El agresor de Tammy Foster había dejado a la joven en el maletero con la intención de que muriera dentro de él, ahogada, pero había cometido un error de cálculo.
De haber aparcado más lejos de la línea costera, la marea habría subido lo suficiente para cubrir por completo el coche, abocando a la pobre chica a una muerte terrible. Pero el Camry había encallado en la arena suelta, no muy cerca de la orilla, y el agua sólo había subido unos quince centímetros dentro del maletero.
A eso de las cuatro de la madrugada, un empleado de una línea aérea que iba camino del trabajo había visto el destello del coche. Los equipos de rescate habían sacado a la chica, medio inconsciente por el frío, su estado rayano en la hipotermia, y la habían llevado a toda prisa al hospital.
—Bueno —preguntó Dance—, ¿cómo estás?
—Bien, supongo.
Era guapa y atlética, pero estaba muy pálida. Tenía la cara un tanto caballuna, el pelo liso y perfectamente teñido de rubio y una nariz respingona que, dedujo Dance, en algún momento había tenido una inclinación algo distinta. La rápida mirada que echó a su bolsita de cosméticos le hizo comprender que rara vez se dejaba ver en público sin maquillaje.
Dance le enseñó su placa.
Tammy la miró.
—Tienes muy buen aspecto, teniendo en cuenta lo que ha pasado.
—Hacía tanto frío… —dijo Tammy—. No había tenido tanto frío en mi vida. Todavía estoy muy asustada.
—No me extraña.
La chica miró la pantalla del televisor. Estaban emitiendo una serie. Dance la veía de vez en cuando con su hija Maggie, normalmente cuando la niña no iba a clase por estar enferma. Podías pasar meses sin verla y, al ver un nuevo episodio, entender perfectamente lo que estaba pasando.
Dance se sentó y miró los globos y las flores que había en una mesa cercana, buscando instintivamente rosas rojas, estampas religiosas o tarjetas decoradas con cruces. No había nada de eso.
—¿Cuánto tiempo vas a estar en el hospital?
—Van a darme el alta hoy, seguramente. O a lo mejor mañana, han dicho.
—¿Qué tal los médicos? ¿Son guapos?
Una risa.
—¿A qué instituto vas?
—Al Robert Louis Stevenson.
—¿Estás en el último curso?
—Sí, empiezo este otoño.
Para tranquilizar a la chica, Dance se puso a charlar con ella. Le preguntó si iba a alguna escuela de verano, si había pensado ya a qué universidad quería ir, por su familia, por los deportes…
—¿Tenéis planes para iros de vacaciones?
—Ahora sí —contestó Tammy—. Después de esto. La semana que viene voy a ir a visitar a mi abuela a Florida; iré con mi madre y mi hermana.
Hablaba con exasperación, y Dance dedujo que no le apetecía lo más mínimo ir a Florida con su familia.
—Tammy, como puedes imaginar, estamos deseando encontrar a la persona que te ha hecho esto.
—Menudo cabrón.
Dance levantó las cejas, dándole la razón.
—Cuéntame qué pasó.
La chica le explicó que había ido a la discoteca y se había marchado nada más dar las doce de la noche. Estaba en el aparcamiento cuando alguien la atacó por detrás, le tapó la boca con cinta aislante, le ató las manos y los pies, la metió en el maletero y la llevó hasta la playa.
—Me dejó allí, yo qué sé, para que me ahogara.
La chica tenía los ojos hundidos. Dance, compasiva por naturaleza, un rasgo que había heredado de su madre, sintió su horror, un doloroso hormigueo por la espina dorsal.
—¿Conocías a tu atacante?
La chica sacudió la cabeza.
—Pero sé qué ha pasado.
—¿Qué?
—Bandas.
—¿Era un pandillero?
—Sí. Todo el mundo lo sabe. Para entrar en una banda, tienes que matar a alguien. Y si estás en una banda latina, tienes que matar a una chica blanca. Son las normas.
—¿Crees que el agresor era un latino?
—Sí, estoy segura. No le vi la cara, pero sí la mano. Era moreno, ¿sabe? No negro. Pero blanco no era, eso está claro.
—¿Qué estatura tenía?
—No era alto. Metro sesenta y cinco, más o menos. Pero muy, muy fuerte. Ah, y otra cosa: creo que anoche dije que había sido sólo un tío. Pero esta mañana me he acordado. Eran dos.
—¿Viste a dos?
—Fue más bien que sentí que había alguien más por allí cerca, ¿sabe lo que quiero decir?
—¿Puede que fuera una mujer?
