La espesa niebla flameaba enérgicamente allá arriba cuando Dance abandonó la carretera principal y comenzó a zigzaguear por la sinuosa Harrison Road. Aquella zona desierta, compuesta en su mayoría por cerros boscosos, estaba al sur de Carmel, de camino a Point Lobos y, más allá, a Big Sur.
Se daba la circunstancia de que estaba cerca del antiguo territorio de los indios ohlones en el que Arnold Brubaker esperaba construir su planta desalinizadora.
Oliendo a pino y a eucalipto, siguió lentamente la luz de sus faros, los llevaba bajos, debido a la niebla, por la carretera. De vez en cuando, una entrada para coches conducía a una oscuridad rota por puntos de luz. Se cruzó con varios coches que conducían también lentamente, en dirección contraria, y se preguntó si habría sido un conductor quien había dado el aviso anónimo que la había llevado hasta allí, o uno de los vecinos de la zona.
Algo…
Cabía, ciertamente, esa posibilidad, pero Harrison Road también era un atajo para llevar de la carretera 1 a Carmel Valley Road. La llamada podía haberla hecho cualquiera.
Poco después llegó a Pine Grove y aparcó.
La obra de la que había hablado el informante anónimo era un complejo hotelero dejado a medias y que ya nunca se completaría, puesto que el edificio principal había ardido en circunstancias sospechosas. Al principio se había sospechado que se trataba de un fraude de seguros, pero los responsables habían resultado ser ecologistas que no querían que la construcción del hotel destrozara el paisaje. Irónicamente, los ecoterroristas habían calculado mal, y el fuego se había extendido, destruyendo decenas de hectáreas de bosque virgen.
El monte se había regenerado en gran parte, pero por diversas razones el proyecto del hotel nunca había vuelto a retomarse, y el complejo se había quedado como estaba: varias hectáreas de edificios derruidos y profundos cimientos excavados en la tierra margosa. La zona estaba rodeada por una valla de alambre inclinada de la que colgaban señales de «Peligro» y «Prohibido el paso», pero un par de veces al año, más o menos, había que rescatar a algún adolescente que se caía a una zanja o quedaba atrapado entre las ruinas después de fumarse un porro o beber o, en un caso en concreto, después de practicar el sexo en el lugar menos cómodo y poco romántico que cupiera imaginar.
Era, además, un lugar espeluznante a más no poder.
Dance cogió su linterna de la guantera y salió de su Crown Victoria.
Al sentir cómo la asaltaba la brisa húmeda, se estremeció con un sobresalto de temor.
Relájate.
Soltó una risa amarga, encendió la linterna y echó a andar, pasando el rayo de luz por el suelo repleto de matorrales enmarañados.
Un coche pasó por la carretera, pegando sus neumáticos al asfalto mojado. Dobló suavemente un recodo y el sonido cesó al instante, como si el vehículo hubiera entrado en otra dimensión.
Al mirar a su alrededor, supuso que ese «algo» que había visto el informante anónimo era la última cruz en el camino, la que anunciaba presuntamente la muerte de James Chilton.
No se veía ninguna allí cerca, sin embargo.
¿A qué otra cosa podía referirse la persona que había llamado?
Aquel sería el lugar perfecto para retener a Travis.
Se detuvo y aguzó el oído, atenta a cualquier llamada de auxilio.
No oyó nada, salvo la brisa entre los robles y los pinos.
Robles… Dance se imaginó una de las cruces improvisadas. Recordó también la de su jardín trasero.
¿Debía llamar y ordenar un registro? No, todavía no. Sigue buscando.
Deseó tener allí al informante anónimo. Hasta los testigos más reacios podían proporcionarle toda la información que necesitaba. Tammy Foster, sin ir más lejos, cuya falta de cooperación no había entorpecido en absoluto la investigación.
El ordenador de Tammy. Tiene la respuesta. Bueno, puede que la respuesta no. Pero sí una respuesta…
Pero no tenía allí a la persona que había llamado. Tenía su linterna y un solar en obras abandonado y espeluznante.
Estaba buscando «algo».
Se coló por una de las puertas que había en la alambrada, cuyo metal habían ido combando los intrusos, año tras año, y avanzó lentamente por el solar. El edificio principal se había derrumbado por completo, consumido por las llamas, y los demás, los de servicio, los garajes y los complejos de habitaciones, estaban condenados con tablones. Había media docena de zanjas abiertas para echar cimientos. Estaban marcadas con señales naranjas de peligro, pero la niebla era espesa y reflejaba gran parte de la luz de la linterna, deslumbrando a Dance, que se movía con cautela por miedo a caerse en una.
Avanzó por el solar, paso a paso, deteniéndose para buscar huellas.
¿Qué demonios había visto la persona que había llamado?
