Mientras hablaba por teléfono, Kathryn Dance condujo velozmente hasta la casa de James Chilton en Carmel. Paró el coche, dio las gracias a su interlocutor y colgó. Aparcó y se encaminó hacia el coche patrulla en el que montaba guardia un ayudante del Sheriff.
Se acercó a él.
—Hola, Miguel.
—Agente Dance, ¿cómo está? Por aquí, todo tranquilo.
—Bien. El señor Chilton ha vuelto, ¿verdad?
—Sí.
—Hágame un favor.
—Claro que sí.
—Salga del coche y quédese aquí, apoyado contra la puerta, quizá, para que la gente pueda verlo bien.
—¿Pasa algo?
—No estoy segura. Pero quédese aquí un rato. Pase lo que pase, no se mueva.
Miguel pareció indeciso, pero salió del coche.
Dance se acercó a la puerta principal y pulsó el timbre. La música que llevaba dentro percibió la ligera desafinación de la campanilla final.
Chilton abrió la puerta y parpadeó al verla.
—¿Ocurre algo?
Tras echar una mirada hacia atrás, la agente sacó las esposas de su funda.
Él bajó la mirada.
—¿Qué…? —exclamó.
—Dese la vuelta y ponga las manos a la espalda.
—¿Qué es esto?
—¡Haga lo que le digo inmediatamente!
—Esto es…
Dance lo agarró del hombro y le hizo volverse. Chilton hizo amago de hablar, pero ella se limitó a decir:
—Silencio. —Y le abrochó las esposas—. Está detenido por allanamiento de propiedad privada.
—¿Qué? ¿Qué propiedad privada?
—Las tierras de Arnold Brubaker, el solar de la planta desalinizadora.
—Espere, ¿se refiere a lo de ayer?
—Exacto.
—¡Pero si me dejó usted libre!
—No lo detuve entonces, pero lo detengo ahora.
Le recitó sus derechos.
Un coche oscuro apareció a toda velocidad por la calle, giró y avanzó por el camino de grava, hasta la casa. Dance vio que era una unidad de la Patrulla de Caminos. Los dos oficiales que ocupaban la parte delantera, dos hombres corpulentos, la miraron con curiosidad y salieron. Echaron un vistazo al coche patrulla de la oficina del Sheriff y al ayudante Miguel Herrera, que tocó la radio que llevaba en la cadera como si quisiera llamar a alguien para preguntar de qué iba todo aquello.
Los recién llegados se acercaron a Dance y a su detenido. Repararon en las esposas.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó la agente, desconcertada.
—Pues —dijo el mayor de los dos— somos de la Patrulla de Caminos de California. ¿Y usted quién es, señora?
Dance sacó la cartera de su bolso y les mostró su identificación.
—Soy Kathryn Dance, del CBI. ¿Qué vienen a hacer aquí?
—Venimos a detener a James Chilton.
—¿A mi detenido?
—¿Su detenido?
—Exacto. Acabamos de arrestarlo.
Lanzó una mirada a Herrera.
—Esperen un momento —bramó Chilton.
—Cállese —ordenó Dance.
El mayor de los agentes dijo:
—Tenemos una orden de detención contra James Chilton. Y una orden judicial para confiscar sus ordenadores, sus archivos y sus documentos de trabajo. Todo lo relacionado con el Chilton Report.
Le enseñaron los papeles.
—Eso es ridículo —dijo el bloguero—. ¿Qué cojones está pasando aquí?
—Silencio —repitió Dance con aspereza, y añadió dirigiéndose a los agentes—: ¿Cuáles son los cargos?
—De allanamiento de propiedad privada.
—¿Las tierras de Arnold Brubaker?
—Exacto.
Ella se rio.
—Es por eso por lo que acabo de detenerlo.
Los agentes la miraron, miraron luego a Chilton intentando ganar tiempo, y finalmente asintieron cada uno por su lado. Al parecer, aquella situación no tenía precedentes, que ellos supieran.
—Bueno —comentó uno de ellos—, nosotros tenemos una orden judicial.
—Entiendo, pero el señor Chilton ya está detenido y el CBI ya tiene jurisdicción sobre sus archivos y ordenadores. Vamos a confiscarlos dentro de unos minutos.
—Esto es una puta mierda —balbució el bloguero.
—Señor, tenga cuidado con lo que dice —replicó el más joven y corpulento de los dos agentes.
