¿De acuerdo? El recepcionista siguió mirando la nota.
—¿Quiere que vea si está en su habitación?— preguntó.
Dos minutos después cruzó la puerta giratoria del bar y se sentó junto a Gail Andrews, que estaba en la barra frente a una copa de vino blanco.
—Tenía la impresión de que era usted de las personas que prefieren sentarse en la barra en vez de discretamente a una mesa— le dijo.
Era cierto, y pilló a Tricia un poco de sorpresa.
—¿Vodka?— sugirió Gail.
—Sí— convino Tricia, recelosa. Apenas pudo reprimir la pregunta: «¿Cómo lo sabe?» Pero Gail se lo dijo de todos modos.
—He preguntado al barman— le explicó con una amable sonrisa.
El barman ya le tenía preparado el vodka y, con un elegante movimiento, lo deslizó por la reluciente caoba.
—Gracias— dijo Tricia, removiendo bruscamente la copa.
No sabía cómo interpretar aquella repentina amabilidad, y decidió no dejarse confundir por ella. En Nueva York, la gente no era amable sin razón.
—Ms. Andrews— dijo en tono firme—. Lamento que no esté satisfecha. Probablemente pensará que esta mañana he sido un poco dura con usted, pero al fin y al cabo la astrología no es más que un pasatiempo popular, lo que está muy bien. Forma parte de la industria del espectáculo, le ha reportado a usted buenos beneficios, y eso es todo. Es divertido. Pero no es una ciencia, y no debemos confundir las cosas. Creo que eso es lo que hemos demostrado perfectamente esta mañana, al tiempo que entreteníamos al público, cosa con la que ambas nos ganamos la vida. Siento que no le haya parecido bien.
—Yo estoy completamente satisfecha— aseguró Gail Andrews.
—Ah— repuso Tricia, no del todo segura de cómo interpretar aquello—. En su recado decía que no estaba satisfecha.
—No. En mi mensaje decía que, en mi opinión, usted no estaba satisfecha y me preguntaba por qué.
Tricia tuvo la impresión de que le daban una patada en la nuca. Parpadeó.
—¿Cómo?— inquirió con voz queda.
—Tenía algo que ver con los astros. En nuestra discusión parecía usted muy enfadada e insatisfecha por algo relacionado con los astros y los planetas, y me quedé preocupada. Por eso he venido a ver si se encontraba bien.
—Ms. Andrews— empezó a decir Tricia, sin apartar los ojos de ella, pero se dio cuenta de que, por el tono que acababa de emplear, parecía precisamente enfadada e insatisfecha y eso debilitaba bastante la protesta que trataba de manifestar.
—Llámeme Gail, por favor, si le parece bien.
Tricia se quedó perpleja.
—Ya sé que la astrología no es una ciencia— prosiguió Gail—. Claro que no. No es más que un conjunto arbitrario de normas como el ajedrez, el tenis o ¿cómo se llama ese extraño juego que practican ustedes en Gran Bretaña?
—Humm… ¿El críquet? ¿El desprecio de sí mismo?
—La democracia parlamentaria. Las normas por las que se rige, más o menos. No tienen sentido alguno salvo por sí mismas. Pero cuando esas normas se aplican, se desencadena toda clase de procesos y se empieza a descubrir toda clase de cosas sobre la gente. Resulta que en la astrología las normas se aplican a los astros y los planetas, pero las consecuencias serían las mismas si se refiriesen a los patos y los ánades. No es más que una forma de meditar que permite poner al descubierto la estructura de un problema. Cuanto más normas haya, cuanto más reducidas y arbitrarias sean, mejor. Es como arrojar un puñado de polvo de grafito sobre un papel para ver dónde están las marcas del lápiz. Permite ver las palabras escritas en el papel que estaba encima. El grafito no tiene importancia. Sólo es el medio de revelar las marcas. Así que ya ve, la astrología no tiene nada que ver con la astronomía. Sólo con personas que meditan sobre otras personas.
»De modo que, cuando esta mañana enfocó usted de forma tan emocional el tema de los astros y los planetas, empecé a pensar: en realidad no le molesta la astrología, está furiosa e insatisfecha precisamente con los astros y los planetas. Normalmente, las personas sólo se sienten tan furiosas e insatisfechas cuando han perdido algo. Eso es lo único que se me ocurrió, y no pude encontrar otra explicación. Así que vine a ver si se encontraba bien.
Tricia se quedó pasmada.
Una parte de su mente ya había empezado a elaborar toda clase de argumentos. Preparaba todas las refutaciones posibles sobre la ridiculez de los horóscopos publicados en la prensa y los trucos estadísticos que presentaban a los lectores. Pero esa actividad se fue apagando paulatinamente al comprender que el resto de su mente no le hacía caso. Estaba absolutamente perpleja.
Acababa de escuchar, por boca de una completa desconocida, algo que había mantenido en secreto durante diecisiete años.
Se volvió a mirar a Gail.
—Yo…
Se interrumpió.