—Sí, puede. No sé. Como le decía, estaba muy asustada.
—¿Alguien te tocó?
—No de esa manera. Sólo para atarme y meterme en el maletero.
Sus ojos brillaron, llenos de rabia.
—¿Recuerdas algo del trayecto?
—No, estaba demasiado asustada. Creo que oí unos ruidos como de metal o algo así, un ruido dentro del coche.
—¿No en el maletero?
—No. Parecía algo metálico, eso pensé. Lo metió en el coche después de meterme a mí en el maletero. Como había visto una peli de miedo, una de Saw, pensé que a lo mejor era algo para torturarme.
La bicicleta, pensó Dance, recordando las marcas de ruedas de la playa. El agresor había llevado consigo una bicicleta para escapar. Se lo sugirió a Tammy, pero la chica afirmó que no era eso: era imposible meter una bici en el asiento trasero de su coche.
—Además, no sonaba como una bici —añadió, muy seria.
—Muy bien, Tammy.
Dance se ajustó las gafas y siguió mirando a la chica, que echó una ojeada a las flores, a las tarjetas y los peluches.
—Mire todo lo que me han regalado —dijo—. Ese oso de ahí, ¿a que es precioso?
—Es una monada, sí. Entonces, crees que han sido chicos latinos que forman parte de una banda.
—Sí, pero… Bueno, ya sabe, como ya ha pasado…
—¿Que ha pasado? ¿El qué?
—Quiero decir que como no me he muerto y sólo acabé un poco mojada… —Se rio, esquivando la mirada de Dance—. Seguro que se han asustado. No para de salir en las noticias. Apuesto a que se han largado. A lo mejor hasta se han ido de la ciudad.
Era cierto, desde luego, que en las bandas había ritos de iniciación. Y que algunos incluían el asesinato. Pero las víctimas rara vez eran personas de otra raza o etnia. Casi siempre se trataba de miembros de bandas rivales o soplones. Además, lo que le había ocurrido a Tammy era demasiado elaborado. Dance había trabajado en casos de asesinato entre pandillas y sabía por experiencia que eran muy expeditivos: el tiempo es oro, y cuanto menos se malgaste en actividades extracurriculares, mejor.
Había deducido ya que Tammy no creía en absoluto que su atacante fuera un pandillero latino. Y que tampoco creía que hubieran intervenido dos personas en el ataque.
De hecho, Tammy sabía más sobre su agresor de lo que decía.
Era hora de conocer la verdad.
El procedimiento del análisis kinésico en entrevistas e interrogatorios consiste en establecer un parámetro de partida: un catálogo de conductas que el sujeto exhibe cuando dice la verdad: dónde coloca las manos, hacia dónde mira y con qué frecuencia, si traga saliva o carraspea a menudo, si salpica su discurso con expresiones como «Mmm», si mueve los pies, si se recuesta en el asiento o se echa hacia delante, o si duda antes de responder.
Una vez establecido ese modelo base vinculado a la verdad, el experto en kinesia anota cualquier desviación de la norma cuando al sospechoso se le hacen preguntas a las que, por el motivo que sea, puede contestar falsamente. Cuando miente, la gente suele sentir estrés y ansiedad, e intenta paliar esas sensaciones desagradables con gestos o expresiones verbales que difieren del modelo base. Una de las citas preferidas de Dance era de un hombre que había vivido unos cien años antes de que se acuñara el término «kinesia»: Charles Darwin, quien afirmaba que «las emociones reprimidas afloran casi siempre en forma de movimiento corporal».
Al salir a relucir el tema de la identidad del agresor, Dance había observado que la gestualidad de la chica se desviaba del modelo base: movía las caderas con nerviosismo y balanceaba un pie. A quien miente le resulta fácil controlar las manos o los brazos, pero somos mucho menos conscientes del movimiento del resto de nuestro cuerpo, especialmente de los pies y sus dedos.
Dance advirtió también otras alteraciones: en su tono de voz, en su forma de apartarse el pelo y de tocarse la cara y la nariz, gestos considerados de «bloqueo». Además, la chica se entretenía en digresiones innecesarias, divagaba y generalizaba al hacer ciertas afirmaciones, «todo el mundo lo sabe», un rasgo típico de quien miente.
Convencida de que Tammy le estaba ocultando información, Kathryn Dance pasó, como solía, a adoptar una actitud analítica. Para conseguir que un sujeto dijera la verdad, seguía cuatro pasos. Primero se preguntaba qué papel había desempeñado el sujeto en el incidente en cuestión. En aquel caso, concluyó Dance, Tammy era únicamente víctima y testigo, no cómplice: no estaba involucrada en otro delito, ni había simulado su propio secuestro.
