38

Jonathan Boling avanzó por el vestíbulo del CBI con aire satisfecho. Dance le entregó un pase temporal.

—Gracias por venir.

—Empezaba a echar de menos esto. Creía que me habían despedido.

Ella sonrió. Cuando lo había llamado a Santa Cruz, se había preguntado si lo pillaría preparándose para una cita. En realidad, su llamada había interrumpido una sesión de evaluación de ejercicios para uno de los cursos de verano que impartía, y se había mostrado encantado de abandonar su tarea para regresar a Monterrey.

Al llegar a su despacho le entregó su nuevo encargo: al ordenador portátil de Greg Schaeffer.

—Estoy ansiosa por encontrar a Travis, o su cadáver. ¿Puedes echarle un vistazo, buscar cualquier referencia a sitios de por aquí, itinerarios para ir en coche, mapas, cosas así?

—Claro. —Señaló el Toshiba—. ¿Hay contraseña?

—Esta vez, no.

—Estupendo.

Abrió la tapa y comenzó a teclear.

—Voy a buscar todo lo que haya con fecha de creación o modificación de archivos de las últimas dos semanas. ¿Te parece bien?

—Estupendo.

Intentó no sonreír otra vez al verlo inclinarse con entusiasmo sobre el ordenador. Sus dedos volaban sobre las teclas como los de un concertista de piano. Pasados unos instantes, se echó hacia atrás.

—Bueno, parece que no usó mucho el ordenador para hacer lo que se había propuesto hacer aquí, aparte de para consultar blogs y fuentes RSS y mandar correos a sus amigos y socios de trabajo, ninguno de ellos relacionado con su plan para matar a Chilton. Pero eso son sólo los archivos que no borró. Esta última semana estuvo borrando regularmente archivos y páginas web. Imagino que serán más de tu interés.

—Sí. ¿Puedes reconstruirlos?

—Voy a conectarme a Internet para descargarme uno de los robots de Irv. Examinará el espacio libre del disco duro y reconstruirá todo lo que haya borrado recientemente. Puede que algunos archivos sólo los reconstruya parcialmente, o queden distorsionados, pero la mayoría quedarán legibles al noventa por ciento.

—Eso sería fantástico, Jon.

Cinco minutos después, el robot de Irv estaba examinando silenciosamente el ordenador de Schaeffer, buscando fragmentos de archivos borrados, rearmándolos y grabándolos en una carpeta nueva creada por Boling.

—¿Cuánto va a tardar? —preguntó ella.

—Un par de horas, calculo yo.

Boling miró su reloj y sugirió que fueran a cenar algo.

Montaron en su Audi y fueron a un restaurante no muy lejos de la sede del CBI, en un cerro con vistas al aeropuerto y, más allá, a la ciudad de Monterrey y a la bahía. Pidieron una mesa en la terraza caldeada con estufas de propano y bebieron Viognier blanco. El sol se fundía en el Pacífico, creciendo y derramándose en un naranja violento. Lo miraron en silencio mientras, allí cerca, los turistas hacían fotografías que tendrían que photoshopear para que se aproximaran siquiera a la grandeza del hecho real.

Hablaron de los hijos de Dance, de sus propias infancias y de dónde procedían originalmente sus familias. Boling comentó que, según él, sólo el veinte por ciento de los habitantes de la Costa Central eran oriundos de California.

El silencio volvió a fluir entre ellos. Ella sintió que los hombros de Boling subían y se preparó para lo que vendría a continuación.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Claro.

Lo decía en serio, sin reservas.

—¿Cuándo murió tu marido?

—Hace unos dos años.

Dos años, dos meses, tres semanas. También podía decirle los días y las horas.

—Nunca he perdido a nadie. Así, no.

Pero había cierta melancolía en su voz, y sus párpados temblaron como persianas venecianas sacudidas por el viento.

—¿Qué pasó, si no te importa que te lo pregunte?

