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—Ay, qué pena —comentó la mujer.

Su marido, sentado tras el volante de su Ford todoterreno, cuyo depósito acababa de llenar por setenta dólares, la miró. Estaba de mal humor. Por el precio del combustible y porque acababa de vislumbrar, como una visión tentadora, el campo de golf de Pebble Beach, en el que no podía permitirse jugar ni aunque su esposa le dejara hacerlo.

No quería oír cosas tristes, eso lo tenía claro.

Pero como llevaban veinte años casados, le preguntó quizá con más aspereza de la que pretendía:

—¿El qué?

Ella no advirtió su tono, o no le prestó atención.

—Eso.

Miró hacia delante, pero su mujer se limitaba a mirar fijamente por el parabrisas aquel tramo de carretera desierta que serpeaba entre bosques. No señalaba nada en particular. Se irritó aún más.

—¿Qué habrá pasado?

Él estaba a punto de espetarle: «¿Con qué?», cuando vio a qué se refería.

Y enseguida se sintió culpable.

Clavada en la arena, allí delante, a unos treinta metros de distancia, había uno de esos pequeños monumentos funerarios que recuerdan el lugar de un accidente. Era una cruz, bastante chapucera, colocada encima de unas flores. Rosas rojas muy oscuras.

—Sí, es triste —dijo, pensando en sus hijos, dos adolescentes por los que todavía sufría pánico cada vez que se sentaban detrás del volante. Consciente de lo que sentiría si les ocurriera algo en un accidente, lamentó haberse puesto tan áspero.

Meneó la cabeza y miró el semblante preocupado de su esposa. Pasaron junto a la tosca cruz. Ella musitó:

—Dios mío, acaba de ocurrir.

—¿Sí?

—Sí. Tiene la fecha de hoy.

Su marido se estremeció y siguieron circulando hacia una playa cercana que les habían recomendado por sus sendas para pasear a pie.

—Qué cosa tan rara —comentó pensativa.

—¿El qué, cariño?

—Aquí el límite de velocidad es de cincuenta kilómetros por hora. Cuesta creer que alguien se pegue un trompazo tan fuerte a esa velocidad como para morir.

Su mujer se encogió de hombros.

—Habrán sido jóvenes, seguramente. Debían ir bebidos.

La cruz lo ponía todo en perspectiva, eso seguro. Vamos, tío, podrías estar sentado en Portland, mascando números y preguntándote con qué disparate te saldrá Leo en la próxima reunión de motivación. Y aquí estás, en la parte más bonita del estado de California, con cinco días de vacaciones por delante.

Además, no podrías jugar en Pebble Beach ni en un millón de años. Así que deja de quejarte, se dijo.

Puso la mano en la rodilla de su mujer y siguió conduciendo hacia la playa, sin molestarse siquiera porque la niebla hubiera vuelto de pronto la mañana gris.

*****

Mientras conducía por la carretera 68 Holman, Kathryn Dance llamó a sus hijos, a los que Stuart, su padre, iba a llevar a sus respectivos campamentos urbanos. Como a primera hora había tenido la reunión en el hotel, lo había organizado todo para que Wes y Maggie, de doce y diez años respectivamente, pasaran la noche con sus abuelos.

—¡Hola, mamá! —exclamó Maggie—. ¿Podemos ir a cenar al Rosie esta noche?

—Ya veremos. Tengo un caso urgente.

—Anoche hicimos la pasta para los espaguetis de la cena, la abuela y yo. Usamos harina, huevos y agua. El abuelo dijo que aquello sí que era pasta de pura cepa. ¿Qué significa «de pura cepa»?

—Que está hecha desde cero, con todos sus ingredientes. Que no la comprasteis envasada.

—A ver, eso ya lo sé. Lo que quiero saber es qué significa «de pura cepa».

—No digas todo el rato «a ver». Y no lo sé. Lo buscaremos.

—Vale.

