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La sede regional de la Oficina de Investigación de California, sección centro-oeste, es un edificio moderno y anodino, idéntico a las oficinas de compañías aseguradoras y consultorías de software que lo rodean y, al igual que estas, pulcramente escondido detrás de las colinas y decorado con la exuberante vegetación de la costa central de California.

Quedaba cerca del Peninsula Garden, y Dance y O’Neil llegaron en menos de diez minutos, respetando el tráfico, pero sin detenerse en los semáforos en rojo ni en las señales de stop.

Al salir del coche, ella se colgó el bolso del hombro y recogió el abultado maletín de su ordenador, que su hija había bautizado como «el anexo al bolso de mamá» tras aprender lo que significaba «anexo», y O’Neil y ella entraron en el edificio.

Se dirigieron de inmediato al lugar donde Dance sabía que estaría reunido su equipo: su despacho, en la parte del CBI conocida como «el Ala de las Chicas» o «AC», debido a que sus únicas ocupantes eran la propia Dance, la detective Connie Ramírez, la asistente de ambas, Maryellen Kresbach, y la jefa de administración, Grace Yuan, gracias a la cual el edificio entero funcionaba como un reloj. El nombre de aquella ala procedía de un comentario desafortunado de un exagente del CBI igualmente desafortunado, el cual lo había acuñado mientras intentaba hacerse el gracioso con una novia a la que estaba enseñando el edificio.

En el Ala de las Chicas todavía se preguntaban si habría sido él o uno de sus ligues quien había encontrado los productos de higiene femenina que Dance y Ramírez habían introducido a hurtadillas en su despacho, su maletín y su coche.

Dance y O’Neil saludaron a Maryellen. La secretaria, una mujer alegre e insustituible, era capaz de sacar adelante a su familia y de organizar la vida profesional de sus jefas sin batir siquiera una de sus pestañas repletas de oscuro rímel. Y, además, era la mejor repostera que había conocido Dance.

—Buenos días, Maryellen. ¿Qué hay?

—Hola, Kathryn. Sírvete.

Dance miró las galletas con trocitos de chocolate que había en el tarro, sobre la mesa de su ayudante, pero no cedió a la tentación. Tenían que ser un pecado bíblico. O’Neil, en cambio, no se resistió.

—Hacía semanas que no desayunaba tan bien.

Huevos Benedict…

Maryellen se rio, complacida.

—Pues he vuelto a llamar a Charles y le he dejado otro mensaje. Pero en fin… —Suspiró—. No lo coge. TJ y Rey están dentro. Ah, ayudante O’Neil, ha venido uno de sus hombres, de la oficina del Sheriff de Monterrey.

—Gracias. Eres un sol.

En el despacho, TJ Scanlon, un agente joven, flaco y de pelo rojo, se levantó de un salto de la silla de Dance.

—Hola, jefa. ¿Qué tal ha ido el castin?

Se refería a la declaración.

—De película.

Luego le dio la mala noticia acerca de la vista que iba a celebrarse para dirimir la inmunidad del sospechoso.

TJ torció el gesto. Él también conocía al asesino, y estaba casi tan empeñado como Dance en conseguir su condena.

Scanlon era bueno en su trabajo, aunque fuera el agente menos convencional que pudiera encontrarse en un cuerpo policial conocido por su formalidad y su rigidez protocolaria. Ese día llevaba vaqueros, un polo y una americana de cuadros de madrás, un estampado que aún podía encontrarse en algunas camisas descoloridas del armario donde el padre de Dance guardaba su ropa vieja. TJ tenía una sola corbata, que supiera su jefa, y era un estrafalario modelo de Jerry García. El agente sufría una acusada nostalgia de los años sesenta. En su despacho burbujeaban alegremente dos lámparas de lava.

Dance y él sólo se llevaban unos años, pero entre ellos había un abismo generacional. Aun así, se compenetraban en el trabajo y habían establecido hasta cierto punto una relación de mentora y pupilo. Aunque TJ tendía a trabajar solo, lo que iba en contra de los principios del CBI, llevaba una temporada sustituyendo al compañero de Dance, que estaba en México, ocupado en un complicado caso de extradición.