En segundo lugar, ¿cuál era el tipo de personalidad del sujeto, a grandes rasgos? Determinar el tipo le servía para decidir cómo abordar el interrogatorio. ¿Debía, por ejemplo, ser agresiva o amable? ¿Orientar la conversación hacia la solución de un problema, o bien ofrecerle apoyo emocional? ¿Mostrarse cordial o distante? Dance categorizaba a sus sujetos de estudio conforme a los atributos de la tabla de tipos de personalidad de Myers-Briggs, que determina si una persona es introvertida o extrovertida, racional o emocional, intuitiva o sensorial.
La diferencia entre una personalidad extrovertida y una introvertida es una diferencia de actitud. ¿El sujeto actúa primero y valora después los resultados, extrovertido, o reflexiona antes de actuar, introvertido? ¿Recaba información confiando en sus cinco sentidos y verificando a continuación los datos, sensorial, o se apoya sobre todo en sus corazonadas, intuitiva? ¿Toma decisiones mediante el análisis lógico y objetivo, racional o mediante elecciones basadas en la empatía, emocional?
Tammy era guapa y atlética y parecía una chica con facilidad para hacer amigos, pero sus inseguridades, y, según había descubierto la agente, su inestable vida familiar, la habían convertido en una persona introvertida, intuitiva y emocional, lo cual significaba que no podía abordar la cuestión sin rodeos. Si lo hacía así, Tammy se cerraría por completo en banda y quedaría traumatizada por la aspereza del interrogatorio.
La cuarta pregunta que ha de hacerse el interrogador es, finalmente, qué clase de mentiroso es el sujeto.
Hay varios tipos. Los manipuladores o «altomaquiavélicos», por el filósofo italiano que escribió, literalmente, el manual de la implacabilidad, no ven nada de malo en mentir, se sirven del engaño como herramienta para conseguir sus fines en el amor, el trabajo, la política o el delito y son consumados embusteros. Otros tipos son los mentirosos sociales, que mienten para entretener; o los adaptadores, personas inseguras que mienten para causar una buena impresión, y los actores, que mienten para conseguir el control de una situación.
Dance concluyó que Tammy era una mezcla de adaptadora y actriz. Sus inseguridades la impulsaban a mentir para reforzar su frágil ego, y utilizaba el engaño para salirse con la suya.
Una vez que el especialista en análisis gestual responde a estos cuatro interrogantes, el resto del proceso es sencillo. Continúa interrogando al sujeto y fijándose atentamente en qué preguntas suscitan en él reacciones de estrés, indicadoras de que está mintiendo. Luego vuelve una y otra vez a esas preguntas y formula otras relacionadas con ellas, ahondando en el asunto y poniendo cerco a la mentira al tiempo que observa cómo reacciona el sujeto a sus niveles crecientes de estrés. ¿Se muestra furioso, obcecado, deprimido, o intenta salir de la situación negociando con el interrogador? Cada uno de esos estados exige herramientas distintas para obligar, engañar o animar al sujeto a confesar por fin la verdad.
Eso fue lo que hizo Dance, echándose un poco hacia delante para acercarse a la chica sin llegar a invadir su «zona proxémica», a unos noventa centímetros de distancia. Tammy se inquietaría, pero no se sentiría abiertamente amenazada. La agente mantuvo una leve sonrisa y decidió no cambiar sus gafas de montura gris por las de montura negra, sus «gafas de depredadora», las que se ponía cuando quería intimidar a un altomaquiavélico.
—Todo eso que me cuentas es muy útil, Tammy. Te agradezco sinceramente tu cooperación.
La chica sonrió, pero también miró hacia la puerta. Culpa, interpretó Dance.
—Pero una cosa —añadió la agente—. Tenemos varios informes sobre el lugar de los hechos. Como en CSI, ¿conoces la serie?
—Claro, la veo.
—¿Cuál es la que te gusta?
—La original. Ya sabe, la de Las Vegas.
—Tengo entendido que es la mejor. —Dance nunca la había visto—. Pero, según las evidencias materiales, no había dos personas. Ni en el aparcamiento, ni en la playa.
—Ah. Bueno, ya le he dicho que sólo era, yo qué sé, como una sensación.
—Y una pregunta que quería hacerte. Ese ruido que oíste… Verás, tampoco hemos encontrado huellas de neumáticos de otro coche. Así que estamos muy intrigados acerca de cómo escapó. Volvamos al asunto de la bicicleta. Ya sé que no te pareció que fuera eso lo que oíste en el coche, ese ruido metálico, pero ¿piensas que cabe la posibilidad de que pudiera ser eso?
