22

—Yo llevo la compra —anunció Maggie cuando el Pathfinder de Dance se detuvo chirriando delante de su casa.

Su hija demostraba mucha independencia últimamente. Cogió la bolsa más grande. Había cuatro. Después de recoger a los niños en casa de Martine, habían parado en el supermercado para entregarse a un frenesí de compras. Si se presentaban todas las personas a las que había invitado, serían casi doce a cenar, entre ellos varios adolescentes con un apetito voraz.

Inclinado por el peso de las dos bolsas que llevaba en una mano, cosas de hermano mayor, Wes preguntó a su madre:

—¿Cuándo va a venir la abuela?

—Dentro de un rato, espero. Es posible que no venga.

—No, ha dicho que iba a venir.

Dance sonrió, desconcertada.

—¿Has hablado con ella?

—Sí, me ha llamado al campamento.

—A mí también —dijo Maggie.

Así que había llamado para tranquilizar a los niños y decirles que estaba bien. Dance se puso colorada. ¿Por qué no me ha llamado a mí?

—Bueno, es fantástico que vaya a venir.

Llevaron las bolsas dentro.

Dance entró en su dormitorio acompañada por Patsy.

Miró la caja de seguridad donde solía guardar su arma. Travis estaba ampliando el número de sus objetivos, y sabía que ella formaba parte del grupo de policías que andaba tras él. Además, no podía olvidarse de la posible amenaza, la cruz, que había descubierto en su jardín la noche anterior. Decidió seguir llevando la pistola encima, pero, siempre temerosa de tener armas en casa habiendo niños, la guardó en la caja unos minutos para darse una ducha. Se desnudó enérgicamente y se metió bajo el chorro de agua caliente, intentando sin éxito desprenderse de los residuos de aquel día.

Se puso unos vaqueros y una blusa ancha, sin remeter, para ocultar el arma que llevaba sujeta a la altura de los riñones. Incómodo y al mismo tiempo, sin embargo, reconfortante. Después se fue a toda prisa a la cocina.

Dio de comer a los perros y resolvió un conato de pelea entre los niños, que se habían puesto a discutir por las tareas que le tocaba hacer a cada uno antes de la cena. No perdió la paciencia: sabía que estaban alterados por lo sucedido el día anterior en el hospital. Maggie guardaría la compra mientras Wes ponía orden antes de que llegaran los invitados. A Dance no dejaba de asombrarle lo desordenada que podía llegar a estar una casa, incluso cuando sólo vivían tres personas en ella.

Pensó de pronto, como hacía a menudo, en la época en que todavía eran cuatro. Y miró la foto de su boda. Bill Swenson, con el pelo prematuramente gris, delgado y con una sonrisa relajada, la rodeaba con el brazo mientras miraba a la cámara.

Entró en el despacho, encendió el ordenador y mandó un correo a Overby para informarle de la agresión que había sufrido Chilton y de su enfrentamiento con Brubaker.

No le apetecía hablar con él.

Abrió luego el correo electrónico de Jon Boling con los nombres de las personas que habían publicado comentarios favorables a Chilton en los últimos meses. Eran diecisiete.

Podía ser peor, supuso.

Pasó la hora siguiente buscando los números de teléfono de los que vivían a menos de ciento cincuenta kilómetros y llamando para avisarles de que podían estar en peligro. Capeó como pudo sus críticas, algunas de ellas hirientes, acerca de la incapacidad del CBI y de la policía de detener a Travis Brigham.

Después, abrió el Chilton Report.

http://www.thechiltonreport.com/html/junio27.html

Repasó todos los hilos y notó que había comentarios nuevos en casi todos ellos. Los últimos comentaristas a los artículos sobre el reverendo Fisk y la planta desalinizadora se tomaban sus causas respectivas muy a pecho… y con enfado creciente. Pero ninguno de sus mensajes podía compararse en saña a los comentarios del hilo «Cruces en el camino», muchos de los cuales se atacaban entre sí con furia irrefrenable, semejante a la que destilaban contra Travis Brigham.

