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Rio de artura…

Sentado a solas en el despacho de Kathryn Dance, Jonathan Boling navegaba por el ordenador de Travis Brigham en un intento frenético por descubrir el significado del código.

Rio de artura…

Echado hacia delante, tecleaba deprisa, pensando que, de haber estado allí, Dance, la experta en kinesia, habría extraído varias conclusiones instantáneas de su postura y de la concentración de su mirada: era como un perro olfateando una presa.

Jon Boling había dado con algo.

Dance y los demás estaban fuera, montando el dispositivo de vigilancia. Él se había quedado en el despacho para seguir indagando en el ordenador del chico. Había encontrado una pista y a hora intentaba localizar más datos que le permitieran descifrar el código.

Rio de artura…

¿Qué significaba?

Una característica curiosa de los ordenadores es que esas locas cajas de plástico y metal albergan fantasmas. El disco duro de un ordenador es como una red de pasadizos y corredores secretos que se adentran más y más en la arquitectura de su memoria. Es posible, aunque entrañe considerable dificultad, exorcizar esos pasajes y librarlos del fantasma de los datos pretéritos, pero lo normal es que los bits de información que hemos creado o adquirido se queden en ellos para siempre, invisibles y fragmentados.

Boling deambulaba por aquellos pasillos utilizando un programa creado por uno de sus alumnos, leyendo los retazos de datos alojados en lugares recónditos, como jirones de espíritus que habitaran una casa encantada.

Pensar en fantasmas le hizo recordar el DVD que el hijo de Kathryn Dance le había prestado la noche anterior. Ghost in the shell. Pensó en el rato tan agradable que había pasado en su casa, en lo mucho que había disfrutado conociendo a su familia y sus amigos. Sobre todo a los niños. Maggie era adorable y divertida, y no le cabía ninguna duda de que acabaría convirtiéndose en una mujer tan formidable como su madre. Wes era más retraído. Pero también era inteligente y abierto. Boling especulaba a menudo con cómo habrían sido sus hijos si hubiera seguido con Cassie.

Pensó en ella ahora y confió en que estuviera disfrutando de su vida en China.

Recordó las semanas anteriores a su marcha.

Y retiró sus generosos deseos de que fuera feliz en Asia.

Después hizo a un lado el recuerdo de Cassandra y volvió a concentrarse en su búsqueda de fantasmas en el ordenador. Estaba acercándose a algo importante en ese fragmento de código binario que, traducido al alfabeto latino, se leía «rio de artura».

Su mente, tan aficionada a los rompecabezas y que a menudo daba curiosos saltos de lógica e intuición, concluyó automáticamente que aquellas palabras eran fragmentos de «horario de apertura». Travis había buscado esa frase en Internet justo antes de desaparecer, de lo que se deducía que tal vez, sólo tal vez, aquellas palabras se refirieran a un lugar que le interesaba.

Pero los ordenadores no almacenan los datos relacionados en un mismo lugar. El código de «rio de artura» podía encontrarse en un siniestro armario del sótano, mientras que el nombre de aquello a lo que se refería podía estar en un pasillo del desván. Una parte de la dirección física podía estar en un sitio, y el resto en otro. El cerebro de un ordenador está constantemente tomando decisiones respecto a la fragmentación de los datos y almacenando bits y fragmentos en sitios que tienen sentido para él, pero que resultan incomprensibles para un lego.

Así pues, Boling iba siguiendo la pista, circulando por oscuros corredores llenos de espectros.

Tenía la sensación de no haber estado tan enfrascado en un proyecto desde hacía meses, años quizá. Disfrutaba de su trabajo en la universidad. Era curioso por naturaleza y le gustaba el desafío que suponía la investigación, le gustaba escribir, le gustaban las conversaciones estimulantes con otros compañeros de la facultad y con sus alumnos, disfrutaba haciendo que los jóvenes se entusiasmaran con el aprendizaje. Ver cómo se intensificaba de pronto la mirada de un estudiante cuando los datos sueltos se fundían para dar lugar al conocimiento era un puro placer para él.

Pero en aquel momento esas satisfacciones y esos triunfos le parecían insignificantes. Ahora tenía la misión de salvar vidas. Y lo único que le importaba era descifrar el código.

Rio de artura…

Echó un vistazo a otro trastero de la casa embrujada. Nada, excepto un revoltijo de bits y bytes. Otra pista falsa.

Siguió tecleando.

Nada.

Se desperezó y una de sus articulaciones dio un fuerte chasquido. Vamos, Travis, ¿por qué te interesaba ese sitio? ¿Qué te atraía de él?

¿Sigues yendo allí? ¿Trabaja algún amigo allí? ¿Compras algo de sus estanterías, de sus vitrinas, de sus pasillos?

Diez minutos más.

