23

Dance parpadeó, esperando la frase que remacharía el chiste.

Pero Jon Boling hablaba en serio.

—¿Lo has encontrado a él? ¿Dónde?

—En Etheria, el país ficticio de Dimension Quest.

—¿Está conectado?

—Ahora no, pero lo ha estado. Hace poco.

—¿Puedes averiguar dónde está en el mundo real a partir de ahí?

—No hay modo de saberlo. No podemos seguir su rastro. He llamado a la empresa del juego, a Inglaterra, y he hablado con algunos ejecutivos. Sus servidores están en la India y en cualquier momento puede haber un millón de jugadores conectados.

—Y dado que nosotros tenemos su ordenador, eso significa que está usando el de un amigo —repuso Dance.

—O puede que esté en uno público, o que haya pedido prestado o haya robado un ordenador y se esté conectando a través de un acceso wifi.

—Pero cada vez que se conecte sabremos que está quieto en un lugar y tendremos la oportunidad de encontrarlo.

—En teoría, sí —convino Boling.

—¿Por qué sigue jugando? Tiene que saber que estamos buscándolo.

—Como te decía, es un adicto.

Ella señaló el ordenador.

—¿Seguro que es Travis?

—Tiene que ser él. Me he metido en sus carpetas de juego y he descubierto una lista de avatares que ha creado para representarse a sí mismo. He pedido a un par de alumnos que buscaran esos nombres en Internet. Travis ha estado conectándose y desconectándose a lo largo del día. Su personaje se llama Stryker, con i griega. Pertenece a la categoría de los Fulminadores, lo que lo convierte en un guerrero. Un asesino, básicamente. Uno de mis alumnos, una chica que lleva varios años jugando a Dimension Quest, se lo encontró hace una hora aproximadamente. Iba vagando por el campo, matando gente. Mi alumna lo vio masacrar a una familia entera. Hombres, mujeres y niños. Y luego se quedó allí, cadavereando.

—¿Qué es eso?

—En estos juegos, cuando matas a otro personaje, ese personaje pierde su energía, pierde puntos y todo lo que lleve consigo. Pero no muere definitivamente. Los avatares resucitan a los pocos minutos, pero están muy débiles hasta que empiezan a recuperar energía. Cadaverear es matar a un personaje y quedarte allí, esperando a que resucite, para luego matarlo otra vez cuando no tiene defensas. Es de muy mala educación, y la mayoría de los jugadores no lo hacen. Es como matar a un soldado herido en el campo de batalla. Pero por lo visto Travis lo hace con frecuencia.

Dance se quedó mirando la página de inicio de Dimension Quest, un enrevesado gráfico lleno de hondonadas neblinosas, altas montañas, ciudades fantástica y mares turbulentos. Y también de criaturas míticas, guerreros, héroes, magos y villanos, entre ellos Qetzal, el espinoso demonio de la boca cosida cuyos ojos enormes la miraban con frialdad.

Un pedazo de aquel mundo de pesadilla se había materializado allí, en la Tierra, justo en su jurisdicción.

Boling tocó su teléfono móvil, que llevaba sujeto al cinturón.

—Irv está monitoreando el juego. Ha creado un robot, un programa informático automatizado que le avisará cuando aparezca Stryker. Me llamará o me mandará un mensaje en cuanto se conecte.

Dance miró hacia la cocina y vio que su madre estaba mirando por la ventana. Tenía las manos fuertemente unidas.

—Estaba pensando —continuó Boling— que, aunque localizarlo está descartado, si lo encontramos conectado y lo vigilamos, tal vez podamos descubrir algo sobre él. Dónde está, a quién conoce.

—¿Cómo?

—Vigilando sus mensajes instantáneos. Así es como se comunican los jugadores en DQ. Pero no podemos hacer nada hasta que vuelva a conectarse.

Boling se recostó en el asiento. Bebieron vino en silencio.

Un silencio que se vio roto cuando Wes gritó repentinamente desde la puerta:

—¡Mamá!

Dance dio un salto y se descubrió apartándose de Boling al volverse hacia su hijo.