—¿Una bicicleta?
Repetir una pregunta es a menudo señal de engaño. El sujeto intenta ganar tiempo mientras sopesa las consecuencias de una u otra respuesta e inventa algo creíble.
—No, no puede ser. ¿Cómo iba a meterla dentro?
Había contestado muy deprisa y con excesiva obcecación. Ella también había pensado que podía ser una bicicleta, pero por algún motivo no quería admitir esa posibilidad.
Dance levantó una ceja.
—Bueno, no sé. Un vecino mío tiene un Camry. Es un coche bastante grande.
La chica pestañeó. Al parecer, le había sorprendido que Dance conociera la marca de su coche. El hecho de que la agente estuviera al corriente de los detalles del caso comenzó a inquietarla. Miró hacia la ventana. Buscaba inconscientemente una vía de escape para huir de la desagradable ansiedad que sentía. Dance había dado en el clavo. Sintió que su pulso se aceleraba.
—Puede, no lo sé —contestó Tammy.
—Entonces, puede que tuviera una bici. Eso podría significar que es alguien de tu edad, o un poco más joven. Los adultos montan en bicicleta, claro, pero es mucho más frecuente ver a adolescentes montando en bici. Oye, ¿qué te parecería la posibilidad de que sea alguien que va a clase contigo?
—¿A clase? Imposible. No conozco a nadie que sea capaz de una cosa así.
—¿Nunca te han amenazado? ¿Nunca te has peleado con nadie en el Stevenson?
—Bueno, Brianna Crenshaw se cabreó cuando me eligieron a mí como animadora y no a ella, pero empezó a salir con Davey Wilcox, y yo estaba colada por él, así que creo que estamos en paz.
Soltó una risa ahogada.
Dance también sonrió.
—No, fue alguien de una banda, estoy segura. —Sus ojos se agrandaron—. Espere, ahora me acuerdo. Hizo una llamada. Seguramente al jefe de la banda. Oí que abría el teléfono y que decía en español: «Ella está en el coche».
Dance tradujo para sus adentros y preguntó a Tammy:
—¿Sabes qué significa?
—Sí.
—¿Estudias español?
—Sí —dijo con voz casi sofocada y en un tono más agudo de lo normal.
Había fijado los ojos en Dance, pero se apartó el pelo con la mano y se rascó el labio.
La cita en español era pura invención.
—En mi opinión —comenzó a decir Dance en tono razonable—, sólo estaba fingiendo que era un pandillero. Para ocultar su identidad. Lo que significa que tenía otros motivos para agredirte.
—¿Cuáles, por ejemplo?
—Eso es lo que confío en poder descubrir con tu ayuda. ¿No pudiste verlo, ni mínimamente?
—Qué va. Estuvo detrás de mí todo el tiempo. Y en el aparcamiento estaba todo muy, muy oscuro. Deberían poner farolas. Creo que voy a demandar a la discoteca. Mi padre es abogado en San Mateo.
Aquel acceso de indignación estaba destinado a desviar el interrogatorio. En efecto, Tammy había visto algo.
—¿Lo viste reflejado en las ventanillas cuando se acercó a ti?
La chica comenzó a negar con la cabeza, pero Dance insistió:
—Sólo de pasada. Intenta recordar. Allí siempre hace frío por las noches. Seguro que no iba en mangas de camisa. ¿Llevaba chaqueta? ¿Una de piel, o de tela? ¿O quizás un jersey? Puede que una sudadera. ¿Una con capucha?
Tammy siguió diciendo que no, pero unos noes eran distintos a otros.
Dance advirtió entonces que la chica miraba fugazmente un ramo de rosas que había sobre la mesa. A su lado, en una tarjeta, se leía:
¡Venga, tía, sal de ahí de una p** vez! Te queremos, J, P y la Bestia.
Kathryn Dance se veía a sí misma como una currante que, si tenía éxito en su tarea, era principalmente porque hacía los deberes y jamás aceptaba un no por respuesta. De vez en cuando, sin embargo, su mente daba un salto curioso. Compendiaba los datos, ordenaba sus impresiones y, de pronto, efectuaba una pirueta inesperada: una deducción o una conclusión que parecían surgir como por arte de magia.
De A a B, y de B a X…
Eso fue lo que sucedió en ese instante, al ver a Tammy mirar las flores con expresión preocupada.
La agente decidió arriesgarse.
—Verás, Tammy, sabemos que quien te atacó también dejó una cruz en la cuneta de una carretera. Como una especie de mensaje.
