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Travis Brigham se despertó, orinó en el cubo que había junto a la cama y se lavó las manos con agua embotellada. Ajustó la cadena que unía el grillete que ceñía su tobillo a una gruesa argolla de la pared.

Pensó otra vez en aquella absurda película, Saw, en la que dos hombres encadenados a la pared, igual que él, sólo podían escapar cortándose las piernas.

Bebió un poco de Vitamin Water, se comió un par de barritas de cereales y retomó su investigación mental, intentando reconstruir lo que le había pasado, por qué motivo había acabado allí.

¿Y quién era el culpable de aquel horror?

Se acordó de unos días antes, cuando aquellos policías o agentes, o lo que fueran, habían estado en su casa. Su padre, un gilipollas, y su madre, una llorona pusilánime. Él había cogido su uniforme y su bici y se había ido a su mierda de trabajo. Se había metido con la bici en los bosques de detrás de su casa y entonces se había derrumbado. Había soltado la bici y se había sentado junto a un roble enorme y había empezado a llorar a moco tendido.

¡No tenía remedio! Todo el mundo lo odiaba.

Después, limpiándose la nariz, se había sentado debajo del árbol, su lugar favorito, le recordaba a un lugar de Etheria, y había oído pasos tras él, a toda prisa.

Antes de que pudiera volverse, lo vio todo amarillo y se le contrajeron todos los músculos del cuerpo a la vez, del cuello a los dedos de los pies. Se quedó sin respiración y se desmayó. Más tarde se había despertado ahí, en el sótano, con un dolor de cabeza que no paraba. Sabía que alguien le había disparado con una Taser. Había visto en YouTube cómo funcionaban.

El Gran Miedo había resultado una falsa alarma. Palpándose cuidadosamente por debajo de los pantalones y por detrás, se había dado cuenta de que nadie le había hecho nada, al menos en ese sentido. Aunque aquello lo puso aún más nervioso. Una violación habría tenido algún sentido, pero aquello… ¿Que lo secuestraran y lo mantuvieran retenido allí, como en una historia de Stephen King? ¿Qué demonios estaba pasando?

Se sentó en la endeble cama plegable que se sacudía cada vez que cambiaba de postura. Recorrió con la vista, una vez más, su prisión, aquel sótano cochambroso. Apestaba a grasa y a moho. Observó la comida y la bebida que le habían dejado: patatas fritas, sobre todo, y paquetes de galletas saladas y de fiambres Oscar Mayer: jamón o pavo. Y para beber, Red Bull, Vitamin Water y Coca-cola.

Una pesadilla. Su vida entera en el último mes había sido una pesadilla insoportable.

Empezando por la fiesta de graduación en aquella casa en las colinas, cerca de la carretera 1. Sólo había ido porque unas chicas le habían dicho que Caitlin quería que fuera. ¡No, no puede ser! ¿En serio? Así pues, había hecho a pie todo el camino por la carretera, hasta más allá del parque natural de Garrapata Beach.

Luego, al entrar, para su horror, sólo había visto a la gente guay. Ni un solo jugón, ni un solo pasota. Sólo los fans de Miley Cyrus.

Y lo que era peor aún, Caitlin lo había mirado como si ni siquiera lo reconociera. Las chicas que le habían dicho que viniera se reían por lo bajo, junto con sus novios los futbolistas. Y los demás lo miraban preguntándose qué rayos hacía allí un friki como Travis Brigham.

Había sido todo una encerrona, sólo para reírse de él.

Un puto infierno.

Pero no podía dar media vuelta y huir. Ni pensarlo. Se había quedado por allí, mirando el millón de discos que tenía la familia, cambiando de canal y comiendo unas cosas riquísimas. Por fin, triste y avergonzado, había decidido que era hora de marcharse, y se había preguntado si conseguiría que alguien lo llevara en coche a aquella hora. Era casi medianoche. Había visto a Caitlin ciega de tequila y jodida porque Mike D’Angelo se había ido con Bri. Estaba buscando a tientas las llaves de su coche y rezongando que iba a seguirles y que… En fin, no sabía qué.

Él había pensado: pórtate como un héroe. Coge las llaves, llévala a casa sana y salva. No le importará que no seas un cachas. No le importará que tengas toda la cara roja y llena de granos.

Sabrá cómo eres por dentro. Te querrá.