Se hizo un silencio atronador.
Entonces Kathryn Dance esbozó una sonrisa.
—Esperen. ¿Quién ha pedido la orden judicial? ¿Ha sido Hamilton Royce?
—En efecto. De la oficina del fiscal general de Sacramento.
—Ah, claro. —Dance pareció relajarse—. Lo lamento, se trata de un malentendido. El oficial encargado del caso de allanamiento era yo, pero tuvimos problemas con una declaración y tuve que posponer la detención del señor Chilton. Se lo comenté a Hamilton y seguramente ha pensado que como estaba tan liada con el caso de las cruces de carretera…
—Ah, eso, el Asesino de la Máscara. ¿Lleva usted ese caso?
—Pues sí.
—Pone los pelos de punta.
—Ya lo creo —convino Dance, y añadió—: A Hamilton seguramente se le habrá ocurrido hacerse cargo del caso de allanamiento, como yo estoy tan liada… —Ladeó la cabeza con aire desdeñoso—. Pero, francamente, el señor Chilton me tocó tanto las narices ayer que me apetecía detenerlo yo misma.
Esbozó una sonrisa cómplice a la que los patrulleros se sumaron brevemente. Luego prosiguió:
—Es culpa mía. Debería habérselo dicho. Permítanme que lo llame. —Se quitó el teléfono del cinturón y marcó. Ladeó la cabeza—. Soy la agente Dance —dijo, y explicó lo de la detención de James Chilton. Se quedó callada un momento—. Ya lo he detenido… Tenemos los papeles en la oficina… Claro. —Asintió con la cabeza—. Bien —añadió en tono concluyente, y colgó mientras una voz de mujer explicaba que la temperatura en la península de Monterrey era de trece grados y que, según el pronóstico, llovería al día siguiente.
—Está todo arreglado. Nosotros nos ocupamos de su procesamiento. —Una sonrisa—. A no ser que quieran pasarse cuatro horas en el centro de detención de Salinas, claro.
—No, por nosotros no hay problema, agente Dance. ¿Necesita ayuda para meterlo en el coche?
El agente más corpulento miraba a James Chilton como si el bloguero pesara cincuenta kilos más de los que pesaba y fuera capaz de romper la cadena de las esposas con sólo flexionar los músculos.
—No, no pasa nada. Nos las arreglaremos.
Los hombres se alejaron tras saludarla con una inclinación de cabeza, montaron en su coche y se marcharon.
—Escúcheme —gruñó Chilton con la cara colorada—, todo esto es una gilipollez y usted lo sabe.
—Relájese, ¿quiere?
Dance le hizo dar media vuelta y le quitó las esposas.
—¿Se puede saber qué está pasando? —El bloguero se frotó las muñecas—. Creía que iba a detenerme.
—Y lo he detenido. Pero he decidido dejarlo libre.
—¿Me está tomando el pelo?
—No, le estoy salvando.
Volvió a guardarse las esposas en la funda. Sonriendo, saludó con la mano a Herrera. El desconcertado ayudante del Sheriff respondió inclinando la cabeza.
—Le han tendido una trampa, James.
Poco antes, Dance había recibido una llamada de su secretaria. Maryellen había sospechado cuando Charles Overby la había llamado una primera vez para saber si Dance estaba en el despacho y luego una segunda para pedirle que fuera a su despacho para hablar de su satisfacción con el trabajo, cosa que no había hecho nunca antes.
Camino del despacho de Overby, Maryellen había remoloneado y se había quedado en el Ala de las Chicas, escondida en un pasillo lateral. Hamilton Royce se había colado en el despacho de su jefa. Cinco minutos después había salido y telefoneado a alguien. Maryellen había conseguido acercarse lo suficiente para escuchar parte de la conversación: Royce había llamado a un juez de Sacramento, al parecer amigo suyo, para pedirle una orden de detención contra James Chilton. Algo relacionado con un allanamiento.
La secretaria no entendía el significado de lo ocurrido, pero había llamado a Dance de inmediato para contárselo. Después se había ido al despacho de Overby.
La agente contó a Chilton una versión abreviada de la historia, omitiendo el nombre de Royce.
—¿Quién hay detrás de esto? —preguntó él, indignado.
Dance sabía que Chilton arremetería en su blog contra el responsable de su detención, fuera quien fuese, y no podía permitirse la pesadilla mediática que provocaría todo aquello.
