Kathryn Dance regresó a su despacho del CBI y redactó el informe final sobre el caso.
Bebió a sorbos cortos el café que le trajo Maryellen Kresbach y echó un vistazo a las notitas rosas que su asistente había dejado en un montón, junto a un plato que contenía una galleta muy gruesa.
Sopesó cuidadosamente los mensajes y sólo devolvió una de las llamadas, pero en cambio se comió el cien por cien de la galleta.
Su teléfono emitió un pitido. Un sms de Michael O’Neil:
K: caso visto para sentencia en L. A. El juez dará a conocer su decisión en las próximas horas. Sigue con los dedos cruzados. Hoy están pasando muchas cosas, pero hablamos pronto, M.
Por favor, por favor, por favor…
Tras beber un último sorbo de café, imprimió el informe para Overby y lo llevó a su despacho.
—Aquí está el informe, Charles.
—Ah. Muy bien. Menuda sorpresa —añadió—, el giro que ha dado el caso.
Leyó deprisa el informe. Dance se fijó en una bolsa de deporte, una raqueta de tenis y un pequeño maletín que había detrás de su mesa. Era última hora de la tarde, un viernes de verano, y seguramente Overby iba a irse desde allí a su casa de fin de semana.
Detectó cierta frialdad en su postura, atribuible sin duda a su encontronazo con Hamilton Royce, y esperó con agrado lo que iba a suceder a continuación. Sentándose frente a su jefe, dijo:
—Hay una última cosa, Charles. Se trata de Royce.
—¿Qué es?
Levantó la vista y comenzó a alisar su informe como si le estuviera quitando el polvo.
Dance le explicó lo que había descubierto TJ sobre el cometido de Royce: detener el blog no para salvar a posibles víctimas, sino para impedir que Chilton siguiera denunciando que un diputado del estado de California se dejara agasajar por los promotores de una planta nuclear.
—Nos ha utilizado, Charles.
—Ah.
Overby siguió revolviendo sus papeles.
—Cobra de la Comisión de Planificación de Instalaciones Nucleares, que dirige el diputado sobre el que escribió Chilton en el hilo de su blog titulado «Poder para el pueblo».
—Entiendo. Conque Royce, mmm…
—Quiero enviar un informe al fiscal general. Seguramente lo que ha hecho Royce no es delito, pero no hay duda de que es poco ético. Utilizarme a mí, utilizarnos a todos. Le costará su empleo.
Overby siguió rebuscando entre los papeles mientras sopesaba la cuestión.
—¿Te parece bien que lo haga?
Saltaba a la vista que no. Por eso se lo preguntó Dance.
—No estoy seguro.
Ella se rio.
—¿Por qué? Registró mi mesa. Maryellen lo vio. Utilizó a la policía del estado para sus propios fines.
Overby clavó los ojos en los papeles de su mesa. Estaban tan ordenados como cabía esperar.
—Bueno, nos costaría tiempo y recursos. Y podría ser… embarazoso para nosotros.
—¿Embarazoso?
—Meternos en una pugna entre agencias. Lo odio.
No era un argumento de mucho peso. En la administración, todo era «pugna entre agencias».
Pasado un rato de tenso silencio, Overby pareció dar con una idea. Levantó un poco una ceja.
—Además, quizá no tengas tiempo para ocuparte de ese asunto.
—Le encontraré un hueco, Charles.
—Bueno, el caso es que hay un…
Buscó una carpeta de las que había sobre su mesa y extrajo un documento grapado de varias páginas.
—¿Qué es eso?
—Pues a decir verdad…
Levantó la otra ceja.
—Es de la oficina del fiscal general.
Empujó los papeles hacia el otro lado de la mesa.
—Parece que ha habido una queja contra ti.
—¿Contra mí?
—Por lo visto hiciste comentarios racistas sobre una funcionaria del condado.
—Eso es absurdo, Charles.
—Pues ha llegado hasta Sacramento.
—¿Quién se ha quejado?
—Sharanda Evans. De los Servicios Sociales del condado.
—No la conozco. Es un error.
—Estaba en el hospital cuando detuvieron a tu madre. Cuidando de tus hijos.
Ah, la mujer que había recogido a Wes y a Maggie en la ludoteca del hospital.
—Charles, no estaba «cuidándolos». Iba a llevárselos. Ni siquiera intentó llamarme.
—Asegura que hiciste comentarios racistas.
—Dios, Charles, le dije que era una incompetente. Eso es todo.
—Ella no lo interpretó así. Pero como en general tienes buena reputación y nunca has tenido problemas, el fiscal general se inclina por no amonestarte oficialmente. Aun así, hay que investigarlo.
Overby parecía dividido ante aquel dilema.
Pero no mucho.
—El fiscal quería conocer la opinión de gente de aquí para decidir cómo proceder.
Se refería a sí mismo. Dance comprendió lo que estaba sucediendo: había avergonzado a Overby delante de Royce. Quizás el mediador se había llevado la impresión de que no podía controlar a sus subordinados. Y una queja procedente del CBI en su contra pondría en entredicho la autoridad de Overby.
