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Aunque no hubieran regado la comida con una generosa cantidad de chardonnay, Donald Hawken se sentía emocionado.

Pero no le importaba.

Se levantó del sofá donde estaba sentado con Lily y abrazó a James Chilton, que acababa de entrar en el cuarto de estar de su casa de veraneo en Hollister llevando varias botellas más de vino blanco.

El bloguero le devolvió el abrazo, sólo ligeramente avergonzado. Lily regañó a su marido:

—Donald…

—Perdón, perdón, perdón. —Hawken se echó a reír—. Pero no puedo evitarlo. La pesadilla se ha terminado. Dios mío, por lo que habéis pasado.

—Por lo que hemos pasado todos —repuso Chilton.

Todos los medios de comunicación se habían hecho eco de la historia: el Asesino de la Máscara no era el chico, sino un loco que intentaba vengarse por un post publicado por Chilton varios años atrás.

—¿De veras iba a dispararte mientras lo grababa?

Chilton levantó una ceja.

—Señor mío Jesucristo —dijo Lily, palideciendo… y sorprendiendo de paso a su marido, puesto que era una agnóstica declarada. Claro que ella también estaba un poco achispada.

—Me da pena ese chico —comentó Hawken—. Era una víctima inocente. Puede que la más patética de todas.

—¿Crees que todavía estará vivo? —preguntó Lily.

—Lo dudo —contestó Chilton con expresión amarga—. Schaeffer lo habrá matado. Para no dejar pistas. Me pone enfermo pensarlo.

Hawken se alegraba de haber rechazado la sugerencia, que, viniendo de aquella tal agente Dance, era casi una orden, de regresar a San Diego. Ni hablar. Se acordó de aquellos días espantosos, después de la muerte de Sarah, cuando James Chilton había corrido a su lado.

Para eso están los amigos.

Rompiendo el paño mortuorio que había descendido sobre ellos, Lily comentó:

—Tengo una idea. Vamos a planear un picnic para mañana. Podemos cocinar Pat y yo.

—Me encanta —repuso Chilton—. Conocemos un parque precioso, aquí cerca.

Pero Hawken seguía emocionado. Levantó su copa de Sonoma-Cutrer.

—Por los amigos.

—Por los amigos.

Bebieron. Lily, con su bonita cara coronada por rizos rubios, preguntó:

—¿A qué hora llegan Pat y los niños?

Chilton consultó su reloj.

—Salió hace quince minutos. Tiene que recoger a los niños en el campamento y luego llegar hasta aquí. No tardará mucho.

A Hawken le hacía gracia aquello: los Chilton vivían junto a una de las costas más bellas del mundo y, sin embargo, para pasar sus vacaciones, habían elegido una casa vieja y rústica a unos tres cuartos de hora tierra adentro, en medio de colinas decididamente pardas y polvorientas. Pero era un lugar tranquilo y apacible.

Y no había ningún turista. Un alivio, después de pasar el verano en Carmel, lleno hasta la bandera de veraneantes.

—Muy bien —anunció Hawken—, ya no puedo esperar más.

—¿Qué no puedes esperar? —preguntó su amigo con una sonrisa perpleja en la cara.

—Eso que te dije que iba a traer.

—Ah, ¿el cuadro? En serio, Don, no hace falta que lo hagas.

—No es que haga falta, es que quiero hacerlo.

Entró en el cuarto de invitados donde iban a dormir Lily y él y regresó con un pequeño lienzo, un cuadro impresionista de un cisne azul sobre fondo azul más oscuro. Sarah, su difunta esposa, lo había comprado en La Jolla o San Diego. Un día que Jim Chilton estaba en el sur de California, echándole una mano después de la muerte de Sarah, Hawken lo había sorprendido admirando el cuadro.

En ese momento había decidido que algún día se lo regalaría a su amigo en señal de gratitud por todo lo que había hecho durante aquellos terribles momentos.

Ahora, miraron los tres al ave que despegaba el vuelo del agua.

—Es precioso —dijo Chilton. Apoyó el cuadro en la repisa de la chimenea—. Gracias.

Hawken, que estaba aún más emocionado tras haber bebido media copa de vino más, levantó su copa para proponer otro brindis. En ese momento, chirrió la puerta de la cocina.

—Ah —dijo con una sonrisa—. ¿Es Pat?

Chilton arrugó el entrecejo.

—No puede haber llegado tan pronto.

—Pero he oído algo, ¿vosotros no?

El bloguero hizo un gesto afirmativo.

—Sí.

Entonces, mirando hacia la puerta, Lily dijo:

—Hay alguien ahí. Estoy segura. —Había fruncido el ceño—. Oigo pasos.

—Puede que… —comenzó a decir Chilton.

Pero un grito de Lily lo interrumpió. Hawken se giró y soltó su copa de vino, que se hizo añicos con estrépito.

En la puerta había un chico de unos dieciocho años, con el pelo desigual y la cara punteada de acné. Parecía drogado. Pestañeaba y miraba a su alrededor, desorientado. Sostenía en la mano una pistola. Mierda, pensó Hawken. No habían cerrado con llave la puerta de atrás al llegar. El chico había entrado para robarles.

Pandillas. Tenían que ser las pandillas.

—¿Qué quieres? —murmuró—. ¿Dinero? ¡Te daremos dinero!

El chico siguió entornando los párpados. Posó los ojos en Jim Chilton y los achicó.

Entonces Donald Hawken ahogó un grito.

—¡Es el chico del blog! ¡Travis Brigham!