—Eso no voy a decírselo. Lo único que puedo decirle es que hay personas que quieren que su blog se suspenda hasta que atrapemos a Travis.
—¿Por qué?
Dance contestó tajantemente:
—Por los mismos motivos por los que quería cerrarlo yo. Para evitar que la gente siga publicando comentarios y se convierta en objetivo de Travis. —Una leve sonrisa—. Y porque las autoridades del estado quedarán en muy mal lugar si no hacemos todo lo posible por proteger a los ciudadanos, lo cual equivale a cerrar su blog.
—¿Y cerrar el blog beneficia a los ciudadanos? Yo denuncio problemas públicos y casos de corrupción, no los aliento. ¿Y me ha detenido para que no llevaran a efecto la orden judicial?
—Sí.
—¿Qué va a pasar ahora?
—Una de dos: o los agentes vuelven a jefatura e informan a su superior de que no pueden cumplir la orden judicial porque ya está usted detenido, y la cosa se queda ahí…
—¿O? ¿Cuál es la segunda posibilidad?
O la mierda se estrella contra el ventilador, se dijo Dance. No dijo nada, se limitó a encogerse de hombros.
Pero Chilton lo entendió.
—¿Se está arriesgando por mí? ¿Por qué?
—Le debo una. Ha colaborado con nosotros. Y, por si quiere saber otra razón, no estoy de acuerdo con todas sus opiniones políticas, pero sí estoy de acuerdo en que tiene derecho a decir lo que quiera. Si se equivoca, que lo demanden y que decidan los tribunales. Pero yo no pienso tomar parte en las maniobras de no sé qué justicieros dispuestos a hacerle callar porque a la gente no le gusta su visión de las cosas.
—Gracias —dijo Chilton con una mirada de evidente gratitud.
Se estrecharon la mano.
—Más vale que vuelva a conectarme —dijo el hombre.
Dance regresó a la calle y, tras dar las gracias a Miguel Herrera, el atónito ayudante del Sheriff, regresó a su coche. Llamó a TJ y le dejó un mensaje pidiéndole que se informara a fondo sobre Hamilton Royce. Quería saber qué clase de enemigo acababa de buscarse.
Una duda que, al parecer, estaba a punto de despejarse, al menos en parte. Sonó su teléfono y vio en la pantalla que era Overby.
En fin, había sabido desde el principio que sería la segunda opción.
La mierda y el ventilador…
—Charles.
—Kathryn, creo que tenemos un pequeño problema. Hamilton Royce está aquí. Tengo puesto el manos libres.
Sintió el impulso de apartarse el teléfono de la oreja.
—Agente Dance, ¿qué es eso de que ha detenido a Chilton? ¿Cómo es que la Patrulla de Caminos no ha podido cumplir la orden judicial?
—No me ha quedado otro remedio.
—¿Otro remedio? ¿Qué quiere decir?
Luchando por dominar su voz, respondió:
—He decidido que no quiero cerrar el blog. Sabemos que Travis lo lee. Chilton le ha pedido que se entregue. Puede que el chico lo vea e intente contactar con él a través del blog. Quizá negociar su rendición.
—Bueno, Kathryn. —Overby parecía desesperado—. En general, Sacramento opina que sería todavía mejor cerrar el blog. ¿No estás de acuerdo?
—Pues no, Charles. Dígame, Hamilton, ¿ha visto usted mis archivos, ¿no es cierto?
Un silencio semejante a una mina antipersonas.
—No he visto nada que no sea de dominio público.
—Eso da igual. Ha sido una violación del secreto profesional. Puede que incluso un delito.
—Kathryn, por favor… —protestó Overby.
—Agente Dance —dijo Royce con calma, ignorando a Overby con la misma facilidad que ella.
Dance recordó una cosa que solía observar durante sus interrogatorios: un hombre dueño de sí mismo es un hombre peligroso.
—Está muriendo gente y a Chilton no le importa. Y sí, esto nos está haciendo quedar mal a todos, a usted, a Charles, al CBI y a Sacramento. A todos. Y no me importa reconocerlo.
A Dance no le interesaba el contenido de su argumento.
—Hamilton, vuelva a intentar algo así, con o sin orden judicial, y esto acabará llegando a oídos del fiscal general y del gobernador. Y de la prensa.
—Hamilton, lo que quiere decir es… —balbuceó Overby.
