26

—¿Cómo lo lleva? —preguntó Lily Hawken a su marido, Donald.

—¿James? No dice gran cosa, pero tiene que ser duro para él. Y también para Patrizia, claro.

Estaban en el cuarto de estar de su casa nueva, en Monterrey.

Vaciando cajas, y cajas, y cajas…

Lily, una rubia menuda y delgada, estaba de pie en medio de la habitación, con los pies ligeramente separados, mirando dos grandes bolsas de plástico que contenían cortinas.

—¿Qué opinas?

A Hawken, que estaba un poco abrumado en ese momento, le traían sin cuidado las cortinas, pero su esposa, se habían casado hacía nueve meses y tres días, se había encargado de casi toda la mudanza desde San Diego, de modo que dejó las herramientas con las que estaba intentando montar la mesa baja y miró de la cortina roja a la cortina ocre y viceversa.

—Las de la izquierda —dijo, listo para desdecirse en cuanto notara que había dado la respuesta incorrecta.

Pero al parecer era la correcta.

—Eso pensaba yo —repuso su mujer—. ¿Y la policía tiene vigilada su casa? ¿Creen que el chico va a atacarle?

Hawken siguió con el montaje de la mesa. Ikea. Maldita sea, qué listos, los diseñadores…

—Él cree que no, pero ya conoces a Jim. Aunque creyera que sí, no es de los que salen huyendo con el rabo entre las piernas.

Luego se dijo que Lily no conocía en realidad a James Chilton: ni siquiera se habían visto aún. Si sabía algo de su amigo, era únicamente por lo que él le había contado.

Lo mismo que él conocía muchos aspectos de la vida de ella a través de conversaciones, insinuaciones y deducciones. Así era la vida en aquellas circunstancias. Para ambos era su segundo matrimonio: él acababa de salir de su periodo de duelo tras la muerte de su esposa, y Lily se estaba recuperando de un divorcio muy duro. Se habían conocido a través de amigos comunes y habían empezado a salir. Recelosos al principio, se habían dado cuenta casi simultáneamente de lo deseosos de intimidad y cariño que estaban los dos. Hawken, que creía que no volvería a casarse, se había declarado al cabo de seis meses, en el arenoso bar de la azotea del Hotel W, en el centro de San Diego, porque no había tenido paciencia para encontrar un escenario más idóneo.

Lily, sin embargo, había descrito el acontecimiento como lo más romántico que podía imaginar, gracias en parte al anillo adornado con un diamante de buen tamaño que Hawken había colgado del cuello de su botella de cerveza Anchor Steam, sujeto con una cinta blanca.

Y allí estaban, empezando una nueva vida en Monterrey.

Donald Hawken sopesó su situación y llegó a la conclusión de que era feliz. Feliz como un niño. Los amigos le habían dicho que un segundo matrimonio, después de perder a tu cónyuge, era algo muy distinto. Que al enviudar habría cambiado de manera fundamental. Que no podría sentir esa euforia adolescente calando en cada célula de su ser. Que habría compañerismo y momentos de pasión. Pero que su relación de pareja sería básicamente una amistad.

Se equivocaban.

Era adolescente y mucho más.

Había tenido un matrimonio intenso y apasionado con Sarah, que era una mujer bella y seductora, una mujer de la que uno podía enamorarse perdidamente, como le había sucedido a él.

Pero su amor por Lily era igual de fuerte.

Y por fin había llegado al punto en el que podía reconocer que el sexo era aún mejor con Lily, en el sentido de que era mucho más cómodo. En la cama, Sarah había sido… en fin, formidable, por decirlo tibiamente. Hawken estuvo a punto de sonreír al recordar algunas cosas.

Se preguntó qué opinión le merecerían a Lily Jim y Pat Chilton. Le había dicho que habían sido muy buenos amigos, que las dos parejas se reunían con frecuencia. Que iban a las funciones escolares y a los encuentros deportivos de sus respectivos hijos, a fiestas, a barbacoas… Había notado que la sonrisa de Lily cambiaba ligeramente al hablarle de aquella parte de su pasado, pero le había asegurado que, en cierto modo, Jim Chilton era también un extraño para él. Después de la muerte de Sarah había estado tan deprimido que había perdido el contacto con casi todos sus amigos.

Ahora, sin embargo, estaba volviendo a la vida. Lily y él acabarían de arreglar la casa y luego irían a recoger a los niños, que estaban en casa de sus abuelos, en Encinitas. Y su vida volvería a la cómoda rutina de la península que recordaba de años antes. Recuperaría el contacto con su mejor amigo, Jim Chilton, volvería a apuntarse al club de campo, y vería de nuevo a todos sus amigos.