Algunos de ellos estaban redactados de manera singular, otros parecían intentar sonsacar información, y algunos eran amenazas directas. Dance tuvo la sensación de que había allí pistas sobre el paradero de Travis, posiblemente incluso señales sutiles de quién sería su próxima víctima. ¿Era Travis uno de los comentaristas, oculto detrás de una identidad falsa o del seudónimo más común: «Anónimo»? Leyó atentamente las conversaciones y llegó a la conclusión de que si, en efecto, había pistas, se le escapaban. Ella, que se sentía tan a sus anchas analizando la palabra hablada, no logró extraer conclusiones sólidas al leer aquellos gritos y refunfuños, frustrantes por ser silenciosos.

Finalmente, salió del blog.

Llegó un correo de Michael O’Neil. Le daba la desalentadora noticia de que la vista para resolver la inmunidad de Juan Nadie había sido pospuesta hasta el viernes. Según Ernie Seybold, el fiscal, era mala señal que el juez hubiera accedido a posponerla a instancias de la defensa. Dance torció el gesto al enterarse y se sintió decepcionada porque O’Neil no la hubiera llamado para darle la noticia. Tampoco le decía si iría a cenar con sus hijos esa noche.

Comenzó a organizar la cena. No tenía mucha mano para la cocina, ella era la primera en reconocerlo, pero sabía en qué tiendas vendían la mejor comida preparada. La cena estaría bien.

Mientras escuchaba el suave alboroto de un videojuego procedente de la habitación de Wes y las escalas que Maggie ejecutaba en el teclado, se descubrió mirando hacia el jardín y recordando la cara de su madre la tarde anterior, cuando su hija la había abandonado para ir a ver la segunda cruz.

Tu madre lo entenderá.

No, no lo entenderá…

Ensimismada frente a los recipientes de falda de ternera, judías verdes, ensalada César, salmón y patatas asadas, recordó aquella vez, tres semanas antes, en que su madre, en aquella misma cocina, le había hablado de la situación de Juan Millar, ingresado en la UCI. Con el rostro contraído por el dolor, Edie le había dicho a su hija lo que le había susurrado Juan.

Máteme…

El sonido del timbre ahuyentó aquella idea turbadora.

Dedujo quién había llegado: la mayoría de sus amigos y familiares subían por las escaleras de la terraza de atrás y entraban en la cocina sin llamar al timbre ni tocar a la puerta. Al abrir, vio a Jon Boling de pie en el porche. Ostentaba aquella cómoda sonrisa a la que ella ya se había acostumbrado y sostenía una bolsa de la compra y una aparatosa funda de ordenador portátil. Se había cambiado de ropa: ahora llevaba unos vaqueros negros y una camisa oscura de rayas, con cuello.

—Hola.

Boling inclinó la cabeza y la siguió a la cocina.

Los perros se levantaron. Él se agachó y los abrazó cuando se acercaron a saludarlo.

—¡Vale, chicos, fuera! —ordenó Dance.

Les lanzó un par de golosinas para perros por la puerta trasera y bajaron a toda velocidad la escalera, camino del jardín.

Boling se levantó, se limpió los lametones de la cara y se echó a reír. Metió la mano en la bolsa que llevaba.

—He decidido traer azúcar como regalo para la anfitriona.

—¿Azúcar?

—En dos versiones: fermentada.

Extrajo una botella de vino blanco Caymus Conundrum.

—Qué bien.

—Y horneada. —Sacó una bolsa de galletas—. Me he acordado de cómo las miraste en la oficina cuando tu secretaria intentó cebarme.

—Te diste cuenta, ¿eh? —Dance se rio—. Serías un buen interrogador kinésico. Tenemos que estar siempre atentos a todo.

Advirtió su mirada de excitación.

—Tengo que enseñarte una cosa. ¿Podemos sentarnos en alguna parte?

Dance lo condujo al cuarto de estar, donde Boling sacó otro portátil, uno grande, de una marca que ella no reconoció.

—Lo ha hecho Irv —anunció.

—¿Irv?

—Irving Wepler, el amigo del que te he hablado. Uno de mis alumnos.

