En el vestíbulo del hospital, usó un teléfono público, no se permitían móviles, para pedir que enviaran a un ayudante del Sheriff a vigilar la habitación de Tammy Foster. Después fue a recepción y pidió que avisaran a su madre.
Tres minutos después apareció Edie Dance, y a su hija le sorprendió que no viniera de su puesto en la unidad de cardiología, sino del ala de cuidados intensivos.
—Hola, mamá.
—Katie —dijo la mujer, rechoncha, de pelo corto y gris y gafas redondas.
Llevaba al cuello un colgante de jade y concha que se había hecho ella misma.
—Me he enterado de lo de ese ataque, lo de la chica del coche. Está arriba.
—Lo sé. Acabo de entrevistarla.
—Va a ponerse bien, creo. Es lo que dicen. ¿Qué tal tu reunión de esta mañana?
Dance hizo una mueca.
—Por lo visto hemos sufrido un revés. La defensa está intentando que se desestime el caso basándose en la inmunidad del acusado.
—No me sorprende —respondió su madre con frialdad.
Edie Dance nunca dudaba en exponer sus opiniones. Conocía al inculpado, y al saber lo que había hecho, se había puesto furiosa. La agente lo notó en su semblante sereno y en su leve sonrisa. Su madre nunca alzaba la voz, pero sus ojos eran como el acero.
«Si las miradas matasen», recordaba haber pensado sobre su madre cuando era joven.
—Pero Ernie Seybold es duro de pelar.
—¿Cómo está Michael?
A Edie Dance siempre le había gustado O’Neil.
—Bien. Vamos a llevar juntos este caso.
Le explicó lo de la cruz de la cuneta.
—¡No me digas, Katie! ¿Dejar una cruz antes de que muera alguien? ¿Como un mensaje?
Dance asintió con la cabeza, pero advirtió que su madre miraba de tanto en tanto hacia fuera. Parecía preocupada.
—¿No tendrán nada mejor que hacer? Ese reverendo dio un sermón el otro día. Puro fuego y azufre. Y el odio de sus caras… Es horrible.
—¿Has visto a los padres de Juan?
Edie Dance había pasado algún tiempo intentando reconfortar a la familia del agente herido, a su madre en particular. Sabía desde el principio que era improbable que Millar sobreviviera, pero había hecho todo lo que estaba en su mano para que sus padres, aturdidos y traumatizados, comprendieran que estaba recibiendo la mejor atención posible. Según le había dicho a su hija, el dolor emocional que padecía la madre de Millar era tan grande como el dolor físico de su hijo.
—No, no han vuelto. Julio, sí. Estuvo aquí esta mañana.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Para recoger los efectos personales de su hermano, quizá. No lo sé. —Su voz se apagó—. Estaba mirando fijamente la habitación en la que murió Juan.
—¿Ha habido una investigación?
—La comisión ética del hospital estaba haciendo averiguaciones. Y han venido un par de policías. Ayudantes del Sheriff del condado. Pero cuando ven el informe y ven las fotografías de sus heridas… A nadie le indigna en realidad que haya muerto. La verdad es que fue un acto de piedad.
—¿Te ha dicho algo Julio cuando ha venido?
—No, no ha hablado con nadie. Si te digo la verdad, da un poco de miedo. Y no he podido evitar acordarme de lo que te hizo.
—Fue un ataque de enajenación transitoria —comentó Dance.
—Bueno, eso no es excusa para agredir a mi hija —dijo Edie con una risa enérgica.
Luego volvió a deslizar la mirada hacia las puertas de cristal y observó de nuevo a los manifestantes con expresión sombría.
—Será mejor que vuelva a mi puesto —concluyó.
—Si no te importa, ¿puede traerte papá a Wes y a Maggie? Tiene una reunión en el acuario. Luego vendré a recogerlos.
—Claro, cariño. Los dejará en la zona de juegos de los niños.
Edie Dance se alejó, mirando de nuevo hacia fuera. Su semblante preocupado y colérico parecía decir: «No tenéis derecho a estar aquí, interrumpiendo nuestro trabajo».
Al salir del hospital, Dance echó un vistazo al reverendo R. Samuel Fisk y a su guardaespaldas, o quien fuese aquel grandullón. Se habían unido a unos cuantos manifestantes y estaban rezando con las manos unidas y la cabeza gacha.
—El ordenador de Tammy —le dijo Dance a Michael O’Neil.
Él levantó una ceja.
—Tengo la solución. Bueno, puede que la solución no, pero sí una respuesta a quién la atacó.
Estaban tomando café, sentados en la terraza de Whole Foods, en Del Monte Center, un centro comercial al aire libre en torno a los grandes almacenes Macy’s. Allí, calculaba la agente Dance, se había comprado al menos cincuenta pares de zapatos. El calzado: su tranquilizante. Pero, a decir verdad, esa cifra algo embarazosa databa de hacía unos cuantos años. Y a menudo, aunque no siempre, se compraba los zapatos en época de rebajas.
—¿Un acosador online? —preguntó O’Neil.
