Kathryn Dance estaba de vuelta en la sede del CBI. Se llevó una desilusión al saber que Jonathan Boling había regresado a Santa Cruz, pero dado que había dado con la llave maestra, es decir, con Stryker, o sea, Jason, no había mucho más que pudiera hacer de momento.
Rey Carraneo llamó para darle una noticia interesante: Clint Avery se había marchado de su empresa hacía diez minutos. El agente lo había seguido por las sinuosas carreteras de las Praderas del Cielo, el nombre que el legendario escritor John Steinbeck había dado a aquella región agrícola frondosa y fértil. Avery se había detenido dos veces en el arcén para hablar con alguien. En primer lugar, con dos hombres de aspecto sombrío, vestidos como vaqueros y montados en una llamativa camioneta pickup. La segunda vez, con un hombre trajeado y de pelo blanco, sentado al volante de un Cadillac. Ambos encuentros parecían sospechosos. Saltaba a la vista que Avery estaba nervioso. Carraneo había anotado los números de matrícula y estaba haciendo averiguaciones.
Avery ahora se dirigía hacia Carmel, seguido de cerca por el agente.
Dance se desanimó. Había confiado en que su encuentro desestabilizara a Avery y lo impulsara a correr a algún escondite donde guardara pruebas materiales, o donde tuviera retenido, quizás, al propio Travis.
Pero, por lo visto, no había sido así.
De todos modos, los hombres con los que había hablado podían ser matones a sueldo. Los autores materiales de los asesinatos, quizás. El informe de Tráfico le daría algunas pistas, aunque no le diera respuestas.
TJ asomó la cabeza por la puerta del despacho.
—Hola, jefa, ¿sigues interesada en Hamilton Royce?
El hombre que posiblemente en esos momentos estaba pensando en cómo arruinar su carrera.
—Hazme una sinopsis de un minuto.
—¿Una qué? —preguntó TJ.
—Una sinopsis. Un resumen. Una síntesis.
—¿Existe esa palabra? Todos los días se aprende algo nuevo. Bueno, pues Royce antes era abogado. Dejó de ejercer de repente, por motivos misteriosos. Es un tipo duro. Trabaja principalmente para seis o siete organismos distintos del estado. Su cargo oficial es el de «mediador». Extraoficialmente, es un solucionador. ¿Has visto esa película, Michael Clayton?
—Claro, la de George Clooney. Dos veces.
—¿Dos?
—George Clooney.
—Ah. Pues a eso es a lo que se dedica Royce. Últimamente trabaja mucho para altos cargos de la oficina del vicegobernador, la comisión de energía del estado, la Agencia de Protección Medioambiental y la Comisión Económica de la Asamblea. Si hay un problema, allí está él.
—¿Qué tipo de problemas?
—Desacuerdos entre comisiones, escándalos, relaciones públicas, malversaciones, disputas sobre contratos… Todavía estoy esperando que me den más detalles.
—Avísame si hay algo que pueda utilizar —dijo Dance, sirviéndose de uno de los verbos preferidos de Royce.
—¿Utilizar? ¿Para qué?
—Tuvimos una desavenencia, Royce y yo.
—Entonces, ¿quieres chantajearlo?
—Esa es una palabra muy fuerte. Digamos simplemente que me gustaría conservar mi empleo.
—Yo también quiero que lo conserves, jefa. Puedo recurrir al asesinato, si haces la vista gorda. Oye, ¿qué hay de Avery?
—Rey le está pisando los talones.
—Me encanta esa expresión. Me gusta casi tanto como «se ha convertido en su sombra».
—¿Cómo va la lista de sospechosos de Chilton? ¿Algún progreso?
TJ le explicó que estaba costando dar con la pista de todos los posibles sospechosos. Algunos se habían mudado o no figuraban en ningún sitio, estaban en el extranjero o habían cambiado de nombre.
—Dame la mitad —le dijo Dance—. Yo también voy a ponerme con ello.
El joven agente le pasó una hoja de papel.
—Te doy la lista corta —dijo— porque eres mi jefa preferida.
Dance echó un vistazo a los nombres de la lista mientras pensaba cuál sería el mejor modo de proceder. Recordó las palabras de Jon Boling: Damos demasiada información personal en Internet. Demasiada.
Decidió dejar para más tarde las bases de datos institucionales: el Centro de Información Nacional sobre Delincuencia, el Programa de Detención de Delincuentes Violentos, las órdenes de detención del estado de California y las bases de datos de Tráfico.
Por ahora, se conformaría con Google.
*****
Greg Schaeffer observó a Jim Chilton, sentado ante él, asustado y cubierto de sangre.
Se había servido del seudónimo «Greg Ashton» para acercarse a Chilton sin despertar sospechas.
Porque el apellido Schaeffer podía alarmar al bloguero.