¿Me doy por vencido?

De eso nada.

Entró entonces en una parte nueva de la casa encantada. Parpadeó y soltó una carcajada. Como si de pronto encajaran las piezas de un rompecabezas, la respuesta al código «rio de artura» se materializó ante sus ojos.

Y al ver el nombre del lugar, su relación con Travis Brigham se le hizo ridículamente evidente. Se enfadó consigo mismo por no haberlo deducido sin aquella pista digital. Al ver la dirección, desenganchó su móvil del cinturón y llamó a Kathryn Dance. El teléfono sonó cuatro veces. Luego saltó el buzón de voz.

Estaba a punto de dejar un mensaje, pero entonces miró sus notas. El sitio no estaba lejos de allí. A no más de quince minutos.

Cerró el teléfono con un suave chasquido, se levantó y se puso la chaqueta.

Lanzando una mirada involuntaria a la fotografía de Dance con sus hijos y sus perros, salió del despacho y se encaminó a la puerta principal del CBI.

Consciente de que lo que estaba a punto de hacer era posiblemente muy mala idea, Jon Boling abandonó el mundo sintético para proseguir su búsqueda en el mundo real.

*****

—Todo despejado —le dijo Rey Carraneo a su jefa cuando regresó al cuarto de estar donde ella aguardaba junto a Donald y Lily Hawken. Pistola en mano, Dance vigilaba atentamente las ventanas y el interior de las habitaciones de la pequeña casa.

Los Hawken, serios y temblorosos, se habían sentado en un sofá nuevo, cubierto todavía con el envoltorio de plástico de la fábrica.

Dance se guardó su Glock. No esperaba que el chico estuviera dentro, había estado agazapado en el jardín lateral y parecía haber huido al llegar la policía, pero su experiencia jugando a Dimension Quest, su habilidad para el combate, le hicieron preguntarse si su huida había sido sólo simulada y, de hecho, había logrado colarse en la casa.

Se abrió la puerta y el corpulento Albert Stemple asomó la cabeza.

—Nada. Se ha largado.

Stemple dejaba escapar un silbido al respirar, por efecto de la persecución y del gas que había respirado en casa de Kelley Morgan.

—Le he dicho al ayudante del Sheriff que busque por las calles. Y seis coches más vienen para acá. Alguien ha visto a un individuo con una sudadera con capucha cruzando en bici los callejones en dirección al centro. He dado aviso, pero…

Se encogió de hombros. Después el fornido agente desapareció y sus botas resonaron al bajar los escalones de entrada para sumarse a la operación de búsqueda.

Dance, Carraneo, Stemple y un ayudante del Sheriff de Monterrey habían llegado diez minutos antes. Mientras visitaban a posibles objetivos del asesino, a Dance se le había ocurrido una idea. Había pensado en la teoría de Jon Boling según la cual, al aumentar el rango de sus posibles víctimas, Travis tal vez hubiera incluido a personas a las que únicamente se mencionaba favorablemente en el blog, aunque no hubieran publicado ningún comentario.

Había vuelto a abrir el blog y había leído la página de inicio.

http://www.thechiltonreport.com

Uno de los nombres que destacaban era el de Donald Hawken, un viejo amigo de James Chilton al que este mencionaba en la sección «En el frente doméstico». Hawken podía ser la víctima por la que Travis había dejado la cruz en aquel ventoso tramo de la carretera 1.

Así pues, habían ido en coche hasta su casa con el propósito de llevarse a Hawken y a su esposa donde no corrieran peligro y establecer un dispositivo de vigilancia en torno a su domicilio.

Pero, al llegar, Dance había visto a un individuo con capucha y que posiblemente portaba una pistola merodeando por los matorrales que había a un lado de la finca. Había mandado tras él a Albert Stemple y al ayudante del Sheriff y Rey Carraneo, y ella habían irrumpido en la casa, pistola en mano, para proteger a Hawken y a su esposa.

A la pareja aún no se les había pasado el susto. Al ver a Carraneo, vestido de paisano, cruzar de pronto la puerta con el arma en alto, habían pensado que era el asesino.

La radio de Dance emitió un chisporroteo y la agente contestó. Era otra vez Stemple.

—Estoy en el jardín trasero. Hay una cruz dibujada en un trozo de tierra y pétalos de rosas dispersos alrededor.

—Recibido, Al.

Lily cerró los ojos y apoyó la cabeza en el hombro de su marido.

Cuatro o cinco minutos, pensó Dance. Si hubiéramos llegado unos minutos más tarde, esta gente estaría muerta.

—¿Por qué nosotros? —preguntó Hawken—. Nosotros no le hemos hecho nada. No hemos publicado ningún comentario. Ni siquiera lo conocemos.

Dance les explicó que el chico había aumentado el rango de sus objetivos.

