9

Kathryn Dance se reclinó en la silla y meneó la cabeza.

—Qué cantidad de hormonas —le dijo a Jon Boling.

Estaba impresionada por la virulencia de los comentarios, escritos en su mayoría por gente joven.

Él volvió al mensaje original.

—Fíjate en lo que pasa. Chilton hace un comentario normal y corriente sobre un accidente mortal. Lo único que hace es preguntarse si la carretera era segura y el mantenimiento era el adecuado. Pero mira cómo evolucionan las respuestas. Pasan de debatir lo que plantea Chilton, la seguridad de la carretera, a los presupuestos del gobierno y de ahí a hablar del chico que conducía, aunque al parecer no hizo nada malo. Los comentaristas se van calentando a medida que se suceden los ataques y finalmente el blog se convierte en una bronca de bar entre los propios comentaristas.

—Como el juego del teléfono escacharrado. El mensaje se va distorsionando a medida que avanza. «Tengo entendido…», «Alguien conoce a uno que…», «Un amigo mío me ha dicho…» —Dance echó otra ojeada a las páginas—. Me he fijado en que Chilton no replica. Fíjate en la entrada sobre el reverendo Fisk y ese grupo antieutanasia.

Respuesta a Chilton, publicada por Púrpura en Cristo.

Es usted un pecador incapaz de comprender la bondad que alberga el corazón del reverendo R. Samuel Fisk. Él ha consagrado su vida a Cristo y a Sus obras mientras que usted no hace más que agitar a las masas por puro placer y en beneficio propio. Su lectura de las excelsas opiniones del reverendo es patética y tendenciosa. A usted sí que deberían clavarlo en una cruz.

Boling le dijo:

—No, los blogueros serios no replican. Chilton puede dar una respuesta razonada, pero las guerras incendiarias, los ataques entre comentaristas se descontrolan y acaban siendo algo personal. Los mensajes comienzan a girar en torno al ataque y se olvidan del meollo de la cuestión. Es uno de los problemas de los blogs. En persona, la gente no discutiría así. Pero el anonimato de los blogs consigue que las peleas duren días o semanas.

Dance releyó el texto.

—Así que el chico es, en efecto, un estudiante. —Recordó lo que había deducido de su entrevista con Tammy Foster—. Chilton borró su nombre y el nombre del instituto, pero tiene que ser el Robert Louis Stevenson. El mismo al que va Tammy.

Boling señaló algo en la pantalla.

—Y ahí está su post. Fue una de las primeras en decir algo contra el chico. Después se lanzaron todos en masa.

Tal vez aquel mensaje estuviera en el origen de la mala conciencia que Dance había detectado durante la entrevista. Si, en efecto, aquel chico era el responsable de la agresión, entonces Tammy se sentiría en parte responsable de lo sucedido, como habían especulado O’Neil y ella. Se culpaba a sí misma. Y quizá también temía que por su culpa el chico pudiera atacar a alguien más. Eso explicaba por qué no le gustaba la idea de que el secuestrador tuviera una bici en el coche: ello llevaría a Dance a pensar que se trataba de una persona joven, un estudiante cuya identidad no quería revelar la chica porque seguía considerándolo una amenaza.

—Es todo tan cruel —comentó, señalando la pantalla con un gesto de la cabeza.

—¿Has oído hablar del Chico de la Basura

—¿De quién?

—Pasó en Kioto, hace unos años. En Japón. Un adolescente tiró al suelo un envoltorio de comida rápida y un vaso de refresco en un parque. Alguien le hizo una foto con el móvil mientras lo tiraba y se la mandó a sus amigos. Enseguida empezó a aparecer en blogs y en páginas de redes sociales de todo el país. Los vigilantes del ciberespacio dieron con el chico. Consiguieron su nombre y su dirección y colgaron la información en Internet. Se difundió por miles de blogs. Aquello se convirtió en una caza de brujas. Empezó a ir gente a casa del chico, a tirar basura en el jardín. Estuvo a punto de suicidarse. Esa clase de deshonra pesa mucho en Japón. —El tono de Boling y sus gestos denotaban la ira que sentía—. Los críticos se limitan a decir que sólo son palabras o fotos. Pero también pueden ser armas. Pueden hacer tanto daño como puños. Y, francamente, creo que las cicatrices duran mucho más.

