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El ruido de fuera, un chasquido detrás de la casa, revivió un miedo antiguo.

Que la estuvieran observando.

No como en el centro comercial o en la playa. Las miradas lascivas de los chicos o los pervertidos no le daban ningún miedo. Eran molestas o halagadoras, dependiendo, claro, del chico o del pervertido. No, lo que aterrorizaba a Kelley Morgan era que algo la mirara desde el otro lado de la ventana de su habitación.

Crac…

Otro ruido. Sentada delante del escritorio de su cuarto, Kelley sintió un escalofrío tan intenso y repentino que le escoció la piel. Sus dedos se quedaron paralizados sobre el teclado del ordenador. Mira, se dijo. Y luego: No, no mires.

Y por fin: Dios mío, tienes diecisiete años. ¡Ya está bien!

Se obligó a girarse y a echar un vistazo por la ventana. Vio el cielo gris por encima de las plantas verdes y pardas, rocas y arena. Nadie, ni nada.

Olvídalo.

La chica, delgada y de pelo moreno y abundante, empezaría el último curso del instituto en otoño. Tenía carné de conducir. Había hecho surf en Maverick Beach y el día de su decimoctavo cumpleaños pensaba lanzarse en paracaídas con su novio.

No, Kelley Morgan no se asustaba fácilmente.

Pero había algo que le daba mucho miedo.

Las ventanas.

Aquel terror procedía de su niñez, de cuando tenía nueve o diez años, quizás, y vivía en aquella misma casa. Su madre, que leía un montón de carísimas revistas de decoración, creía que las cortinas eran una antigualla y que desentonaban con las líneas diáfanas de su casa, tan moderna. Nada importante, salvo porque Kelley había visto uno de esos absurdos programas de televisión sobre el Abominable Hombre de las Nieves o algún monstruo parecido. El programa mostraba una animación del monstruo acercándose a una cabaña y mirando por la ventana, con el consiguiente susto de muerte para los que estaban en la cama.

Poco importaba que fuera una animación por ordenador cutre y hortera, o que Kelley supiera que esas cosas no existían en la vida real. Sólo había hecho falta eso: un programa de televisión. Después, durante años, se quedaba quieta en la cama, sudando, con la cabeza tapada con la manta, negándose a mirar por la ventana por miedo a lo que vería. Pero a ese miedo lo acompañaba otro: el miedo a no mirar, a que aquello, lo que fuese, la pillara desprevenida al entrar por la ventana.

Los fantasmas, los zombis, los vampiros y los hombres lobo no existían, se dijo. Pero lo único que tenía que hacer era leer uno de los volúmenes de Crepúsculo, de Stephenie Meyer, y ¡zas!, el miedo regresaba.

¿Y Stephen King? Olvídalo.

Como ya era mayor y no tenía que aguantarse como antes con las rarezas de sus padres, había ido a Home Depot, había comprado unas cortinas para su cuarto y las había instalado ella misma. Al cuerno con el gusto de su madre en decoración. De noche corría las cortinas, pero en ese momento, a plena luz del día, estaban descorridas y por la ventana entraba una luz pálida y una fresca brisa de verano.

Oyó otro chasquido fuera. ¿Más cerca?

La imagen de aquel ser evanescente de la televisión nunca se disipaba del todo, como tampoco se disipaba el miedo que había inyectado en sus venas. El yeti, el Abominable Hombre de las Nieves, al otro lado de su ventana, mirándola fijamente. Sintió un retortijón en las tripas, como aquella vez que había probado a ayunar tomando sólo líquidos y luego había vuelto a tomar comida sólida.

Crac…

Se arriesgó a echar otra ojeada.

La ventana se abría ante ella, negra.

¡Ya basta!

Regresó delante del ordenador y leyó algunos de los comentarios de la red social Our World acerca de Tammy, esa pobre chica del instituto Stevenson a la que habían atacado la noche anterior. Santo cielo, la habían metido en un maletero y la habían dejado allí para que se ahogara. Y todo el mundo decía que la habían violado, o al menos que habían abusado de ella.

La mayoría de los comentarios se compadecían de ella. Pero había algunos crueles que sacaban de quicio a Kelley. Estaba mirando uno de ellos.

vale, tammy se va a recuperar y yo me alegro pero tengo q decir una cosa: en mi humilde opinion se lo ha buscado ella. TIENE que aprender a no andar por ahi como una zorra de los ochenta con la raya pintada. ¿Y de donde saca esos vestidos? SABE lo que piensan los tios, asi q que esperaba????

Anon Gurl

Kelley tecleó rápidamente una respuesta:

madre mía ¿como puedes decir eso? ha estado a punto de morir. y quien diga que las chicas van por ahi PIDIENDO que las violen es un CRETINO y un descerebrado. deberia darte vergüenza!!!