Pero Caitlin se había subido de un salto al asiento del conductor, y sus amigas habían montado atrás. Todas dándole ánimos. Él no se había dado por vencido. Se había montado en el coche a su lado y había intentado convencerla de que no condujera.

El héroe…

Pero ella había arrancado y había salido disparada por el camino de la casa y la carretera 1, ignorando sus súplicas de que lo dejara conducir a él.

—¡Venga, Caitlin, por favor, para!

Pero ella ni siquiera lo había oído.

—¡Vamos, Caitlin! ¡Por favor!

Y entonces…

El coche había salido volando de la carretera. El ruido del metal sobre la piedra, los gritos… Travis nunca había oído sonidos tan ensordecedores.

Y aun así había tenido que hacerse el puñetero héroe.

—Caitlin, escúchame. ¿Me oyes? Diles que conducía yo. Yo no he bebido nada. Les diré que he perdido el control. No pasará nada. Pero si piensan que conducías tú, irás a la cárcel.

—¿Y Trish y Van? ¿Por qué no dicen nada?

—¿Me oyes, Cait? Siéntate en el lado del copiloto. ¡Vamos! La policía llegará enseguida. ¡Conducía yo! ¿Me oyes?

—Ay, mierda, mierda, mierda.

—¡Caitlin!

—Sí, sí. Conducías tú… Ay, Travis. ¡Gracias!

Cuando ella lo rodeó con los brazos, sintió algo que no había experimentado nunca antes.

¡Me quiere! ¡Vamos a estar juntos!

Pero aquello no había durado.

Después habían hablado un poco, habían ido a tomar un café a Starbucks, a comer a Subway. Pero enseguida los momentos que pasaban juntos se volvieron penosos. Caitlin se quedaba callada y evitaba mirarlo.

Al poco tiempo, dejó de devolverle las llamadas.

Se volvió aún más distante que antes de su buena acción.

Y luego mira lo que había pasado. Todo el mundo en la península, no, en el mundo entero, empezó a odiarlo.

Siento decírtelo, pero [el conductor] es un friki total y un tarado…

Pero ni aun así había perdido la esperanza. El lunes, la noche en que atacaron a Tammy Foster, había estado pensando en Caitlin y, como no podía dormir, se había ido a su casa para ver si estaba bien, aunque fantaseaba sobre todo con la idea de encontrársela en el jardín o en el porche delantero. Lo vería y diría: «Ay, Travis, siento haber estado tan distante. Es sólo que estoy intentando superar lo de Trish y Van. ¡Pero te quiero!»

La vivienda, sin embargo, estaba a oscuras. Había regresado a casa en bici a las dos de la madrugada.

Al día siguiente se había presentado la policía para preguntarle dónde había estado esa noche. Había mentido instintivamente, diciendo que había estado en el Game Shed. Y, claro, enseguida habían descubierto que no era cierto. Y ahora creían que era él quien había atacado a Tammy.

Todo el mundo me odia…

Recordó el instante en que se había despertado allí, después de la descarga de la Taser. El hombretón de pie a su lado. ¿Quién era? ¿El padre de una de las chicas muertas en el accidente?

Travis se lo había preguntado, pero él se había limitado a señalar el cubo que tendría que usar como váter, la comida y el agua. Y le había advertido:

—Mis socios y yo estaremos vigilándote, Travis. Quédate callado. Si no…

Le enseñó un soldador.

—¿De acuerdo?

—¿Quién es usted? —había balbuceado el chico, llorando—. ¿Qué he hecho?

El hombre enchufó el soldador en el enchufe de la pared.

—¡No! Lo siento. ¡Me estaré callado! ¡Se lo prometo!

El secuestrador desenchufó el soldador. Y luego subió las escaleras. La puerta del sótano se había cerrado. Más pasos, y luego el ruido de la puerta de la calle al cerrarse de golpe. El ruido de un coche al arrancar. Y Travis se había quedado solo.

Recordaba borrosamente los días siguientes, llenos de sueños o de alucinaciones cada vez más frecuentes. Para ahuyentar el aburrimiento, y la locura, jugaba de cabeza a Dimension Quest.

Ahora ahogó un gemido al oír que en el piso de arriba se abría una puerta. Ruido de pasos.

Su secuestrador había vuelto.

Se abrazó y procuró no llorar. Cállate. Ya conoces las normas. Piensa en la Taser. Piensa en el soldador.