—En absoluto. Bill era agente del FBI, estaba asignado a la delegación local. Pero su muerte no tuvo que ver con el trabajo. Fue un accidente, en la carretera uno. Un camión. El conductor se quedó dormido. —Un jirón de risa—. ¿Sabes?, acabo de darme cuenta: sus compañeros y amigos estuvieron poniendo flores en la cuneta más o menos un año, después del accidente.

—¿Y una cruz?

—No, sólo flores. —Sacudió la cabeza—. Dios, cómo lo odiaba. Ese recordatorio. Podía desviarme kilómetros para no pasar por ese sitio.

—Debió de ser terrible.

Dance procuraba no poner en juego sus habilidades como experta en kinesia cuando estaba con amigos. A veces analizaba las actitudes de sus hijos, y a veces las de una cita. Pero se acordaba de lo que le había dicho Wes una vez, cuando le pilló en una mentirijilla:

—Es como si fueras Superman, mamá —había refunfuñado su hijo—. Tienes visión de rayos equis.

Ahora se dio cuenta de que, a pesar de que el semblante de Boling conservaba una sonrisa compasiva, su lenguaje corporal había cambiado sutilmente. Agarraba con más fuerza el pie de su copa de vino y los dedos de su mano libre se frotaban compulsivamente. Gestos de los que sin duda él no era consciente.

Dance sólo tenía que darle un empujoncito.

—Vamos, Jon, ahora te toca a ti sincerarte. ¿Qué te ha pasado? Has sido muy impreciso con el asunto de tu soltería.

—Bueno, no es comparable a lo tuyo.

Ella notó que estaba intentando quitar importancia a algo que todavía le dolía. No era terapeuta, y mucho menos la terapeuta de Boling, pero habían pasado algún tiempo juntos en momentos de gran estrés y quería saber qué era lo que le atormentaba. Tocó su brazo un momento.

—Vamos. Recuerda que me gano la vida interrogando a la gente. Tarde o temprano te lo sacaré.

—Nunca salgo con mujeres que quieran someterme al tercer grado en la primera cita. Bueno, depende.

Jon Boling, había descubierto Dance, era un hombre que utilizaba el ingenio como coraza.

—Esta es la peor comedia de situación que habrás oído nunca —prosiguió—. La chica que conocí cuando me marché de Silicon Valley… Regentaba una librería en Santa Cruz. Bay Beach Books, ¿te suena?

—Creo que he estado, sí.

—Congeniábamos a las mil maravillas, Cassie y yo. Hacíamos un montón de cosas al aire libre, y a veces nos lo pasamos en grande viajando. Incluso sobrevivió a varias visitas a mi familia. Bueno, la verdad es que el único que tiene problemas para sobrevivir a eso soy yo. —Se quedó pensando un momento—. El caso es, creo, que nos reíamos un montón. Esa es la clave. ¿Qué tipo de cine te gusta más? Nosotros veíamos comedias, sobre todo. En fin, ella estaba separada, no divorciada. Separada legalmente. Fue completamente sincera al respecto. Lo supe todo desde el principio. Estaba en pleno papeleo.

—¿Tenía hijos?

—Sí, dos. Un niño y una niña, como tú. Unos chicos estupendos. Dividían el tiempo entre ella y su ex.

Su casi ex, quieres decir, puntualizó Dance para sus adentros y, naturalmente, dedujo lo que seguía.

Boling bebió un poco más del vino seco y frío. Se había levantado la brisa y, al ponerse el sol, bajó la temperatura.

—Su ex era un maltratador. Físicamente, no. Nunca la hizo daño a ella, ni a los niños, pero la insultaba, la humillaba. —Soltó una risa cargada de asombro—. Que si esto no está bien, que si aquello tampoco… Cassie era lista, amable, considerada… Pero él no paraba de denigrarla. Estuve pensando en eso anoche. —Su voz se desvaneció tras aquel comentario: acababa de revelar un dato que hubiera preferido guardar en secreto—. Era un asesino en serie emocional.