—¿Cuándo comemos?

—En cuanto lleguen Martine y Steve.

El chico regresó frente al televisor. Y Dance y Boling entraron, llevando el vino y el ordenador. El profesor volvió a guardar el aparato en su bolsa y cogió un cuenco de galletas saladas de la isla de la cocina.

Entró en el cuarto de estar y se lo ofreció a Wes y Stuart.

—Raciones de emergencia para mantener las fuerzas.

—¡Sí! —exclamó el chico, cogiendo un puñado. Luego dijo—: Abuelo, pon otra vez esa falta para que la vea el señor Boling.

Dance ayudó a su madre y a su hija a acabar de sacar la comida, estilo bufé, sobre la isla de la cocina.

Edie y ella hablaron del tiempo, de los perros, de los niños y de Stuart. Lo cual las llevó a hablar del acuario, y luego de un referéndum sobre el uso de aguas, y posteriormente de media docena más de asuntos triviales, todos ellos con una sola cosa en común: estar lo más lejos posible del tema de la detención de su madre.

Dance estuvo observando a Wes, a Jon Boling y a su padre sentados en el cuarto de estar, viendo aquel programa sobre deportes. Se rieron a carcajadas cuando un jugador de fútbol americano chocó con un tanque de Gatorade y empapó a un cámara, y comieron galletas saladas mojadas en salsa como si la cena fuera una promesa ilusoria. La escena le pareció tan hogareña y reconfortante que no tuvo más remedio que sonreír. Después echó un vistazo a su móvil, decepcionada porque Michael O’Neil no hubiera llamado.

Cuando estaba poniendo la mesa de la Cubierta llegaron los demás invitados: Martine Christensen y su marido, Steve Cahill, subieron las escaleras con sus gemelos de nueve años a la zaga, e hicieron las delicias de Wes y Maggie al traer consigo un perrillo de pelo largo y oscuro, un briard de nombre Raye.

Saludaron a Edie Dance calurosamente, esquivando cualquier mención a los casos, tanto al de las cruces de carretera como al de su imputación.

—Hola, amiga.

Martine, con el pelo muy largo, guiñó un ojo a Dance y le pasó una tarta de chocolate casera de aspecto peligroso.

Eran amigas íntimas desde que Martine había decidido sacar ella sola a Dance del adictivo letargo de la viudedad y obligarla a regresar a la vida.

Como si saliera del mundo sintético para regresar al real, se dijo ahora Dance.

Abrazó a Steve, que al instante desapareció en el cuarto de estar para unirse a los hombres, haciendo restallar sus sandalias Birkenstock al compás de su larga coleta.

Los mayores tomaron vino mientras los niños improvisaban un espectáculo canino en el jardín. Raye, que al parecer se sabía al dedillo la lección, comenzó a correr literalmente en círculos alrededor de Patsy y Dylan, a hacer trucos y a saltar por encima de los bancos. Martine comentó que en sus clases de obediencia y agilidad era toda una estrella.

Apareció Maggie y dijo que ella también quería llevar a sus perros a clases.

—Ya veremos —le dijo Dance.

Poco después encendieron las velas, repartieron jerséis y se sentaron todos alrededor de la mesa con la comida humeando en medio del falso otoño de una noche de Monterrey. La conversación giraba a la misma velocidad a la que fluía el vino. Wes contaba chistes en voz baja a los gemelos, que se reían con nerviosismo, no porque les hicieran gracia los chistes, sino porque un chico mayor estuviera invirtiendo tiempo en contárselos a ellos.

Edie se rio de algo que dijo Martine.

Y por primera vez en dos días, Kathryn Dance sintió que las tinieblas se disipaban.

Travis Brigham, Hamilton Royce, James Chilton y el Caballero Oscuro, Robert Harper, quedaron relegados a un rincón de su mente, y comenzó a pensar que, al final, todo se arreglaría por sí solo.

Jon Boling resultó ser muy sociable y encajó a la perfección, aunque no conocía de antes a ninguno de los invitados. Steven, que era programador informático, y él tenían muchas cosas de que hablar, a pesar de que Wes intervenía constantemente en la conversación.

