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Aparcada en una calle polvorienta cerca de la pequeña localidad de Marina, a ocho kilómetros al norte de Monterrey, Dance estaba sola en su Crown Victoria, hablando por teléfono con TJ.

—¿Y Brubaker? —preguntó.

—No tiene antecedentes —contestó.

Y su colaboración con el FBI, y su coartada, estaba confirmada.

Aun así, podía haber contratado a alguien para que hiciera el trabajo sucio, pero aquella información lo descartaba como principal sospechoso.

La atención de Dance se centraba ahora en la persona cuyo nombre le había dado Brubaker. El nombre que figuraba en la hojita de papel era el de Clint Avery, al que la agente estaba observando desde unos cien metros de distancia, a través de la malla metálica que, coronada por alambre de cuchillas, rodeaba el gigantesco solar de su empresa constructora.

El apellido de Avery no había salido a relucir en ningún momento durante la investigación, y ello por un buen motivo: el constructor no había publicado ningún comentario en el blog, y Chilton nunca había escrito sobre él en el Report.

Al menos, llamándolo por su nombre. En su hilo «El camino de baldosas amarillas» no mencionaba a Avery expresamente. Cuestionaba, sin embargo, la decisión del gobierno de construir aquella carretera y planteaba dudas acerca del procedimiento de licitación, criticando de paso, de manera implícita, a la empresa contratista. Dance debería haber sabido que se trataba de Avery Construction, dado que un equipo de la empresa la había parado dos días antes, en las obras de la carretera, cuando se dirigía a la escuela de verano de Caitlin Gardner. No había, sin embargo, relacionado aquellos dos datos.

TJ Scanlon le dijo:

—Por lo visto Clint Avery estuvo relacionado con una empresa a la que investigaron hace unos cinco años por utilizar materiales de mala calidad. La investigación se abandonó enseguida. Puede que las informaciones de Chilton hagan que se reabra el caso.

Un buen motivo para matar al bloguero, convino Dance.

—Muy bien, gracias, TJ. ¿Chilton te ha mandado ya la lista de sospechosos?

—Sí.

—¿Algún otro que destaque?

—Todavía no, jefa, pero me alegro de no tener tantos enemigos como él.

Ella se rio un momento y colgaron.

Siguió observando desde lejos a Clint Avery. Había visto fotografías suyas muchas veces, en las noticias y en los periódicos. Era difícil no fijarse en él. Aunque sin duda era multimillonario, iba vestido como cualquier otro obrero: con una camisa azul por cuyo bolsillo asomaban varios bolígrafos, pantalones de trabajo marrones y botas. Llevaba la camisa arremangada y Dance alcanzó a distinguir un tatuaje en la piel curtida de su antebrazo. Sostenía en la mano un casco amarillo y llevaba un transmisor de buen tamaño a la altura de la cadera. No le habría sorprendido que llevara también un revólver. Su cara ancha y bigotuda parecía la de un pistolero.

Puso en marcha el motor y cruzó la puerta. Avery se fijó en su coche, entornó los ojos ligeramente y pareció darse cuenta de inmediato de que era un vehículo policial. Puso fin a su conversación con un hombre con chaqueta de cuero, que se alejó a toda prisa.

Dance aparcó. Avery Construction era una empresa seria, dedicada a un único propósito: construir cosas. Había enormes naves de almacenamiento de materiales de construcción, excavadoras, retroexcavadoras, orugas, buldóceres, camiones y todoterrenos, incluso una cementera y lo que parecían ser talleres de carpintería y metalurgia, además de grandes depósitos de gasoil para abastecer a los vehículos, casetas de obra y pequeños almacenes. La oficina principal la formaban varios edificios funcionales y espaciosos, todos ellos de poca altura. En la creación de Avery Construction no habían intervenido diseñadores gráficos, ni paisajistas.

Dance se identificó. El presidente de la empresa se mostró cordial y le estrechó la mano. Sus ojos formaron pequeñas arrugas en su cara bronceada cuando miró sus credenciales.

—Señor Avery, confiamos en que pueda ayudarnos. ¿Está usted al corriente de los crímenes que han tenido lugar últimamente en la península?

—Claro, ese chico, el Asesino de la Máscara. He oído que hoy ha matado a otra persona. Es terrible. ¿En qué puedo ayudarles?

—El asesino deja cruces en la cuneta de las carreteras como advertencia de que va a cometer otro crimen.

Avery hizo un gesto afirmativo.

—Lo he visto en las noticias.

—Bien, hemos notado algo curioso. Varias de las cruces han aparecido cerca de obras de su empresa.