Así que no era Bambi, ni Tiffany.

Boling comenzó a teclear. Un instante después la pantalla cobró vida. Dance no sabía que los ordenadores pudieran encenderse tan rápidamente.

En la otra habitación, Maggie dio una nota en falso.

—Perdón.

Dance hizo una mueca.

—Do sostenido —dijo Boling sin apartar la vista de la pantalla.

Ella se sorprendió.

—¿Eres músico?

—No, no, pero tengo buen oído. Por pura carambola. Y no sé qué hacer con él. No tengo ningún talento para la música. No como tú.

—¿Yo?

No le había hablado de su vocación.

Boling se encogió de hombros.

—Pensé que no sería mala idea buscarte en Internet. No esperaba que tuvieras más entradas en Google como cazadora de canciones que como poli. Uy, ¿puedo decir «poli»?

—De momento no es un término políticamente incorrecto.

Dance le explicó que era una cantante folk frustrada, pero que se había redimido en parte gracias a su proyecto con Martine Christensen: una página web llamada American Tunes, en honor al evocador himno que Paul Simon había dedicado a su país en los años setenta. Aquella página era un salvavidas para alguien como ella, que a menudo, debido a su trabajo, tenía que visitar lugares sumamente siniestros. No había nada como la música para sacarla sana y salva de las mentes de los criminales a los que perseguía.

Aunque el término más común era «cazadora de canciones», le dijo Dance, la denominación técnica era «folklorista». El más famoso era Alan Lomax, que a mediados del siglo XX había recorrido el interior de Estados Unidos recopilando música tradicional para la Biblioteca del Congreso. Dance también salía de viaje cuando podía para recopilar música, aunque no bluegrass, blues y música montañesa, como había hecho Lomax. Las canciones del folklore americano actual eran africanas, afro-pop, cajunes, latinas, caribeñas, de Nueva Escocia, de las Antillas y de Asia.

American Tunes ayudaba a los músicos a registrar su material original, vendía su música mediante descargas y distribuía entre los autores el dinero que pagaban los oyentes.

Boling pareció interesado. Al parecer, él también salía a caminar por el monte una o dos veces al mes. Hacía tiempo había practicado en serio la escalada, le explicó, pero lo había dejado.

—La gravedad —concluyó— es impepinable.

Luego señaló con la cabeza la habitación de la que procedía la música.

—¿Hijo o hija?

—Hija. Las únicas cuerdas con las que está familiarizado mi hijo son las de la raqueta de tenis.

—Toca bien.

—Gracias —dijo Dance con cierto orgullo.

Se había esforzado mucho por animar a Maggie. Practicaba con ella y, lo que requería aún más tiempo, hacía de chófer para llevarla y traerla de las clases de piano y los recitales.

Boling pulsó algunas teclas y en la pantalla del portátil apareció una página llena de color. Su lenguaje corporal cambió entonces repentinamente. Dance notó que miraba por encima de su hombro, hacia la puerta.

Debería haberlo imaginado. Treinta segundos antes, había oído callar el teclado.

Boling sonrió.

—Hola, soy Jon. Trabajo con tu mamá.

Maggie, que llevaba una gorra de béisbol con la visera hacia atrás, se quedó en la puerta.

—Hola.

—La gorra en casa —le recordó su madre.

La niña se la quitó y se fue derecha a Boling.

—Soy Maggie.

Mi hija no tiene nada de tímida, se dijo Dance mientras la pequeña de diez años estrechaba la mano de Boling.

—Tienes fuerza —le dijo el profesor—. Y buena mano para el teclado.

Ella sonrió.

—¿Usted toca algo?

—Sólo CD y descargas. Nada más.

La agente levantó la vista y no le sorprendió ver aparecer también a su hijo Wes, de doce años. El chico los miraba desde la puerta, un poco apartado. Y no sonreía.

