Sentada en su coche, aparcado en la entrada, Dance miraba la casita de los Brigham: la melancólica inclinación de los canalones, los tablones combados, las herramientas y los juguetes despedazados del jardincillo delantero y del lateral. El garaje, tan lleno de trastos que no se podía meter más que la mitad del capó de un coche bajo su tejado.
Se quedó sentada en su Crown Victoria, con la puerta cerrada, escuchando un CD que un grupo de Los Ángeles les había mandado a Martine y a ella. Sus miembros eran costarricenses. La música se le antojaba al mismo tiempo alegre y misteriosa, y quería saber más acerca de ellos. Esperaba poder reunirse con ellos cuando fuera a Los Ángeles con Michael por el caso de Juan Nadie, y hacer algunas grabaciones más.
Pero no podía pensar en eso ahora.
Oyó un ruido de neumáticos aplastando la grava y al mirar por el retrovisor vio que el coche de Sonia Brigham se detenía al doblar la esquina del seto de boj.
Iba sola en el asiento delantero. Sammy se había sentado atrás.
El coche estuvo parado unos instantes, y Dance vio que Sonia miraba el suyo con desesperación. Por fin arrancó de nuevo su desvencijado vehículo y, adelantando a la agente, avanzó hasta la casa, pisó el freno y apagó el motor.
Echando una rápida mirada a Dance, salió del coche, se acercó a la parte de atrás del suyo y sacó varias cestas de ropa y un bote grande de detergente.
Su familia es tan pobre que ni siquiera pueden permitirse comprar una lavadora. ¿Quién va a la lavandería? Los muertos de hambre son los que van.
El mensaje del blog que había permitido a Schaeffer saber dónde podía robar una sudadera con la que inculpar a Travis.
Dance salió de su vehículo.
Sammy la miró con expresión inquisitiva. La curiosidad de su primer encuentro había desaparecido. Ahora estaba inquieto. Sus ojos tenían una expresión extrañamente adulta.
—¿Sabe algo de Travis? —preguntó el chico, y a Dance no le pareció tan inestable como la primera vez.
Pero antes de que pudiera decir nada, su madre le dijo que se fuera a jugar a la parte de atrás.
Sammy vaciló sin dejar de mirar a Dance, y luego se alejó, incómodo, buscando algo en sus bolsillos.
—No te vayas lejos, Sammy.
Dance cogió el bote de detergente que Sonia sostenía bajo el pálido brazo y la siguió hacia la casa. La mujer apretaba los dientes y miraba hacia el frente.
—Señora…
—Tengo que guardar esto —contestó en tono crispado.
Dance le abrió la puerta. La siguió dentro. La señora Brigham se fue derecha a la cocina y separó las cestas.
—Si no se saca la ropa y se dobla bien, las arrugas, ya se sabe…
Alisó una camiseta.
De mujer a mujer.
—La he lavado pensando en él.
—Señora Brigham, hay varias cosas que debe saber. Travis no conducía el coche el nueve de junio. Se culpó del accidente.
—¿Qué?
Dejó de manosear la ropa.
—Estaba enamorado de la chica que conducía. Ella había bebido. Travis intentó que parara y que lo dejara conducir. Pero ella estrelló el coche antes de que eso fuera posible.
—¡Ay, Dios mío!
Se llevó la camiseta a la cara como si de ese modo pudiera contener las lágrimas.
—Y el asesino que dejaba las cruces no era él. Alguien le tendió una trampa para que pareciera que era él quien dejaba las cruces y provocaba esas muertes. Un hombre que quería vengarse de James Chilton. Nos hemos encargado de él.
—¿Y Travis? —preguntó Sonia ansiosamente, agarrando con tanta fuerza la camiseta que sus dedos se veían blancos.
—No sabemos dónde está. Estamos buscando por todas partes, pero todavía no tenemos ninguna pista.
Le explicó sucintamente quién era Greg Schaeffer y en qué consistía su plan de venganza.
Sonia se enjugó las mejillas redondas. Su rostro conservaba aún cierta belleza, aunque marchita. Vestigios de la belleza evidente en aquella fotografía suya, tomada años antes en la feria estatal.
