33

—¿James?

Hubo un silencio al otro lado de la línea.

—Agente Dance —dijo el bloguero. Parecía cansado—. ¿Más malas noticias?

—He encontrado pruebas que sugieren que Travis Brigham no es quien deja esas cruces.

—¿Qué?

—No estoy del todo segura, pero según parece el chico podría ser un cabeza de turco. Es posible que alguien esté haciendo que parezca que él es el asesino.

—¿Y ha sido inocente desde el principio? —susurró él.

—Me temo que sí.

Dance le explicó lo que había descubierto: quién conducía realmente el 9 de junio y las probabilidades que había de que las pruebas materiales fueran falsas.

—Creo que el verdadero objetivo del asesino es usted —agregó.

—¿Yo?

—Ha publicado algunos artículos incendiarios a lo largo de su carrera. Y está escribiendo sobre temas muy controvertidos. Creo que a algunas personas les haría feliz que parara. Imagino que ha recibido amenazas en alguna ocasión.

—Muchas veces, sí.

—Revise su blog, busque los nombres de todas las personas que lo hayan amenazado, que puedan querer vengarse por algo que haya dicho, o a las que pueda preocuparles que esté investigando algo que no quieran que publique. Elija a los sospechosos más probables. Y remóntese algunos años atrás.

—De acuerdo. Redactaré una lista. Pero ¿de veras cree que corro peligro?

—Así es.

Se quedó callado.

—Me preocupan Pat y los chicos. ¿Cree que deberíamos marcharnos de aquí? ¿Irnos a nuestra casa de veraneo, quizás? Está en Hollister. ¿O alojarnos en un hotel?

—Seguramente es más seguro el hotel. En alguna parte aparecerá como propietario de la otra casa. Puedo arreglarlo para que se alojen en uno de los moteles que usamos para los testigos. Con un nombre falso.

—Gracias. Denos un par de horas. Pat hará el equipaje y nos iremos en cuanto termine una reunión que tengo prevista.

—Bien.

Estaba a punto de colgar cuando Chilton añadió:

—Espere, agente Dance. Una cosa…

—¿Qué?

—Tengo una idea… sobre quién puede ser el número uno de la lista.

—Estoy lista para escribir.

—No va a necesitar papel y lápiz —repuso Chilton.

Dance y Rey Carraneo se acercaron lentamente a la lujosa casa de Arnold Brubaker, el principal promotor de la planta desalinizadora que, según James Chilton, iba a destruir la península de Monterrey.

El bloguero había señalado a Brubaker como principal sospechoso. O el zar de la desalinización en persona, o una persona contratada por él. A Dance le parecía probable. Iba conectada a Internet en el ordenador del coche, leyendo el hilo «Desalar y desolar» del 28 de junio.

http://www.thechiltonreport.com/html/junio28.html

De las informaciones de Chilton y los comentarios, dedujo que el bloguero había descubierto los contactos de Brubaker en Las Vegas, lo que apuntaba a un posible vínculo con el crimen organizado, y los negocios privados de Brubaker en el sector inmobiliario, negocios que sugerían la existencia de secretos que tal vez no quisiera ver sacados a la luz.

—¿Listo? —le preguntó a Carraneo al desconectarse.

El joven agente hizo un gesto afirmativo y salieron del coche.

Ella llamó a la puerta.

Por fin, el empresario de cara colorada, por efecto del sol, no de la bebida, dedujo, abrió la puerta. Le sorprendió verles allí. Pestañeó y se quedó callado un momento.

—Del hospital. ¿Usted es…?

—La agente Dance. Este es el agente Carraneo.

Brubaker miró tras ella.

¿Buscando refuerzos?, se preguntó Dance.

Y, si así era, ¿refuerzos de la policía? ¿O del propio Brubaker?

Sintió un ligero escalofrío. En su opinión, la gente que mataba por dinero era la más implacable.

—Seguimos investigando ese incidente con el señor Chilton. ¿Le importa que le haga unas preguntas?

—¿Qué? ¿Ese capullo me ha denunciado al final? Pensaba que…

—No, no lo ha denunciado. ¿Podemos pasar?

Brubaker siguió mirándolos con recelo. Esquivó la mirada de Dance, les indicó que pasaran y balbució:

—Está loco, ¿sabe? Loco de atar, quiero decir.

Ella esbozó una sonrisa ambigua.

Brubaker echó otra ojeada fuera antes de cerrar la puerta con llave.

Atravesaron la casa, impersonal y con muchas habitaciones vacías de muebles. A Dance le pareció oír un crujido cerca. Luego otro, en una habitación distinta.

¿Eran crujidos propios de la casa, o acaso Brubaker tenía ayudantes por allí cerca?

¿Ayudantes o matones?

