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Encender la sirena por motivos personales iba contra el reglamento, pero a Dance no le importó. Le pareció lo más prudente, teniendo en cuenta que circulaba al doble de la velocidad permitida por la carretera 68, de vuelta a Salinas desde Hollister. Faltaban veinte minutos para la lectura de cargos contra Edie Dance, y pensaba estar allí, en primera fila.

Se estaba preguntando cuándo sería el juicio de su madre. ¿Quién testificaría? ¿Qué pruebas se mostrarían, exactamente?

Pensó de nuevo con desaliento: ¿Tendré que subir al estrado?

¿Y qué pasaría si su madre era condenada? Dance conocía las prisiones californianas. Su población estaba formada principalmente por personas iletradas, violentas, con la mente deshecha por las drogas o el alcohol, o simplemente dañada desde el momento de su nacimiento. A su madre se le marchitaría el corazón en un lugar así. El castigo sería, al fin y al cabo, la pena de muerte: el ajusticiamiento del alma.

Estaba furiosa consigo misma por haberle escrito aquel correo a Bill comentando la decisión de su madre de sacrificar a una de sus mascotas enfermas. Un comentario trivial, hecho hacía años. Absolutamente desproporcionado respecto al efecto devastador que podía tener sobre el destino de su madre.

Lo cual la indujo a pensar en el Chilton Report. Todos esos comentarios acerca de Travis Brigham. Todos ellos equivocados, equivocados de principio a fin…, y sin embargo seguirían existiendo eternamente en los servidores y en el corazón de multitud de ordenadores particulares. La gente podría verlos dentro de cinco, de diez o de veinte años. O de cien. Y nunca saber la verdad.

El zumbido de su teléfono la sacó de sus angustiosas meditaciones.

Era un mensaje de texto de su padre.

Estoy en el hospital con tu madre. Ven en cuanto puedas.

Dance ahogó un gemido. ¿Qué ocurría? La lectura de cargos estaba prevista para dentro de quince minutos. Si Edie Dance estaba en el hospital, sólo podía ser por un motivo. O estaba enferma, o herida.

Marcó enseguida el número del móvil de su padre, pero saltó el buzón de voz. Naturalmente, lo habría apagado en el hospital.

¿Habían agredido a su madre?

¿O había intentado suicidarse?

Pisó a fondo el acelerador. Su mente daba tumbos, fuera de control. Pensó que, si su madre había intentado matarse, era porque sabía que Robert Harper tenía pruebas sólidas contra ella, y que sería inútil intentar rebatirlas.

Así pues, su madre había cometido un homicidio. Dance recordó aquel maldito comentario que revelaba que sabía quién había en los pasillos de la UCI a la hora de la muerte de Juan Millar.

Había algunas enfermeras en esa ala. Nada más. La familia se había ido. Y no había visitas…

Dejó atrás a toda velocidad Salinas, Laguna Seca y el aeropuerto. Veinte minutos después llegó a la rotonda de entrada del hospital. Detuvo el coche con un violento frenazo y aparcó en una plaza para discapacitados. Salió de un salto, corrió a la entrada principal y se metió entre los paneles automáticos antes de que las puertas se abrieran del todo.

En el mostrador de admisiones, la recepcionista la miró alarmada y dijo:

—Kathryn, ¿estás…?

—¿Dónde está mi madre? —preguntó la agente con voz ahogada.

—Abajo y…

Cruzó la puerta de un empujón y corrió escaleras abajo. «Abajo» sólo podía significar una cosa: la unidad de cuidados intensivos. Irónicamente, el mismo sitio donde había muerto Juan Millar. Si Edie estaba allí, al menos estaba viva.

Empujó la puerta de la entreplanta y ya se dirigía a toda prisa hacia la UCI cuando miró por casualidad hacia la cafetería.

Se detuvo en seco, jadeante, notando una punzada en el costado. Miró por la puerta abierta y vio a cuatro personas sentadas a una mesa, tomando café. Eran el director del hospital, el jefe de seguridad Henry Bascomb, su padre… y su madre. Estaban enfrascados en una conversación, mirando los documentos que tenían desplegados sobre la mesa.

Stuart levantó la vista y, con una sonrisa, le hizo un gesto con el dedo índice, dándole a entender, dedujo Dance, que sólo tardarían uno o dos minutos. Su madre la miró y luego, con expresión neutra, volvió a fijar la atención en el director del hospital.

—Hola —dijo un hombre tras ella.

Dance se volvió y parpadeó sorprendida al ver a Michael O’Neil.

—Michael, ¿qué pasa? —preguntó casi sin aliento.

Él arrugó el entrecejo.

—¿No has recibido el mensaje? —preguntó.

—Sólo el de mi padre avisándome de que estaban aquí.

—No quería molestarte en medio de una operación. Hablé con Overby y le conté los detalles. Se suponía que tenía que llamarte cuando acabaras.

Ah. En fin, aquel era un fallo del que no podía culpar a su desconsiderado jefe: tenía tanta prisa por llegar a la lectura de cargos, que no le había dicho que había finalizado la detención de Chilton.