Sí, había hecho bien. Pero había aparecido una nube en el horizonte. Pequeña, pasajera, estaba seguro, pero aun así preocupante.

Al regresar al lugar que había sido su hogar y el de Sarah, era como si hubiera resucitado una parte de ella. Los recuerdos estallaban como fuegos artificiales.

Allí, en Monterrey, Sarah había sido la anfitriona considerada, la apasionada coleccionista de arte, la astuta empresaria.

La amante enérgica, sensual y acaparadora.

Allí, Sarah se había enfundado intrépidamente en un traje de neopreno y había nadado en el océano turbulento, helada y exultante, no como en su último baño, cerca de La Jolla, cuando no salió del agua, sino que las olas la arrastraron hasta la orilla, inerme, con los ojos abiertos y ciegos y la piel a la misma temperatura que el agua.

Al pensarlo, el corazón de Hawken dio uno o dos latidos de más.

Después respiró hondo varias veces y ahuyentó los recuerdos.

—¿Quieres que te eche una mano?

Miró a Lily y a las cortinas.

Su esposa se detuvo un momento y luego dejó lo que estaba haciendo. Se acercó, cogió su mano y la posó sobre el triángulo de piel de debajo de su garganta. Lo besó con fuerza.

Se sonrieron y ella regresó a las ventanas.

Hawken acabó de montar la mesa de cristal y cromo y arrastrándola la colocó delante del sofá.

—Cariño…

Lily estaba mirando por la ventana de atrás, con la cinta métrica colgando de la mano.

—¿Qué?

—Creo que hay alguien ahí fuera.

—¿Dónde? ¿En el jardín?

—No sé si es en nuestra parcela. Está al otro lado del seto.

—Entonces no es en nuestro jardín.

Hacía falta mucho dinero para comprar un buen trozo de tierra allí, en la costa central de California.

—Seguramente querrá saber si se han venido a vivir aquí unos drogatas o una banda de rock.

Lily bajó un peldaño de la escalera.

—Está ahí parado —repitió—. No sé, cariño, da un poco de miedo.

Hawken se acercó a la ventana y miró afuera. Desde allí no se veía gran cosa, pero estaba claro que había alguien mirando entre los matorrales. Llevaba una sudadera gris con la capucha subida.

—Puede que sea el hijo de los vecinos. Siempre tienen curiosidad por saber quién se ha mudado a la casa de al lado. Por si tienen hijos de su edad. A mí me pasaba.

Lily no dijo nada. Hawken notó su malestar mientras estaba allí parada, con las estrechas caderas ladeadas y los ojos entornados. El polvo de las cajas de cartón de la mudanza había salpicado de motas su cabello rubio.

Era hora de hacerse el caballero.

Hawken entró en la cocina y abrió la puerta trasera. El visitante había desaparecido.

Salió al jardín y entonces oyó gritar a su mujer:

—¡Cariño!

Alarmado, dio media vuelta y entró a toda prisa.

Lily seguía subida a la escalera, pero estaba señalando otra ventana. El desconocido había entrado en el jardín lateral. Ahora estaba claramente en su propiedad, aunque seguía oculto por la vegetación.

—Maldita sea. ¿Quién demonios es?

Miró el teléfono, pero decidió no llamar a la policía. ¿Y si era el vecino o el hijo del vecino? Eso arruinaría para siempre cualquier posibilidad de que trabaran amistad.

Cuando volvió a mirar, la figura había desaparecido.

Lily se bajó de la escalera.

—¿Dónde está? Ha desaparecido. Visto y no visto.

—No tengo ni idea.

Miraron atentamente por las ventanas.

No había ni rastro de él.

Aquello era mucho más alarmante, no poder verlo.

—Creo que deberíamos…

Hawken se detuvo con un gemido al oír gritar a su mujer:

—¡Una pistola! ¡Tiene una pistola, Don!

Estaba mirando por la ventana delantera.

Su marido agarró el teléfono y gritó:

—¡La puerta! ¡Echa la llave!

Lily se precipitó hacia la puerta.

Pero llegó demasiado tarde.

La puerta ya se estaba abriendo.

Lily gritó y Don Hawken tiró de ella hacia el suelo y se le echó encima, en un gesto noble pero inútil, comprendió Hawken, de salvar la vida de su esposa.