Entraron en un despacho lleno de papeles, planos, láminas, fotografías y documentos legales. Una de las mesas estaba ocupada por una minuciosa maqueta de la planta desalinizadora.

Brubaker quitó de dos sillas varios gruesos montones de carpetas y les indicó que se sentaran. Luego tomó asiento detrás del amplio escritorio.

Dance reparó en los diplomas de la pared. Había también fotografías de Brubaker con hombres trajeados de aspecto poderoso: políticos o empresarios. Los interrogadores adoran las paredes de los despachos: revelan tanto sobre la gente… De aquellas fotografías en concreto, dedujo que Brubaker era inteligente, tenía varias titulaciones y diplomas de diversos cursos profesionales, que se manejaba bien en ambientes políticos, reconocimientos y llaves de distintas ciudades y condados, y que era duro: al parecer, su empresa había construido plantas desalinizadoras en México y Colombia. Las fotografías lo mostraban rodeado por hombres con gafas de sol y actitud vigilante: guardias de seguridad. Eran los mismos en todas las fotografías, de lo que se deducía que no se los había asignado el gobierno local de turno, sino que eran sus guardaespaldas personales. Uno de ellos sostenía una ametralladora.

¿Se debían a ellos los crujidos que había oído al entrar y de nuevo hacía un momento, más cerca?

Preguntó a Brubaker por el proyecto de desalinización, y el promotor se lanzó a una larga perorata acerca de la tecnología punta que utilizaría la planta. Dance captó términos como «filtración», «membranas» y «depósitos de almacenamiento de agua dulce». Brubaker les dio entonces una breve conferencia acerca del coste reducido de unos nuevos sistemas que garantizaban la viabilidad económica de la desalinización.

Dance retuvo poca información, pero fingió interés mientras observaba detenidamente su línea base de conducta.

Su primera impresión fue que no parecía preocupado en absoluto por su presencia, aunque los altomaquiavélicos rara vez se dejaban perturbar por las relaciones humanas, ya fueran sentimentales, sociales o profesionales. Hasta el enfrentamiento lo abordaban con ecuanimidad. Por eso, entre otras cosas, eran tan eficientes. Y potencialmente tan peligrosos.

Le habría gustado disponer de más tiempo para valorar la conducta base del promotor, pero una sensación de urgencia la impulsó a interrumpir su discurso y a preguntar:

—Señor Brubaker, ¿dónde estaba usted ayer a la una de la tarde y hoy a las once de la mañana?

Las horas de la muerte de Lyndon Strickland y Mark Watson.

—¿Por qué lo pregunta?

Una sonrisa. Dance no pudo deducir qué se ocultaba tras ella.

—Estamos investigando ciertas amenazas contra el señor Chilton.

Era cierto, aunque no fuera la historia completa, desde luego.

—Vaya, así que me difama y ahora el acusado soy yo.

—No estamos acusándolo de nada, señor Brubaker. Pero ¿podría contestar a mi pregunta, por favor?

—No tengo por qué hacerlo. Puedo pedirles que se marchen ahora mismo.

Era cierto.

—Puede negarse a cooperar, pero esperamos que no lo haga.

—Pueden esperar todo lo que quieran —replicó. Su sonrisa se volvió triunfal—. Ya sé lo que pasa. ¿Es posible que se hayan equivocado del todo, agente Dance? ¿Que no sea un adolescente psicótico quien se ha estado dedicando a destripar a la gente como en una mala película de terror, sino alguien que ha utilizado al chico, que le ha tendido una trampa con intención de matar a James Chilton y cargarle a él el muerto?

Había dado en el clavo, pensó Dance. Pero ¿significaba eso que les estaba amenazando? Si él era ese «alguien» al que se refería, entonces la respuesta era sí.

Carraneo la miró de soslayo, brevemente.

—Lo que significa que les han tomado el pelo.

Había demasiadas normas importantes en la práctica del interrogatorio como para que alguna de ellas ocupara el primer lugar, pero una de las principales era esta: «Nunca dejes que las descalificaciones personales te afecten».

—Ha habido una serie de crímenes muy graves, señor Brubaker —contestó en tono razonable—. Estamos investigando todas las posibilidades. Usted tiene motivos de queja contra James Chilton, y ya le ha agredido en una ocasión.

—¿Y de veras creen ustedes… —preguntó en tono desdeñoso— que me convendría enzarzarme públicamente en una pelea con el hombre al que intento matar?

Sería muy estúpido, o muy sagaz, respondió Dance para sus adentros. Luego preguntó:

—¿Dónde estaba a las horas que he mencionado? Puede decírnoslo o puede negarse. En todo caso, seguiremos investigando.

—Es usted tan insidiosa como Chilton. En realidad es usted peor, agente Dance. Usted se esconde detrás de su placa.