La chica la miró con los ojos como platos.
Te pillé, pensó Dance. Sabe algo sobre la cruz.
—Y ese tipo de mensajes —añadió, siguiendo su guión improvisado— siempre proceden de personas que conocen a la víctima.
—Yo… le oí hablar español.
Dance estaba segura de que estaba mintiendo, pero sabía por experiencia que, a los sujetos con un tipo de personalidad como el de Tammy, debía dejarles una vía de escape o se volvían completamente herméticos. De modo que dijo en tono amable:
—Estoy segura de que sí, pero creo que lo que intentaba era ocultar su identidad. Quería engañarte.
La pobre Tammy estaba angustiada.
¿A quién temía tanto?
—En primer lugar, Tammy, permíteme asegurarte que vamos a protegerte. La persona que ha hecho esto no volverá a acercarse a ti. Voy a ordenar que un policía monte guardia constantemente junto a tu puerta. Y también pondremos a uno en tu casa hasta que detengamos a la persona que te ha hecho esto.
Sus ojos reflejaron alivio.
—Se me ocurre una idea: ¿y si ha sido un acosador? Eres muy guapa. Apuesto a que tienes que ir con mucho cuidado.
Una sonrisa, muy cauta, pero aun así satisfecha por el cumplido.
—¿Hay alguien que haya estado acosándote?
La joven paciente vaciló.
Estamos cerca. Estamos muy cerca.
Pero Tammy reculó.
—No.
Dance hizo lo propio.
—¿Has tenido problemas con alguien de tu familia?
Cabía esa posibilidad. Lo había comprobado. Sus padres estaban divorciados, tras una dura batalla judicial, su hermano mayor ya no vivía en casa y uno de sus tíos había sido denunciado por violencia doméstica.
Pero los ojos de Tammy dejaban claro que seguramente el agresor no era uno de sus familiares.
Dance continuó sondeándola:
—¿Tienes algún problema con alguien con quien te escribas por correo electrónico? ¿Alguien a quien hayas conocido por Internet, quizás, a través de Facebook o My Space? Pasa mucho hoy en día.
—No, ninguno. No uso tanto Internet.
Estaba entrechocando las uñas, el equivalente a retorcerse las manos.
—Siento tener que insistir, Tammy, pero es muy importante que nos aseguremos de que esto no vuelve a ocurrir.
Vio entonces algo que la golpeó como una bofetada. Los ojos de la chica mostraban una respuesta de reconocimiento: había levantado ligeramente las cejas y los párpados, lo que significaba que temía que, en efecto, volviera a ocurrir. Pero, dado que ella contaba con escolta policial, se deducía que el agresor suponía también una amenaza para otras personas.
La chica tragó saliva. Saltaba a la vista que había entrado en la fase de negación de la reacción al estrés, o sea, que había levantado sus defensas y se obcecaría en negarlo todo.
—No ha sido nadie que yo conozca. Lo juro por Dios.
Jurar: una señal inequívoca de engaño. Lo mismo que la mención a Dios. Era como si estuviera gritando: «¡Estoy mintiendo! Quiero decir la verdad, pero tengo miedo».
—Está bien, Tammy —dijo Dance—. Te creo.
—Mire, estoy muy, muy cansada. Creo que… A lo mejor no quiero decir nada más hasta que llegue mi madre.
Dance sonrió.
—Claro, Tammy. —Se levantó y le dio una de sus tarjetas—. Si puedes pensar un poco más en ello y avisarnos de cualquier cosa que se te ocurra…
—Siento no haber sido, ya sabe, de mucha ayuda.
Había bajado los ojos, contrita.
Dance advirtió que no era la primera vez que se servía de los mohínes y la falsa humildad. Aquella técnica, mezclada con un poco de coqueteo, podía funcionarle con los chicos o con su padre, pero las mujeres no se dejarían engañar.
Aun así, le siguió la corriente:
—No, no, has sido de gran ayuda. Dios mío, cielo, con todo lo que has tenido que pasar. Descansa un poco. Y pon alguna telecomedia. —Señaló la tele con la cabeza—. Siempre animan.
Al salir de la habitación, se dijo que, de haber dispuesto de un par de horas más, quizás habría conseguido que la chica dijera la verdad, pero no estaba segura. Era evidente que Tammy estaba aterrorizada. Además, por muy hábil que fuera el interrogador, a veces los sujetos se negaban en redondo a decir lo que sabían.
De todos modos, poco importaba. Kathryn Dance creía haber descubierto toda la información que necesitaba.
De A a B, y de B a X…