Evitaron todos cuidadosamente hablar del problema de Edie, de ahí que la política y la actualidad ocuparan el centro del escenario. Dance notó divertida que los primeros temas que salieron a relucir fueron dos acerca de los cuales había escrito Chilton: la planta desalinizadora y la nueva carretera a Salinas.

Steve, Martine y Edie se oponían tajantemente a la planta.

—Supongo que tenéis razón —dijo Dance—. Pero todos vivimos aquí desde hace mucho tiempo. —Lanzó una mirada a sus padres—. ¿No estáis hartos de las sequías?

Martine dijo que dudaba que el agua producida por la planta desalinizadora fuera a beneficiarles.

—Se la venderán a ciudades ricas de Arizona o Nevada. Alguien ganará miles de millones y nosotros no veremos ni una gota.

Después hablaron de la carretera. Respecto a aquel tema también estaban divididos. Dance dijo:

—Al CBI y a la oficina del Sheriff les vendrá bien cuando tengan que investigar un caso en los campos del norte de Salinas. Pero ese agujero presupuestario es un problema.

—¿Qué agujero presupuestario? —preguntó Stuart.

Dance se sorprendió al ver que la miraban todos con desconcierto. Les explicó que, leyendo el Chilton Report, se habían enterado de que el bloguero había descubierto un posible caso de malversación de fondos.

—No me había enterado —dijo Martine—. Me he centrado tanto en leer sobre el asunto de las cruces de carretera que no he prestado mucha atención. Pero ahora voy a mirarlo, ya lo creo que sí. Echaré un vistazo al blog.

De las amigas de Dance, Martine era la más interesada en cuestiones políticas.

Después de la cena, le pidió a Maggie que sacara su teclado para dar un breve concierto.

Se retiraron al cuarto de estar y siguieron bebiendo vino. Boling se arrellanó en un mullido sillón y Raye, el briard, fue a sentarse sobre él. Martine se rio, Raye era sólo un poco más grande que un perrillo faldero, pero el profesor insistió en que el cachorro se quedara.

Maggie enchufó el teclado, se sentó con la solemnidad de una concertista de piano y tocó cuatro canciones de su Libro tres de Suzuki, arreglos sencillos de piezas de Mozart, Beethoven y Clementi. Prácticamente no erró ninguna nota.

Aplaudieron todos y luego fueron a tomar tarta, café y más vino.

Por fin, a eso de las nueve y media, Steve y Martine anunciaron que era hora de acostar a los gemelos y se marcharon los cuatro. Maggie ya estaba haciendo planes para apuntar a Dylan y a Patsy a las clases de adiestramiento a las que iba Raye.

Edie esbozó una sonrisa distante.

—Nosotros también deberíamos irnos. Ha sido un día muy largo.

—Quedaos un rato, mamá. Tomaos otra copa de vino.

—No, no, estoy agotada, Katie. Vamos, Stu. Quiero irme a casa.

Abrazó distraídamente a su hija, y Dance sintió disiparse el bienestar que había experimentado poco antes.

—Llámame luego.

Desilusionada porque se marcharan tan pronto, vio desaparecer las luces traseras de su coche carretera arriba. Luego les dijo a los niños que se despidieran de Boling. El profesor sonrió y les estrechó las manos, y Dance los mandó a lavarse.

Wes apareció unos minutos después con un DVD, Ghost in the shell, un cuento de ciencia ficción de anime japonés relacionado con el mundo de los ordenadores.

—Tenga, señor Boling. Es una peli muy bonita. Se la presto, si quiere.

A Dance le sorprendió que su hijo se portara tan bien con un hombre. Seguramente percibía a Boling como un compañero de trabajo de su madre, no como una posible pareja. Pero, aun así, a veces se había mostrado hostil incluso con sus compañeros de trabajo.

—Vaya, gracias, Wes. He escrito sobre el anime, pero esta no la he visto.

—¿En serio?

—Sí. Te la devolveré en perfecto estado.

—Cuando quiera. Buenas noches.

El chico regresó corriendo a su cuarto, dejándolos solos.