Bella Kelley

Se preguntó si quien había escrito el mensaje contestaría, y si volvería al ataque.

Al inclinarse hacia el ordenador, oyó otro ruido fuera.

—Ya está bien —dijo en voz alta.

Se levantó, pero no se acercó a la ventana. Salió de su cuarto, entró en la cocina y miró fuera. No vio nada, ¿o sí? ¿Había una sombra en el barranco, detrás de los matorrales del fondo de su parcela?

Su familia no estaba en casa. Sus padres estaban en el trabajo y su hermano entrenando.

Se rio de sí misma, inquieta: le daba menos miedo salir y encontrarse cara a cara con un pervertido que verlo mirar por la ventana de su cuarto. Lanzó una ojeada a la barra imantada que sostenía los cuchillos. Las hojas estaban muy afiladas. Se lo estuvo pensando, pero por fin dejó los cuchillos donde estaban. Se acercó el iPhone al oído y salió.

—Hola, Ginny, sí, he oído un ruido fuera. He salido a echar un vistazo.

Estaba fingiendo que hablaba con alguien, pero él, o ello, no lo sabría.

—No, yo sigo hablando, por si acaso hay algún gilipollas por aquí fuera —añadió en voz alta.

La puerta daba al jardín lateral. Se dirigió hacia el fondo y aminoró el paso al acercarse a la esquina. Por fin entró, indecisa, en el jardín de atrás. Estaba vacío. Al final de la parcela, más allá de un espeso macizo vegetal, el suelo descendía bruscamente hacia terreno público: un estrecho barranco lleno de maleza, con algunas sendas para correr.

—Bueno, ¿qué tal? Sí… ¿Sí? Cómo mola. Es genial.

Vale, no te pases, se dijo. Finges fatal.

Se acercó a la hilera de matorrales y, mirando entre ellos, se asomó al barranco. Le pareció ver a alguien alejándose de la casa.

Luego, no muy lejos, vio a un chico en chándal montado en bici, tomando una de las sendas que servían de atajo entre Pacific Grove y Monterrey. Torció a la izquierda y desapareció detrás de un cerro.

Kelley se apartó el teléfono de la oreja. Había echado a andar hacia la casa cuando notó que había algo raro en los parterres de la parte de atrás. Una manchita de color. Rojo. Se acercó y recogió el pétalo de flor. Una rosa. Dejó que cayera aleteando al suelo.

Regresó a la casa.

Se detuvo un momento y miró atrás. Nadie, ninguna persona, ningún animal. Nada de Abominables Hombres de las Nieves, ni de licántropos.

Entró. Y se quedó paralizada, ahogando un grito.

Delante de ella, a tres metros de distancia, una silueta humana se acercaba, difuminados sus rasgos por la luz del cuarto de estar, que la iluminaba desde atrás.

—¿Quién…?

El desconocido se detuvo. Soltó una risa.

—Jo, Kel, qué cara has puesto. Estás… Dame el teléfono. Quiero hacerte una foto.

Ricky, su hermano, intentó quitarle el iPhone.

—¡Quita! —gritó Kelley, haciendo una mueca y apartándose de su mano extendida—. Creía que tenías entrenamiento.

—Necesitaba el chándal. Oye, ¿te has enterado de lo de esa chica, la del maletero? Va al Stevenson.

—Sí, la he visto. Tammy Foster.

—¿Está buena?

El desgarbado chico de dieciséis años, cuya mata de pelo castaño se parecía a la de Kelley, se acercó a la nevera y cogió una bebida energética.

—Ricky, das asco.

—Ya. ¿Y qué? ¿Está buena o no?

¡Qué odiosos eran los hermanos!

—Cierra con llave cuando te vayas.

Ricky contrajo la cara, frunciendo el ceño exageradamente.

—¿Por qué? ¿Quién va a querer violarte a ti?

—¡Cierra con llave!

—Vale.

Su hermana le lanzó una mirada enfadada, pero él no se enteró.

Kelley entró en su cuarto y volvió a sentarse frente al ordenador. Sí, Anon Gurl había colgado un ataque contra ella por defender a Tammy Foster.

Vale, zorra, te vas a enterar. Me las vas a pagar todas juntas.

Kelley Morgan empezó a teclear.

*****

El profesor Jonathan Boling tenía cuarenta y tantos años, calculó Dance. No era alto, apenas le sacaba unos centímetros, y su complexión física sugería que o bien sentía inclinación por el deporte, o bien despreciaba la comida basura. Tenía el pelo castaño y liso, muy parecido al suyo, sólo que él, sospechaba Dance, no ponía una cajita de tinte en el carro cada pocas semanas, casi furtivamente, cuando iba a hacer la compra a Safeway.