—Naturalmente, tú no eres racista, pero esa tal señora Evans está muy ofendida.
Miró la carta invertida que había puesto delante de Dance como si fueran las fotos de una autopsia.
¿Cuánto tiempo lleva trabajando en esto? O no el suficiente, o demasiado.
Kathryn Dance comprendió que su jefe estaba negociando: si ella no llevaba adelante su queja contra el posible cohecho de Royce, él le diría al fiscal general que había investigado a fondo la queja de la trabajadora social y que carecía de fundamento.
Si, en cambio, presentaba la queja contra Royce, podía perder su trabajo.
Se quedaron un instante en suspenso. A Dance le sorprendió que Overby no mostrara señal alguna de estrés. Notó que ella, en cambio, movía el pie como un pistón.
Creo que me hago una «idea general», pensó con sorna. Estuvo a punto de decirlo, pero no lo dijo.
Bien, tenía que tomar una decisión.
Dudó.
Overby tocó el informe de la queja con los dedos.
—Es una lástima que pasen estas cosas. Nos dedicamos a nuestras tareas, y se meten otras de por medio.
Después del caso de las cruces de carretera, después de la montaña rusa que estaba siendo el caso de Juan Nadie en Los Ángeles, después de los días angustiosos que había pasado preocupada por su madre, Dance decidió que no tenía ánimos para luchar, y menos aún por aquello.
—Si crees que presentar una queja contra Royce nos robaría demasiado tiempo, lo respeto, desde luego, Charles.
—Seguramente es lo mejor. Hay que volver al trabajo, eso es lo que tenemos que hacer. Y esto lo dejaremos también a un lado.
Cogió la queja y la guardó en la carpeta.
¿Hasta dónde puede llegar nuestro descaro, Charles?
Él sonrió.
—Se acabaron las distracciones.
—De vuelta al trabajo —repuso ella.
—Muy bien, veo que es tarde. Que tengas un buen fin de semana. Y gracias por cerrar el caso, Kathryn.
—Buenas noches, Charles.
Dance se levantó y salió del despacho. Se preguntó si Overby se sentía tan indigno como ella.
Lo dudaba mucho.
Regresó al Ala de las Chicas y estaba justo en la puerta de su despacho cuando oyó una voz tras ella:
—¿Kathryn?
Se volvió y vio a alguien a quien no reconoció al principio. Luego se dio cuenta de que era David Reinhold, el joven ayudante del Sheriff. No llevaba puesto el uniforme, sino unos vaqueros, un polo y una americana. Sonrió y bajó la mirada.
—No estoy de servicio. —Se acercó y se detuvo a unos pasos de ella—. Me he enterado de lo del caso de las cruces de carretera.
—Ha sido toda una sorpresa —comentó ella.
Reinhold se había metido las manos en los bolsillos. Parecía nervioso.
—Ya lo creo. Pero ¿el chico va a ponerse bien?
—Sí.
—¿Y Chilton? ¿Ha confesado?
—Yo apostaría a que no hace falta. Tenemos testigos y pruebas materiales suficientes. Está cantado.
Señaló con la cabeza hacia su despacho y levantó una ceja, invitándolo a entrar.
—Tengo cosas que hacer. Me he pasado antes por aquí, pero no estaba.
Era curioso que dijera aquello. Y Dance notó que parecía aún más nervioso que antes. Su lenguaje corporal denotaba un alto nivel de estrés.
—Sólo quería decirle que me ha encantado trabajar con usted.
—Te agradezco tu ayuda.
—Es una persona muy especial —tartamudeó él.
Oh, oh. ¿Adónde quiere ir a parar?
Reinhold esquivó su mirada. Carraspeó.
—Sé que no me conoce mucho.
Es por lo menos diez años más joven que yo, pensó ella. Un crío. Se esforzó por no sonreír, o por no ponerse demasiado maternal, y se preguntó adónde querría invitarla a salir.
—Bueno, lo que intento decir es que…
Pero no dijo nada: se limitó a sacarse un sobre del bolsillo y a dárselo.
—Lo que intento decir es que espero que tenga en cuenta mi solicitud de ingreso en el CBI. La mayoría de los agentes mayores no son muy buenos mentores —añadió Reinhold—. Sé que con usted sería diferente. Agradecería la oportunidad de aprender a su lado.
Luchando por no reírse, Dance contestó:
—Vaya, David, gracias. Creo que ahora mismo no estamos contratando personal, pero te prometo que, cuando surja la ocasión, me aseguraré de que estés entre los primeros de la lista.
—¿En serio?
Sonrió de oreja a oreja.
—Claro que sí. Bueno, David, buenas noches. Y gracias otra vez por tu ayuda.
—Gracias, Kathryn. Es usted la mejor.
Para ser una persona mayor…
Dance entró sonriendo en su despacho y se dejó caer pesadamente en la silla. Miró los troncos entrelazados de los árboles del otro lado de la ventana. Su teléfono móvil comenzó a sonar. Como no tenía ganas de hablar con nadie, echó un vistazo a la pantalla.
Dudó y, al tercer pitido, pulsó «Contestar».