—Es una buena manera de describirlo.

—Y, cómo no, Cassie volvió con él.

Su semblante se inmovilizó un momento mientras revivía, supuso Dance, aquel momento preciso. Nuestros corazones rara vez responden a lo abstracto: son las minúsculas astillas del recuerdo las que más duelen. Después, volvió a caer la máscara, en forma de una sonrisa crispada.

—A él lo trasladaron a China, y Cassie y los niños se fueron con él. Ella dijo que lo sentía, que siempre me querría, pero que tenía que marcharse con él… Nunca he entendido esa obligatoriedad de las relaciones de pareja. Uno tiene que respirar, tiene que comer, pero… ¿vivir con un capullo? No veo por qué es necesario. Pero, en fin, aquí estoy, hablando sin parar de… bueno, de un batacazo «épico» por mi parte, digamos, mientras que tú has vivido una verdadera tragedia.

Dance se encogió de hombros.

—En mi trabajo, una muerte es una muerte, sea un asesinato, un homicidio premeditado o un homicidio imprudente. Pues lo mismo pasa con el amor: cuando se va, duele igual, sea cual sea la razón.

—Supongo que sí. Yo sólo digo que es una pésima idea enamorarse de alguien que ya está casado.

Amén, pensó Dance, y estuvo a punto de echarse a reír a carcajadas. Se puso un poco más de vino en la copa.

—¿Qué te parece? —dijo Boling.

—¿Qué?

—Hemos conseguido sacar dos temas extremadamente personales y deprimentes en un espacio de tiempo muy corto. Menos mal que esto no es una cita —añadió con una sonrisa.

Dance abrió la carta.

—Vamos a tomar algo. Aquí tienen…

—Las mejores hamburguesas de calamares de la ciudad —concluyó Boling.

Ella se echó a reír. Había estado a punto de decir lo mismo.

El análisis del ordenador fue un chasco.

Regresaron al despacho después de cenar calamares con ensalada, ansiosos por ver qué había encontrado el robot de Irv. Boling se sentó, echó una ojeada al archivo y anunció con un suspiro:

—Cero.

—¿Nada?

—Sólo borró correos electrónicos, archivos y páginas web del historial para liberar espacio. Nada secreto, y nada relacionado con esta zona.

La frustración fue intensa, pero no había nada más que hacer.

—Gracias, Jon. Al menos he cenado muy bien.

—Lo siento.

Parecía sinceramente desilusionado por no poder ser de más ayuda.

—Creo que será mejor que acabe de poner nota a esos trabajos. Y haga la maleta.

—Es verdad, tu reunión familiar es este fin de semana.

Asintió con un gesto. Una tensa sonrisa y añadió con forzado entusiasmo:

—¡Yuju!

Dance se rio.

Boling se quedó a su lado, reacio a marcharse.

—Te llamaré cuando vuelva. Quiero saber qué pasa. Y buena suerte con Travis. Espero que esté bien.

—Gracias, Jon. Por todo. —Estrechó su mano con firmeza—. Te agradezco especialmente que no hayas muerto apuñalado.

Una sonrisa. Boling le estrechó la mano y dio media vuelta.

Mientras lo veía alejarse por el pasillo, una voz de mujer interrumpió sus pensamientos.

—Hola, K.

Dance se volvió y vio a Connie Ramírez viniendo por el pasillo, hacia ella.

—Con.

Ramírez miró a su alrededor y señaló con la cabeza hacia el despacho de Dance. Entró y cerró la puerta.

—He descubierto un par de cosas que he pensado que podían interesarte. Del hospital.

—Ah, gracias, Con. ¿Cómo te las has arreglado?

Ramírez se quedó pensando.

—Fui engañosamente sincera.

—Eso me gusta.

—Les enseñé mi placa y les di algunos datos de otra investigación que estoy llevando. Ese caso de fraude médico.