Entonces oyó un ruido lejos, pero no tan lejos. Un fuerte chasquido. Otro.
Se quedó inmóvil.
Un ciervo, supuso. Había muchos en aquella zona. Pero también vivían allí otros animales. El año anterior, un puma había matado a una turista que había salido a correr, no muy lejos de allí. El animal había hecho pedazos a la pobre mujer y luego se había esfumado. Dance se desabrochó la chaqueta y tocó la culata de su Glock para infundirse ánimos.
Otro chasquido y luego un crujido.
Como el de la bisagra de una puerta vieja al abrirse.
Se estremeció de miedo y se dijo que, aunque el Asesino de las Cruces de Carretera ya no fuera una amenaza, muy bien podía haber allí pandilleros, o un laboratorio clandestino de metanfetamina.
Pero no se le pasó por la cabeza dar media vuelta. Travis podía estar allí. Tenía que seguir.
Cuando se había adentrado unos diez metros en el complejo, empezó a buscar sitios donde pudiera esconderse a la víctima de un secuestro, edificios con candados, huellas de pisadas.
Le pareció oír otro ruido, casi un gemido. Estuvo a punto de llamar a Travis, pero el instinto le advirtió que no lo hiciera.
Luego se detuvo bruscamente.
Una figura humana había aparecido silueteada en la niebla, a no más de tres metros de distancia. Agazapada, pensó.
Ahogó un gemido, apagó la linterna y sacó su arma.
Otra mirada. Aquello, fuera lo que fuese, había desaparecido.
Pero no era producto de su imaginación. Estaba segura de haber visto a alguien, a un hombre, le había parecido por su actitud corporal.
De pronto oyó claramente un ruido de pasos. Ramas que se quebraban, hojas que murmuraban. Se estaba acercando a ella por la derecha. Se movía y luego se detenía.
Dance tocó el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo. Pero si llamaba, su voz delataría su posición. Y daba por sentado que quien estuviera allí, a oscuras y en una noche húmeda y neblinosa como aquella, no podía tener buenas intenciones.
Vuelve atrás, se dijo. Regresa al coche. Ahora mismo. Pensó en el rifle que llevaba en el maletero, un arma que había disparado una sola vez, durante un entrenamiento.
Dio media vuelta y avanzó con rapidez. Sus pasos, uno por uno, resonaron estruendosamente entre las hojas. Gritaban:
«Aquí estoy, aquí estoy».
Se detuvo. El desconocido, no. Sus pasos telegrafiaron su tránsito por la hojarasca y la maleza a medida que avanzaba, en algún punto a la derecha de ella, entre la niebla opaca.
Luego se detuvieron.
¿Se había parado él también? ¿O había llegado a una zona sin hojas caídas y se estaba preparando para atacar?
Vuelve al coche, ponte a cubierto, coge la recortada y pide refuerzos.
Quedaban quince o veinte metros hasta la alambrada. A la luz tenue de la luna, difuminada por la niebla, escudriñó el terreno. Algunas partes parecían menos cubiertas de hojas que otras, pero no había modo de avanzar con sigilo. Se dijo que no podía esperar más.
Su acosador, sin embargo, guardaba silencio.
¿Se estaba escondiendo?
¿Se había marchado?
¿O acaso se estaba acercando, cobijado por el espeso follaje?
Al borde del pánico, Dance se giró, pero no vio nada, excepto edificios espectrales, árboles y varios depósitos grandes medio enterrados y herrumbrosos.
Se agachó e hizo una mueca: le dolían las articulaciones de la persecución y la caída de unos días atrás, en casa de Travis. Avanzó luego hacia la alambrada tan rápidamente como pudo, resistiéndose al impulso casi arrollador de echar a correr por el terreno sembrado de trampas del solar en construcción.
Ocho metros para la alambrada.
Un chasquido, allí cerca.
Se paró en seco, cayó de rodillas y levantó el arma, buscando un blanco. Estuvo a punto de encender la linterna que sostenía aún en la mano izquierda, pero el instinto la avisó nuevamente de que no debía hacerlo. En la niebla, el haz de luz la dejaría medio ciega y en cambio ofrecería al desconocido un blanco perfecto.
No muy lejos de allí, un mapache salió de un escondite y se escabulló, muy tieso, evidenciando con su actitud kinésica que le había molestado la intrusión.
Dance se incorporó, se volvió hacia la valla y avanzó deprisa sobre la hojarasca, mirando a menudo a su espalda. No vio a nadie siguiéndola. Por fin cruzó la puerta de la alambrada y echó a correr hacia su coche, el teléfono móvil en la mano izquierda, abierto, mientras pasaba a toda prisa los números marcados recientemente.
Fue entonces cuando, muy cerca de ella, a su espalda, resonó una voz en la oscuridad.
—No se mueva —dijo el hombre—. Voy armado.