Claro que tal vez no. No le habría sorprendido lo más mínimo que Chilton se olvidara constantemente de quienes sufrían por culpa de su blog.
Se enfureció aún más al pensarlo y, cuando Chilton comenzó a balbucear «¿por qué…?», le propinó otro puñetazo.
La cabeza del bloguero chocó contra el respaldo de la silla y el hombre dejó escapar un gruñido. Todo lo cual estaba muy bien, pero el muy hijo de puta no parecía lo bastante asustado para satisfacer a Schaeffer.
—¿Por qué haces esto, Ashton?
Schaeffer se inclinó hacia delante y lo agarró por el cuello de la camisa. Susurró:
—Vas a leer una declaración. Si no pareces sincero, si no pareces arrepentido, mataré a tu mujer. Y a tus hijos también. Sé que pronto volverán del campamento. He estado siguiéndolos. Conozco sus horarios. —Se volvió hacia la esposa de Chilton—. Y sé que tu hermano está con ellos. Es grandullón, pero no está hecho a prueba de balas.
—¡Dios mío, no! —gimió Patrizia, deshaciéndose en llanto—. ¡Por favor!
El rostro de Chilton reflejó por fin auténtico pavor.
—¡No! ¡No hagas daño a mi familia! Por favor, por favor… Haré lo que quieras. Pero no les hagas daño.
—Lee la declaración como si lo sintieras de verdad —le advirtió Schaeffer— y los dejaré en paz. La verdad es que sólo siento pena por ellos, Chilton. Se merecen algo mejor que vivir con un mierda como tú.
—Voy a leer la declaración —afirmó el bloguero—, pero ¿quién eres? ¿Por qué haces esto? Me debes una respuesta.
Una oleada de furia se apoderó de Schaeffer.
—¿Que yo te debo una respuesta? —gruñó—. ¿Que te la debo? ¡Cabrón arrogante! —Le asestó otro puñetazo en el pómulo, dejándolo aturdido—. Yo no te debo nada. —Se inclinó hacia delante y le espetó—: ¿Que quién soy? ¿Que quién soy? ¿Conoces a alguien cuya vida hayas destrozado? No, por supuesto que no. Porque te quedas sentado en esa puta silla, a millones de kilómetros de la vida real y dices todo lo que te viene en gana. Escribes cualquier mierda en tu teclado, la envías al mundo y te pones con otra cosa. ¿El término «consecuencias» significa algo para ti? ¿El término «responsabilidad»?
—Intento ser preciso. Si me equivoco en algo…
Schaeffer volvió a ofuscarse.
—Eres un puto ciego. No entiendes que puedes tener razón en los datos y aun así estar equivocado. ¿Tienes que contar todos los secretos del mundo? ¿Tienes que destrozar vidas sin ningún motivo, como no sea por tu número de visitas?
—¡Por favor!
—¿Te dice algo el nombre de Anthony Schaeffer?
Chilton cerró los ojos un momento.
—Ay.
Cuando volvió a abrirlos, rebosaban comprensión, y quizá remordimiento. Pero eso no conmovió a Schaeffer lo más mínimo.
Al menos se acordaba del hombre al que había destruido.
—¿Quién es ese? —preguntó Patrizia—. ¿Qué quiere decir, Jim?
—Díselo, Chilton.
El bloguero suspiró.
—Era un gay que se suicidó después de que yo revelara su homosexualidad hace un par de años. Y era…
—Mi hermano.
A Schaeffer se le quebró la voz.
—Lo siento.
—Lo siente —bufó Schaeffer, burlón.
—Pedí disculpas por lo que pasó. ¡Yo no quería que muriera! Tienes que saberlo. Me sentí fatal.
Schaeffer miró a Patrizia.
—A tu marido, la voz de la moral y la justicia universal, no le gustó que el diácono de una iglesia fuera gay.
—No fue por eso —replicó Chilton—. Tu hermano encabezaba una campaña importante contra el matrimonio homosexual en California. Yo critiqué su hipocresía, no su condición sexual. Y su inmoralidad. Estaba casado, tenía hijos, pero cuando se iba de viaje de trabajo pagaba a prostitutos. ¡Engañaba a su mujer, a veces con tres hombres en una sola noche!
El bloguero había recuperado su petulancia. A Schaeffer le dieron ganas de golpearlo de nuevo, y eso hizo, rápidamente y con fuerza.
—Tony se estaba esforzando por encontrar el camino hacia Dios. Tuvo un par de deslices. ¡Y tú hiciste que pareciera un monstruo! Ni siquiera le diste oportunidad de explicarse. Dios le estaba ayudando a encontrar el camino.
—Pues no lo estaba haciendo muy bien, si…
Schaeffer le golpeó de nuevo.
—¡Jim, no discutas con él! ¡Por favor!
Chilton bajó la cabeza. Por fin parecía desesperado y lleno de miedo y pesar.