El CBI investigaba también delitos económicos, y el caso al que se refería Ramírez era una importante estafa de seguros: los delincuentes se habían servido de números de identificación de médicos fallecidos para presentar reclamaciones falsas en su nombre.

El tipo de cosa, se dijo Dance, de la que se ocuparía Chilton en su blog, y una elección muy acertada por parte de Connie, dado que entre los afectados había trabajadores del hospital que estarían interesados en cooperar en la investigación.

—Les pedí que me enseñaran las hojas de registro de entrada al hospital. De todo el mes, para que Henry no sospechara nada. Accedieron encantados. Y he aquí lo que he descubierto: el día en que murió Juan Millar había un médico visitante. El hospital tiene un programa de educación continua y seguramente estaba allí por eso. Entraron también seis candidatos a diversos puestos de trabajo: dos para puestos de mantenimiento, uno para la cafetería y tres enfermeras. Tengo copias de sus currículos. Ninguno me parece sospechoso.

»Pero lo interesante es esto: ese día hubo sesenta y cuatro visitas en el hospital. He cotejado sus nombres y el de los pacientes a los que iban a ver, y todos encajan. Menos uno.

—¿Quién?

—Cuesta leer el nombre, tanto la versión impresa como la firma, pero creo que es José López.

—¿A quién fue a ver?

—Sólo escribió «paciente».

—Lógico, tratándose de un hospital —repuso Dance con ironía—. ¿Por qué sospechas de él?

—Bueno, pensé que si alguien había ido a matar a Juan Millar, él o ella tendría que haber estado anteriormente en el hospital, ya fuera como visita o para comprobar las medidas de seguridad, etcétera. Así que comprobé los nombres de todas las personas que habían ido a ver a Millar con anterioridad a ese día.

—Una idea brillante. Y cotejaste su letra.

—Exacto. No soy experta en examen de documentos, pero encontré un visitante que había ido a verlo en numerosas ocasiones y casi puedo garantizar que su letra es idéntica a la de José López.

Dance se inclinó hacia delante en la silla.

—¿Quién?

—Julio Millar.

—¡Su hermano!

—Estoy segura al noventa por ciento. He hecho copias de todo.

Ramírez le pasó las hojas de papel.

—¡Connie, qué maravilla!

—Buena suerte. Si necesitas algo, sólo tienes que pedírmelo.

Dance se quedó a solas en su despacho, sopesando la noticia. ¿Podría Julio haber matado a su hermano?

Al principio le pareció imposible, dado el cariño y la lealtad que demostraba hacia su hermano pequeño. Sin embargo, no cabía duda de que la muerte de Juan había sido un acto de piedad, y a Dance no le costaba imaginarse una conversación entre los dos hermanos: Julio, inclinándose hacia delante mientras Juan le suplicaba en voz baja que pusiera fin a sus padecimientos.

Mátame…

Además, ¿por qué, si no, había firmado con un nombre falso en la hoja de registro?

¿Por qué Harper y los investigadores del estado habían pasado por alto aquel dato? Estaba furiosa, y sospechaba que lo sabían y que estaban echando tierra sobre el asunto porque, para Robert Harper, imputar a la madre de una agente de policía era una publicidad mucho más ventajosa en contra del proyecto de ley por una muerte digna.

Llamó a George Sheedy y le dejó un mensaje explicándole lo que había descubierto Connie Ramírez. A continuación llamó a su madre para decírselo a ella directamente. No obtuvo respuesta.

Mierda. ¿Estaba su madre evitando su llamada?

Colgó y se recostó en el asiento, pensando en Travis. Si estaba vivo, ¿cuánto tiempo aguantaría? Unos pocos días, sin agua. Y qué muerte tan terrible sería esa.

Otra sombra en su puerta. Apareció TJ Scanlon.

—Hola, jefa.

Dance intuyó que se trataba de algo urgente.

—¿Los resultados del laboratorio?