Rey Carraneo, un hombre taciturno, recién llegado al CBI, era lo más opuesto a TJ que cupiera imaginar. De veintitantos años, delgado y de semblante moreno y reflexivo, ese día vestía traje gris y camisa blanca. Era más maduro de espíritu que de edad, debido quizás a que, antes de trasladarse a Monterrey con su esposa para cuidar de su madre enferma, había sido patrullero en Reno, Nevada, una ciudad de vaqueros. La mano con la que sostenía su taza de café lucía una minúscula cicatriz en la horquilla entre el índice y el pulgar, allí donde, no muchos años antes, había llevado el tatuaje de una banda callejera. Dance lo consideraba el más tranquilo y centrado de los agentes jóvenes de la oficina y a veces se preguntaba, sólo para sí misma, si sus tiempos de pandillero habían contribuido a ello.

El ayudante de la Oficina del Sheriff del Condado de Monterrey, de porte militar y con el pelo típicamente cortado a cepillo, se presentó y explicó lo que había ocurrido. Una adolescente local, Tammy Foster, había sido secuestrada en un aparcamiento en el centro de Monterrey, junto a Alvarado, esa madrugada. La habían atado y metido en el maletero de su coche. Su agresor la había llevado a una playa a las afueras de la ciudad y la había dejado allí para que muriera ahogada por la marea alta.

Dance se estremeció al pensar en cómo debía de haber sido estar allí, encogida y helada, mientras el agua iba inundando el reducido espacio del maletero.

—¿El coche era de ella? —preguntó O’Neil, sentándose en una de las sillas de Dance.

Echándola hacia atrás, la dejó en equilibrio sobre las patas traseras: exactamente lo que ella le decía a su hijo que no hiciera; sospechaba que Wes había copiado de O’Neil aquella costumbre. Las patas crujieron bajo su peso.

—Así es, señor.

—¿En qué playa ha sido?

—Al sur de las Highlands, costa abajo.

—¿Estaba desierta?

—Sí, no había nadie en los alrededores. Ningún testigo.

—¿Alguno en la discoteca donde la secuestraron? —inquirió Dance.

—Negativo. Y no había cámaras de seguridad en el aparcamiento.

Dance y O’Neil tomaron nota de aquello. Luego ella dijo:

—Entonces el asesino debía tener otro coche aparcado cerca de donde la dejó. O un cómplice.

—La unidad de investigación forense ha encontrado algunas pisadas en la arena en dirección a la carretera, por encima del nivel de la marea, pero la arena estaba suelta. Imposible saber el tipo de suela y el número de calzado. Pero está claro que son de una sola persona.

O’Neil preguntó:

—¿Y no hay señales de que un coche se apartara de la carretera para recogerlo? ¿O de que hubiera uno escondido entre los arbustos, por allí cerca?

—No, señor. Nuestra gente ha encontrado unas huellas de bicicleta, pero estaban en la cuneta. Puede que sean de anoche, o de hace una semana. Ha sido imposible cotejarlas. No tenemos una base de datos de ruedas de bicicleta —añadió dirigiéndose a Dance.

Cientos de personas paseaban diariamente en bicicleta por la costa en aquella zona.

—¿Móvil?

—Ni robo, ni agresión sexual. Parece que sólo quería matarla. Lentamente.

Dance dejó escapar un soplido.

—¿Algún sospechoso?

—Ninguno.

Dance miró a TJ.

—¿Qué me has dicho antes, cuando has llamado? Eso tan raro. ¿Se sabe algo más?

—Ah —dijo el nervioso joven—, te refieres a la cruz de la cuneta.

La Oficina de Investigación de California goza de amplia jurisdicción, pero normalmente sólo interviene en delitos mayores, como amenazas terroristas, actividades mafiosas o casos prominentes de corrupción o estafa financiera. Un único asesinato en una zona en la que al menos una vez a la semana hay muertes relacionadas con los enfrentamientos entre bandas no debía atraer especial atención.

Pero el caso de Tammy Foster era distinto.

La víspera de su secuestro, un agente de la Patrulla de Caminos había encontrado una cruz, semejante a una de esas estelas funerarias que aparecían a menudo en las cunetas, con la fecha del día siguiente escrita y clavada en la arena, junto a la carretera 1.