No estaban comiendo huevos escalfados con una delicada salsa holandesa y aderezados con perejil, sino compartiendo un panecillo con pasas y crema de queso desnatado, envuelto en papel film.
—Puede ser. O un exnovio que la amenazaba, o alguien a quien conoció en una red social, pero estoy segura de que conoce la identidad de su agresor, aunque no lo conozca personalmente. Me inclino a pensar que es alguien de su instituto, el Stevenson.
—Pero ¿no ha querido decírtelo?
—No. Asegura que fue un pandillero latino.
O’Neil se rio. Un montón de falsas reclamaciones a compañías aseguradoras empezaban diciendo «Un hispano con una máscara entró en mi joyería», o «Dos afroamericanos encapuchados me apuntaron con una pistola y me robaron el Rolex».
—No me ha dado ninguna descripción, pero creo que llevaba una sudadera, una con capucha. Cuando se lo pregunté lo negó, pero su reacción fue distinta.
—Su ordenador —dijo O’Neil pensativo.
Cogió su pesado maletín, lo puso sobre la mesa y lo abrió. Consultó una hoja impresa.
—La buena noticia es que lo hemos requisado. Es un portátil. Estaba en el asiento trasero de su coche.
—¿Y la mala es que se dio un chapuzón en el Pacífico?
—«Daños significativos debidos a la acción del agua marina» —citó O’Neil.
Dance se desanimó.
—Tendremos que mandarlo a Sacramento o al FBI, a San José. Tardarán semanas en devolvérnoslo.
Vieron un colibrí aventurarse entre el gentío para desayunar suspendido junto a una roja planta colgante.
—Se me ocurre una idea —dijo él—. Hace poco hablé con un amigo mío del FBI. Acababa de asistir a una conferencia sobre delitos informáticos. Uno de los ponentes era de por aquí, un profesor de Santa Cruz.
—¿De la Universidad de California?
—Exacto.
Un condiscípulo de Dance.
—Mi amigo me dijo que era un tipo muy listo. Y que se había ofrecido a ayudarles si alguna vez lo necesitaban.
—¿Sabes algo de su vida?
—Sólo que dejó Silicon Valley y que se puso a dar clases.
—Por lo menos en educación no hay burbujas que exploten.
—¿Quieres que pregunte cómo se llama?
—Claro.
O’Neil sacó un montón de tarjetas de su agenda, ordenada con tanta pulcritud como su barco. Encontró la que buscaba y llamó. Tres minutos después había dado con su amigo y mantenido con él una breve conversación. La agresión, dedujo Dance, ya había atraído la atención del FBI. O’Neil anotó un nombre y dio las gracias al agente. Al colgar, le pasó el papelito. Dr. Jonathan Boling. Debajo había un número.
—¿Qué perdemos por probar? ¿Quién tiene el ordenador?
—Está en nuestro almacén de pruebas. Voy a llamar para decirles que nos lo entreguen.
Dance sacó su móvil, llamó a Boling y le dejó un mensaje en el buzón de voz.
Después siguió hablándole a O’Neil de Tammy Foster y afirmó que la reacción emocional de la chica se debía, en gran medida, a su miedo a que el agresor volviera a atacarla… y a que quizás atacara a otras chicas.
—Justo lo que nos preocupaba —comentó O’Neil, pasándose la gruesa mano por el pelo canoso.
—También mostraba síntomas de sentirse culpable —agregó la agente Dance.
—¿Por haber sido en parte responsable de lo ocurrido?
—Eso creo. En todo caso, estoy deseando meterme en ese ordenador.
Echó un vistazo a su reloj. Le irritaba irracionalmente que aquel tal Jonathan Boling no le hubiera devuelto la llamada de tres minutos antes.
—¿Alguna otra pista basada en las pruebas materiales? —preguntó.
—Ninguna.
Su compañero le contó lo que le había dicho Peter Bennington acerca de la escena del crimen: que la madera de la cruz era de roble, un árbol del que había uno o dos millones de ejemplares en la península; que el alambre verde de florista que unía las dos ramas era corriente e imposible de rastrear; que el disco de cartón había sido recortado de la parte de atrás de un cuaderno barato que se vendía en miles de tiendas; que la tinta también era imposible de rastrear; y que no habían encontrado ninguna prueba que vinculara las rosas con una tienda o un lugar en particular.
Dance le contó la teoría de la bicicleta. Pero O’Neil se le había adelantado. Añadió que habían vuelto a examinar el aparcamiento donde había sido secuestrada la chica y la playa donde el agresor había dejado el coche, y habían descubierto más huellas de bicicleta, ninguna de ellas identificable pero sí recientes, lo que significaba que aquel había sido, probablemente, el modo elegido por el agresor para escapar. Las huellas, sin embargo, no eran lo bastante características para rastrear su origen.
Sonó el teléfono de Dance: el tema de los Looney Tunes de la Warner Bros, que sus hijos habían programado para gastarle una broma. O’Neil sonrió.
Dance miró la pantalla. Decía «J. Boling». Levantó una ceja y pensó, de nuevo irracionalmente, que ya era hora.