—Bueno —dijo Boling, paseando la mirada por los pasillos mientras acompañaba a Dance desde el vestíbulo a su despacho en la sede de la Oficina de Investigación de California—. Esto no es como me lo imaginaba. No se parece a CSI.

¿Es que absolutamente todo el mundo veía aquella serie?

Boling llevaba un Timex digital en una muñeca y una pulsera trenzada en la otra. Quizá la pulsera era un símbolo de apoyo a alguna causa. Dance pensó en sus hijos, que llevaban tantas bandas de colores en las muñecas que nunca estaba segura de cuál era la última causa que apoyaban. Vestido con vaqueros y polo negro, era guapo de una manera discreta y formal, un poco al estilo de la Radio Pública Nacional. Tenía los ojos marrones y una mirada firme y segura, y parecía de sonrisa rápida.

Dance llegó a la conclusión de que podría ligarse a cualquier estudiante a la que le echara el ojo.

—¿Alguna vez habías estado en las oficinas de un cuerpo de policía? —preguntó.

—Bueno, claro —respondió Boling. Carraspeó y comenzó a mostrar extrañas reacciones kinésicas. Luego sonrió—. Pero retiraron los cargos. ¿Qué iban a hacer, si no aparecía el cuerpo de Jimmy Hoffa?

Dance no pudo evitar reírse. Ay, pobres estudiantes. Andaos con ojo.

—Creía que asesorabas a la policía.

—Me he ofrecido al acabar en mis conferencias delante de cuerpos policiales y empresas de seguridad, pero nadie me había tomado la palabra hasta ahora. Esta va a ser mi prueba de fuego. Espero no decepcionarte.

Llegaron al despacho de Dance y se sentaron el uno frente al otro, junto a la desvencijada mesa baja.

Boling dijo:

—Me alegra poder seros de utilidad, pero no sé qué puedo hacer exactamente.

Un rayo de luz cayó sobre sus zapatos y, al bajar la mirada, Boling advirtió que llevaba un calcetín negro y otro azul marino. Se rio con naturalidad.

En otra época, habría deducido que era soltero. Ahora, en cambio, era normal que los dos miembros de una pareja trabajaran fuera de casa y llevaran una vida muy ajetreada, de modo que deslices indumentarios como aquel no constituían una prueba de nada. Boling, sin embargo, no llevaba anillo de casado.

—Tengo formación en hardware y software, pero, si lo que quieres es asesoramiento técnico serio, me temo que tengo más años de los que permite la ley y no hablo hindi.

Le contó que se había licenciado en literatura e ingeniería en Stanford, una combinación extraña, tenía que reconocerlo, y que después de «andar un tiempo dando tumbos por el mundo» había acabado en Silicon Valley, haciendo diseño de sistemas para algunas de las grandes empresas informáticas.

—Una época emocionante —comentó. Pero, añadió, al final se había cansado de toda aquella ambición—. Fue como una fiebre del oro. Todo el mundo se preguntaba cómo podía hacerse rico convenciendo a la gente de que tenía una serie de necesidades que podía satisfacer gracias a los ordenadores. Yo pensaba que quizá debíamos enfocarlo al revés: averiguar qué necesidades tenía de verdad la gente y luego preguntarnos qué podían hacer los ordenadores para cubrirlas. —Ladeó la cabeza—. Un punto intermedio entre su posición y la mía. Pero perdí la apuesta y caí con todo el equipo. Así que cobré un dinero que tenía en acciones, me largué, y estuve otra temporada dando tumbos por ahí. Acabé en Santa Cruz, conocí a una chica, decidí quedarme y probé a dar clases. Me encantó. Eso fue hace casi diez años. Y ahí sigo.

Dance le dijo que, tras trabajar un tiempo como periodista, había vuelto a la universidad: a la misma en la que enseñaba él. Había estudiado comunicaciones y psicología. Habían coincidido allí brevemente, pero no tenían conocidos en común.

Boling impartía varias asignaturas, entre ellas Literatura de Ciencia Ficción, así como una titulada Informática y Sociedad. Y en la escuela para adultos daba lo que él describía como «aburridos cursos técnicos».

—Un poco de mates, un poco de ingeniería.

También trabajaba como asesor para empresas privadas.

Dance entrevistaba a muchas personas de distintas profesiones. La mayoría manifestaba señales evidentes de estrés cuando hablaba de su empleo, lo que indicaba o bien ansiedad por las exigencias del trabajo, o, más frecuentemente, depresión, como había hecho Boling al hablarle de Silicon Valley. En cambio, al hablarle de su trabajo en la enseñanza, su comportamiento kinésico parecía libre de estrés.

Pero siguió quitando importancia a sus habilidades técnicas, y Dance se llevó una decepción. Parecía inteligente y más que dispuesto a ayudar: había ido hasta allí en coche en cuanto lo había llamado, y le habría gustado colaborar con él, pero al parecer para entrar en el ordenador de Tammy Foster necesitarían un informático con más experiencia técnica. La agente confió en que al menos pudiera recomendarles a alguien.