Dance repuso:

—No entiendo parte del vocabulario de los mensajes.

Boling se rio.

—En los blogs, los chats y las redes sociales está de moda escribir con faltas de ortografía, abreviar las palabras o inventárselas. «Fuen» por «fuente», el símbolo de suma en lugar de «más», o «EMHO» en lugar de «en mi humilde opinión».

—No sé si atreverme a preguntar qué significa «MRTC».

—Ah, eso —dijo Boling—, es una despedida cordial. Significa «Muérete, cabrón». Todo en mayúsculas, claro. Es lo mismo que gritar.

—¿Y qué significa «fr1k1»?

—Equivale a «friki» en ciberjerga.

—¿En ciberjerga?

—El lenguaje que han creado los adolescentes en los últimos años. Sólo se ve en textos escritos por ordenador. Los números y los símbolos ocupan el lugar de las letras. Y se altera la ortografía. Es la jerga de los más molones, de los que están a la última. Puede ser incomprensible para nosotros, los carcas, pero la gente que lo domina puede escribirlo y leerlo tan rápidamente como nosotros nuestro idioma.

—¿Por qué lo usan los adolescentes?

—Porque es creativo y nada convencional… Y porque es guay. Que, por cierto, se escribiría «W-A-Y».

—La ortografía y la sintaxis son espantosas.

—Sí, pero eso no significa necesariamente que quienes escriben sean idiotas o incultos. Hoy en día es simplemente la norma, una convención. Y la rapidez es importante. Con tal de que el lector entienda lo que dices, puedes ser tan descuidado como quieras.

—Me pregunto quién será ese chico —comentó Dance—. Supongo que podría llamar a la Patrulla de Caminos para preguntar por el accidente del que habla Chilton.

—Bueno, yo puedo encontrarlo. El mundo de Internet es inmenso, pero también es un pañuelo. Tengo aquí la red social que usa Tammy. Invierte gran parte de su tiempo en una llamada Our World. Es mayor que Facebook y que My Space. Tiene ciento treinta millones de miembros.

—¿Ciento treinta millones?

—Sí. Más grande que la mayoría de los países. —Boling achicó los ojos mientras tecleaba—. Muy bien, ya estoy en su cuenta, sólo hay que buscar un poco y… Ahí está. Ya lo tengo.

—¿Tan rápido?

—Sí. Se llama Travis Brigham. Tienes razón. Va a primero de bachillerato en el instituto Robert Louis Stevenson de Monterrey. Este otoño empieza segundo. Vive en Pacific Grove.

Donde vivían Dance y sus hijos.

—Estoy echando un vistazo a los mensajes sobre el accidente que hay en Our World. Parece que volvían de una fiesta, conducía él y perdió el control. Murieron dos chicas y otra acabó en el hospital. Él no sufrió heridas graves. No está imputado. Al parecer es cierto que se dudaba del buen estado de la carretera. Había estado lloviendo.

—¡Claro! Es eso, ya me acuerdo.

Los padres siempre recuerdan los accidentes de tráfico en los que mueren chicos jóvenes. Y, cómo no, sintió también el aguijonazo de un recuerdo de varios años antes: el agente de la Patrulla de Caminos que llamó a su casa preguntando si era la esposa del agente del FBI Bill Swenson. ¿Por qué lo preguntaba?, se había dicho ella.

Lamento tener que decirle esto, agente Dance. Me temo que ha habido un accidente.

Apartó de sí aquel recuerdo y dijo:

—Es inocente, pero aun así siguen vilipendiándolo.

—La inocencia es aburrida —comentó Boling con sorna—. Escribir comentarios sobre eso no tiene gracia. —Indicó el blog—. Lo que ves aquí son Ángeles Vengadores.

—¿Qué es eso?

