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Haciendo de poli.

Siguiendo el rastro de Travis como Jack Bauer[6] persiguiendo a terroristas.

Jon Boling tenía una pista: el lugar desde el que el chico podía haber colgado en el blog aquel mensaje con el dibujo de la máscara y del apuñalamiento de aquella mujer que se parecía un poco a Kathryn Dance. El lugar donde jugaba a su amado Dimension Quest.

El «horario de apertura» que había encontrado en los fantasmagóricos corredores del ordenador de Travis era el del salón de juegos Lighthouse, un centro de juegos de ordenador y videojuegos situado en New Monterrey.

Para el chico era muy arriesgado dejarse ver, teniendo en cuenta la operación de busca y captura. Pero si elegía bien su itinerario, si se ponía gafas de sol y una gorra y prescindía de la sudadera con la que lo describían las noticias de televisión, seguramente podría moverse con cierta libertad.

Además, tratándose de videojuegos y juegos de rol, un adicto no tenía más remedio que arriesgarse a que lo descubrieran.

Boling abandonó la autovía al volante de su Audi y entró en la avenida Del Monte y luego en la calle Lighthouse, desde donde se dirigió al barrio en el que se hallaba el salón de juegos.

Experimentaba cierta sensación de euforia. Allí estaba él, un profesor de cuarenta y un años que vivía fundamentalmente de su cerebro. Nunca se había considerado falto de valentía. Había practicado la escalada, el submarinismo, el esquí. Y, además, el mundo intelectual también entrañaba sus riesgos: riesgos profesionales, riesgos para la reputación y para la propia satisfacción vital. Había luchado a brazo partido con compañeros de claustro. Y él también había sido objeto de feroces ataques virtuales como los que había sufrido Travis, aunque con mejor ortografía, gramática y puntuación. Últimamente lo habían atacado por oponerse al uso público mediante archivos compartidos de material protegido por derechos de autor.

La saña de los ataques le había sorprendido. Lo habían zurrado de lo lindo: lo habían llamado «capitalista de mierda» y «puta de la gran empresa». Pero el insulto que más le había gustado era «profesor de destrucción masiva».

Algunos colegas habían llegado al punto de retirarle la palabra.

Pero el daño que había sufrido no era, desde luego, nada comparado con el peligro que corrían día tras día Kathryn Dance y sus compañeros de la policía.

El peligro al que él se estaba exponiendo en ese momento, reflexionó.

Jugando a ser policía…

Era consciente de haber ayudado a Kathryn y a los demás, y eso le satisfacía, como le satisfacía que valoraran su ayuda. Pero hallándose tan cerca de la acción, escuchando sus llamadas telefónicas, viendo la cara de Kathryn cuando anotaba información sobre los crímenes, viéndola acariciar distraídamente la negra pistola que llevaba en la cadera, había sentido el anhelo de participar.

¿Y algo más, Jon?, se preguntó con sorna.

Bueno, sí, quizás estuviera también intentando impresionarla.

Era absurdo, pero sentía una pizca de celos al ver su complicidad con Michael O’Neil.

Te estás portando como un puñetero adolescente.

Aun así, Kathryn tenía algo que encendía esa chispa. Boling nunca había sido capaz de explicarlo, cuando se producía esa conexión, ¿quién podía explicarlo, en realidad? Y sucedía enseguida, o no sucedía nunca. Dance estaba sola, y él también. Él había superado lo de Cassie, bueno, casi del todo, y quizá Kathryn estuviera ya preparada para volver a tener pareja. Creía haber captado algunas señales afirmativas, pero ¿qué sabía él? No tenía su capacidad para interpretar el lenguaje corporal.

Y, además, era un hombre: una especie que llevaba el olvido persistente inscrito en el código genético.

Aparcó su A4 gris cerca del salón de juegos Lighthouse, en una bocacalle de aquel inframundo situado al norte de Pacific Grove. Se acordaba de los tiempos en que aquel corredor de pequeños comercios y exiguos apartamentos llamado Nuevo Monterrey había sido un Haight Ashbury[7] en miniatura, emplazado entre una bulliciosa guarnición militar y un retiro religioso. Lovers Point, la Punta de los Amantes de Pacific Grove, se llamaba así en recuerdo de quienes amaban a Jesús, no a sus parejas. Ahora, el barrio era tan anodino como cualquier zona comercial de Omaha o Seattle.

El salón de juegos Lighthouse era oscuro y cutre, y olía a rayos, pero catódicos; Boling estaba deseando contarle su ocurrencia a Dance.

Observó aquel lugar surrealista. Los jugadores sentados en las terminales, chicos en su mayoría, miraban fijamente las pantallas mientras movían joysticks o aporreaban teclas. Las estaciones de juego tenían altas paredes curvas, recubiertas con un material negro que amortiguaba el sonido, y las sillas, muy cómodas, eran de cuero y respaldo alto.

Había allí todo lo que necesitaba un joven para entregarse a una experiencia digital. Además de los ordenadores y los teclados, había auriculares para no oír el ruido exterior, micrófonos, ratones táctiles, periféricos como volantes de coches y mandos de avión, gafas de 3-D y regletas para conexiones de red, USB, firewire, audiovisuales y otras menos conocidas. Algunos puestos estaban provistos de dispositivos Wii.