—Creo que sabe perfectamente lo que quiero decir, Charles.
Su teléfono móvil emitió un pitido. Era un mensaje de texto de Michael O’Neil.
—Tengo que contestar.
Desconectó, cortando a su jefe y a Royce.
Levantó el teléfono y leyó las palabras que se destacaban en la pantalla.
K:
Travis visto en Nuevo Monterrey. Lo hemos perdido. Al parecer hay otra víctima, un varón. Ha muerto. En Carmel, cerca del final de Cypress Hills Road oeste. Voy para allá. ¿Nos vemos allí?
M.
Respondió:
Sí.
Y corrió a su coche.
Encendió la sirena, que solía olvidar que llevaba su coche, los investigadores como ella rara vez tenían que lanzarse a una persecución, y avanzó a toda velocidad por la penumbra del atardecer.
Otra víctima…
La agresión tenía que haber sucedido no mucho después de que evitaran el intento de asesinato de Donald Hawken y su esposa. Ella estaba en lo cierto: el chico, posiblemente furioso por no haber conseguido su propósito, se había ido inmediatamente en busca de otra víctima.
Encontró el desvío, dio un frenazo y enfiló con el largo coche la sinuosa carretera rural. La vegetación era frondosa, pero el cielo nublado desteñía el color de las plantas y le daba la impresión de estar en un lugar sobrenatural.
Como Etheria, el país de Dimension Quest.
Recordó a Stryker delante de ella, blandiendo cómodamente su espada.
a ver, de verdad qui3ro aprender, q pu3d3s enseñarme?
a mor1r…
Recordó también el tosco dibujo de la espada atravesando su pecho.
Entonces vio un destello: luces blancas y de colores.
Siguió adelante y aparcó junto a los coches de la oficina del Sheriff y el furgón de la unidad de criminología. Salió y se encaminó hacia aquel caos.
—Hola. —Saludó a Michael O’Neil inclinando la cabeza, enormemente aliviada de verlo, aunque fuera sólo en un receso temporal del Otro Caso—. ¿Has echado un vistazo? —preguntó.
—Acabo de llegar —le explicó él.
Se dirigieron hacia el lugar donde yacía el cadáver, cubierto por una lona verde oscura. La cinta amarilla de la policía delimitaba claramente la zona.
—¿Alguien ha visto a Travis? —le preguntó a un ayudante del Sheriff.
—Sí, agente Dance. Avisaron a emergencias desde Nuevo Monterrey, pero cuando llegaron los nuestros, ya se había ido. Lo mismo que la persona que había avisado.
—¿Quién es la víctima? —preguntó O’Neil.
—Todavía no lo sé —contestó el agente—. Por lo visto se ha ensañado. Esta vez ha usado el cuchillo, no la pistola. Y al parecer se lo ha tomado con calma.
El ayudante señaló una zona cubierta de hierba, a unos quince metros de la calzada.
O’Neil y ella avanzaron por el terreno arenoso. Un par de minutos después llegaron a la zona acordonada, donde aguardaban media docena de agentes uniformados y vestidos de paisano. Un agente de la unidad de investigación forense estaba agachado junto al cadáver tapado con la lona verde.
Saludaron a un ayudante del Sheriff, un latino robusto con el que Dance llevaba años trabajando.
—¿Se sabe algo de la identidad de la víctima? —preguntó Dance.
—Un ayudante ha encontrado su cartera. —El agente señaló el cuerpo—. Lo están comprobando en estos momentos. Lo único que sabemos es que es un varón de unos cuarenta años.
Dance miró a su alrededor.
—No lo mató aquí, imagino.
No había viviendas ni otros edificios en los alrededores. Y la víctima tampoco habría ido a correr o a hacer senderismo en aquella zona: no había ninguna senda.
—Así es. No había mucha sangre —añadió el ayudante—. Parece que el asesino trajo el cadáver en coche para abandonarlo aquí. Hemos encontrado marcas de neumáticos en la arena. Suponemos que Travis le robó el coche a la víctima y lo metió en el maletero. Como a Tammy, la primera chica. Sólo que esta vez no esperó a la marea. Lo mató a puñaladas. En cuanto sepamos la identidad del fallecido, podremos radiar una orden de búsqueda del coche.
—¿Estáis seguros de que ha sido Travis? —preguntó Dance.
—Ya lo verá —contestó el ayudante.