—Una categoría de cibermatones. Los Ángeles Vengadores son como gendarmes. Atacan a Travis porque creen que ha salido impune de algo, dado que no lo detuvieron después del accidente. No creen a la policía, o no confían en ella. Otra categoría son los Sedientos de Poder. Esos se parecen más a los matones típicos de patio de colegio. Necesitan controlar a otros avasallándolos. Y luego están las Chicas Malas. Esas emplean el matonismo porque, en fin, son unas mierdosas. Chicas, en su mayoría, que se aburren y publican comentarios crueles por pura diversión. Es algo rayano en el sadismo. —De nuevo una nota de ira en la voz de Boling—. El matonismo es un verdadero problema. Y cada vez es peor. Según las últimas estadísticas, el treinta y cinco por ciento de los adolescentes han sufrido acosos de algún tipo o han sido amenazados a través de Internet, la mayoría en múltiples ocasiones.

Se quedó callado y entornó los párpados.

—¿Qué ocurre, Jon?

—Resulta interesante que falte una cosa.

—¿El qué?

—Las respuestas de Travis en el blog, insultando a la gente que lo ataca.

—Puede que no lo sepa.

Boling soltó una risilla.

—Créeme, seguro que se enteró cinco minutos después de que apareciera el primer comentario en el blog de Chilton.

—¿Por qué te parece significativo que no haya contestado?

—Una de las categorías más persistentes de cibermatonismo es la llamada Venganza de los Frikis, o de las Víctimas de los Revanchistas. Son gente a la que han acosado o maltratado y que devuelve el golpe. A esas edades, el estigma social que supone haber sido marginado, humillado o vapuleado es abrumador. Te garantizo que ese chico está furioso y dolido y que quiere tomarse la revancha. Esos sentimientos tienen que aflorar de algún modo. ¿Entiendes adónde quiero ir a parar?

Dance lo entendía.

—Entonces, se deduce que en efecto fue él quien intentó matar a Tammy.

—Si no ha ido a por ellos en Internet, es más que probable que sienta el impulso de vengarse en la vida real. —Una mirada preocupada a la pantalla—. Ariel, Bella Kelley, Sexy Gurl362, Legend666, Archenemy… Todos han publicado ataques contra él. Lo que significa que están todos en peligro si, en efecto, el agresor es él.

—¿Te sería difícil conseguir sus nombres y direcciones?

—Algunos sí, claro, necesitaría saber hackear enrutadores y servidores. Los de los mensajes anónimos, desde luego. Pero muchos de ellos será tan fácil encontrarlos como encontrar mi nombre, por ejemplo. Sólo necesitaría un par de anuarios del instituto o de directorios de clase y acceso a Our World, a Facebook o a My Space. Ah, y al favorito de todo el mundo: Google.

Dance advirtió que una sombra había caído sobre ellos y que Jonathan Boling miraba más allá de ella.

Michael O’Neil entró en el despacho. Dance se alegró de verlo. Cruzaron una sonrisa. El profesor se levantó. Ella hizo las presentaciones. Los dos hombres se estrecharon la mano.

Boling dijo:

—Entonces, es a ti a quien tengo que dar las gracias por mi primera experiencia policial.

—No sé si debes dármelas —comentó O’Neil con una sonrisa irónica.

Se sentaron todos alrededor de la mesa baja y Dance le contó a O’Neil lo que habían averiguado y lo que sospechaban: que el ataque sufrido por Tammy podía deberse a que había publicado un comentario en un blog acerca de un alumno de su instituto que había causado un accidente de tráfico.

—¿El accidente en la uno, hace un par de semanas? ¿A unos diez kilómetros al sur de Carmel?

—Ese, sí.

Boling dijo:

—El chico se llama Travis Brigham y estudia en el Robert Louis Stevenson, adonde iban también las víctimas.

—Así que es, como mínimo, una persona de interés. ¿Y es posible… lo que temíamos? —le preguntó a Dance—. ¿Que quiera seguir?