—Luego nos vemos, cielo. Te quiero. Pásame a tu hermano.

—Hola, mamá.

Wes se lanzó a un monólogo acerca del partido de tenis que tenía previsto para ese día.

Su hijo, sospechaba Dance, acababa de iniciar el lento descenso hacia la adolescencia. A veces era su niño pequeño, y a veces un jovenzuelo distante. Su padre había muerto hacía dos años, y el chico estaba empezando a liberarse del peso de aquella pena que lo aplastaba. Maggie, aunque más pequeña, era más fuerte.

—¿Michael todavía piensa salir en el barco este fin de semana?

—Seguro que sí.

—¡Qué guay!

O’Neil lo había invitado a ir a pescar ese sábado junto con Tyler, su hijo pequeño. Su mujer, Anne, rara vez salía en el barco y, aunque Dance les acompañaba de vez en cuando, tenía tendencia a marearse y no era una marinera muy entusiasta.

Habló luego un momento con su padre para darle las gracias por cuidar de los niños y le mencionó que el nuevo caso en el que estaba trabajando iba a exigirle mucho tiempo. Stuart Dance era el abuelo perfecto: biólogo marino semijubilado, tenía un horario muy flexible y disfrutaba sinceramente estando con sus nietos. Además, no le importaba hacer de chófer. Ese día tenía una reunión en el acuario de la bahía de Monterrey, pero le aseguró a su hija que dejaría a los niños con la abuela después del campamento. Dance iría a recogerlos más tarde.

Todos los días daba gracias al destino o a los dioses por tener cerca una familia tan cariñosa. Se le encogía el corazón pensando en las madres solteras que apenas tenían en quien apoyarse.

Redujo la marcha, giró en el semáforo y, al entrar en el aparcamiento del Hospital de la Bahía de Monterrey, observó al gentío que se había congregado detrás de una fila de vallas azules.

Los manifestantes eran más que ayer.

Y ayer habían sido más que el día anterior.

El hospital era un centro de renombre, uno de los mejores de la región, y también uno de los más idílicos por estar situado en un enorme pinar. Dance lo conocía bien. Allí había tenido a sus hijos y había acompañado a su padre mientras se recuperaba de una operación grave. Allí, en el depósito del hospital, había identificado el cuerpo de su marido.

Y allí, hacía pocos días, había sufrido una agresión, un incidente relacionado con la protesta que estaba viendo en esos momentos.

Mientras trabajaba en el caso de Daniel Pell, había mandado a Juan Millar, un joven ayudante del condado de Monterrey, a vigilar al preso en los juzgados de Salinas. El recluso había escapado y, en el momento de su fuga, había atacado a Millar, que había sufrido quemaduras gravísimas y había sido trasladado a la unidad de cuidados intensivos del hospital. Habían sido momentos durísimos para todos: para su familia, aturdida y destrozada, para Michael O’Neil, y para sus compañeros de la oficina del Sheriff. Y también para ella.

Una de las veces que había ido a ver a Juan, su hermano Julio la había agredido en un ataque de ira, furioso porque intentara tomar declaración a su hermano semiconsciente. La agresión la había sobresaltado, más que herirla, y había preferido no denunciar la conducta histérica del joven.

Juan había fallecido a los pocos días de ingresar en el hospital. Su muerte había parecido al principio resultado de sus gravísimas quemaduras. Luego, sin embargo, se había descubierto que alguien le había quitado la vida: un homicidio por compasión.

A Dance le entristecía su muerte, pero las lesiones eran tan graves que en su futuro no podía haber otra cosa que dolor e intervenciones quirúrgicas. Su estado también había angustiado a la madre de la agente, Edie, enfermera en el hospital. Dance se recordaba a sí misma en la cocina, y a su madre a su lado, con la mirada perdida. Algo la tenía profundamente preocupada, y no había tardado en decirle a su hija lo que era: mientras estaba atendiendo a Juan, el joven había vuelto en sí y la había mirado con ojos implorantes.