—¿Y lo ha torturado?
—Eso parece.
Se detuvieron junto al cordón policial, a unos tres metros del cadáver. El agente de criminología, vestido con mono de astronauta, estaba tomando medidas. Levantó los ojos y vio a los dos oficiales. Los saludó inclinando la cabeza y levantó una ceja por detrás de sus gafas protectoras.
—¿Quieren verlo? —preguntó.
—Sí —contestó Dance.
Se preguntó si acaso pensaba que, por ser mujer, tal vez no iba a sentirse cómoda viendo aquella carnicería. Sí, todavía pasaba hoy en día.
Aunque, a decir verdad, tuvo que armarse de valor para contemplar aquella imagen. Su trabajo involucraba casi siempre a los vivos. Nunca se había inmunizado del todo a las diversas manifestaciones de la muerte.
El agente había comenzado a levantar la lona cuando alguien la llamó desde atrás:
—¿Agente Dance?
Se volvió y vio que otro agente uniformado se acercaba a ella. Llevaba algo en la mano.
—¿Sí?
—¿Conoce a un tal Jonathan Boling?
—¿A Jon? Sí.
Miró la tarjeta que sostenía el agente. Y se acordó de que alguien se había llevado la cartera de la víctima para verificar su identidad.
Se le ocurrió una idea espantosa: ¿era Jon el muerto?
Su mente dio uno de aquellos saltos: de A a B, y de B a X. ¿Había descubierto algo el profesor en el ordenador de Travis o en su búsqueda de posibles víctimas y, al no estar ella, había decidido salir a investigar por su cuenta?
¡No, por favor!
Miró un momento a O’Neil, horrorizada, y se lanzó hacia el cuerpo.
—¡Eh! —gritó el técnico forense—. ¡Va a contaminar la escena del crimen!
Sin hacerle caso, apartó la lona.
Y sofocó un gemido.
Contempló el cadáver con una mezcla de alivio y horror.
No era Boling.
El hombre, delgado y con barba, vestido con pantalones de traje y camisa blanca, había recibido numerosas puñaladas. Tenía un ojo medio abierto y vidrioso y una cruz grabada a cuchillo en la frente. Encima de su cuerpo había dispersos los pétalos de una rosa roja.
—Pero ¿de dónde ha salido esto? —preguntó con voz temblorosa al otro ayudante del Sheriff, señalando la tarjeta de Boling.
—Eso intentaba decirle. Está allí, en la barrera. Acaba de llegar. Quiere verla. Es urgente.
—Enseguida hablo con él.
Respiró hondo, trémula.
Otro ayudante se acercó con la cartera del fallecido en una bolsa de plástico.
—He podido identificarlo. Se llama Mark Watson. Es un ingeniero retirado. Salió de compras hace unas horas y no volvió a casa.
—¿Quién es? —preguntó O’Neil—. ¿Por qué lo ha elegido?
Dance hurgó en el bolsillo de su chaqueta y sacó la lista de todas las personas mencionadas en el blog que podían ser objetivos potenciales de Travis.
—Publicó un comentario en el blog, una respuesta al hilo «Poder para el pueblo». Sobre la central nuclear. No estaba ni de acuerdo ni en desacuerdo con Chilton sobre la central. Era un mensaje neutral.
—Así que cualquier persona relacionada con el blog puede estar en peligro.
—Yo diría que sí.
O’Neil la miró atentamente. Le tocó el brazo.
—¿Estás bien?
—Es sólo que… me he llevado un buen susto.
Se descubrió manoseando la tarjeta de Jon Boling. Le dijo a O’Neil que iba a ver qué quería y echó a andar por el camino mientras su corazón comenzaba a recuperar su ritmo normal después del susto.
Encontró al profesor en el arcén de la carretera, de pie junto a su coche, con la puerta abierta. Arrugó el ceño. En el asiento del copiloto había un adolescente con el pelo de punta. Llevaba una camiseta de Aerosmith debajo de una chaqueta marrón oscura.
Boling la saludó con la mano. A Dance le extrañó la expresión apremiante de su cara, rara en él.
Le sorprendió también el intenso alivio que sintió al comprobar que estaba bien.
Un alivio que dio paso a la curiosidad al ver lo que llevaba Boling metido en la cinturilla del pantalón. No estaba segura, pero parecía la empuñadura de un cuchillo de buen tamaño.