—Me han dicho que lo de Hollister ha ido bien.

—Sí, están todos bien. Chilton está detenido. Travis tiene un chichón en la cabeza. Nada más. —Pero el caso de las cruces de carretera estaba ya muy lejos de su mente. Miró hacia la cafetería—. ¿Qué está pasando, Michael?

—Han retirado los cargos contra tu madre —le informó él.

—¿Qué?

O’Neil vaciló, casi avergonzado, y luego dijo:

—No te lo he dicho, Kathryn. No podía.

—¿Decirme qué?

—El caso en el que estaba trabajando…

El Otro Caso…

—No tenía nada que ver con ese asunto del contenedor. Eso sigue en espera. Me puse a investigar por mi cuenta el caso de tu madre. Le dije al Sheriff que iba a hacerlo. La verdad es que insistí. Y aceptó. Nuestra única oportunidad era pararle los pies a Harper ahora. Si conseguía que la condenaran… En fin, ya sabes cuál es la probabilidad de invalidar un veredicto mediante apelación.

—No me has dicho nada.

—Ese era el plan. Podía investigar el caso, pero no decirte nada. Tenía que poder testificar que no sabías lo que estaba haciendo. Si no, habría conflicto de intereses. Ni siquiera lo sabían tus padres. Hablé con ellos sobre el caso, pero sólo informalmente. No sospechaban nada.

—Michael…

Dance sintió de nuevo el raro escozor de las lágrimas. Lo agarró del brazo y sus ojos se encontraron, marrón sobre verde.

—Yo sabía que no era culpable —dijo él, arrugando el ceño—. ¿Edie, matar a alguien? Qué disparate. —Sonrió—. ¿Has notado que últimamente siempre hablaba contigo a través de mensajes de texto o correos electrónicos?

—Claro.

—Porque no podía mentirte en persona. Sabía que te darías cuenta enseguida.

Se rio al recordar sus vagas explicaciones acerca del caso del contenedor.

—Pero ¿quién mató a Juan?

—Daniel Pell.

—¿Pell? —murmuró, atónita.

Michael O’Neil le explicó entonces que no había sido Pell en persona, sino una de las mujeres relacionadas con él, su compañera, esa de la que Dance se había acordado la víspera al llevar a sus hijos a ver a los abuelos.

—Sabía que suponías un peligro, Kathryn. Quería pararte los pies a toda costa.

—¿Por qué pensaste en ella?

—Por eliminación —explicó O’Neil—. Sabía que no podía haber sido tu madre. Sabía que tampoco había sido Julio Millar: tenía coartada. Sus padres no estaban aquí, y tampoco había otros policías presentes. Así que me pregunté quién tenía motivos para culpar a tu madre de la muerte. Se me ocurrió que Pell. Tú estabas dirigiendo la operación de busca y captura para encontrarlo, y le estabas pisando los talones. La detención de tu madre te distraería, incluso te obligaría a abandonar el caso. Él no podía hacerlo en persona, así que utilizó a su compañera.

Le explicó que la mujer se había colado en el hospital haciéndose pasar por una candidata a un puesto de enfermera.

—Las solicitudes de empleo —dijo Dance, asintiendo con la cabeza al recordar lo que había descubierto Connie Ramírez—. Pero no tenían ninguna relación con Millar, por eso no les prestamos atención.

—Los testigos me dijeron que llevaba un uniforme de enfermera. Como si acabara de terminar su turno en otro centro y hubiera venido directamente al hospital a solicitar el puesto —continuó el ayudante del Sheriff—. Hice analizar su ordenador y descubrí que había hecho una búsqueda en Google sobre interacción de medicamentos.

—¿Y las pruebas que encontraron en el garaje?

—Las colocó ella. Le pedí a Pete Bennington que inspeccionara el garaje. Un equipo del laboratorio encontró algunos pelos que la gente de Harper había pasado por alto, por cierto. Eran de ella. El ADN coincidía. Estoy seguro de que se declarará culpable a cambio de una reducción de condena.

—Me siento tan mal, Michael… Casi he creído que… —No se atrevió a decirlo en voz alta—. Quiero decir que mi madre parecía tan afectada cuando me dijo que Juan le había pedido que lo matara… Y luego afirmó que no estaba en la planta de la UCI cuando él murió, pero se le escapó que sabía que no había nadie por allí, aparte de algunas enfermeras.

—Bueno, había hablado con uno de los médicos de la UCI y él le comentó que se habían marchado todas las visitas. Edie no estuvo en la planta.

Un malentendido y una suposición. Para eso, en su oficio, no había excusa, pensó con amargura.

—¿Y Harper? ¿Va a seguir adelante con el caso?

—No. Está recogiendo sus cosas, se vuelve a Sacramento. Se lo ha pasado a Sandy.

—¿Qué?

Dance estaba perpleja.

O’Neil se rio al ver su expresión.

—Sí. La justicia no le interesa gran cosa. Sólo le interesaba conseguir una condena vistosa, la madre de una agente de policía, condenada.