A Dance le dio un vuelco el estómago. Desde la muerte de su padre, Wes sentía una antipatía inmediata por todos los hombres con los que se relacionaba su madre. Según su psicóloga, ello se debía a que los consideraba una amenaza para su familia y para el recuerdo de su padre. El único que de verdad le caía bien era Michael O’Neil, en parte porque, teorizaba su doctora, estaba casado y por tanto no suponía ningún peligro.

A la agente, que era viuda desde hacía dos años y sentía a veces un terrible anhelo de tener pareja, se le hacía duro aceptar la actitud de su hijo. Quería salir con hombres, quería conocer a alguien y, además, sabía que sería bueno para los niños. Pero cada vez que salía, Wes se mostraba hosco y malhumorado. Dance se había pasado horas intentando tranquilizarlo y hacerle entender que su hermana y él eran lo primero. Ideaba tácticas para que se sintiera a gusto al conocer a sus amigos varones. Y a veces, sencillamente, imponía su autoridad y le decía sin ambages que no pensaba tolerar su actitud. Pero ninguna estrategia había funcionado del todo bien, y tampoco ayudaba el hecho de que Wes hubiera demostrado mucha más perspicacia que ella al tratar con hostilidad al que había sido su pareja potencial más reciente. Después de aquello, había decidido hacer caso de lo que dijeran sus hijos y vigilar atentamente cómo reaccionaban.

Le hizo señas a Wes de que se acercara. El chico se reunió con ellos.

—Este es el señor Boling.

—Hola, Wes.

—Hola.

Se dieron la mano, el chico con cierta timidez, como siempre.

Dance se disponía a añadir rápidamente que Boling y ella se conocían del trabajo para tranquilizar a Wes y despejar cualquier posible incomodidad. Pero antes de que le diera tiempo a decir nada, los ojos de su hijo centellearon al mirar la pantalla del ordenador.

—¡DQ, qué guay!

Dance miró las coloridas imágenes de la página de Dimension Quest que, al parecer, Boling había extraído del ordenador de Travis.

—¿Estáis jugando?

Su hijo parecía atónito.

—No, no. Sólo quería enseñarle una cosa a tu madre. ¿Conoces los juegos de rol en línea, Wes?

—A ver, claro.

—Wes… —murmuró su madre.

—Digo, claro que sí. A mi madre no le gusta que diga tanto «a ver».

Sonriendo, Boling preguntó:

—¿Juegas a DQ? Yo no lo conozco muy bien.

—Qué va, es como muy fantasioso, ¿sabes? Prefiero Trinity.

—¡Uf! —exclamó Boling en tono de admiración sincera y un tanto pueril—. Los gráficos son una pasada.

Se volvió hacia Dance y añadió:

—Es CF.

Pero como explicación no era gran cosa.

—¿Qué?

—Mamá, ciencia ficción.

—Ci-Fi.

—No, no se dice así. Se dice CF.

Su hijo levantó los ojos al cielo.

—Tomo nota.

Wes arrugó la cara.

—Pero para jugar a Trinity se necesitan dos gigas de RAM y una tarjeta de vídeo de otras dos, como mínimo. Si no es como, a ver… —Dio un respingo—. Si no es muy lento. Porque tienes los rayos listos para disparar y entonces va y se te cuelga la pantalla. Es un rollo.

—¿Sabes cuánta memoria RAM tiene el ordenador que me he construido en el trabajo? —preguntó Boling con aire astuto.

—¿Tres? —preguntó Wes.

—Cinco. Y la tarjeta de vídeo tiene cuatro.

Wes hizo como si se desmayara.

—¡Haaala! ¡Cómo mola! ¿Cuánta capacidad de almacenamiento tiene?

—Dos Ts.

—¡Qué dices! ¿Dos terabytes?

Dance se rio. Sentía un inmenso alivio porque no hubiera tensión entre ellos. Pero dijo:

—Wes, nunca te he visto jugar a Trinity. No lo tenemos cargado en el ordenador, ¿verdad?

Era muy restrictiva con los juegos a los que podían jugar sus hijos en el ordenador y las páginas web que podían visitar, pero no podía supervisarlos cada minuto del día.

—No, no me dejas —dijo el chico sin resentimiento ni segunda intención—. Juego en casa de Martine.

