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Una mariposa se deslizó a lo largo de la valla y desapareció en el jardín del vecino. No era todavía la época del año en que llegaban las monarcas, los lepidópteros migratorios que daban a Pacific Grove su sobrenombre, «Ciudad Mariposa, Estados Unidos», y Dance se preguntó de qué tipo sería.

Estaba sentada en la Cubierta, humedecida y resbaladiza por la niebla de última hora de la tarde. Estaba sola y reinaba el silencio. Los niños y los perros estaban en casa de sus padres. Llevaba puestos unos vaqueros descoloridos, una sudadera verde y unos elegantes zapatos Brown de la línea Fergie, modelo Wish: un capricho que se había permitido al concluir el caso. Bebió un sorbo de vino blanco.

Tenía el ordenador portátil abierto delante de ella. Se había conectado como administradora temporal de The Chilton Report, después de encontrar los códigos de acceso en uno de los ficheros de James Chilton. Consultó el libro que había estado leyendo, acabó de escribir el texto y lo subió.

http://www.thechiltonreport.com/html/final.html

Leyó el resultado. Esbozó una sonrisa.

Y se desconectó.

Oyó unos pasos pesados en la escalera que subía a la terraza desde un lateral de la casa y al volverse vio a Michael O’Neil.

—Hola.

Él sonrió.

Dance había estado esperando su llamada acerca de la decisión del magistrado de Los Ángeles sobre si procedía o no el caso contra Juan Nadie. Le había parecido tan preocupado en el hospital que no esperaba verlo aparecer en persona. En cualquier caso, Michael O’Neil siempre era bienvenido. Dance intentó interpretar su expresión. Solía acertar, lo conocía tan bien…, pero él seguía teniendo cara de póquer.

—¿Vino?

—Claro.

Sacó otra copa de la cocina y le sirvió su tinto preferido.

—No puedo quedarme mucho.

—De acuerdo. —Dance apenas podía contenerse—. ¿Y bien?

Se le escapó una sonrisa.

—Hemos ganado. Me he enterado hace veinte minutos. El juez barrió del mapa a la defensa.

—¿En serio? —preguntó ella con el tono de una adolescente.

—Sí.

Se levantó y le dio un fuerte abrazo. O’Neil la rodeó con sus brazos y la apretó contra su sólido pecho.

Se separaron y entrechocaron sus copas.

—Ernie se presenta ante el gran jurado dentro de dos semanas. No hay duda de que recurrirán. Quieren que estemos allí el martes, a las nueve de la mañana, para preparar nuestra declaración. ¿Estás lista para una excursión?

—Ya lo creo que sí.

O’Neil se acercó a la barandilla. Miró el jardín de atrás, el carillón de viento que se había caído al suelo una noche de viento, y sin sueño, hacía algún tiempo, y que Dance no había recogido aún. Guardó silencio.

Ella intuyó que iba a suceder algo.

Se alarmó. ¿Qué le ocurría? ¿Estaba enfermo?

¿Iba a mudarse?

—Me estaba preguntando… —prosiguió él.

Dance aguardó. Se le aceleró la respiración. El vino de su copa se agitaba como el turbulento Pacífico.

—La reunión es el martes y me estaba preguntando si te apetecería pasar unos días en Los Ángeles. Podríamos hacer un poco de turismo. Comernos esos huevos Benedict que tanto nos apetecían. O quizás ir a comer sushi a West Hollywood y mirar a toda esa gente que se esfuerza por ir a la última. Hasta podría comprarme una camisa negra.

Estaba parloteando sin sentido.

Y Michael O’Neil nunca hacía eso. Nunca.

Dance pestañeó. Su corazón batía tan aprisa como las alas de un colibrí suspendido sobre el comedero carmesí que había allí cerca.

—Yo…

O’Neil se rio y bajó los hombros. Ella no se hacía una idea de la cara que había puesto?

—Está bien, supongo que hay otra cosa que debería decirte.

—Claro.

—Anne se marcha.

—¿Qué? —preguntó, atónita.

El rostro de Michael O’Neil era una amalgama de emociones: esperanza, incertidumbre, dolor. Pero tal vez la más evidente fuera la perplejidad.

—Se va a vivir a San Francisco.

Un centenar de preguntas se agolparon en la mente de Dance. Formuló la primera:

—¿Y los niños?

—Se quedan conmigo.

No le sorprendió la noticia. No había mejor padre que Michael O’Neil. Y Dance siempre había tenido sus dudas sobre las habilidades de Anne como madre, y sobre su deseo de hacerse cargo de esa tarea.

Claro, pensó. A eso se debía la expresión angustiada de O’Neil en el hospital, a la ruptura. Se acordó de sus ojos, de lo inermes que le habían parecido.

Él continuó hablando con el tono cortante y crispado de quien ha estado haciendo planes a toda prisa y con escaso sentido de la realidad. Los hombres caían en aquel error con más frecuencia que las mujeres. Le habló de las visitas de los niños a su madre, de cómo habían reaccionado su familia y la de Anne, de abogados, de lo que haría ella en San Francisco. Dance asentía con la cabeza, concentrada en sus palabras, animándolo, dejándolo hablar, sobre todo.