—Es muy probable. El cibermatonismo lleva a la gente al límite. Lo he visto decenas de veces.

O’Neil puso los pies sobre la mesa y se recostó en la silla. Dos años antes, Dance había apostado con él a que algún día se caería de espaldas. De momento, no había ganado la apuesta.

—¿Algún posible testigo más? —preguntó él.

Dance le explicó que TJ no había vuelto aún. Seguían sin saber, por lo tanto, si había algo de interés en las cámaras de seguridad de las cercanías de la carretera donde habían dejado la primera cruz, y Rey no había informado de que hubiera encontrado testigos cerca de la discoteca donde había sido secuestrada Tammy.

O’Neil comentó que las pruebas materiales no habían arrojado nuevas pistas.

—Sólo una cosa: los de laboratorio han encontrado una fibra gris de algodón encima de la cruz.

Añadió que el laboratorio de Salinas no había podido cotejarla con ninguna base de datos específica. Según el informe, sin embargo, la fibra procedía casi con toda probabilidad de una prenda de ropa, no de una alfombra ni de un mueble.

—¿Eso es todo? ¿Nada más? ¿Ni huellas dactilares, ni marcas de neumáticos?

O’Neil se encogió de hombros.

—O bien el criminal es muy listo, o bien tiene mucha suerte.

Dance se acercó a su escritorio y entró en la base de datos estatal sobre expedientes y órdenes de detención. Entornó los párpados, mirando la pantalla, y leyó:

—Travis Alan Brigham, diecisiete años. Según su permiso de conducir, vive en el número cuatrocientos ocho de Henderson Road. —Se subió las gafas por el puente de la nariz mientras seguía leyendo—. Qué interesante. Tiene antecedentes. —Luego sacudió la cabeza—. No, perdón. Me he equivocado. No es él. Ese es Samuel Brigham, en la misma dirección. Tiene quince años. Antecedentes en centros de internamiento juvenil. Detenido dos veces por mirón y una por conducta indecorosa. Ambas sobreseídas, sujeto a tratamiento psiquiátrico. Parece que es el hermano. Pero Travis, no. Él está limpio.

Abrió en la pantalla la fotografía del permiso de conducir de Travis. El chico, de pelo oscuro, ojos muy juntos y gruesas cejas, miraba fijamente a la cámara, sin sonreír.

—Me gustaría saber algo más sobre el accidente —comentó Michael O’Neil.

Dance hizo una llamada a la oficina local de la Patrulla de Caminos, el nombre oficial de la policía del estado de California. Unos minutos más tarde, y después de que la pasaran con diversas personas, acabó hablando con un tal sargento Brodsky, activó el manos libres y le preguntó por el accidente.

Brodsky adoptó de inmediato el tono propio de un policía en el banquillo de los testigos. Desprovisto de emoción y preciso.

—Fue el sábado nueve de junio, justo pasada la medianoche. Cuatro menores, tres mujeres y un varón, circulaban en dirección norte por la carretera uno, a unos ocho kilómetros al sur de Carmel Highlands, cerca del parque natural de Garrapata Beach. Conducía el varón. El vehículo era un Nissan Altima último modelo. Al parecer, el coche circulaba a una velocidad de setenta y dos kilómetros por hora. El chico no tomó bien la curva, patinó y se precipitó por un barranco. Las chicas del asiento trasero no llevaban puesto el cinturón de seguridad. Murieron en el acto. La que iba en el asiento del copiloto sufrió una conmoción cerebral. Pasó unos días en el hospital. El conductor fue escoltado a comisaría, examinado y puesto en libertad.

—¿Qué dijo Travis que había ocurrido? —preguntó Dance.

—Sólo que había perdido el control del coche. Había estado lloviendo. Había agua en la calzada. Cambió de carril y patinó. El coche era de una de las chicas y los neumáticos no eran de la mejor calidad. El chico no iba a demasiada velocidad y dio negativo en la prueba de alcoholemia y sustancias controladas. La chica que sobrevivió confirmó su versión. —En su voz sonó una nota de recelo—. Si no lo denunciamos fue por un buen motivo, ¿saben? Diga lo que diga la gente sobre la investigación.