Detrás de la barra, una diminuta cámara de seguridad se había desplazado para seguir sus movimientos. Eso la despistó completamente. La mayoría de la gente no habría reparado en ello. No estaba pensado para que lo notaran. No se pretendía dar a entender que, hoy día, ni siquiera un hotel caro y elegante de Nueva York podía estar seguro de que sus clientes no iban a sacar de pronto una pistola o no llevar corbata. Pero por cuidadosamente oculta que estuviera tras la botella de vodka, no podía engañar al finísimo instinto de una presentadora de televisión, acostumbrado a saber exactamente en qué momento se movía la cámara para enfocarla.
—¿Ocurre algo?— preguntó Gail.
—No, yo… tengo que confesar que me ha dejado bastante perpleja— contestó Tricia. Decidió no hacer caso de la cámara de seguridad. No eran más que imaginaciones suyas, debido a que aquel día ya tenía demasiada televisión en la cabeza. No era la primera vez que le pasaba. Estaba convencida de que una cámara de control de tráfico se volvió para seguirla cuando pasó frente a ella, y en los almacenes Bloomingdale una cámara de seguridad pareció tener especial interés en vigilarla mientras se probaba unos sombreros. Era evidente que se estaba volviendo chalada. Incluso llegó a imaginar que un pájaro la observaba con particular atención en Central Park.
Decidió quitárselo de la cabeza y dio un sorbo al vodka.
Alguien recorría el bar preguntando por míster MacManus.
—Muy bien— dijo Tricia, soltándolo de pronto—. No sé cómo lo ha descubierto, pero yo…
—No lo he descubierto, como usted dice. Me he limitado a escucharla.
—Me parece que me he perdido una vida completamente distinta.
—Eso le pasa a todo el mundo. A cada momento del día. Cada decisión, cada aliento que tomamos, abre unas puertas y cierra otras muchas. La mayoría de las veces no lo notamos. Pero otras sí. Parece que usted ha caído en la cuenta.
—Sí, claro que sí. Perfectamente. Se lo voy a contar. Es muy sencillo. Hace muchos años conocí a un chico en una fiesta. Dijo que era de otro planeta y me invitó a irme con él. Le contesté que muy bien, de acuerdo. Era esa clase de fiesta. Le dije que me esperase mientras iba por el bolso y que me gustaría marcharme con él a otro planeta. Me aseguró que no necesitaría el bolso. Repuse que estaba claro que venía de un planeta muy atrasado, pues de otro modo sabría que una mujer siempre necesita llevar consigo el bolso. Se impacientó un poco, pero yo no estaba dispuesta a ser presa fácil sólo porque dijese que era de otro planeta.
»Subí al primer piso. Tardé un rato en encontrar el bolso y luego estaba ocupado el cuarto de baño. Cuando bajé, él ya no estaba.
Hizo una pausa.
—¿Y…?— dijo Gail.
—La puerta del jardín estaba abierta. Salí a la calle. Había luces. Un objeto destellante. Llegué justo a tiempo de ver cómo se elevaba en el aire para luego desaparecer a toda velocidad entre las nubes. Eso fue todo. Fin de la historia. Fin de una vida y comienzo de otra. Pero apenas pasa un momento de esta vida sin que me pregunte por mi otro yo. Un yo que no hubiese vuelto por el bolso. Tengo la impresión de que ese otro yo anda por ahí, en alguna parte, y yo soy su sombra.
Un miembro del personal del hotel recorría ahora el bar preguntando por míster Miller. Nadie se llamaba así.
—¿Cree verdaderamente que esa… persona era de otro planeta?— preguntó Gail.
—Sí, desde luego. Estaba la nave espacial. Ah, y además tenía dos cabezas.
—¿Dos? Y nadie más se dio cuenta?
—Era uña fiesta de disfraces.
—Ya entiendo…
—Llevaba encima una jaula de pájaro, claro está. Cubierta con un paño. Decía que tenía un loro. Daba golpecitos en la jaula y salían graznidos y un montón de estúpidos «Lorito bonito» y esas cosas. Luego retiró el paño un momento y soltó una estruendoso carcajada. Había otra cabeza que reía al tiempo que él. Le aseguro que fue un momento preocupante.
—Creo que quizá hizo usted lo que debía, ¿no le parece, querida?
—No— aseguró Tricia—. No hice lo que debía. Ni tampoco pude seguir haciendo lo que hacía. Era astrofísica, sabe usted. No se puede ser una buena astrofísica si no se conoce realmente a alguien de otro planeta con dos cabezas y una de ellas finge que es un loro. Simplemente, no se puede. Al menos yo no pude.
—Comprendo que le resultara duro. Y probablemente es por eso por lo que usted tiende a ser un poco dura con otras personas que hablan de cosas que parecen completamente absurdas.
—Sí— convino Tricia—. Supongo que tiene razón. Lo siento.
—No tiene importancia.
—A propósito, es usted la primera persona a quien cuento esto.