Captó de inmediato sus referencias a «un galerista», a «un amigo de Anne en San Francisco» y a «él». La deducción que hizo no la sorprendió, a pesar de que estaba muy furiosa con Anne por hacer sufrir a O’Neil.

Y estaba sufriendo, estaba destrozado, aunque él no lo supiera aún.

¿Y yo?, pensó Dance. ¿Qué siento yo al respecto?

Arrumbó de inmediato aquella cuestión, negándose a examinarla en aquel instante.

O’Neil parecía un colegial que acabara de invitar a una chica al baile de graduación. A Dance no le habría sorprendido que metiera las manos en los bolsillos y se mirara las puntas de los pies.

—Así que me estaba preguntando, sobre lo de la semana que viene… ¿Nos quedamos unos días más?

¿Qué vamos a hacer a partir de ahora?, pensó Dance. Si pudiera verse a sí misma en ese instante como analista gestual, ¿qué le revelaría su lenguaje corporal? Estaba, por un lado, profundamente conmovida por la noticia. Y por otro se sentía tan cautelosa como un soldado en una zona de guerra acercándose a un paquete dejado en la cuneta.

El atractivo de un viaje con Michael O’Neil era casi arrollador.

Y, sin embargo, lógicamente, la respuesta no podía ser sí. Para empezar, él tenía que estar allí, con sus hijos, completamente y al cien por cien. Tal vez no les hubieran contado aún, no debían contárselo aún, cuál era la situación de sus padres, y sin embargo algo sabrían. La intuición de los niños es una fuerza primordial de la naturaleza.

Pero había además otro motivo por el que no podía pasar unos días con O’Neil en Los Ángeles.

Y se dio la coincidencia de que apareció en ese instante.

—¿Hola? —gritó un hombre desde el jardín lateral.

Dance sostuvo la mirada de O’Neil, esbozó una sonrisa tensa y respondió alzando la voz:

—¡Aquí arriba! ¡En la parte de atrás!

Se oyeron de nuevo pasos en la escalera y Jonathan Boling se reunió con ellos. Sonrió a O’Neil y se estrecharon las manos. Al igual que Dance, iba en vaqueros. Llevaba botas de montaña y un polo de punto debajo de un cortavientos Land’s End.

—Llego un poco pronto.

O’Neil era listo y, sobre todo, prudente. Dance notó que comprendía al instante. Su primera reacción fue de consternación por haberla puesto en una situación difícil.

Le ofreció con la mirada una disculpa sincera.

Y ella, también con la mirada, insistió en que no era necesaria.

O’Neil pareció divertido y le dedicó una sonrisa semejante a la que habían intercambiado cuando, el año anterior, habían oído en la radio del coche la canción de Stephen Sondheim «Send in the clowns» acerca de dos posibles amantes que no logran encontrarse.

El sentido de la oportunidad, ambos lo sabían, lo era todo.

Dance dijo en tono mesurado:

—Jonathan y yo vamos a Napa a pasar el fin de semana.

—Es sólo una pequeña reunión familiar en casa de mis padres. Siempre me gusta llevar a alguien, para crear interferencias.

Boling intentaba quitar importancia a su escapada. El profesor también era listo; había visto juntos a Dance y O’Neil, y comprendía que había interrumpido algo.

—Aquello es precioso —comentó O’Neil.

Dance recordó que Anne y él habían pasado su luna de miel en un hotel cerca de las bodegas Cakebread, en la región vitícola.

Por favor, ¿podemos borrar de un plumazo tanta ironía?, pensó Dance. Y se dio cuenta de que le ardía en la cara un rubor de colegiala.

O’Neil preguntó:

—¿Wes está en casa de tus padres?

—Sí.

—Entonces lo llamaré. Quiero salir mañana a las ocho.

A Dance la conmovió que mantuviera la cita con su hijo para ir a pescar, a pesar de que ella estaría fuera y de que él ya tenía suficientes cosas en las que pensar.

—Gracias. Lo está deseando.

—Van a enviarme una copia de la decisión del juez de Los Ángeles. Te la mandaré por correo electrónico.

—Quiero que hablemos, Michael —dijo ella—. Llámame.

—Claro.

O’Neil entendería que se refería a hablar de él y de Anne y de su inminente separación, no del caso de Juan Nadie.

Y Dance comprendió que no la llamaría mientras estuviera fuera con Boling. Era ese tipo de persona.

Sintió el súbito impulso, el ansia de abrazar de nuevo al ayudante del Sheriff, de rodearlo con sus brazos, y estuvo a punto de hacerlo. Pero pese a no tener conocimientos de análisis kinésico, O’Neil advirtió al instante su intención. Dio media vuelta y se dirigió a la escalera.

—Tengo que ir a buscar a los niños. Noche de pizza. Adiós, Jon. Y, oye, gracias por toda tu ayuda. No lo habríamos conseguido sin ti.

—Me debes una placa de hojalata —repuso Boling con una sonrisa, y preguntó a Dance si podía llevar algo al coche.

Ella le indicó una bolsa llena de refrescos, agua, aperitivos y discos para el viaje hacia el norte.

Dance se descubrió apretándose la copa de vino contra el pecho mientras veía a O’Neil empezar a bajar la escalera de la terraza. Se preguntó si se giraría.

Y se giró, sólo un momento. Cruzaron otra sonrisa, y se marchó.