—Máteme —le había suplicado.

Era de suponer que había hecho esa misma súplica a todos los que habían ido a verlo o atenderlo.

Poco después, alguien había cumplido su deseo.

Se desconocía la identidad de la persona que había puesto en el gotero la mezcla de fármacos que había acabado con su vida. Su muerte se había convertido oficialmente en un caso criminal dirigido por la Oficina del Sheriff del Condado de Monterrey. Pero no se estaba poniendo mucho empeño en la investigación. Los médicos afirmaban que, casi con toda probabilidad, Juan no habría sobrevivido más allá de un mes o dos. Su muerte había sido claramente un acto humanitario, aunque también fuera un delito.

Las organizaciones provida, sin embargo, habían hecho bandera de su causa. Los manifestantes a los que observaba Dance en el aparcamiento sostenían pancartas adornadas con cruces, estampas de Cristo y fotografías de Terry Schiavo, la mujer de Florida en estado vegetativo en cuyo pleito por su derecho a morir había intervenido el propio Congreso de Estados Unidos.

Los carteles que ondeaban ante el hospital condenaban los horrores de la eutanasia y de paso, aprovechando que estaban todos allí, ansiosos por manifestarse, también los del aborto. Eran en su mayoría miembros de Life First, una organización con sede en Phoenix. Habían llegado a los pocos días de la muerte del joven policía.

Dance se preguntó si alguno de ellos advertía la ironía que entrañaba protestar contra la muerte a las puertas de un hospital. Seguramente no. No parecían tener mucho sentido del humor.

Saludó al jefe de seguridad, un afroamericano alto parado delante de la entrada principal.

—Buenos días, Henry. Parece que siguen llegando.

—Buenos días, agente Dance.

A Henry Bascomb, que había sido policía, le gustaba utilizar los rangos del departamento. Sonrió, burlón, y señaló con la cabeza hacia los manifestantes.

—Son como conejos.

—¿Quién es el cabecilla?

En el centro del gentío había un hombre flaco y calvo, con un manojo de pelos largos bajo la barbilla puntiaguda. Llevaba atuendo clerical.

—El jefe es ese, el sacerdote —le dijo Bascomb—. El reverendo R. Samuel Fisk. Es bastante famoso. Ha venido desde Arizona, nada menos.

—R. Samuel Fisk, un nombre muy sacerdotal —comentó Dance.

Junto al reverendo había un individuo corpulento, de cabello rojo y rizado y traje oscuro abotonado. Un guardaespaldas, dedujo Dance.

—¡La vida es sagrada! —gritó alguien, dirigiendo el comentario hacia uno de los furgones de prensa que había allí cerca.

—¡Sagrada! —coreó la multitud.

—¡Asesinos! —gritó Fisk, cuya voz sonó extrañamente retumbante para semejante esperpento.

Aunque los gritos no iban dirigidos contra ella, Dance sintió un escalofrío y volvió a recordar el incidente en la UCI, cuando Julio Millar se había abalanzado sobre ella por la espalda, furioso, y Michael O’Neil y otro compañero habían tenido que intervenir.

—¡Asesinos!

Los manifestantes siguieron coreando la consigna.

—¡A-se-sinos! ¡A-se-sinos!

Al final del día estarían afónicos, se dijo Dance.

—Buena suerte —le dijo al jefe de seguridad, que puso los ojos en blanco, poco convencido.

Dance miró a su alrededor al entrar en el hospital, esperando a medias ver a su madre. Pidió indicaciones en recepción y enfiló a toda prisa el pasillo que llevaba a la habitación de la testigo del caso de la cruz de carretera.

Cuando llegó a la puerta abierta, la adolescente rubia que ocupaba la complicada cama de hospital levantó la vista.

—Hola, Tammy. Soy Kathryn Dance —dijo con una sonrisa—. ¿Te importa que pase?