Dance se quedó paralizada, con el corazón desbocado. El desconocido la había rodeado por completo, había salido por otra puerta o había saltado la alambrada sin hacer ruido.
Dudó: si de veras iba armado y hubiera querido matarla, ya estaría muerta. Y, con la niebla y la penumbra, tal vez no había visto que ella también iba armada.
—Quiero que se tumbe en el suelo. Inmediatamente.
Dance comenzó a volverse.
—¡No! ¡Al suelo!
Pero siguió girándose hasta que estuvo de frente al desconocido y a su brazo estirado.
Mierda. Era cierto que iba armado, y la apuntaba directamente.
Pero entonces miró su cara y parpadeó. Llevaba el uniforme de la Oficina del Sheriff del Condado de Monterrey. Dance lo reconoció. Era el joven ayudante de ojos azules que le había echado una mano en un par de ocasiones. David Reinhold.
—¿Kathryn?
—¿Qué está haciendo aquí?
Reinhold sacudió la cabeza, esbozando una sonrisa. No contestó, se limitó a mirar en derredor. Bajó el arma, pero no volvió a enfundársela.
—¿Era usted? ¿Ahí dentro? —preguntó por fin, echando una ojeada a la obra.
Ella hizo un gesto afirmativo.
Reinhold siguió mirando a su alrededor, tenso. Su actitud dejaba claro que seguía preparado para el combate.
Entonces una vocecilla dijo junto a su costado:
—Jefa, ¿eres tú? ¿Me estás llamando?
Reinhold pestañeó al oír aquel sonido.
Dance levantó su móvil y dijo:
—TJ, ¿estás ahí?
Había pulsado el botón de llamada al oír que el desconocido se acercaba a ella por detrás.
—Sí, jefa, ¿qué pasa?
—Estoy en esa obra abandonada, cerca de Harrison, con el ayudante Reinhold, de la oficina del Sheriff.
—¿Habéis encontrado algo? —preguntó el joven agente.
Ahora que el susto inicial había pasado, Dance dejó que sus piernas se aflojaran, pero el corazón le latía aún a toda prisa.
—Todavía no. Luego te llamo.
—Entendido, jefa.
Desconectaron.
Reinhold se enfundó por fin el arma. Respiró hondo despacio y exhaló, inflando las tersas mejillas.
—Me ha dado un susto de muerte.
—¿Qué está haciendo aquí? —le preguntó Dance.
Reinhold le explicó que una hora antes habían recibido una llamada acerca de «algo» relacionado con el caso, cerca de la intersección de Pine Grove con Harrison.
La llamada que la había impulsado a ella a ir allí.
Como él había trabajado en el caso, siguió explicándole el ayudante, se había ofrecido para ir a echar una vistazo. Estaba inspeccionando el solar cuando había visto el rayo de luz de una linterna y se había acercado a investigar. No la había reconocido en medio de la niebla, y había pensado que podía ser un camello o un fabricante de metanfetamina.
—¿Ha encontrado algo que sugiera que Travis está aquí?
—¿Travis? —preguntó Reinhold despacio—. No. ¿Por qué, Kathryn?
—Es sólo que este me parece un sitio estupendo para esconder a un secuestrado.
—Pues he mirado con mucho cuidado —le dijo el joven ayudante del Sheriff—, y no he visto nada.
—Aun así —repuso ella—, quiero asegurarme.
Y llamó a TJ para que organizara una partida de búsqueda.
Al final, consiguieron averiguar qué era lo que había visto el informante anónimo, pero no fue Dance, ni Reinhold, quien hizo el descubrimiento, sino Rey Carraneo, que había llegado junto con media docena de agentes de la Patrulla de Caminos, la Oficina del Sheriff de Monterrey y el CBI.
Ese «algo» era, en efecto, una cruz de carretera. La habían colocado en Pine Grove, no en Harrison Road, a unos treinta metros del cruce.
Pero aquella estela fúnebre no tenía nada que ver con Greg Schaeffer, ni con Travis Brigham o las entradas del blog.
Dance suspiró, enfadada.
La cruz era más sofisticada que las anteriores: estaba hecha con esmero, y las flores de debajo eran margaritas y tulipanes, no rosas.
Otra diferencia era que aquella tenía un nombre puesto. Dos, en realidad.
JUAN MILLAR, D. E. P.
ASESINADO POR EDITH DANCE
La había dejado alguien de Life First: la persona que había llamado anónimamente, por supuesto.
Furiosa, Dance la arrancó del suelo y la arrojó al solar abandonado.
Sin nada que buscar, sin pruebas que examinar ni testigos a los que interrogar, regresó cansinamente a su coche y volvió a casa preguntándose hasta qué punto serían agitados sus sueños esa noche.
Si es que conseguía pegar ojo.