Al enterarse de la muerte de la chica, sucedida no muy lejos de aquella misma carretera, el patrullero se había preguntado si la cruz no sería un anuncio de las intenciones del asesino, y había vuelto al lugar para recogerla. La Unidad de Inspección Forense de la oficina del Sheriff había encontrado un fragmento minúsculo de pétalo de rosa en el maletero en el que habían dejado a Tammy para que muriera ahogada: una mota que coincidía a la perfección con las rosas del ramo dejado junto a la cruz.

Puesto que, a simple vista, la víctima parecía elegida al azar y no había móvil aparente, Dance se vio obligada a considerar la posibilidad de que el asesino tuviera previsto cometer más crímenes.

—¿Alguna prueba procedente de la cruz? —preguntó O’Neil.

El agente hizo una mueca.

—A decir verdad, ayudante O’Neil, el patrullero se limitó a tirar la cruz y las flores en el maletero de su coche.

—¿Están contaminadas?

—Me temo que sí. El ayudante Bennington las ha analizado lo mejor que ha podido.

Peter Bennington, jefe del laboratorio de criminología del condado de Monterrey, un hombre habilidoso y diligente.

—Pero no ha encontrado nada, al menos según las pruebas preliminares. No hay huellas dactilares, salvo las del patrullero, ni rastros materiales, aparte de arena y suciedad. La cruz estaba hecha con ramas y alambre de floristería. El círculo con la fecha escrita estaba recortado en cartón, por lo visto. El bolígrafo, según ha dicho Bennington, era genérico. Y la letra era mayúscula, útil sólo si conseguimos una muestra de un sospechoso. Aquí tienen una fotografía de la cruz. Da bastante miedo. Es como de El proyecto de la bruja de Blair, ya saben.

—Buena película —comentó TJ, y Dance no supo si estaba de broma o no.

Miraron la fotografía. En efecto, daba miedo: las ramas eran como huesos negros y retorcidos.

¿La ciencia forense no podía decirles nada? Dance tenía un amigo con el que había colaborado recientemente, Lincoln Rhyme, un asesor forense privado que vivía en Nueva York. A pesar de ser tetrapléjico, era uno de los mejores criminalistas del país. ¿Habría encontrado Rhyme algo útil si hubiera inspeccionado la escena del crimen?, se preguntó Dance. Sospechaba que sí. Pero quizá la norma más universal del trabajo policial fuera esta: uno trabaja con lo que tiene.

Advirtió algo en la fotografía.

—Las rosas.

O’Neil comprendió a qué se refería.

—Los tallos están cortados a la misma altura.

—Exacto. Así que posiblemente proceden de una tienda, no han sido cortados en un jardín particular.

—Pero, jefa —dijo TJ—, hay unos mil sitios en la península donde pueden comprarse rosas.

—No digo que esa pista vaya a llevarnos hasta la puerta del asesino —repuso Dance—. Sólo digo que es un dato que quizá nos sea útil. Y no saques conclusiones precipitadas. Puede que las hayan robado.

Se sentía molesta, y esperaba que no se le notara.

—Entendido, jefa.

—¿Dónde estaba la cruz exactamente?

—En la carretera uno, justo al sur de Marina.

El agente señaló un punto en el mapa que colgaba de la pared.

—¿Algún testigo del momento en que dejaron la cruz? —inquirió Dance.

—No, señora, según la Patrulla de Caminos, no. Y tampoco hay cámaras en ese tramo de la carretera. Seguimos buscando.

—¿Y en alguna tienda? —preguntó O’Neil en el instante en que Dance tomaba aire para formular esa misma pregunta.

—¿En alguna tienda?

O’Neil estaba mirando el mapa.

—En el lado este de la carretera. En esos centros comerciales. En alguna debe de haber cámaras de seguridad. Puede que una estuviera apuntando hacia ese sitio. Al menos podríamos averiguar la marca y el modelo del coche, si es que fue en coche.

—Compruébalo, TJ —ordenó Dance.

—Eso está hecho, jefa. Allí hay un buen Java House, uno de mis favoritos.