—¿Sí?

Arrugó el ceño, frunciendo mucho la frente. ¿Era una reacción desproporcionada a la noticia? Dance no estaba segura. Avery comenzó a volver la cabeza, luego se detuvo. ¿Había hecho amago de mirar instintivamente a su socio, el de la chaqueta de cuero?

—¿Cómo puedo ayudarles?

—Queremos hablar con algunos de sus empleados para ver si han notado algo fuera de lo normal.

—¿Qué, por ejemplo?

—Transeúntes que se comporten de forma sospechosa, objetos infrecuentes, pisadas, quizás, o marcas de rueda de bicicleta en zonas acordonadas por obras. Aquí tiene una lista de lugares.

Había escrito algunos poco antes, en el coche.

Avery miró la lista con expresión preocupada, se la guardó en el bolsillo de la chaqueta y cruzó los brazos. Ello significaba muy poco desde un punto de vista kinésico, puesto que Dance no había tenido tiempo de establecer la línea base de conducta. Pero cruzar los brazos o las piernas es un gesto defensivo y puede interpretarse como un síntoma de malestar.

—¿Quiere que le dé una lista de los empleados que han trabajado en esas zonas? Desde que empezaron los asesinatos, imagino.

—Exacto. Sería de gran ayuda.

—Supongo que la querrá cuanto antes.

—Lo antes posible, sí.

—Haré lo que pueda.

Dance le dio las gracias y regresó al coche, salió del aparcamiento y enfiló la carretera. Se detuvo allí cerca, junto a un Honda Accord azul, con el morro mirando en dirección contraria, de modo que su ventanilla abierta quedaba a medio metro de la de Rey Carraneo. El agente estaba sentado detrás del volante del Honda, en mangas de camisa y sin corbata. Sólo lo había visto vestido de manera tan informal en dos ocasiones: en una comida campestre de la Oficina y en una rocambolesca barbacoa en casa de Charles Overby.

—Ya tiene el cebo —comentó Dance—. No sé si picará.

—¿Cómo ha reaccionado?

—Es difícil saberlo. No he tenido tiempo de establecer la línea base, pero tengo la sensación de que se estaba esforzando por parecer tranquilo y dispuesto a cooperar. Estaba más nervioso de lo que aparentaba. También tengo mis dudas sobre uno de sus ayudantes.

Le describió al hombre de la chaqueta de cuero.

—Si alguno de los dos se marcha, no lo pierdas de vista.

—Sí, señora.

*****

Patrizia Chilton abrió la puerta y saludó a Greg Ashton, el hombre al que su marido llamaba «Superbloguero», de esa manera simpática, pero ligeramente ofensiva, tan propia de Jim.

—Hola, Pat —dijo Ashton.

Se dieron la mano. El hombre, delgado y vestido con pantalones de vestir caros de color marrón oscuro y una bonita americana, señaló con la cabeza el coche patrulla estacionado en la calle.

—¿Y ese ayudante del Sheriff? No ha querido decirme nada, pero está aquí por lo de esos asesinatos, ¿verdad?

—Sólo es por precaución.

—He estado siguiendo la historia. Debéis de estar muy disgustados.

Ella sonrió estoicamente.

—Por decirlo suavemente. Ha sido una pesadilla.

Le gustaba poder reconocer cómo se sentía. Con Jim no siempre podía hacerlo. Creía que tenía que apoyar a su marido. De hecho, a veces le enfurecía su papel de periodista insobornable. Entendía que era importante, pero en ocasiones odiaba el blog con toda su alma.

Y ahora… ¿Poner en peligro a toda la familia y tener que mudarse a un hotel? Esa mañana había tenido que pedirle a su hermano, un hombre muy corpulento que había sido portero de discoteca en la universidad, que acompañara a sus hijos al campamento de día, que se quedara con ellos y los trajera de vuelta.

Cerró la puerta con cerrojo.

—¿Puedo traerte algo? —preguntó a Ashton.

—No, no quiero nada, gracias.

Patrizia se dirigió al despacho de su marido y echó un vistazo al jardín trasero por el ventanal del pasillo.

Sintió una punzada de preocupación en el pecho.

¿Había visto algo entre los matorrales, detrás de la casa? ¿Era una persona?

Se detuvo.

—¿Ocurre algo? —preguntó Ashton.

El corazón le latía con violencia.

—No… nada. Seguramente era sólo un ciervo. La verdad es que este asunto me ha puesto los nervios de punta.

—Yo no veo nada.

—Se ha ido —repuso ella.

Pero ¿se había ido? No lo sabía. Sin embargo, no quería alarmar a su invitado. Además, todas las puertas y las ventanas estaban cerradas.