Así que él también había leído el blog, dedujo Dance.

—¿Van a reabrir el caso? —preguntó Brodsky con desconfianza.

—No, se trata de la agresión del lunes por la noche. La chica del maletero.

—Ah, eso. ¿Creen que fue el chico?

—Posiblemente.

—No me extrañaría. Ni un poquito.

—¿Por qué lo dice?

—A veces uno tiene una corazonada. Travis me pareció peligroso. Tenía la misma mirada que los chicos de Columbine.

¿Cómo podía recordar el semblante de los asesinos de la espantosa matanza de 1999?

Entonces Brodsky añadió:

—Era fan suyo, ¿saben? De los asesinos. Tenía fotografías en su taquilla.

¿Se había enterado por sus propios medios, o lo sabía por el blog? Dance recordó que alguien lo había mencionado en el hilo titulado «Cruces en el camino».

—¿Le pareció peligroso cuando lo interrogó? —preguntó O’Neil.

—Sí, señor. Tuve todo el tiempo las esposas a mano. Es un chico muy grandullón. Llevaba una sudadera con capucha y me miraba fijamente. Daba miedo.

Al oír mencionar aquella prenda, Dance recordó que la reacción de Tammy cuando le preguntó si su agresor llevaba una sudadera con capucha había hecho pensar que en efecto la llevaba.

Dio las gracias al sargento y colgaron. Pasado un momento, miró a Boling.

—Jon, ¿puedes darnos alguna idea sobre Travis, basándose en los comentarios?

El profesor reflexionó un momento.

—Sí, una. Si en efecto es aficionado a los videojuegos, como dicen, puede que sea un dato significativo.

—¿Quieres decir que está programado para ser violento por jugar a esos juegos? —preguntó O’Neil—. La otra noche vimos algo sobre eso en Discovery Channel.

Pero Jon Boling negó con la cabeza.

—Es un tema muy popular en los medios, pero si ha pasado por las fases evolutivas de una infancia relativamente normal, yo no me preocuparía demasiado por eso. Sí, algunos chicos pueden volverse insensibles a los efectos de la violencia si están continuamente expuestos a ella de cierta manera, normalmente visual, y a edad demasiado temprana. Pero, en el peor de los casos, eso te insensibiliza, no te vuelve peligroso. La inclinación a la violencia en personas muy jóvenes tiene casi siempre su origen en la ira, no se debe a las películas o la tele.

»No, cuando digo que es probable que los videojuegos hayan afectado a Travis de manera fundamental, me refiero a otra cosa. Es un cambio que actualmente se ve a menudo entre la gente joven, en todo el espectro social. Puede que esté perdiendo la capacidad de distinguir entre el mundo sintético y el mundo real.

—¿El mundo sintético?

—Es un término extraído del libro de Edward Castronova sobre el tema. El mundo sintético es la vida de los juegos en línea y las páginas de realidad virtual como Second Life. Son mundos fantásticos en los que entras a través de tu ordenador, o de tu PDA, o de algún otro dispositivo informático. La gente de nuestra generación suele distinguir claramente entre el mundo sintético y el real. El mundo real es ese en el que cenas con tu familia o juegas al béisbol o sales con alguien después de abandonar el mundo sintético y apagar el ordenador. Pero la gente más joven, y me refiero a personas que en la actualidad tengan veintitantos años o incluso treinta y pocos, no ven esa distinción. Los mundos sintéticos se están volviendo cada vez más reales para ellos. De hecho, un estudio reciente demostraba que casi una quinta parte de los usuarios de un juego en línea sentía que el mundo real era únicamente un sitio donde comer y dormir. Que su verdadero hábitat era el mundo sintético.

Aquello sorprendió a Dance.

Boling sonrió al ver su expresión, aparentemente ingenua.