—Ay, Michael…

Apretó de nuevo su brazo. Y él puso la mano sobre la suya. Después desvió la mirada. Su semblante extrañó a Dance. ¿Qué había visto? ¿Vulnerabilidad? ¿Desesperanza?

O’Neil hizo amago de decir algo, pero se interrumpió.

Tal vez iba a disculparse por haberle mentido y ocultado la verdad sobre la investigación. Consultó su reloj.

—Tengo que ocuparme de un par de cosas.

—Oye, ¿estás bien?

—Sólo estoy cansado.

Dentro de Dance sonaron campanas de alarma. Los hombres nunca estaban «sólo cansados». Lo que querían decir era: «No, no estoy bien, pero no quiero hablar de ello».

—Ah, casi se me olvidaba —añadió—. He tenido noticias de Ernie. El caso de Los Ángeles. El juez se ha negado a posponer la vista sobre el estatuto de inmunidad. Empieza dentro de media hora, más o menos.

Dance cruzó los dedos.

—Esperemos que haya suerte.

Luego lo abrazó con fuerza.

O’Neil se sacó las llaves del coche del bolsillo y se dirigió a las escaleras. Al parecer, tenía demasiada prisa para esperar el ascensor.

Dance miró hacia la cafetería. Vio que su madre ya no estaba sentada a la mesa. Dejó caer los hombros. Maldita sea. Se ha ido.

Pero entonces oyó su voz tras ella.

—Katie…

Edie Dance había salido por la puerta lateral. Seguramente había esperado a que O’Neil se marchara para acercarse a su hija.

—Me lo ha dicho Michael, mamá.

—Cuando retiraron los cargos, quise pasarme por aquí para ver a la gente que me ha apoyado y darles las gracias.

La gente que me ha apoyado…

Hubo un momento de silencio. El sistema de megafonía emitió un anuncio incomprensible. En alguna parte lloró un niño. Los sonidos se desvanecieron.

Y por la expresión y las palabras de Edie, Kathryn Dance comprendió la verdadera extensión de lo sucedido entre madre e hija esos últimos días. Su conflicto no tenía nada que ver con el hecho de que se hubiera marchado precipitadamente del juzgado, unos días antes. Era un asunto más fundamental.

—No creía que hubieras sido tú, mamá —balbució—. De veras.

Edie Dance sonrió.

—Ah, ¿y lo dices tú, una experta en kinesia, Katie? Dime qué tengo que buscar para saber si me estás contando una mentira.

—Mamá…

—Katie, creías que era posible que hubiera matado a ese chico.

Dance suspiró y se preguntó hasta qué punto era grande el vacío que sentía en el alma en ese momento. El no se le murió en la boca y dijo con voz temblorosa:

—Puede ser, mamá. Está bien, puede ser. Pero no por eso pensé mal de ti. Seguía queriéndote. Pero es cierto, pensé que era posible.

—Tu cara en el juzgado, en la vista por la fianza. Con sólo verte la cara, me di cuenta de que lo estabas pensando. Lo supe.

—Lo siento muchísimo —susurró.

Entonces Edie Dance hizo algo completamente impropio de ella: agarró a su hija con firmeza por los hombros, con más firmeza de la que Dance creía que la hubiera agarrado nunca una mujer, ni siquiera de niña.

—No te atrevas a decir eso —dijo su madre con aspereza.

Dance parpadeó e hizo intento de hablar.

—Chisss, Katie. Escucha. Después de la vista por la fianza estuve en vela toda la noche, pensando en lo que había visto en tus ojos, en lo que sospechabas de mí. Déjame acabar. No pegué ojo en toda la noche. Estaba dolida, furiosa. Pero entonces, por fin, entendí algo. Y me sentí muy orgullosa.

Una sonrisa cálida suavizó los redondeados contornos de su rostro.

—Muy orgullosa.

Dance estaba desconcertada.

—¿Sabes, Katie? —continuó su madre—, un padre nunca sabe si lo está haciendo bien. Estoy segura de que tú has sentido lo mismo.

—Bueno, sólo unas diez veces al día.

—Siempre tienes la esperanza, rezas por estar dándoles a tus hijos los recursos que necesitan, las actitudes, el coraje. De eso se trata, a fin de cuentas. No de librar sus batallas, sino de prepararles para que las libren por sí mismos. De enseñarles a tener su propio criterio, a pensar por su cuenta.

Las lágrimas rodaban por las mejillas de Dance.

—Y cuando vi que te cuestionabas lo que podía haber hecho, pensando en lo que había pasado, supe que había acertado al cien por cien. Te eduqué para que no estuvieras ciega. Tú sabes que los prejuicios ciegan a la gente, que el odio ciega. Pero también ciegan la lealtad y el amor. Tú buscaste la verdad pese a todo.

Su madre se rio.

—Te equivocaste, naturalmente. Pero eso no puedo reprochártelo.

Se abrazaron y su madre dijo:

—Bueno, todavía estás de servicio. Vuelve a la oficina. Sigo enfadada contigo, pero se me pasará dentro de un día o dos. Iremos de compras y luego cenaremos en Casanova. Ah, Katie, invitas tú.