Maryellen Kresbach entró llevando una bandeja con café y galletas. Era una mujer atractiva. Con su pelo castaño bien peinado y sus uñas esmaltadas de rojo, parecía una cantante country.

—Han llamado de recepción. Alguien ha traído un ordenador del despacho de Michael.

—Estupendo. Que lo suban.

Maryellen se detuvo un momento y Dance pensó, divertida, que intentaba evaluar hasta qué punto Boling tenía madera de novio. Su ayudante había emprendido una campaña no demasiado sutil para buscarle un marido. Al ver que Boling no llevaba anillo de casado, miró a su jefa levantando una ceja. La agente, por su parte, le lanzó una mirada exagerada que ella notó debidamente e ignoró sin contemplaciones.

Boling le dio las gracias y, tras ponerse tres azucarillos en el café, atacó las galletas y se comió dos.

—Qué ricas. Ricas, no, riquísimas.

—Las hace ella misma.

—¿En serio? ¿Hay gente que hace galletas? ¿No salen todas de una bolsa de plástico?

Dance cogió media galleta y tomó un sorbo de café, a pesar de que ya había ingerido cafeína suficiente en su encuentro con Michael O’Neil.

—Permíteme contarte lo que ha pasado. —Le habló de la agresión sufrida por Tammy Foster. Luego dijo—: Y tenemos que entrar en su ordenador.

Boling asintió, comprensivo.

—Ah, el que se dio un chapuzón en el océano Pacífico.

—Estará frito…

—Con el agua, estará más bien hecho una sopa —puntualizó él—, para ceñirnos a las metáforas culinarias.

En ese momento entró en el despacho un ayudante del Sheriff llevando una bolsa grande de papel. Era nervioso y bien parecido, aunque más mono que guapo, tenía los ojos azul claro y por un momento pareció a punto de saludarlos llevándose la mano a la gorra.

—¿La agente Dance?

—En efecto.

—Soy David Reinhold. Trabajo en la Unidad de Investigación Forense de la Oficina del Sheriff.

Ella lo saludó con una inclinación de cabeza.

—Encantada de conocerlo. Gracias por traer esto.

—No hay de qué. Para eso estamos.

Boling y él se estrecharon la mano. Luego el atildado policía, con su uniforme perfectamente planchado, entregó a Dance la bolsa de papel.

—No lo he metido en plástico. Quería que estuviera bien aireado. Para que se secara todo lo posible.

—Gracias —dijo Boling.

—Y me he tomado la libertad de quitarle la batería —añadió el joven agente. Levantó un tubo metálico cerrado—. Es de ión-litio. Pensé que había riesgo de incendio si le entraba agua.

Boling asintió con la cabeza, visiblemente impresionado.

—Bien pensado.

Dance no sabía de qué estaba hablando. Boling notó que había arrugado el ceño y le explicó que, en determinadas circunstancias, algunas baterías de litio podían estallar en llamas si se exponían al agua.

—¿Sabe de informática? —preguntó Boling al ayudante del Sheriff.

—No, qué va —contestó Reinhold—. Sólo algunas cosas que oigo aquí y allá, ya sabe. —Sacó un recibo para que Dance lo firmara y señaló la tarjeta de cadena de custodia sujeta a la bolsa—. Si puedo hacer algo más, avíseme.

Le entregó su tarjeta.

Ella le dio las gracias y el joven se marchó.

Dance metió la mano dentro de la bolsa y sacó el portátil de Tammy. Era rosa.

—Menudo color —comentó Boling, meneando la cabeza.

Le dio la vuelta y lo examinó por debajo.

—Entonces, ¿conoces a alguien que pueda hacerlo funcionar y echar un vistazo a los archivos? —preguntó Dance.

—Claro. Yo mismo.

—Ah, creía que habías dicho que ya no tenías muchos conocimientos técnicos.

—Y no los tengo, según los parámetros de hoy en día. —Sonrió otra vez—. Pero es como rotar las ruedas del coche. Sólo que necesito un par de herramientas.

—Aquí no tenemos laboratorio. Ni nada tan sofisticado como lo que necesitarás, imagino.

—Bueno, eso depende. Veo que coleccionas zapatos.

La puerta de su armario estaba abierta y Boling debía de haber visto el interior, en cuyo suelo había una docena de zapatos, más o menos ordenados, para las noches en que salía después de trabajar y no quería pasar por casa. Soltó una risa.

La habían pillado.

—¿No tendrás también cosas de aseo personal?

—¿De aseo personal?

—Necesito un secador.

Dance se rio.

—Por desgracia, todos mis afeites de belleza están en casa.

—Entonces más vale que vayamos de compras.