—Sabía que Travis era incapaz de hacer daño a esa gente —susurró—. Se lo dije.
Sí, me lo dijo, pensó Dance. Y su lenguaje corporal me dejó claro que decía la verdad. No es que no la escuchara. Pero hice caso a la lógica, cuando debería haber hecho caso a la intuición. Años atrás, se había analizado a sí misma siguiendo el patrón Myers-Briggs. Sabía que se metía en líos cuando se alejaba en exceso de sus inclinaciones naturales.
Sonia volvió a alisar la camiseta.
—Está muerto, ¿verdad?
—No tenemos ninguna prueba de que lo esté. Absolutamente ninguna.
—Pero creen que sí.
—Lo más lógico es que Schaeffer lo haya mantenido con vida. Estoy haciendo todo lo posible por salvarlo. Por eso, entre otros motivos, estoy aquí. —Le enseñó una fotografía de Greg Schaeffer, copia de la del permiso de conducir—. ¿Lo ha visto alguna vez? ¿Siguiéndoles, quizás? ¿Hablando con los vecinos?
Sonia se puso unas gafas desvencijadas y miró largo rato la cara del asesino.
—No, creo que no. Así que es este. ¿El que lo ha hecho, el que se ha llevado a mi chico?
—Sí.
—Le dije que de ese blog no podía salir nada bueno.
Deslizó la mirada hacia el jardín lateral, donde Sammy acababa de entrar en el destartalado cobertizo. Suspiró.
—Si Travis ha muerto, decírselo a Sammy… ¡Ay, eso será su fin! Voy a perder dos hijos de una vez. Ahora tengo que guardar la ropa. Por favor, váyase.
*****
Dance y O’Neil estaban el uno junto al otro en el muelle, apoyados contra la barandilla. Se había disipado la niebla, pero soplaba un viento constante. En la bahía de Monterrey, siempre había una cosa o la otra.
—Imagino que habrá sido duro hablar con la madre de Travis —comentó él alzando la voz.
—Lo más duro de todo —repuso ella con el pelo sacudido por el viento.
Luego le preguntó, pensando en la investigación del contenedor indonesio:
—¿Qué tal el interrogatorio?
El Otro Caso.
—Bien.
Se alegraba de que O’Neil llevara el caso, y lamentaba sus propios celos. El terrorismo quitaba el sueño a todos los miembros de las fuerzas de seguridad.
—Si puedo ayudarte en algo, avísame.
Con los ojos fijos en la bahía, O’Neil contestó:
—Creo que estará resuelto en las próximas veinticuatro horas.
Allá abajo estaban sus cuatro hijos, en la arena, al borde del agua. Maggie y Wes dirigían la expedición. Eran nietos de un biólogo marino: tenían cierta autoridad.
Los pelícanos volaban cerca con aire solemne, había gaviotas por todas partes y no muy lejos, mar adentro, flotaba enroscada una nutria marrón. Tumbada de espaldas, elegantementemente panza arriba, cascaba moluscos sobre una piedra sujeta en equilibrio sobre el pecho. La cena. Amanda, la hija de O’Neil, y Maggie la miraban embelesadas, como si intentaran descubrir el modo de llevársela a casa como mascota.
Dance tocó el brazo de O’Neil y señaló a Tyler, de diez años, que estaba agachado junto a un largo mechón de algas marinas, pinchándolo cautelosamente con un palo, listo para escapar si aquella extraña criatura cobraba vida. Por si acaso tenía que protegerlo, Wes no se apartaba de él.
O’Neil sonrió, pero Dance notó por su postura y la tensión de su brazo que algo le preocupaba.
Un momento después explicó, alzando la voz para hacerse oír por encima de una racha de viento:
—He tenido noticias de Los Ángeles. La defensa está intentando posponer otra vez la fecha de la vista. Dos semanas.
—Oh, no —masculló ella—. ¿Dos semanas? Es cuando está previsto que se reúna el gran jurado.
—Seybold está dispuesto a luchar con uñas y dientes, pero no parecía muy optimista.
