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El coche de Kathryn Dance tomó el largo camino de tierra que llevaba a la casa de veraneo de James Chilton en Hollister.

Iba pensando en lo mucho que se había equivocado.

Greg Schaeffer no era el Asesino de las Cruces de Carretera.

Los demás también se habían dejado engañar, pero eso no la consolaba en absoluto. Se había contentado con dar por sentado que Schaeffer era el culpable y que había matado a Travis Brigham. Estando muerto Schaffer, no habría más ataques.

Error…

Sonó su teléfono. Se preguntó quién llamaba, pero decidió no mirar la pantalla mientras subía por el camino serpenteante, flanqueado por barrancos a ambos lados.

Cincuenta metros más.

Vio la casa delante de ella, una casa de alquería vieja y extensa que habría parecido propia de Kansas de no ser por los altos montes que la rodeaban. El jardín era un desastre: estaba lleno de trozos de césped descuidados, de ramas grises y rotas y parterres rebosantes de hierbajos. Habría pensado que James Chilton tendría una casa de veraneo más bonita, teniendo en cuenta la herencia de su suegro y su bella casa de Carmel.

Incluso al sol, el lugar suscitaba una sensación de horror.

Pero eso era, naturalmente, porque Dance sabía lo que había sucedido dentro.

¿Cómo he podido equivocarme tanto?

El camino se enderezó y ella siguió adelante. Cogió el teléfono del asiento y miró la pantalla. Era Jonathan Boling quien había llamado. Pero no aparecía el icono de mensaje. Pensó en pulsar «última llamada recibida», pero al final marcó el número de Michael O’Neil. Después de cuatro pitidos, saltó el buzón de voz.

Tal vez estuviera dedicado al Otro Caso.

O quizás estuviera hablando con Anne, su mujer.

Arrojó el teléfono al asiento del copiloto.

Al acercarse a la casa, contó media docena de coches de policía. Había también dos ambulancias.

El Sheriff del condado de San Benito, con el que había trabajado en numerosas ocasiones, la vio y le indicó que se acercara. Se apartaron varios agentes y Dance se acercó a la astrosa zona de césped en la que aguardaba el Sheriff.

Vio a Travis Brigham tumbado en una camilla, con la cara tapada.

Dejó el coche al ralentí, se bajó y se acercó rápidamente al chico. Se fijó en sus pies descalzos, en los hematomas de sus tobillos, en su piel pálida.

—Travis —susurró.

El chico se sobresaltó como si lo hubiera despertado de un sueño profundo.

Apartó el paño húmedo y la bolsa de hielo de su cara amoratada. Parpadeó y fijó los ojos en ella.

—Ah, eh, agente… La verdad, no me acuerdo de su nombre.

—Dance.

—Perdone.

Parecía sinceramente avergonzado de aquel desliz.

—No pasa nada.

Kathryn Dance le dio un fuerte abrazo.

El chico se pondría bien, le explicó el médico.

La peor lesión física que le había dejado aquel calvario, en realidad, la única preocupante, era un golpe que se había dado en la cabeza, al chocar contra la repisa de la chimenea, cuando el equipo de las fuerzas de intervención rápida del condado de San Benito había asaltado la casa de Chilton.

Estaban vigilando la casa a escondidas mientras esperaban la llegada de Dance cuando el comandante del equipo había visto a través de la ventana que el chico entraba en el cuarto de estar armado con una pistola. James Chilton también había sacado un arma. Y luego, por la razón que fuese, había dado la impresión de que Travis iba a quitarse la vida.

El comandante había ordenado entrar a sus hombres. Habían lanzado granadas aturdidoras a la habitación, cuya detonación causaba un aturdimiento inmediato, y Chilton había caído al suelo. Travis, por su parte, se había golpeado con la repisa de la chimenea. Los agentes habían irrumpido en la casa y les habían desarmado. Habían esposado a Chilton y lo habían sacado a rastras al exterior, y a continuación habían escoltado a Donald Hawken y a su esposa a un lugar seguro y habían dejado a Travis en manos del personal sanitario.

—¿Dónde está Chilton? —preguntó Dance.

—Allí —contestó el Sheriff, señalando con la cabeza uno de los coches patrulla de la oficina del Sheriff, en el que el bloguero esperaba sentado, esposado y con la cabeza gacha.

Más tarde se las vería con él.

Miró el Nissan Quest del bloguero. Tenía las puertas y el portón trasero abiertos, y el equipo de inspección forense había sacado su contenido, entre el que destacaba la última cruz y un ramo de rosas rojas, ahora teñido de marrón. Chilton debía de tener previsto dejarlas por allí cerca después de matar a los Hawken. La bicicleta de Travis descansaba al lado del portón trasero, y en una bolsa de pruebas transparente estaba la sudadera gris que Chilton había robado y usado para hacerse pasar por el chico y de la que había extraído fibras para dejarlas en la escena de los crímenes.

—¿Y los Hawken? —preguntó Dance al médico—. ¿Cómo están?

—Muy afectados, como puede imaginar, y un poco magullados porque se cayeron al suelo cuando entramos. Pero se pondrán bien. Están en el porche.

—¿Estás bien? —preguntó a Travis.

—Creo que sí —contestó él.

Dance se dio cuenta de lo tonta que era la pregunta. Claro que no estaba bien. James Chilton lo había secuestrado y le había ordenado que asesinara a Donald Hawken y a su mujer.

Al parecer, en lugar de cumplir la orden, Travis había optado por el suicidio.