Carraneo se removió, pero no dijo nada.

Ella también guardó silencio. Una de dos: o Brubaker contestaba, o les echaba a la calle.

No, comprendió Dance. Había una tercera posibilidad, una posibilidad que había ido filtrándose poco a poco en su ánimo desde que había escuchado aquellos crujidos fantasmales en la casa aparentemente vacía.

Brubaker iba a sacar un arma.

—Ya me he cansado de esto —murmuró y, con los ojos desorbitados por la ira, abrió de golpe el cajón de arriba del escritorio y metió la mano dentro.

Dance vio en un fogonazo las caras de sus hijos, la de su marido y, por último, la de Michael O’Neil.

Por favor, pensó, rezando por darse prisa…

—¡Rey, a nuestra espalda! ¡Cúbreme!

Y cuando Brubaker levantó los ojos, se descubrió mirando el cañón de la Glock de Dance mientras Carraneo miraba en sentido contrario y apuntaba con su arma hacia la puerta del despacho.

Ambos agentes estaban agachados.

—¡Santo Dios, tranquilícense! —gritó el promotor.

—Despejado por ahora —dijo Carraneo.

—Asegúrate —ordenó Dance.

El joven se acercó cautelosamente a la puerta, se situó a un lado y la empujó con el pie.

—Despejado.

Luego se giró para apuntar a Brubaker.

—Levante las manos despacio —ordenó Dance, sosteniendo la Glock con suficiente firmeza—. Si tiene una pistola en la mano, suéltela inmediatamente. No la levante, ni la baje. Limítese a soltarla. Si no lo hace enseguida, dispararemos. ¿Entendido?

Arnold Brubaker sofocó un gemido.

—No tengo ninguna pistola.

Ella no oyó caer ningún arma sobre el lujoso suelo, y Brubaker comenzó a levantar las manos muy despacio.

A diferencia de las de Dance, no le temblaban en absoluto.

El promotor tenía entre los dedos enrojecidos una tarjeta que le lanzó con desdén. Los agentes guardaron sus armas. Se sentaron.

La agente miró la tarjeta, diciéndose que la situación, que al parecer no podía ser más embarazosa, acababa de torcerse definitivamente. La tarjeta llevaba grabado el emblema dorado del Departamento de Justicia: el águila y, debajo, la inscripción. Conocía muy bien las tarjetas de los agentes del FBI. Todavía tenía una caja grande en casa, de su marido.

—Ayer, a la hora que ha mencionado, estaba reunido con Amy Grabe. —La agente especial al mando de la oficina del FBI en San Francisco—. Estuvimos reunidos aquí y en la obra. Entre las once de la mañana y las tres de la tarde, aproximadamente.

Ah.

Brubaker añadió:

—Las plantas desalinizadoras y todas las infraestructuras de distribución de aguas son objetivos terroristas. He estado colaborando con Seguridad Nacional y el FBI para asegurarnos de que, si el proyecto sale adelante, las medidas de seguridad sean las más adecuadas. —La miró con calma, desdeñosamente. Se tocó el labio con la punta de la lengua—. Confío en que los agentes encargados sean federales. Estoy perdiendo la confianza en las fuerzas de seguridad locales.

Kathryn Dance no pensaba disculparse. Hablaría con Amy Grabe, a la que conocía y respetaba, pese a sus diferencias de opinión. Y, aunque, a pesar de tener coartada, Brubaker podía haber contratado a un matón para que cometiera los crímenes, le costaba creer que un promotor que colaboraba estrechamente con el FBI y el Departamento de Seguridad Nacional se arriesgara a cometer un asesinato. Además, su actitud sugería que estaba diciendo la verdad.

—Está bien, señor Brubaker. Comprobaremos lo que acaba de decirnos.

—Confío en que lo hagan.

—Le agradezco su tiempo.

—Estoy seguro de que sabrán encontrar la salida ustedes solos —replicó Brubaker con aspereza.

Carraneo lanzó una mirada avergonzada a Dance. Ella puso los ojos en blanco.

Cuando estaban en la puerta, Brubaker dijo:

—Esperen un momento.

Los agentes se volvieron.

—Y bien, ¿tenía yo razón?

—¿Razón?

—En que creen que alguien ha matado al chico y lo ha organizado todo para asesinar a Chilton y echarle a él la culpa.

Un silencio. Luego Dance pensó: ¿Por qué no?

—Sí, creemos que es posible —respondió.

—Tengan. —Brubaker anotó algo en una hojita de papel y se lo ofreció—. Es una persona sobre la que deberían informarse. Le encantaría que el blog y el bloguero desaparecieran.

Dance miró la nota.

Y se preguntó por qué no se le había ocurrido a ella.