—Mierda. —Dance hizo una mueca—. ¿Una guerra de desgaste? ¿Seguir dando largas y esperar a que todo se difumine?
—Seguramente.
—No lo vamos a permitir —repuso con firmeza—. Tú y yo no lo vamos a olvidar. Pero ¿y Seybold y los demás?
O’Neil se quedó pensando.
—Puede que sí, si pasa mucho más tiempo. Es un caso importante, pero tienen muchos casos importantes.
Dance suspiró. Se estremeció.
—¿Tienes frío?
El brazo de Dance se apoyaba contra el suyo. Ella negó con la cabeza. Aquel temblor involuntario había sido el resultado de pensar en Travis. Mientras miraba el mar, se había preguntado si estaría mirando también su tumba.
Una gaviota quedó suspendida en el aire justo delante de ellos. El ángulo de ataque de sus alas se ajustaba perfectamente a la velocidad del viento. Estaba inmóvil, a más de cinco metros por encima de la playa.
Dance dijo:
—¿Sabes?, desde el principio, incluso cuando creíamos que él era el asesino, he sentido lástima por Travis. Su vida familiar, el hecho de que fuera un inadaptado. Que lo acosaran así. Y Jon me decía que el blog no era más que la punta del iceberg. Que lo estaban atacando a través de mensajes, de correos electrónicos, de foros. Es tan triste que las cosas hayan salido así… El chico era inocente. Completamente inocente.
O’Neil se quedó callado un momento. Luego dijo:
—Parece listo. Boling, quiero decir.
—Lo es. Consiguió los nombres de las víctimas. Y encontró el avatar de Travis.
Él se rio.
—Perdona, pero te imagino presentándote ante Overby para pedir una orden de detención contra un personaje de un juego de ordenador.
—Bueno, se encargaría del papeleo en un periquete si hubiera una rueda de prensa y una buena foto de por medio. Aunque la verdad es que me dieron ganas de matar a Jon por ir solo a ese salón de juegos.
—¿Se estaba haciendo el héroe?
—Sí. Dios nos proteja de los aficionados.
—¿Está casado? ¿Tiene hijos?
—¿Jon? No. —Se rio—. Es un solterón auténtico.
Una palabra que no oía desde hace… un siglo, más o menos.
Se quedaron callados, mirando a los niños, absortos en su exploración marina. Maggie estaba señalando algo, seguramente diciéndoles a los hijos de O’Neil el nombre de una concha que había encontrado.
Dance notó que Wes estaba solo, de pie en una zona de arena mojada. El agua subía casi hasta sus pies, formando líneas de espuma.
Como hacía con frecuencia, se preguntó si sus hijos estarían mejor si se casara y tuvieran un padre en casa. Pues sí, claro.
Dependiendo de quién fuera ese padre, naturalmente.
Siempre estaba esa duda.
Se oyó una voz de mujer a su espalda.
—Perdonen, ¿esos son sus hijos?
Se volvieron y vieron a una turista, a juzgar por la bolsa de una tienda de suvenires cercana que llevaba?
—Sí —contestó Dance.
—Sólo quería decirles que es una maravilla ver una pareja felizmente casada con unos hijos tan preciosos. ¿Cuánto tiempo llevan casados?
Una duda infinitesimal. Después Dance respondió:
—Pues… bastante tiempo.
—Bien, benditos sean. Y que sigan tan felices.
La mujer se reunió con un hombre mayor que acababa de salir de la tienda de suvenires. Le dio el brazo y se dirigieron hacia un gran autocar aparcado allí cerca.
Dance y O’Neil se echaron a reír. Luego ella se fijó en un Lexus plateado que acababa de parar en un aparcamiento cercano. Cuando se abrió la puerta del coche, notó que él se había separado ligeramente de ella para que sus brazos ya no se tocaran.
El ayudante del Sheriff sonrió y saludó a su esposa con la mano cuando ella salió del Lexus.
Alta y rubia, Anne O’Neil vestía chaqueta de cuero, blusa campesina, falda larga y cinturón con colgantes metálicos. Sonrió al acercarse.