Llegaron al despacho de su marido y entraron.

—Cariño —dijo—, es Greg.

—Ah, justo a tiempo.

Se estrecharon la mano.

—Greg dice que no quiere nada —dijo Patrizia—. ¿Y tú, cielo?

—No, gracias. Si tomo más té, me pasaré toda la reunión yendo al baño.

—Bueno, entonces os dejo con vuestro trabajo. Voy a seguir haciendo el equipaje.

Se desanimó de nuevo al pensar que tenían que trasladarse a un hotel. Odiaba que la obligaran a salir de su casa. Al menos los niños se lo tomarían como una aventura.

—Ahora que lo pienso —dijo Ashton—, espera un momento, Pat. Voy a hacer un vídeo de la forma de trabajar de Jim para colgarlo en mi página. Quiero que aparezcas tú también.

Colocó su maletín en la mesa y lo abrió.

—¿Yo? —preguntó, extrañada—. Ah, no. No me he peinado. Y voy sin maquillar.

—En primer lugar, estás fantástica —repuso Ashton—. Pero, lo que es más importante, el trabajo de un bloguero no tiene nada que ver con la peluquería y el maquillaje. Se trata de autenticidad. He grabado docenas de vídeos como este y nunca he dejado que nadie se pusiera ni un poco de carmín.

—Bueno, de acuerdo.

Patrizia estaba distraída, pensando en el movimiento que había visto detrás de la casa. Debería ir a decírselo al ayudante del Sheriff que montaba guardia fuera.

Ashton se rio.

—De todos modos no es más que una cámara web de resolución media.

Levantó una pequeña videocámara.

—No irás a hacerme preguntas, ¿verdad?

Empezó a ponerse nerviosa al pensarlo. El blog de Jim recibía cientos de miles de visitas. El de Greg Ashton, muchas más, seguramente.

—No sabría qué decir.

—Serán sólo unas cuantas frases. Habla simplemente de cómo es estar casada con un bloguero.

Su marido se rio.

—Apuesto a que tiene muchas cosas que contar.

—Podemos hacer tantas tomas como queráis.

Ashton montó un trípode en el rincón de la habitación y colocó la cámara.

Jim se puso a ordenar los muchos montones de periódicos y revistas que había sobre su mesa. Ashton se rio y meneó un dedo.

—Queremos que sea auténtico, Jim.

Otra risa.

—Está bien. Tienes razón.

Jim volvió a dejar la mesa como estaba.

Patrizia se miró en un espejito decorativo que colgaba de la pared y se pasó los dedos por el pelo. No, decidió con actitud desafiante. Ella iba a arreglarse, dijera lo que dijera Ashton. Se volvió para decírselo.

Tuvo tiempo de parpadear, pero no de protegerse, cuando Ashton le asestó un puñetazo en el pómulo, rompiendo la piel, golpeando el hueso y haciéndola caer al suelo.

Con los ojos desorbitados por el espanto y el asombro, Jim saltó hacia él.

Y se quedó paralizado cuando Ashton le apuntó a la cara con una pistola.

—¡No! —gritó Patrizia, luchando por levantarse—. ¡No le hagas daño!

Ashton le lanzó un rollo de cinta aislante y le ordenó que atara las manos de su marido a la espalda.

Ella vaciló.

—¡Obedece!

Con manos temblorosas, confusa y llorosa, Patrizia hizo lo que le ordenaba.

—Cariño —susurró mientras ataba las manos de Chilton por detrás de la silla—, tengo miedo.

—Haz lo que te dice —le dijo su marido. Luego miró a Ashton con furia—. ¿Qué demonios significa esto?

Ashton no le hizo caso y arrastró a Patrizia hasta el rincón agarrándola por el pelo. Ella chilló, llorando.

—¡No! ¡No! ¡Me duele! ¡No!

Ashton también le ató las manos.

—¿Quién eres? —murmuró Jim.

Pero a esa pregunta podía responder la propia Patrizia Chilton. Greg Ashton era el Asesino de la Cruz de Carretera.

Ashton notó que Jim miraba afuera.

—¿El ayudante del Sheriff? —masculló—. Está muerto. No hay nadie que pueda ayudaros.

Dirigió la cámara de vídeo hacia la cara pálida y horrorizada de Jim, en cuyos ojos comenzaban a agolparse las lágrimas.

—¿Quieres más visitas en tu preciado blog, Chilton? Pues vas a tenerlas. Apuesto a que vas a batir un récord. No creo que nunca antes se haya visto a un bloguero asesinado en directo.