—Cuánto me alegro.

Una sombra apareció en la puerta.

—Ah, no sabía que estabais reunidos aquí.

Charles Overby, nombrado recientemente agente al mando de aquella rama del CBI, entró en el despacho. De unos cincuenta y cinco años y piel bronceada, aquel hombre en forma de pera era lo bastante atlético para golpear la pelota en el campo de golf o en la pista de tenis varias veces por semana, pero hasta ahí llegaba su agilidad; si tenía que mantener un peloteo largo, se quedaba sin resuello.

—Llevo en mi oficina… Bueno, un buen rato.

Dance hizo como que no veía la mirada que TJ echó furtivamente a su reloj. Sospechaba que Overby había llegado hacía sólo un par de minutos.

—Buenos días, Charles —dijo—. Puede que haya olvidado decirte dónde íbamos a reunirnos. Lo siento.

—Hola, Michael.

Overby saludó también a TJ con una inclinación de cabeza. A veces miraba al joven agente con curiosidad, como si fuera la primera vez que lo veía, aunque tal vez sólo fuera su modo de mostrar el rechazo que le producía su gusto para la ropa.

Dance, en realidad, le había informado de la reunión. De camino allí desde el Hotel Peninsula Garden, había dejado un mensaje en su buzón de voz para darle la preocupante noticia de la vista que iba a celebrarse en Los Ángeles y decirle que tenían pensado reunirse allí, en su despacho. Maryellen también le había avisado de la reunión, pero el jefe del CBI no había contestado. Dance no se había molestado en volver a llamarlo porque Overby no solía interesarse por la vertiente táctica de los casos que investigaban. No le habría sorprendido en absoluto que declinara asistir a aquella reunión. Él quería una «visión de conjunto», desde hacía poco una de sus frases favoritas. TJ se había referido una vez a él como Charles Overview[1], y a Dance le había dolido la barriga de tanto reír.

—Bien. Lo de esa chica del maletero… Ya están llamando los periodistas. Les he dado largas. Y no lo soportan. Ponedme al corriente.

Ah, los periodistas. Eso explicaba su interés.

Dance le contó lo que sabían de momento y cuáles eran sus planes.

—¿Creéis que va a volver a intentarlo? Es lo que están diciendo en la tele.

—Es lo que están suponiendo —puntualizó Dance con delicadeza.

—Dado que no sabemos por qué agredió a Tammy Foster, no podemos aventurar nada —respondió O’Neil.

—¿Y la cruz tiene algo que ver? ¿Era una especie de mensaje?

—El análisis forense de las flores coincide, sí.

—Uf. Espero que esto no se convierta en algo parecido a lo del Verano de Sam.

—¿A…? Charles, ¿qué es eso? —preguntó Dance.

—Ese tío de Nueva York que dejaba notas y mataba a la gente a tiros.

—Ah, eso era una película. —TJ era su bibliotecario de referencia en materia de cultura popular—. De Spike Lee. El asesino era el Hijo de Sam.

—Lo sé —se apresuró a contestar Overby—. Sólo quería hacer un juego de palabras. Hijo y verano.

—No tenemos pruebas ni en un sentido ni en otro. Todavía no sabemos nada, en realidad.

Overby asintió con la cabeza. Le desagradaba, por norma, no tener respuestas. Ni para la prensa, ni para sus jefes de Sacramento. Le ponía nervioso, y contagiaba su nerviosismo a todo el mundo. Cuando su predecesor, Stan Fishburne, había tenido que jubilarse inesperadamente por motivos de salud y Overby había asumido el mando, en la oficina había cundido el desánimo. Fishburne era siempre el abogado de los agentes. Para apoyarlos, era capaz de enfrentarse a cualquiera. Overby tenía otro estilo. Un estilo muy distinto.

—Ya he recibido una llamada del director. —Su jefe supremo—. En Sacramento ya ha salido en las noticias locales. Y también en la CNN. Tengo que volver a llamarlo. Preferiría tener algo concreto.

—Es probable que pronto sepamos más.

—¿Cabe la posibilidad de que sea una broma que ha salido mal? Una novatada, por ejemplo. Cosa de estudiantes. Es lo que hacíamos todos en la universidad, ¿no?