—Hola, cariño —le dijo a O’Neil.
Lo abrazó y le dio un beso en la mejilla. Sus ojos se posaron en Dance.
—Kathryn.
—Hola, Anne. Bienvenida a casa.
—El vuelo ha sido espantoso. Estaba tan liada en la galería que no llegué a tiempo de facturar la maleta. He podido subirla a bordo por los pelos.
—He tenido un interrogatorio —le dijo O’Neil—. Kathryn ha ido a recoger a Tyler y Ammie.
—Ah, gracias. Mike me ha dicho que has resuelto el caso. El de las cruces en la carretera.
—Hace unas horas. Queda un montón de papeleo, pero, sí, está resuelto.
Como no quería seguir hablando del asunto, preguntó:
—¿Qué tal va la exposición?
—Casi a punto —respondió Anne O’Neil, cuyo pelo traía a la mente la palabra «leona»—. Organizarla da más trabajo que hacer las fotografías.
—¿En qué galería es?
—Bueno, en la de Gerry Mitchell, al sur de Market.
Había respondido en tono desganado, pero Dance adivinó que era una galería muy conocida. Anne podía ser muchas cosas, pero jamás se jactaba de sus logros.
—Enhorabuena.
—Ya veremos qué pasa en la inauguración. Y después están las críticas.
Su rostro delgado adquirió una expresión solemne. En voz baja añadió:
—Siento mucho lo de tu madre, Kathryn. Es una locura. ¿Cómo lo lleva ella?
—Está muy disgustada.
—Es como un circo. Las historias de los periódicos… Salió en las noticias allí.
¿A doscientos kilómetros de distancia? En fin, no debía sorprenderse: Robert Harper, el fiscal, sabía cómo sacar partido a los medios.
—Tenemos un buen abogado.
—Si puedo hacer algo…
Los colgantes del cinturón de Anne tintinearon como un carillón de viento mecido por la brisa.
O’Neil gritó hacia la playa:
—¡Eh, chicos! ¡Vuestra madre está aquí! ¡Vamos!
—¿No podemos quedarnos, papá? —suplicó Tyler.
—No. Es hora de irse a casa. Vamos.
Los niños echaron a andar de mala gana hacia ellos. Maggie iba repartiendo conchas. Dance estaba segura de que daría las mejores a los hijos de O’Neil y a su hermano.
Wes y Maggie montaron en su Pathfinder para el breve trayecto al hotel en el que se alojaban sus padres. Iban a pasar otra vez la noche con Edie y Stuart. El asesino estaba muerto y ella ya no corría peligro, pero Dance estaba empeñada en encontrar a Travis. Seguramente estaría trabajando hasta muy tarde esa noche.
Estaban a medio camino del hotel cuando notó que Wes estaba muy callado.
—Eh, jovencito, ¿qué pasa?
—Estaba pensando.
Dance sabía cómo sonsacar a un niño reticente. El truco era la paciencia.
—¿En qué?
No le cabía ninguna duda de que se trataba de su abuela.
Pero se equivocaba.
—¿El señor Boling va a volver a venir?
—¿Quién, Jon? ¿Por qué?
—Es que mañana ponen Matrix en TNT. A lo mejor no la ha visto.
—Seguro que sí.
Siempre le hacía gracia esa convicción que tenían los niños de ser los primeros en experimentar algo y de que las generaciones anteriores vivían inmersas en una penosa ignorancia, privadas absolutamente de estímulos. Pero, sobre todo, le sorprendió que su hijo hubiera hecho esa pregunta.
—¿Te cae bien el señor Boling? —se aventuró a preguntar.
—No. Bueno…, está bien.
Maggie le contradijo:
—¡Pero si has dicho que te caía bien! Dijiste que molaba. Que molaba tanto como Michael.
—No es verdad.
—¡Que sí!
—¡No es verdad, Maggie!
—Ya basta —ordenó Dance, pero su tono era divertido.
De hecho, había algo en la disputa entre los dos hermanos que la reconfortó, como un asomo de normalidad en medio de tanta turbulencia.