—Un jugador medio puede pasar con facilidad treinta horas semanales en el mundo sintético, y es frecuente que la gente pase el doble de ese tiempo. Hay cientos de millones de personas que participan de algún modo en el mundo sintético, y decenas de millones que pasan gran parte del día en él. Y no estamos hablando del comecocos o el Pong. El nivel de realismo del mundo sintético es alucinante. A través de un avatar, un personaje que te representa, habitas en un mundo igual de complejo que el mundo en el que vivimos ahora mismo. Los psicólogos infantiles han estudiado cómo crea la gente su avatar. Los jugadores suelen utilizar inconscientemente pautas típicas de la paternidad para crear sus personajes. Los economistas también han estudiado los juegos. Uno tiene que adquirir destrezas para mantenerse, o se muere de hambre. En la mayoría de los juegos, tu avatar gana dinero, pagadero en la divisa propia del juego. Pero esa divisa se cambia de verdad en dólares, libras o euros en eBay, en la sección de juegos. Puedes comprar y vender mercancías virtuales, como varitas mágicas, armas, ropa, casas o incluso los propios avatares, con dinero del mundo real. En Japón, no hace mucho tiempo, unos jugadores denunciaron a unos piratas informáticos por robarles objetos virtuales de sus casas del mundo sintético. Y ganaron el caso.

Boling se echó hacia delante y Dance advirtió de nuevo aquella chispa en sus ojos, aquel entusiasmo en su voz.

—Uno de los mejores ejemplos de la coincidencia entre el mundo sintético y el real se encuentra en un famoso juego en línea World of Warcraft. Los diseñadores crearon una enfermedad como desventaja, es decir, como circunstancia que reduce la fortaleza o la energía de los personajes. La llamaron «sangre corrupta». Debilitaba a los personajes poderosos y mataba a los que no eran tan fuertes. Pero sucedió algo extraño. Nadie sabe cómo, pero la enfermedad se descontroló y se extendió por sí sola. Se convirtió en una peste negra virtual. Los diseñadores nunca tuvieron intención de que fuera así. Sólo podía detenerse cuando los personajes infectados morían o se adaptaban a ella. El Centro para el Control de Enfermedades de Atlanta se enteró del asunto y puso a uno de sus equipos a estudiar cómo se había extendido el virus. Lo utilizaron como modelo epidemiológico del mundo real.

Boling se recostó en su asiento.

—Podría seguir hablándoos del mundo sintético y no parar. Es un tema fascinante, pero lo que quiero decir es que, dejando a un lado si Travis se ha vuelto insensible o no a la violencia, la verdadera cuestión es en qué mundo habita la mayor parte del tiempo. ¿En el mundo real o en el sintético? Si es en el sintético, entonces su vida se rige por una serie de normas completamente distintas. Y no sabemos cuáles son. La venganza contra los ciberacosadores, o contra cualquiera que lo humille, puede estar perfectamente aceptada. Puede que en ese mundo sintético se anime a ella. O puede que incluso se exija.

»Es comparable a un esquizofrénico paranoico que mata a alguien porque cree verdaderamente que la víctima es un peligro para el mundo. No está haciendo nada malo. De hecho, a su modo de ver, matarle es un acto heroico. Travis… ¿Quién sabe lo que estará pensando? Pero recordad que es posible que para él agredir a una cibermatona como Tammy Foster sea algo tan insignificante como espantar una mosca.

Dance reflexionó sobre ello y dijo a O’Neil:

—¿Vamos a hablar con él o no?

Decidir cuándo interrogar por primera vez a un sospechoso era siempre una cuestión delicada. Travis seguramente no pensaba aún que fuera sospechoso. Si hablaban con él enseguida, lo pillarían desprevenido, tal vez conseguirían que les dijera cosas que pudieran utilizar en su contra. Tal vez incluso confesara. Pero, por otra parte, podía destruir pruebas o escapar.

Dance dudó.

Finalmente, lo que la hizo decidirse fue un recuerdo muy concreto: la mirada de Tammy Foster, el miedo a la revancha. Y el temor a que el sospechoso atacara a otra persona.

Comprendió que debía actuar deprisa.

—Sí. Vamos a verlo.