—Todavía no, pero les estoy metiendo prisa. Dándoles con el látigo, ¿sabes? Se trata de otra cosa. He tenido noticias de la oficina del Sheriff. Han recibido una llamada anónima sobre el caso de las cruces.

Dance se incorporó ligeramente.

—¿Qué era?

—El que llamó dijo que había visto, y cito «algo cerca de Harrison Road y Pine Grove Way». Justo al sur de Carmel.

—¿Nada más?

—No. Sólo «algo». He echado un vistazo a ese cruce en el plano. Está cerca de una obra abandonada. Y la llamada la hicieron desde un teléfono público.

Dance se debatió un instante. Posó los ojos en una hoja de papel, una copia de los comentarios del Chilton Report. Se levantó y se puso la chaqueta.

—¿Vas a ir a echar un vistazo? —preguntó TJ, indeciso.

—Sí. Quiero encontrar a ese chico, si es que hay modo de encontrarlo.

—Es una zona un poco rara, jefa. ¿Quieres refuerzos?

Ella sonrió.

—No creo que vaya a correr mucho peligro.

No, estando el asesino en el depósito de cadáveres del condado de Monterrey.

*****

El techo del sótano estaba pintado de negro. Tenía dieciocho vigas, todas negras. Las paredes estaban pintadas con pintura barata, de un blanco sucio, y compuestas por 892 bloques de cemento. Pegados a la pared había dos armarios, uno gris metálico y otro de madera, de un color blanco desigual. Dentro había grandes cantidades de latas de conserva, cajas de pasta, refrescos y vino, herramientas, clavos y artículos de higiene como pasta de dientes y desodorante.

Cuatro postes metálicos se alzaban hasta el oscuro techo, sosteniendo el primer piso. Estaban bastante juntos, menos uno, que se encontraba más lejos. Estaban pintados de marrón oscuro y oxidados, y costaba saber dónde acababa la pintura y empezaba el óxido.

El suelo era de cemento y las grietas formaban dibujos que acababan por volverse reconocibles si los mirabas el tiempo suficiente: un oso panda sentado, el estado de Texas, un camión.

En un rincón había una estufa vieja, destartalada y polvorienta. Funcionaba con gas natural y se encendía en raras ocasiones. Pero ni siquiera entonces calentaba mucho aquella zona.

El sótano medía unos once metros por ocho y medio: era fácil calcularlo por los bloques de cemento, que medían exactamente treinta centímetros de ancho y veintidós de alto, aunque había que sumar unos tres centímetros a cada uno, del mortero de las juntas.

También vivían allí diversos bichos. Arañas, principalmente. Podían contarse siete familias, en caso de que las arañas vivieran en familia, y parecían delimitar sus territorios para no molestar a las demás, o para que no se las comieran. Había además escarabajos y ciempiés. Y, de vez en cuando, moscas y mosquitos.

Una criatura más grande, un ratón o una rata, había demostrado interés por la provisión de comida y bebida del rincón del sótano. Pero le había entrado la timidez y se había marchado para no volver.

O se había envenenado y había muerto.

En lo alto de la pared, una ventana dejaba entrar una luz opaca, pero no ofrecía vista alguna: estaba pintada de un tono blanco roto. La ventana estaba casi a oscuras, de modo que eran seguramente las ocho o las nueve de la tarde.

Unos pasos retumbaron de pronto en el piso de arriba, rompiendo el denso silencio. Una pausa. Luego se abrió la puerta de la calle y se cerró de golpe.

Por fin.

Por fin, ahora que se había marchado su secuestrador, Travis Brigham podía relajarse. Si seguía el horario de los días anteriores, su secuestrador pasaría la noche fuera y no volvería hasta la mañana siguiente. Se acurrucó en la cama, arrebujándose en la tosca manta. Aquel era el momento culminante de la jornada: la hora de dormir.

Porque, como había descubierto, al menos durmiendo encontraba cierto alivio a la desesperanza.