—¿Con los gemelos?

Dance se quedó perpleja. Los hijos de Martine Christensen y Steven Cahill eran más pequeños que Wes y Maggie.

El chico se rio.

—¡Mamá! —exclamó, exasperado—. No, con Steve. Tiene todos los códigos y los parches.

Eso era más lógico. Steve, que se calificaba a sí mismo de ciberecologista, se ocupaba de la parte técnica de American Tunes.

—¿Es un juego violento? —le preguntó a Boling, no a Wes.

El profesor y el niño cambiaron una mirada cómplice.

—¿Y bien? —insistió ella.

—No, qué va —dijo Wes.

—¿Qué significa eso exactamente? —preguntó la agente de policía.

—Bueno, se pueden hacer volar por los aires naves espaciales y planetas —contestó Boling.

—Pero no es violento, violento, ya sabes —añadió Wes.

—En serio —le aseguró el profesor—. Nada que ver con Resident Evil o Manhunt.

—O con Gears of War —agregó Wes—. Porque en ese se puede descuartizar a la gente con una sierra mecánica.

—¿Qué? —Dance no daba crédito—. ¿Has jugado alguna vez?

—¡No! —contestó su hijo, indignado, justo en el límite de la credibilidad—. Pero lo tiene Billy Sojack, el de mi clase. Nos lo ha contado él.

—Pues más te vale no jugar.

—Vale. No jugaré. Pero de todos modos —añadió el chico, lanzando otra mirada a Boling—, no tienes por qué usar la sierra mecánica.

—No quiero que juegues nunca a ese juego. Ni a los otros que ha mencionado el señor Boling —dijo Dance con su mejor voz de madre.

—Vale. Jolín, mamá.

—¿Me lo prometes?

—Sí.

La mirada que le lanzó a Boling parecía decir: «A veces se pone así».

Se pusieron entonces a debatir sobre otros juegos y cuestiones técnicas cuyos significados Dance ni siquiera podía adivinar. Pero se alegró de verlos así. Boling, desde luego, no le interesaba como pareja, pero para ella era un tremendo alivio no tener que preocuparse de posibles conflictos, sobre todo esa noche. La cena ya sería bastante estresante de por sí. Boling no hablaba a su hijo con condescendencia, ni intentaba impresionarlo. Parecían compañeros de distinta edad que se divertían charlando.

Maggie, que se sentía desplazada, irrumpió de pronto en la conversación preguntando:

—Señor Boling, ¿usted tiene hijos?

—Mags —dijo Dance—, no hagas preguntas personales cuando acabas de conocer a alguien.

—No pasa nada. No, no tengo hijos, Maggie.

La niña asintió, asimilando la información. No lo preguntaba, dedujo Dance, por saber si había posibles compañeros de juego. Lo que en realidad quería saber era el estado civil de Boling. Su hija tenía más ganas de casarla que Maryellen Kresbach, su secretaria, con tal de que ella, claro está, fuera la madrina. Nada de dama de honor: eso sería demasiado retro para su hija, siempre tan independiente.

Oyeron entonces voces procedentes de la cocina. Habían llegado Edie y Stuart. Entraron y se reunieron con Dance y los niños.

—¡Abuela! —gritó Maggie, y se abalanzó hacia ella—. ¿Cómo estás?

La cara de Edie se iluminó con una sonrisa sincera, o casi, pensó Dance. Wes, cuyo rostro también brillaba de alegría, corrió al encuentro de su abuela. Aunque últimamente era tacaño con los abrazos que daba a su madre, el chico rodeó a su abuela con los brazos y la apretó con fuerza. De los dos niños, era él quien se había tomado más a pecho lo sucedido en el hospital.

—Katie —dijo Stuart—, te pasas la vida persiguiendo a desaprensivos y aún tienes tiempo para cocinar.

—Bueno, la verdad es que alguien ha tenido tiempo para cocinar —contestó ella con una sonrisa, y echó una mirada a las bolsas del supermercado, escondidas cerca del cubo de la basura. Abrazó a su madre, encantada de verla—. ¿Cómo estás?