Llegaron al hotel y Dance comprobó aliviada que los manifestantes no habían averiguado aún dónde se ocultaban sus padres. Acompañó a Maggie y a Wes hasta la puerta. Salió a recibirles su padre. Ella lo abrazó con fuerza y miró adentro. Su madre estaba al teléfono, concentrada en lo que parecía ser una conversación muy seria.
Dance se preguntó si estaba hablando con su hermana Betsey.
—¿Habéis sabido algo de Sheedy, papá?
—No, nada nuevo. La lectura de cargos es mañana por la tarde. —Se pasó distraídamente la mano por el pelo abundante—. He oído que has pescado a ese tipo, al asesino. ¿Y el chico era inocente?
—Estamos buscándolo en estos momentos.
Bajó la voz para que no la oyeran sus hijos.
—Francamente, es posible que esté muerto, pero confío en que no. —Volvió a abrazar a su padre—. Tengo que volver al trabajo.
—Buena suerte, cariño.
Al darse la vuelta para marcharse saludó una vez más a su madre con la mano. Edie contestó con una sonrisa distante y una inclinación de cabeza. Luego, sin soltar el teléfono, indicó a sus nietos que se acercaran y los abrazó con fuerza.
Diez minutos después, Dance entró en su despacho, donde la esperaba un mensaje.
Una escueta nota de Charles Overby:
¿Puedes mandarme el informe disponible sobre el caso del blog de Chilton? Todos los detalles, suficientes para un comunicado de prensa sólido. Lo necesito dentro de una hora. Gracias.
Y gracias por haber resuelto el caso y eliminado al asesino sin que hubiera más víctimas.
Supuso que Overby estaba molesto porque se hubiera negado a plegarse a las exigencias de Hamilton Royce, el «solucionador».
Que no se parecía a George Clooney ni remotamente.
Un comunicado de prensa sólido…
Redactó una larga memoria explicando los pormenores del plan de Greg Schaeffer, cómo habían descubierto su identidad y cómo se había producido su muerte. Incluyó información acerca del asesinato de Miguel Herrera, el ayudante del Sheriff que vigilaba la casa de los Chilton, y sobre la operación para localizar a Travis.
Mandó el informe vía correo electrónico, con un golpe de ratón más fuerte de lo normal.
TJ asomó la cabeza por la puerta del despacho.
—¿Te has enterado, jefa?
—¿De qué, en concreto?
—Kelley Morgan ha vuelto en sí. Se va a recuperar.
—Ah, qué buena noticia.
—Estará una semana recibiendo tratamiento, más o menos, dice el ayudante del Sheriff que está en el hospital. Esa cosa le ha hecho polvo los pulmones, pero con el tiempo se recuperará. Al parecer no hay daños cerebrales.
—¿Y ha dicho si había identificado a Travis?
—La atacó por la espalda, la estranguló a medias. Le susurró algo sobre por qué había publicado esas cosas sobre él. Y luego ella se desmayó y cuando se despertó estaba en el sótano. Supuso que era Travis.
—Así que Schaeffer no quería que muriera. Lo preparó todo para que creyera que era Travis, pero no dejó que lo viera.
—Eso parece, jefa.
—¿Y los informes de criminología de la casa de Chilton y del hotel de Schaeffer? ¿Alguna pista sobre dónde puede estar el chico?
—Todavía no. Y no había ningún testigo en el Cyprus Grove.
Ella suspiró.
—Sigue con ello.
Eran ya más de las seis de la tarde. Se dio cuenta de que no había comido nada desde el desayuno. Se levantó y se fue al comedor. Necesitaba un café y le apetecía darse un capricho: galletas hechas en casa, o un dónut. Pero la provisión de Maryellen en el Ala de las Chicas se había agotado. Al menos podía entablar negociaciones con la temperamental máquina expendedora: un dólar arrugado a cambio de un paquete de galletas Oreo o uno de crackers tostados con mantequilla de cacahuete.
Al entrar en la cafetería, parpadeó. Ah, qué suerte.
En un plato de papel lleno de migas había dos galletas de avena y pasas.
Y, lo que era aún más milagroso, el café era relativamente reciente.