—Tus padres llegarán pronto —le dijo.

—¿Sí?

Pareció receloso al oír la noticia.

—Estaban muy preocupados por ti.

Él hizo un gesto de asentimiento, pero Dance vio reflejado el escepticismo en su semblante.

—Tu madre se puso tan contenta cuando se lo dije que se echó a llorar.

Era cierto. Dance ignoraba cuál había sido la reacción de su padre.

Un ayudante del Sheriff llevó un refresco al chico.

—Gracias.

Travis bebió de la Coca-cola con ansia. A pesar de que llevaba días encerrado, no parecía estar en muy mal estado. Un médico había echado un vistazo a las magulladuras de su pierna: no necesitarían tratamiento, más allá de un vendaje y una crema antibiótica. Dance comprendió que se debían a los grilletes, y una oleada de furia se apoderó de ella. Miró a Chilton, que estaba siendo trasladado a un coche de la oficina del Sheriff de Monterrey, pero el bloguero siguió con los ojos bajos.

—¿Qué deporte te gusta más? —preguntó el ayudante del Sheriff que le había llevado la Coca-cola, intentando trabar conversación para tranquilizar a Travis.

—Bueno, a mí lo que me gusta es jugar, sobre todo.

—A eso me refiero —repuso el joven agente, pensando que su respuesta obedecía a la sordera temporal que producían las granadas, y preguntó alzando la voz—: ¿Cuál es tu favorito? ¿El fútbol, el baloncesto?

El chico miró con estupor al joven de uniforme azul.

—Sí, juego un poco a todos esos.

—Qué bien.

El policía no se dio cuenta de que la práctica deportiva de Travis requería únicamente una Wii o un mando de ordenador, ni de que el terreno de juego medía dieciocho pulgadas en diagonal.

—Pero ahora tendrás que empezar poco a poco. Seguro que tienes los músculos atrofiados. Búscate un entrenador.

—Vale.

Un Nissan viejo y destartalado, con la pintura roja descolorida, avanzó traqueteando por el camino de tierra. Aparcó y salieron los Brigham. Sonia, llorosa, cruzó la hierba tambaleándose y abrazó a su hijo con fuerza.

—Mamá…

Su padre también se acercó. Se detuvo junto a ellos, muy serio, y miró al chico de arriba abajo.

—Estás flaco y pálido, ¿sabes lo que te digo? ¿Te duele algo?

—Se pondrá bien —afirmó el médico.

—¿Cómo está Sammy? —preguntó Travis.

—Está en casa de la abuela —contestó su madre—. Está nervioso, pero bien.

—Lo ha encontrado usted, lo ha salvado.

El padre, sin sonreír aún, se dirigía a Dance.

—Entre todos, sí.

—¿Te ha tenido ahí encerrado, en ese sótano? —le preguntó.

Travis hizo un gesto afirmativo, sin mirar a ninguno de los dos.

—No estaba tan mal. Pero hacía mucho frío.

—Caitlin le ha dicho a todo el mundo lo que pasó —le informó su madre.

—¿Sí?

Como si fuera incapaz de controlarse, su padre rezongó:

—No debiste culparte de…

—Chisss —siseó la madre enérgicamente.

El señor Brigham arrugó la frente, pero se calló.

—¿Qué le va a pasar? —preguntó Travis—. ¿A Caitlin?

—Eso no es problema nuestro —repuso su madre—. Ahora no tenemos que preocuparnos por eso. —Miró a Dance—. ¿Podemos irnos a casa? ¿Pasa algo si nos vamos ya?

—Le tomaremos declaración más adelante. No hace falta que sea ahora.

—Gracias —le dijo Travis.

Su padre también le dio las gracias y le estrechó la mano.

—Ah, Travis. Ten.

Dance le dio un trozo de papel.

—¿Qué es esto?

—Es de una persona que quiera que la llames.

—¿De quién?

—De Jason Kepler.

—¿Quién es…? Ah, ¿Stryker? —Travis parpadeó—. ¿Lo conoce?

—Salió a buscarte cuando desapareciste. Nos ha ayudado a encontrarte.

—¿En serio?

—Claro que sí. Dijo que no te había visto nunca.

—Bueno, en persona, no.

—Vivís sólo a ocho kilómetros el uno del otro.

—¿Sí?

Esbozó una sonrisa sorprendida.

—Quiere que quedéis alguna vez.

Travis asintió con una expresión curiosa en la cara, como si la idea de conocer a un amigo del mundo sintético en el mundo real le resultara sumamente extraña.

—Vámonos a casa, nene —le dijo su madre—. Voy a hacer una cena especial. Tu hermano está deseando verte.

Los Brigham y su hijo regresaron andando al coche. El padre levantó el brazo y lo pasó por los hombros de su hijo. Un momento. Luego lo retiró. Kathryn Dance advirtió aquel gesto indeciso. Aunque no creía en la salvación divina, creía en cambio que los pobres mortales somos perfectamente capaces de salvarnos los unos a los otros si se dan las condiciones y las inclinaciones precisas, y que la prueba de que ese potencial existe se halla en los gestos más nimios, como el hecho de apoyar indecisamente una manaza sobre un hombro huesudo.

Gestos más sinceros que las palabras.

—¿Travis? —llamó.

El adolescente se volvió.

—Puede que nos veamos alguna vez… en Etheria.

Él se acercó el brazo al pecho con la palma hacia fuera, y Dance, que supuso que era un saludo entre los miembros de su hermandad, se resistió al impulso de corresponderle de la misma forma.