—Bien, querida.

Querida… Mala señal. Pero al menos había venido. Eso era lo que contaba.

Edie se volvió hacia los niños y se puso a hablarles con entusiasmo sobre un programa de televisión que acababa de ver acerca de reformas radicales de casas. A su madre se le daba muy bien reconfortar a los demás y, en lugar de hablar directamente sobre lo sucedido en el hospital, lo que sólo habría conseguido alterar más aún a los niños, omitió el incidente y los tranquilizó poniéndose a charlar de cosas sin importancia.

Dance les presentó a Jon Boling.

—Soy un mercenario —comentó él—. Kathryn ha cometido el error de pedirme consejo y ahora no consigue librarse de mí.

Hablaron de dónde vivía en Santa Cruz, de cuánto tiempo llevaba en aquella zona y de las facultades en las que había enseñado. A Boling le interesó saber que Stuart todavía trabajaba a tiempo parcial en el famoso acuario de la bahía de Monterrey. El profesor iba allí a menudo y acababa de llevar de visita a sus sobrinos.

—Yo también he dado clase a veces —comentó Stuart Dance al saber a qué se dedicaba Boling—. Me sentía la mar de a gusto rodeado de catedráticos. He investigado mucho sobre tiburones.

Boling se rio a carcajadas.

Sirvieron el vino: primero, el Conundrum blanco de Boling.

Luego este pareció sentir un cambio en la dirección del viento y se disculpó para regresar a su ordenador.

—Si no acabo mis deberes, me quedo sin cenar. Nos vemos dentro de un rato.

—¿Por qué no sales? —le dijo Dance, señalando la terraza—. Enseguida estoy contigo.

Después de que recogiera el ordenador y saliera, Edie comentó:

—Un joven muy agradable.

—Y muy útil. Gracias a él hemos conseguido salvar a una de las víctimas.

Dance se acercó a la nevera para guardar el vino. Mientras lo hacía, la emoción se apoderó de ella y balbució en voz baja:

—Siento que ayer tuviera que marcharme tan deprisa del juzgado, mamá. Encontraron otra cruz en la carretera. Había un testigo y tenía que interrogarlo.

La voz de su madre no reveló sarcasmo alguno cuando contestó:

—No pasa nada, Katie. Estoy segura de que era importante. Y ese pobre hombre de hoy… Lyndon Strickland, el abogado. Era muy conocido.

—Sí.

Dance advirtió el cambio de tema.

—Demandó al estado, según creo. Se dedicaba a la defensa de los consumidores.

—Mamá, ¿qué os ha dicho Sheedy?

Edie Dance pestañeó.

—Esta noche no, Katie. No quiero que hablemos de eso.

—Claro. —La agente se sintió como una niña a la que hubieran regañado—. Como quieras.

—¿Va a venir Michael?

—Iba a intentarlo. Anne está en San Francisco, así que tiene que ocuparse de los niños. Y está trabajando en un caso importante.

—Ah. En fin, esperemos que pueda venir. ¿Y cómo está Anne? —preguntó Edie con frialdad.

En su opinión, la esposa de O’Neil dejaba mucho que desear como madre. Y para Edie Dance cualquier deficiencia en ese aspecto era una falta gravísima, rayana en el delito.

—Bien, imagino. Hace mucho que no la veo.

Se preguntó de nuevo si aparecería Michael.

—¿Has hablado con Betsey? —le preguntó a su madre.

—Sí, va a venir este fin de semana.

—Puede quedarse aquí.

—Si no es inconveniente —repuso Edie.

—¿Por qué iba a serlo?

Su madre contestó:

—A lo mejor estás ocupada. Con ese caso tuyo. Para ti es lo prioritario. Bueno, Katie, ve a ver a tu amigo. Maggie y yo vamos a empezar a preparar las cosas para la cena. Ven, Mags, ayúdame en la cocina.

—¡Sí, abuela!

—Y Stuart ha traído un DVD que cree que a Wes va a gustarle. Disparates deportivos. Id a ponerlo, chicos.