Boling había escrito acerca del último grito en materia de videojuegos: cápsulas de inmersión total, originarias de Japón, en las que los chicos podían pasarse horas y horas jugando, sentados en un reducto oscuro e íntimo, completamente aislados del mundo real. Era una evolución lógica en un país conocido por el hikikomori o «retiro», una forma de vida cada vez más extendida entre la gente joven, varones adolescentes y adultos en su mayoría, que, convertidos en auténticos reclusos, no salían de sus habitaciones durante meses o años seguidos y vivían exclusivamente a través del ordenador.

El ruido era mareante: una algarabía de sonidos generados digitalmente, explosiones, disparos, gritos animales, chillidos y risas espeluznantes, un océano de voces humanas indistinguibles hablando a través de micrófonos con jugadores situados en cualquier parte del mundo, respuestas que salían ametrallando de los altavoces y, de vez en cuando, gritos y broncos exabruptos proferidos por jugadores frenéticos que morían o se daban cuenta de que habían cometido un error táctico.

El salón de juegos Lighthouse, idéntico a miles de salones de juegos de todo el planeta, representaba la última avanzadilla del mundo real antes de zambullirse en el sintético.

Boling sintió una vibración en la cadera. Miró su móvil. El mensaje de Irv, su alumno, decía: ¡¡Stryker se ha conectado hace cinco minutos a DQ!!

Como si hubiera recibido una bofetada, Boling miró a su alrededor. ¿Estaba Travis allí? Debido al cerramiento de las cabinas, era imposible ver más de uno o dos puestos de juego al mismo tiempo.

En el mostrador, un empleado de pelo largo leía una novela de ciencia ficción, aparentemente ajeno al ruido. El profesor se acercó.

—Estoy buscando a un chico, un adolescente.

El empleado levantó irónicamente una ceja.

Estoy buscando un árbol en un bosque.

—¿Sí?

—Está jugando a Dimension Quest. ¿Has apuntado a alguien hace unos cinco minutos?

—No hay que apuntarse. Funciona con fichas. Se pueden comprar aquí o en una máquina. —El empleado miraba a Boling atentamente—. ¿Es su padre?

—No. Sólo lo estoy buscando.

—Puedo echar un vistazo a los servidores. Para ver si hay alguien conectado a DQ.

—¿Puedes?

—Sí.

—Estupendo.

Pero el joven no hizo intento de mirar los servidores. Se quedó mirando a Boling a través de su flequillo sucio.

Ah, ya entiendo. Estamos negociando. Genial. Muy detectivesco, pensó el profesor. Un momento después, dos billetes de veinte dólares desaparecieron en el bolsillo de los mugrientos pantalones del chico.

—Su avatar se llama Stryker, si te sirve de algo —le dijo.

Un gruñido.

—Enseguida vuelvo.

Desapareció bajo el suelo. Boling lo vio reaparecer al otro lado del salón y encaminarse a la oficina.

Regresó cinco minutos después.

—Sí, un tal Stryker está jugando a DQ. Acaba de conectarse. Puesto cuarenta y tres. Es allí.

—Gracias.

—Mmm.

El empleado volvió a su novela de ciencia ficción.

Boling pensó frenéticamente qué debía hacer. ¿Pedir al empleado que evacuara el salón? No, entonces Travis se daría cuenta. Tenía que llamar a emergencias. Pero convenía que viera si el chico estaba solo. ¿Llevaría la pistola encima?

Se imaginó pasando a su lado como si tal cosa, arrancándole la pistola del cinto y apuntándole con ella hasta que llegara la policía.

No, no hagas eso. Bajo ningún concepto.

Con las palmas sudorosas, caminó despacio hacia el puesto 43. Echó una rápida ojeada más allá de la esquina. En la pantalla del ordenador se veía el paisaje de Etheria, pero la silla estaba vacía.

En los pasillos tampoco había nadie. El puesto 44 estaba vacío, pero en el 42 una chica de pelo corto y verde jugaba a un juego de artes marciales.

Boling se acercó a ella.

—Perdona.

La joven estaba lanzando golpes brutales a su oponente. Por fin aquel ser cayó muerto y el avatar de la chica se subió encima del cuerpo y le arrancó la cabeza.

—¿Sí? —preguntó sin levantar la mirada.

—¿Sabes sónde está el chico que estaba aquí hace un momento jugando a DQ?

—No sé. A ver, acaba de pasar Jimmy y le ha dicho algo, y se ha marchado. Hace un minuto.

—¿Quién es Jimmy?

—¿Quién va a ser? El encargado.

¡Maldita sea! Acabo de darle cuarenta dólares a esa rata para que avise a Travis. Menudo policía soy.

Boling miró con rabia al encargado, que seguía aparentemente absorto en su novela.

El profesor cruzó bruscamente la puerta de salida y corrió a la calle. Le escocieron los ojos, acostumbrados a la penumbra. Se detuvo en el callejón, mirando a derecha e izquierda con los ojos entornados. Alcanzó a divisar a un joven que se alejaba rápidamente con la cabeza gacha.

No hagas ninguna tontería, se dijo. Sacó su Blackberry de la funda.

Delante de él, el chaval echó a correr.

Y, después de pensárselo sólo un segundo, Jon Boling hizo lo mismo.