Se quedó mirando el techo, su techo, el suelo del secuestrador, mientras el hombre deambulaba por la casa. Cinco minutos después, los pasos se movieron siguiendo una pauta determinada. Travis se puso tenso: sabía lo que significaba aquel sonido. Iba a bajar allí. Unos segundos después, se oyó el chasquido de la cerradura de la puerta del sótano y pasos bajando por la escalera chirriante.

Travis se acurrucó en la cama al ver acercarse a su secuestrador. Solía traer consigo un cubo vacío y se llevaba el lleno arriba. Hoy, sin embargo, sólo llevaba una bolsa de papel.

Aquello aterrorizó al chico. ¿Qué había dentro?

¿El soldador?

¿Algo peor?

Cerniéndose sobre él, el hombre lo observó con atención.

—¿Cómo te encuentras?

¿Tú qué crees, gilipollas? Estoy hecho mierda.

Pero contestó:

—Bien.

—¿Estás débil?

—Supongo que sí.

—Pero has comido.

Un gesto afirmativo. No le preguntes por qué hace esto. Aunque quieras, no se lo preguntes. Es como la picadura de mosquito más grande del mundo. Tienes ganas de rascártela, pero no puedes. Tiene el soldador.

—¿Puedes andar?

—Creo que sí.

—Bien. Porque voy a darte la oportunidad de irte.

—¿De irme? ¡Sí, por favor! Quiero irme a casa.

Se le saltaron las lágrimas.

—Pero te tienes que ganar tu libertad.

—¿Ganármela? Haré lo que sea. ¿Qué?

—No contestes tan deprisa —dijo el hombre en tono siniestro—. Quizás elijas no hacerlo.

—No, yo…

—Calla. Puedes elegir no hacer lo que voy a pedirte. Pero si no lo haces, te quedarás aquí hasta que te mueras de hambre. Y habrá también otras consecuencias. Tus padres y tu hermano morirán también. Ahora mismo hay alguien fuera de tu casa.

—¿Mi hermano está bien? —susurró Travis, frenético.

—Está bien, por ahora.

—¡No les haga daño! ¡No puedes hacerles daño!

—Puedo y se lo haré. Se lo haré, créeme, Travis.

—¿Qué quiere que haga?

El hombre lo miró con atención.

—Quiero que mates a una persona.

¿Era una broma?

Pero el secuestrador no sonreía.

—¿Qué quiere decir? —murmuró Travis.

—Que mates a alguien, igual que en ese juego al que juegas, Dimension Quest.

—¿Por qué?

—Eso a ti no te importa. Lo único que necesitas saber es que, si no haces lo que voy a pedirte, te morirás aquí de hambre y mi socio matará a tu familia. Es así de sencillo. Bien, esta es tu oportunidad. ¿Sí o no?

—Pero yo no sé cómo matar a nadie.

El hombre metió la mano en la bolsa de papel y sacó una pistola envuelta en una bolsa de plástico. La dejó sobre la cama.

—¡Espere! ¡Es la pistola de mi padre! ¿De dónde la ha sacado!

—De su camioneta.

—Ha dicho que mi familia estaba bien.

—Y lo está, Travis. No les he hecho ningún daño. La robé hace un par de días, cuando estabais durmiendo. ¿Sabes disparar?

El chico asintió con la cabeza. Lo cierto era que nunca había disparado un arma de verdad, pero había jugado a juegos de disparar y veía la tele. Cualquiera que viera The Wire o Los Soprano sabía lo bastante de pistolas como para disparar una.

—Pero si hago lo que quiere —masculló—, me matará, y luego matará a mi familia.

—No, no lo haré. Para mí es mejor que estés vivo. Tú matas a quien yo te diga, sueltas la pistola y echas a correr. Ve adonde quieras. Luego yo llamo a mi amigo y le digo que deje en paz a tu familia.

Había un montón de cosas absurdas en todo aquello, pero Travis tenía la mente embotada. Temía decir que sí, y también decir que no.

Pensó en su hermano. Luego en su madre. Incluso le vino a la cabeza la imagen de su padre sonriendo. Sonriendo cuando miraba a Sammy, nunca a él. Pero aun así era una sonrisa, y a su hermano parecía hacerle feliz. Eso era lo importante.

Travis, ¿me has traído M&M’s?

Sammy…

Parpadeó para limpiarse los ojos de lágrimas y musitó:

—Está bien. Lo haré.