Dance y O’Neil no habían pertenecido a ninguna fraternidad universitaria. Dudaba de que TJ hubiera pertenecido a alguna y, en cuanto a Rey Carraneo, se había sacado la licenciatura en Derecho criminal estudiando por las noches mientras trabajaba en dos sitios a la vez.

—Demasiado siniestro para ser una novatada —comentó O’Neil.

—Bueno, no debemos descartarlo aún. Sólo quiero asegurarme de que no cunda el pánico. Eso no serviría de nada. Hay que quitarle importancia a la posibilidad de que sea un asesino en serie. Y no mencionéis la cruz. Todavía estamos intentando recuperarnos de ese caso de hace unas semanas, ese asunto de Pell. —Pestañeó—. ¿Qué tal ha ido la declaración, por cierto?

—Se ha retrasado el juicio.

¿Es que no había escuchado su mensaje?

—Eso está bien.

—¿Bien?

Dance estaba todavía furiosa por la petición de sobreseimiento.

Overby parpadeó.

—Quiero decir que así estás libre para ocuparte del caso de la cruz en la carretera.

Dance pensó en su antiguo jefe. La nostalgia puede ser una tristeza tan dulce…

—¿Qué pasos vais a dar? —preguntó Overby.

—TJ va a echar un vistazo a las cámaras de seguridad de las tiendas y los concesionarios de coches de los alrededores del lugar donde estaba la cruz. —Dance se volvió hacia Carraneo—. Y, Rey, ¿podrías encargarte tú de preguntar en los alrededores del aparcamiento donde secuestraron a Tammy?

—Sí, señora.

—¿En qué estás trabajando ahora en la oficina del Sheriff, Michael? —inquirió Overby.

—Estoy llevando la investigación de un asesinato entre pandillas, y luego tengo el caso del contenedor.

—Ah, eso.

Hasta el momento, la península había quedado en gran medida a salvo de la amenaza terrorista. No había allí puertos importantes, sólo muelles de pesca, y el aeropuerto era pequeño y contaba con un buen sistema de seguridad. Pero hacía aproximadamente un mes, habían robado un contenedor de un carguero indonesio atracado en el puerto de Oakland. El contenedor había viajado hacia el sur, camino de Los Ángeles, cargado en un camión, y un informe sugería que había llegado hasta Salinas, donde posiblemente lo habían vaciado, escondido su contenido y trasladado este a otros camiones para que siguiera su ruta.

Dicho contenido podía estar formado por bienes de contrabando: drogas, armas o, como sugería otro informe de inteligencia digno de crédito, seres humanos introducidos ilegalmente en el país. Indonesia tenía la mayor población islámica del mundo, así como numerosas células extremistas peligrosas. El departamento de Seguridad Nacional estaba, lógicamente, preocupado.

—Pero —añadió O’Neil— puedo posponerlo un día o dos.

—Bien —dijo Charles Overby, aliviado porque el caso de la cruz en la carretera fuera un esfuerzo compartido entre varios cuerpos policiales. Siempre andaba buscando formas de repartir el riesgo si una investigación salía mal, aunque ello supusiera también compartir la gloria.

Dance se alegró de que O’Neil y ella fueran a trabajar juntos.

—Yo me encargo de pedirle a Peter Bennington el informe final sobre la escena del crimen —dijo O’Neil.

No tenía formación específica en ciencias forenses, pero era un policía sólido y curtido que se apoyaba en técnicas tradicionales para resolver delitos: investigación, interrogatorios y análisis forense. Y, de vez en cuando, un cabezazo. Fuera cual fuese la mezcla de técnicas que utilizaba, era un buen detective. Tenía una de las mejores hojas de servicios y, lo que era más importante, de los mejores historiales de condenas, de todo el cuerpo.

Dance consultó su reloj.

—Yo voy a ir a entrevistar a la testigo.

Overby se quedó callado un momento.

—¿La testigo? No sabía que hubiera una.

Dance no le dijo que también le había dado esa información en el mensaje que le había dejado.

—Pues sí, la hay —contestó, y colgándose el bolso del hombro, salió del despacho.