—¿Quiere decir que cualquier persona a la que se mencione en el blog está en peligro?

—Eso parece.

Decenas de policías habían aparecido en la zona en cuestión de minutos, pero las informaciones que empezaban a llegar dejaban claro que Travis se había esfumado.

¿Cómo demonios se escapa un chico en una bici?, se preguntó Dance, exasperada. Sencillamente, desaparece. Pero ¿dónde? ¿En algún sótano? ¿En una obra abandonada?

Fuera empezaban a llegar los primeros vehículos de prensa, las furgonetas con antenas en el techo, los cámaras que ponían a punto sus equipos.

Preparados para echar más leña al fuego del pánico ciudadano.

Aparecieron también más policías, entre ellos varios agentes de la patrulla ciclista.

Dance le preguntó a Hawken:

—¿Siguen teniendo casa en San Diego?

—Está en venta —contestó Lily—. Todavía no la hemos vendido.

—Me gustaría que volvieran allí.

—Pero no hay muebles. Están en un almacén.

—¿Pueden quedarse en casa de alguien?

—En casa de mis padres. Los hijos de Donald están con ellos ahora mismo.

—Entonces vayan a quedarse allí hasta que encontremos a Travis.

—Supongo que podríamos hacerlo —repuso Lily.

—Ve tú —le dijo su marido—. Yo no voy a dejar a Jim.

—No puede hacer nada para ayudarlo —contestó Dance.

—Claro que sí. Puedo darle apoyo moral. Es un momento muy duro. Necesita amigos.

—Estoy segura de que agradece su lealtad —repuso la agente—, pero mire lo que acaba de pasar. Ese chico sabe dónde viven y, evidentemente, quiere hacerles daño.

—Puede que dentro de media hora lo hayan detenido.

—O puede que no. De veras, tengo que insistir, señor Hawken.

El hombre mostró un atisbo de su dureza de empresario.

—No pienso dejar a Jim.

Luego el tono acerado de su voz se disipó al añadir:

—Quiero explicarle una cosa.

Lanzó una mirada sutil a su esposa. Un silencio y prosiguió:

—Mi primera esposa, Sarah, murió hace un par de años.

—Lo lamento.

El encogimiento de hombros que Dance conocía tan bien.

—Jim lo dejó todo y en menos de una hora se presentó en mi casa. Se quedó conmigo y con mis hijos una semana. Nos ayudó con todo, a nosotros y a la familia de Sarah. Con la comida, con los preparativos del entierro… Hasta con la colada y las faenas domésticas. Yo estaba paralizado. No podía hacer nada, era así de sencillo. Creo que puede que en aquel momento me salvara la vida. Evitó que me volviera loco, eso desde luego.

Dance no pudo sofocar el recuerdo de los meses posteriores a la muerte de su marido, cuando Martine Christensen había respondido igual que lo había hecho James Chilton. Ella jamás habría atentado contra su propia vida teniendo a sus hijos, pero en muchas ocasiones había creído que podía acabar volviéndose loca.

Comprendía la lealtad de Donald Hawken.

—No voy a marcharme —repitió este con firmeza—. No tiene sentido que me lo pida. —Abrazó a su esposa—. Pero tú vete. Quiero que te vayas.

—No, me quedo contigo —respondió Lily sin vacilar ni un segundo.

Dance advirtió su mirada. Adoración, felicidad, obstinación… Le dio un vuelco el corazón al pensar que Hawken también había perdido a su primera esposa, se había recuperado y vuelto a encontrar el amor.

Puede pasar, pensó. ¿Lo ves?

Después cerró la puerta de su vida privada.

—Está bien —dijo de mala gana—. Pero tienen que marcharse de aquí inmediatamente. Busquen un hotel y quédense en él, procuren no dejarse ver. Les asignaremos a un agente para que les proteja.

—Muy bien.

En ese instante, un coche se detuvo con un chirrido de frenos delante de la casa y se oyeron gritos de alarma. Carraneo y Dance salieron al porche.

—No pasa nada —dijo Albert Stemple tranquilamente, arrastrando las palabras a pesar de que no tenía acento sureño—. Sólo es Chilton.

Al parecer, el bloguero se había enterado de lo sucedido y había corrido a presentarse en casa de su amigo. Subió precipitadamente los escalones.

—¿Qué ha pasado?

A Dance le sorprendió oír una nota de pánico en su voz. Había detectado en ella ira, mezquindad y arrogancia en otras ocasiones, pero nunca aquel sonido.

—¿Están bien?

—Sí —contestó—. Travis ha estado aquí, pero Donald está bien. Y su esposa también.

—¿Qué ha pasado?

El bloguero tenía el cuello de la chaqueta torcido.

Hawken y Lily salieron.

—¡Jim!