Estaba más flaco y más pálido que en las fotos de la tele, pero no había duda. No estaba muerto. ¿De qué iba todo aquello? Una cosa, sin embargo, estaba clara: el chico había ido allí a matar a su amigo Jim Chilton.

Lily agarró el brazo de su marido.

—¡No! No le hagas daño, Travis —gritó Hawken, y sintió el impulso de ponerse delante de Chilton para protegerlo.

Sólo la fuerza con que lo agarraba su mujer le impidió hacerlo.

El chico dio un paso hacia el bloguero. Pestañeó y luego apartó la mirada, fijándola en Hawken y Lily. Preguntó con un hilo de voz:

—¿Son los que quiere que mate?

¿Qué quería decir?

Y James Chilton susurró:

—Eso es, Travis. Adelante, cumple lo acordado. Dispara.

Guiñando los ojos para protegerlos de la áspera luz que le escocía como sal en los ojos, Travis Brigham miró a la pareja: las personas a las que, media ahora antes, en el sótano, su secuestrador le había dicho que debía matar. Donald y Lily. El hombre le había explicado que llegarían pronto y que estarían arriba, en aquella casa, la misma en cuyo sótano había pasado los últimos tres o cuatro días.

Travis no lograba entender por qué su secuestrador quería que los matara. Pero eso poco importaba. Lo que importaba era que su familia siguiera viva.

Travis, ¿me has traído M&M’s?

Levantó la pistola, les apuntó.

Mientras la pareja balbuceaba palabras que apenas oía, intentó agarrar la pistola firmemente. Le costó un enorme esfuerzo. Había pasado días encadenado a una cama y estaba débil como un pajarillo. Hasta le había costado subir las escaleras. La pistola oscilaba en su mano.

—¡No, por favor, no! —gritó alguien, el hombre o la mujer, no supo cuál de los dos.

Estaba confuso, desorientado por el resplandor de la luz. Le picaban los ojos. Les apuntó, pero siguió preguntándose: ¿quiénes son Donald y Lily? En el sótano, el hombre había dicho:

—Considéralos personajes de Dimension Quest, ese juego al que juegas. Donald y Lily son solamente avatares, nada más.

Pero aquellas personas que sollozaban delante de él no eran avatares. Eran de carne y hueso.

Y parecían ser amigos de su secuestrador. O, por lo menos, eso creían ellos.

—¿Qué está pasando? Por favor, no nos hagas daño —dijo Lily—. ¡James, por favor!

Pero el hombre, James, por lo visto, siguió con aquellos ojos fríos clavados en Travis.

—Adelante. ¡Dispara!

—¡James, no! ¿Qué estás diciendo?

Travis agarró con fuerza la pistola y apuntó a Donald. Retiró el martillo.

Lily gritó.

Y entonces algo hizo clic en la mente de Travis.

¿James?

El chico del blog.

Cruces en el camino.

Travis pestañeó.

—¿James Chilton?

¿Era el bloguero?

—Travis —dijo con firmeza su secuestrador, colocándose tras él y sacándose otra pistola del bolsillo de atrás. La acercó a la cabeza del chico—. Adelante, hazlo. Te advertí que no dijeras nada, que no hicieras preguntas. ¡Limítate a disparar!

El muchacho le preguntó a Donald:

—¿Es James Chilton?

—Sí —murmuró Hawken.

¿De qué va todo esto?, se preguntó Travis.

Chilton le apretó la pistola contra el cráneo. Dolía.

—Hazlo. Hazlo o morirás. Y tu familia también.

El chico bajó el arma. Sacudió la cabeza.

—No tiene ningún amigo en mi casa. Me ha mentido. Está haciendo esto solo.

—Si no lo haces, te mataré y luego iré a casa de tus padres y los mataré. Juro que lo haré.

—¡Jim! —gritó Hawken—. ¿Esto es…? Por el amor de Dios, ¿qué pasa aquí?

Lily lloraba incontrolablemente.

Travis Brigham lo entendió por fin. Les disparara o no, era hombre muerto. A su familia no le pasaría nada: a Chilton no le interesaban. Pero él estaba ya muerto. Una risa desganada escapó de su garganta, y sintió el escozor de las lágrimas en los ojos, irritados ya por la luz del sol.

Pensó en Caitlin, en sus bellos ojos y su sonrisa.

Pensó en su madre.

Pensó en Sammy.

Y en todas las cosas horribles que la gente había dicho sobre él en el blog.

Sin embargo, no había hecho nada malo. Su vida consistía únicamente en intentar salir adelante lo mejor posible en el instituto, jugar a un juego que le hacía feliz, pasar algún tiempo con su hermano y cuidar de él, conocer a alguna chica a la que no le importara que fuera un friki con problemas de acné. Nunca en su vida había hecho daño a nadie a propósito, nunca había insultado a nadie, nunca había publicado una mala palabra sobre otra persona.

Y el mundo entero se había vuelto contra él.

¿A quién le importaba si moría?

A nadie.

Así pues, hizo lo único que podía hacer: se acercó la pistola a la barbilla.

¡¡¡Fijaos en ese pardillo. Su vida es una CAGADA épica!!!

Deslizó el dedo alrededor del gatillo de la pistola. Comenzó a apretar.

La detonación fue ensordecedora. Temblaron las ventanas, un humo acre llenó la habitación y un delicado gato de porcelana se cayó de la repisa de la chimenea y se rompió sobre el hogar, haciéndose pedazos.