—Me pregunto si es usted casada.
—Pues no. Hoy resulta difícil adivinarlo, ¿verdad? Pero hace bien en preguntar, porque ésa fue probablemente la razón. He estado a punto más de una vez, sobre todo porque quería tener un niño. Pero todos los chicos acababan preguntando por qué no les quitaba la vista del hombro. ¿Qué podía decirles? Una vez hasta pensé en dirigirme a un banco de esperma y conformarme con lo que viniese. Tener un hijo de un desconocido, al azar.
—¿En serio? No sería capaz de hacer eso, ¿verdad?
—Probablemente no— dijo Tricia, riendo—. No llegué a ir, así que no lo averigüé. No lo hice. La historia de mi vida. jamás he llegado a hacer nada en serio. Por eso trabajo en televisión, supongo. Ahí no hay nada serio.
—Disculpe, señora. ¿Es usted Tricia McMillan?
Tricia se volvió, sorprendida. Era un hombre con gorra de chófer.
—Sí— contestó, volviéndose a tranquilizar de inmediato.
—Hace una hora que la estoy buscando, señora. En el hotel me dijeron que no conocían a nadie con ese nombre, pero lo comprobé otra vez con la oficina de míster Martin y, sin ningún género de duda, me aseguraron que era aquí donde se alojaba usted. De modo que volví a preguntar, y cuando me repitieron que no la conocían hice que la buscara un botones de todos modos, pero no la encontraron. Así que pedí a la oficina que me enviaran por el FAX del coche una fotografía suya para echar un vistazo personalmente.
Miró su reloj.
—Quizá ya sea un poco tarde, pero ¿quiere venir de todos modos?
Tricia se quedó pasmada.
—¿Míster Martin? Se refiere a Andy Martin, de la NBS?
—Exactamente, señora. Prueba de pantalla para USIAM.
Tricia bajó disparada del asiento. Ni quería pensar en todos los recados que había oído para míster MacManus y míster Miller.
—Pero tenemos que apresurarnos— advirtió el chófer—. He oído que míster Martin es partidario de probar un acento británico. En la emisora, su jefe está absolutamente en contra de la idea. Es míster Zwingler, y resulta que sé que toma el avión para la costa esta tarde, porque yo soy el que tiene que recogerlo para llevarlo al aeropuerto.
—Muy bien— dijo Tricia—. Estoy lista. Vamos.
—Perfectamente, señora. Es la gran limusina estacionada frente a la entrada.
—Lo siento— dijo Tricia, volviéndose a Gail.
—¡Vaya! ¡Vaya usted!— repuso la astrólogo—. Y buena suerte. Me alegro de haberla conocido.
Tricia hizo ademán de coger el bolso para sacar dinero.
—Maldita sea— exclamó. Se lo había dejado arriba.
—Yo pago las copas— insistió Gail—. De veras. Ha sido muy interesante.
Tricia suspiró.
—Mire, siento de verdad lo de esta mañana y…
—No diga una palabra más. No es más que astrología. Es inofensiva. No se acaba el mundo por eso.
—Gracias— dijo Tricia, abrazándola en un impulso.
—¿Lo lleva todo?— inquirió el chofer—. ¿No quiere recoger el bolso ni nada?
—Si hay algo que he aprendido en la vida— repuso Tricia— , es a no volver por el bolso.
Poco más de una hora después, Tricia se sentó en una de las camas gemelas de la habitación del hotel. Estuvo unos minutos sin moverse, mirando fijamente el bolso, que reposaba inocentemente encima de la otra cama.
En la mano tenía una nota de Gail Andrews, que decía: «No se sienta demasiado decepcionada. Llámeme si quiere hablar de ello. Yo que usted, no saldría de la habitación hasta mañana por la noche. Descanse un poco. Pero no me tome en serio y no se preocupe. No es más que astrología. No el fin del mundo. Gail.»
El chófer había estado completamente en lo cierto. En realidad parecía saber más de lo que ocurría en el interior de la NBS que cualquier otra persona con quien hubiese hablado en la organización. Martin se había mostrado favorable. Zwingler, no, le hicieron una toma para demostrar que Martin tenía razón y echó a perder la oportunidad.
Qué lástima. Qué lástima, qué lástima, qué lástima.
Hora de volver a casa. Hora de llamar a las líneas aéreas y ver si aún podía coger el avión de la noche para Heathrow. Cogió la enorme guía telefónica.
Bueno, lo primero es lo primero.
Volvió a dejar la guía, cogió el bolso y se dirigió al baño. Sacó del bolso la cajita de plástico en que guardaba las lentes de contacto, sin las cuales había sido incapaz siquiera de leer debidamente el guión ni de saber cuándo tenía que empezar a hablar.
Mientras se aplicaba en los ojos las diminutas concavidades de plástico, pensó que si había aprendido una cosa en la vida era que hay veces que no se debe volver por el bolso y otras que sí conviene. Sólo le quedaba aprender a distinguir ambas situaciones.