Se sirvió una taza, añadió leche descremada y cogió una galleta. Agotada, se dejó caer en una silla, junto a una mesa. Se estiró, sacó su iPod del bolsillo, se puso los auriculares y comenzó a pasar temas en la pantallita, buscando el solaz de la arrebatadora guitarra brasileña de Badi Assad.
Pulsó el play, dio un mordisco a la galleta y estaba a punto de coger el café cuando una sombra cayó sobre ella.
Hamilton Royce la miraba desde su altura. Llevaba la acreditación temporal prendida a la camisa. Los brazos del hombretón colgaban flojamente junto a sus costados.
Lo que me hacía falta. Si los pensamientos pudieran suspirar, los suyos se habrían dejado oír claramente.
—Agente Dance, ¿puedo acompañarla?
Ella señaló una silla vacía, intentando no parecer muy acogedora. Pero se quitó los auriculares.
Royce se sentó, haciendo chirriar bajo su peso la silla de plástico y metal, y se inclinó hacia delante con los codos en la mesa y las manos unidas. Aquella postura solía significar franqueza. Dance reparó de nuevo en su traje. Aquel tono de azul resultaba chocante. No era lo bastante oscuro. O bien, pensó con sorna, debería llevar una gorra de marinero con visera brillante.
—Me he enterado. El caso ha terminado, ¿es correcto?
—Atrapamos al asesino. Todavía estamos buscando al chico.
—¿A Travis? —preguntó, sorprendido.
—Sí.
—Pero ¿no cree que esté muerto?
—No.
—Ah. —Una pausa—. Es lo único que lamento —añadió Royce—. Es lo peor de todo. Ese chico inocente.
Dance advirtió que al menos su reacción era sincera.
No dijo nada más.
Royce comentó:
—Dentro de uno o dos días vuelvo a San Francisco. Mire, sé que hemos tenido problemas… Bueno, desacuerdos. Quería disculparme.
Muy decente por su parte, aunque se mantuvo escéptica.
—Veíamos las cosas de manera distinta —dijo—. No me lo he tomado como una ofensa personal.
Pero, en lo profesional, pensó, me ha sentado como un tiro que intentaras pasarme por encima.
—Sacramento estaba presionando mucho. Mucho, en serio. Me dejé llevar por el calor del momento.
Desvió la mirada, avergonzado en parte. Y en parte también engañoso.
No se sentía tan mal, notó Dance. Pero al menos tenía cierto mérito que intentara congraciarse con ella.
—Estas cosas no le pasan a menudo, ¿verdad? —continuó él—. Tener que defender a alguien tan impopular como Chilton.
No parecía esperar respuesta. Soltó una risa estentórea.
—¿Sabe una cosa? En cierto modo, he llegado a admirarlo.
—¿A Chilton?
Un gesto afirmativo.
—No estoy de acuerdo con casi nada de lo que dice, pero tiene temple moral. Y hoy en día hay poca gente que lo tenga. No se desvió de su rumbo ni siquiera cuando estaba amenazado de muerte. Y seguramente seguirá como antes. ¿No cree?
—Supongo que sí.
No dijo nada acerca del posible fin de The Chilton Report.
No era asunto suyo, ni de Royce.
—¿Sabe qué me gustaría hacer? Disculparme también con él.
—¿Sí?
—He llamado a su casa, pero no ha contestado nadie. ¿Sabe usted dónde está?
—Mañana se va con su familia a su casa de veraneo en Hollister. Esta noche iban a alojarse en un hotel. No sé dónde. Su casa está precintada.
—Bueno, supongo que podría enviarle un correo electrónico a su blog.
Dance se preguntó si lo haría alguna vez.
Luego se hizo el silencio. Hora de marcharse, pensó. Cogió la última galleta, la envolvió en una servilleta y se dirigió a la puerta del comedor.
—Que tenga buen viaje, señor Royce.
—Le repito que lo siento de veras, agente Dance. Estoy deseando trabajar con usted en un futuro.
Sus conocimientos kinésicos la alertaron al instante de que aquel comentario contenía dos mentiras.