Su marido le hizo caso y se acercó al televisor de pantalla plana, llamando a Wes.

Dance se quedó paralizada un instante, con las manos junto a los costados, viendo, llena de impotencia, cómo su madre se alejaba charlando alegremente con Maggie. Después salió a la terraza.

Encontró a Boling sentado junto a una mesa inestable, cerca de la puerta trasera, bajo una luz anaranjada. Estaba mirando a su alrededor.

—Esto es muy bonito.

—Yo lo llamo la Cubierta —rio ella—. Con ce mayúscula.

Pasaba allí gran parte de su tiempo, sola o con los niños, con los perros y con aquellas personas unidas a ella por la amistad o los lazos familiares.

La estructura gris, de madera tratada a presión, medía seis metros por nueve y se alzaba a dos metros y medio del jardín, a lo largo de la parte de atrás de la casa. Estaba llena de tambaleantes tumbonas, sillas y mesas. La iluminación procedía de lucecitas de Navidad, lámparas de pared y varios globos de color ámbar. Sobre las planchas desiguales del suelo descansaban un fregadero, varias mesas y una nevera grande. Plantas anémicas en tiestos descascarillados, comederos de pájaros y adornos colgantes de metal y cerámica maltratados por la intemperie y comprados en el departamento de jardinería de alguna gran superficie componían la ecléctica decoración.

A menudo, cuando volvía a casa, Dance se encontraba sentado en la terraza a algún compañero del CBI, de la oficina del Sheriff de Monterrey o de la Patrulla de Caminos, disfrutando de una bebida procedente de la desvencijada nevera. Importaba poco que ella estuviera en casa o no, siempre y cuando se observaran las normas: no molestar a los niños si estaban estudiando ni turbar el sueño de la familia, evitar las palabras malsonantes y no entrar en la casa a menos que mediara una invitación expresa.

A Dance le encantaba la Cubierta, el lugar idóneo para desayunar, para celebrar cenas y otros acontecimientos más solemnes. Allí se había casado.

Y allí, sobre las planchas de madera grises y combadas, había celebrado el funeral de su marido.

Ahora, se sentó en el tresillo de mimbre junto a Boling, que estaba inclinado sobre el aparatoso portátil. El profesor miró a su alrededor y comentó:

—Yo también tengo una cubierta. Pero si estuviéramos hablando de constelaciones, la tuya sería la Cubierta Mayor y la mía la Cubierta Menor.

Ella se rio.

Boling señaló el ordenador con la cabeza.

—He encontrado muy poca información sobre los amigos de Travis o sobre sitios de por aquí. Mucha menos de la que cabría esperar en el ordenador de un adolescente. El mundo real no pinta gran cosa en la vida de este chico. Pasa gran parte de su tiempo en el sintético, en páginas web, blogs y foros y, naturalmente, jugando a juegos de rol.

Dance se sintió decepcionada. Tanto esfuerzo para entrar en el ordenador, y no iba a servir de gran cosa.

—En cuanto a su vida en el mundo sintético, la mayor parte de ella transcurre en Dimension Quest. —Boling indicó de nuevo la pantalla—. He estado informándome. Es el mayor juego de rol en línea del mundo. Tiene unos doce millones de suscriptores.

—Más gente de la que vive en Nueva York.

Boling lo describió como una mezcla de El señor de los anillos, La guerra de las galaxias y Second Life, la página web de interacción social en la que uno puede crearse una vida imaginaria.

—Hasta donde he podido ver, pasaba entre cuatro y diez horas al día en DQ.

—¿Al día?

—Bueno, es lo normal en un jugador de rol. —Se rio—. Los hay aún peores. En el mundo real hay un programa de doce pasos para ayudar a la gente a superar su adicción a Dimension Quest.

—¿En serio?

—Pues sí. —Se inclinó hacia delante—. Bien, en su ordenador no he encontrado nada sobre los sitios adonde va ni sobre sus amigos, pero he encontrado algo que tal vez sea de utilidad.

—¿El qué?

—A él.

—¿A quién?

—Pues al propio Travis.