Schaeffer paladeó su deliciosa desesperación.
—Lee la declaración.
—Está bien. Haré lo que quieras. Voy a leerla, pero mi familia… Por favor.
Su expresión de angustia era para Schaeffer como un buen vino.
—Te doy mi palabra —dijo sinceramente, aunque pensó que Patrizia sólo sobreviviría dos segundos a su marido. Un acto humanitario, al final. No querría seguir viviendo sin él. Además, era una testigo.
En cuanto a los niños, no, no los mataría. Para empezar, todavía faltaba casi una hora para que llegaran a casa, y para entonces haría rato que se habría ido. Además, quería que el mundo se compadeciera de él. Matar al bloguero y a su mujer era una cosa. Matar a los niños, otra bien distinta.
Pegó por debajo de la cámara una hoja de papel con la declaración que había escrito esa mañana. Era un discurso conmovedor, redactado de tal manera que nadie lo relacionara con el crimen.
Chilton carraspeó y bajó la mirada. Comenzó a leer.
—Dirijo esta declaración…
Se le quebró la voz.
¡Precioso! Schaeffer siguió grabando.
Chilton comenzó de nuevo:
—Dirijo esta declaración a todos aquellos que han leído mi blog, The Chilton Report, durante estos años. No hay en el mundo nada más preciado para un hombre que su reputación, y yo he consagrado mi vida a destruir gratuitamente y al azar la reputación de muchos ciudadanos rectos y honrados.
Lo estaba haciendo muy bien.
—Es fácil comprar un ordenador barato, una página web y un programa para escribir blogs. En cinco minutos, tienes un cauce en el que verter tus opiniones personales, un cauce que verán millones de personas de todo el mundo. Eso produce una sensación de poder embriagadora, pero no es un poder ganado con esfuerzo. Es un poder robado.
»He escrito muchas cosas que eran simples rumores. Esos rumores se propagaron y se aceptaron como la verdad, aunque fueran absolutamente falsos. Por culpa de mi blog, la vida de un joven, Travis Brigham, ha quedado destruida. Ya no tiene nada por lo que vivir. Yo tampoco. Travis ha buscado justicia agrediendo a las personas que lo atacaron, personas que eran mis amigos. Y ahora va a hacer recaer su justicia sobre mí. Soy culpable de haberle destrozado la vida.
Por su cara corrían lágrimas gloriosas. Schaeffer estaba en el paraíso.
—Acepto mi responsabilidad por haber destruido la reputación de Travis y la de todas aquellas personas sobre las que he escrito desconsideradamente. Que la sentencia que va a aplicarme Travis sirva como advertencia para otros: la verdad es sagrada. Los rumores no son la verdad. Ahora, adiós.
Respiró hondo y miró a su esposa.
Schaeffer estaba satisfecho. Había hecho un buen trabajo. Paró la cámara web y comprobó la pantalla. En la imagen sólo aparecía Chilton. Su esposa, no. No quería que a ella se la viera muerta, sólo al bloguero. Se retiró un poco para que se viera todo su torso. Le dispararía una sola vez, en el corazón, y grabaría su muerte. Luego cargaría el vídeo en varias páginas de redes sociales y otros blogs. Calculaba que tardaría dos minutos en aparecer en YouTube y que lo verían varios millones de personas antes de que la empresa lo retirara. Pero para entonces el software pirata que permitía la descarga de vídeos en streaming lo habría capturado, y se extendería por todo el mundo como un cáncer.
—Te encontrarán —masculló Chilton—. La policía.
—Pero no me estarán buscando a mí. Estarán buscando a Travis Brigham. Y, francamente, no creo que vayan a esforzarse mucho. Tienes un montón de enemigos.
Amartilló la pistola.
—¡No! —gimió Patrizia Chilton, desesperada. Schaeffer se resistió al impulso tentador de dispararle primero.
Apuntó con firmeza a su objetivo y notó que una sonrisa resignada y un tanto irónica cruzaba el rostro de James Chilton.
Pulsó de nuevo el botón de la cámara y comenzó a apretar el gatillo.
Entonces oyó:
—¡Quieto!
La voz procedía de la puerta abierta del despacho.
—Tire el arma inmediatamente.
Schaeffer miró hacia atrás, sobresaltado, y vio a un joven hispano, delgado y con la camisa blanca arremangada. Lo apuntaba con una pistola. Llevaba una placa policial a la altura de la cadera.
¡No! ¿Cómo lo había encontrado?
Siguió apuntando firmemente al pecho de Chilton y le espetó al policía:
—¡Tírala tú!
—Baje la pistola —contestó con calma el agente—. No volveré a advertírselo.
Schaeffer gruñó:
—Si me dispara, yo…
Vio un fogonazo amarillo, sintió un golpe en la cabeza y luego todo se volvió negro.