Pero sólo por un instante. Un segundo después apareció Maggie con otro regalo.

—Es mi recital.

Le dio un CD en una funda.

—¿Ese del que has hablado en la cena? —preguntó Boling—. ¿Cuando el señor Stone eructó mientras tocabas una pieza de Mozart?

—¡Sí!

—¿Me lo prestas?

—Puede quedárselo. Tengo un millón de copias. Las hizo mamá.

—Vaya, gracias, Maggie. Voy a grabármelo en el iPod.

La niña se sonrojó, cosa rara en ella. Después se marchó corriendo.

—No tienes por qué hacerlo —susurró Dance.

—Claro que sí. Es una niña estupenda.

Guardó el disco en la bolsa del ordenador y echó un vistazo a la película que le había prestado Wes.

Dance bajó otra vez la voz:

—¿Cuántas veces la has visto?

Él se rio.

—¿Ghost in the shell? Veinte, treinta veces… Igual que las dos secuelas. Madre mía, pero si hasta ves las mentirijillas.

—Te agradezco lo que has hecho. Significa mucho para él.

—Me ha parecido que le hacía ilusión.

—Me sorprende que no tengas hijos. Pareces entenderte muy bien con los niños.

—Sí, la verdad es que no ha habido ocasión. Claro que si quieres tener hijos, conviene tener pareja. Y yo soy uno de esos hombres con los que hay que tener cuidado. ¿No es eso lo que decís todas las chicas?

—¿Cuidado? ¿Por qué?

—Nunca salgas con un hombre de más de cuarenta años que nunca se haya casado.

—Yo creo que hoy en día, con tal de que funcione, todo vale.

—Es simplemente que nunca he conocido a nadie con quien me apeteciera sentar cabeza.

Dance advirtió un leve movimiento de ceja y una ligera fluctuación en el tono de voz. Dejó que su comentario se disipara.

—¿Tú estás…? —comenzó a preguntar Boling, y miró su mano izquierda, cuyo dedo corazón ceñía un anillo con una perla gris.

—Soy viuda —contestó ella.

—Ah, caramba, lo siento.

—Un accidente de coche —añadió, sintiendo sólo un atisbo de la pena de siempre.

—Qué horror.

Pero Kathryn Dance no dijo nada más sobre su marido ni sobre el accidente, sencillamente porque no le apetecía seguir hablando de ello.

—Entonces, eres un auténtico solterón, ¿eh?

—Supongo que sí. Una palabra que no oía desde hace… un siglo, más o menos.

Dance fue a buscar más vino a la cocina y cogió automáticamente un tinto porque era el preferido de Michael O’Neil. Luego recordó que a Boling le gustaba el blanco. Llenó las copas hasta la mitad.

Charlaron sobre la vida en la península, sobre los viajes de Boling en bicicleta y sus paseos por el monte. Su vida profesional era demasiado sedentaria, por eso con frecuencia se montaba en su camioneta vieja y se iba a las montañas o a algún parque nacional.

—Este fin de semana quiero salir con la bici. Será una especie de paréntesis de sensatez en medio de una isla de locura.

Le contó algo más sobre la reunión familiar de la que le había hablado anteriormente.

—¿En Napa?

—Sí. —Arrugó la frente de manera encantadora—. Mi familia es… ¿Cómo lo diría?

—Una familia.

—Exacto —contestó, riendo—. Dos padres en perfecto estado de salud, dos hermanos con los que me llevo bien casi siempre, aunque me gusten más sus hijos. Tíos y tías variados. Estará bien. Habrá montones de vino y de comida. Y puestas de sol…, aunque no muchas, gracias al cielo. Dos, como máximo. Así, más o menos, transcurren los fines de semana.

De nuevo se hizo el silencio entre ellos. Un silencio cómodo. Dance no sintió el impulso de llenarlo.

Pero la paz se rompió un instante después, al emitir un tintineo el teléfono de Boling. Echó un vistazo a la pantalla. Se puso alerta y su lenguaje corporal se transformó de inmediato.

—Travis está conectado. Vamos.