Chilton se acercó corriendo y abrazó a su amigo.

—¿Estáis bien?

—Sí, sí. La policía ha llegado a tiempo.

—¿Lo han cogido? —preguntó el bloguero.

—No —respondió Dance, esperando que Chilton se lanzara a criticarles por no haber capturado al chico. Pero el hombre cogió su mano con firmeza y se la apretó—. Gracias, gracias. Les han salvado. Muchas gracias.

Dance inclinó la cabeza, azorada, y le soltó la mano. Luego Chilton se volvió hacia Lily con una sonrisa de curiosidad.

La agente dedujo que era la primera vez que se veían en persona. Hawken les presentó y Chilton dio a Lily un cálido abrazo.

—Siento muchísimo todo esto. Ni en un millón de años habría pensado que podía afectaros.

—¿Quién iba a pensarlo? —preguntó Hawken.

Chilton contestó con una sonrisa remolona:

—Después de esto, Lily no va a querer quedarse en la península de Monterrey. Se marchará mañana mismo.

Ella esbozó por fin una sonrisa tenue.

—Me iría, pero ya hemos comprado las cortinas.

Señaló la casa con un cabeceo.

Chilton se rio.

—Tiene sentido del humor, Don. ¿Por qué no se queda ella y vuelves tú a San Diego?

—Me temo que vas a tener que aguantarnos a los dos.

Chilton se puso serio de pronto.

—Tenéis que iros hasta que pase todo esto.

—He intentado convencerlos de que se marchen —comentó Dance.

—No vamos a irnos.

—Don… —comenzó a decir Chilton.

Pero Hawken se rio y señaló a Dance con la cabeza.

—Tengo autorización policial. Nos ha dado su permiso. Vamos a escondernos en un hotel. Como Bonnie y Clyde.

—Pero…

—Nada de peros, amigo mío. Nos quedamos aquí. Ya no puedes librarte de nosotros.

Chilton abrió la boca para protestar, pero entonces advirtió la sonrisa irónica de Lily.

—A mí no conviene decirme lo que tengo que hacer, Jim —dijo.

El bloguero se rio otra vez.

—Muy bien —replicó—. Gracias. Marchaos a un hotel. Quedaos allí. Esto habrá acabado dentro de uno o dos días y todo volverá a la normalidad.

—No he visto a Pat y a los chicos desde que me marché —comentó Hawken—. Hace más de tres años.

Dance observó al bloguero. Algo más había cambiado en él. Tenía la impresión de estar viendo por primera vez su lado humano, como si aquella posible desgracia hubiera logrado hacerlo salir un poco más del mundo sintético para entrar en el real.

El cruzado había desaparecido, al menos temporalmente.

La agente les dejó con sus recuerdos y rodeó la casa. Una voz procedente de los arbustos la sobresaltó:

—Hola.

Al mirar hacia atrás vio a David Reinhold, el joven ayudante del Sheriff que había estado ayudándoles.

—Ayudante.

Reinhold sonrió.

—Llámeme David. Me he enterado de que el chico ha estado aquí. Han estado a punto de cogerlo.

—A punto. Pero se nos ha escapado.

Llevaba varios maletines metálicos desvencijados, con la inscripción UIF-OSCM: Unidad de Investigación Forense, Oficina del Sheriff del Condado de Monterrey.

—Siento no haber podido decirle nada concreto sobre esas ramas que encontró en su jardín. Esa cruz.

—Yo tampoco pude. Seguramente no fue más que una coincidencia. Si podara los árboles como es debido, no pasarían esas cosas.

Reinhold le dirigió una mirada chispeante.

—Tiene una casa muy bonita.

—Gracias. Aunque el jardín esté hecho un desastre.

—No. Es muy acogedora, en serio.

—¿Y qué me dice de usted, David? —preguntó ella—. ¿Vive en Monterrey?

—Vivía. Tenía un compañero de piso, pero se marchó, así que tuve que mudarme a Marina.

—Bien, le agradezco sus esfuerzos. Pienso hablarle muy bien de usted a Michael O’Neil.

—¿En serio, Kathryn? Eso sería genial.

A Reinhold se le iluminó la cara.

Luego dio media vuelta y comenzó a acordonar el jardín trasero de los Hawken. Dance se quedó mirando lo que ocupaba el centro del trapecio de cinta amarilla: la cruz grabada en la tierra y los pétalos dispersos.

Levantó luego los ojos y observó la vasta depresión que se extendía desde los cerros de Monterrey hasta la bahía, donde se divisaba una franja de mar.

Era un panorama bellísimo.

Pero de pronto se le antojó tan perturbador como la horrible máscara de Qetzal, el demonio de Dimension Quest.

Estás por ahí, en alguna parte, Travis.

Pero ¿dónde, dónde?