Dance entró precipitadamente en Urgencias del Hospital de la Bahía de Monterrey.
Vio a TJ en medio del vestíbulo. Parecía preocupado.
—Jefa —dijo con un fuerte suspiro, aliviado al verla.
—¿Cómo está?
—No tiene nada grave.
—¿Habéis detenido a Travis?
—No ha sido el chico quien le ha agredido —contestó TJ.
En ese momento se abrieron las puertas de la sala de urgencias y salió James Chilton con un apósito en la mejilla.
—¡Me ha atacado!
El bloguero señaló a un hombre corpulento, trajeado y de cara rubicunda.
Estaba sentado junto a la ventana. A su lado aguardaba un fornido ayudante del Sheriff. Sin detenerse a saludarla, Chilton señaló de nuevo al desconocido y le espetó a Dance:
—Deténgalo.
El hombre, entre tanto, se había puesto en pie de un salto.
—¡Deténgalo a él! ¡Quiero que vaya a la cárcel!
El ayudante del Sheriff masculló:
—Señor Brubaker, siéntese, por favor.
Habló con tanta firmeza que el hombre vaciló, miró a Chilton con inquina y volvió a dejarse caer en la silla de fibra de vidrio.
El ayudante del Sheriff se acercó a Dance para contarle lo ocurrido. Media hora antes, mientras estaba en los terrenos donde proyectaba construir su planta desalinizadora, acompañado por un equipo de topógrafos, Arnold Brubaker había encontrado a Chilton haciendo fotografías de los hábitats animales de la zona. Había intentado quitarle la cámara y lo había tirado al suelo de un empujón. Los topógrafos habían llamado a la policía.
La herida, pensó Dance, no tenía aspecto de ser grave.
Chilton, sin embargo, parecía ofuscado.
—¡Ese hombre está saqueando la península! Está destruyendo nuestros recursos naturales. Nuestra flora y nuestra fauna. Por no hablar de un cementerio ohlone.
Los indios ohlones habían sido los primeros habitantes de aquella parte de California.
—¡No vamos a construir cerca de sus tierras! —estalló Brubaker—. Eso era un rumor. ¡Y completamente falso, además!
—Pero el tráfico de entrada y de salida de la zona va a…
—Estamos gastando millones en reubicar a las colonias de animales y…
—¡Silencio los dos! —ordenó Dance.
Chilton, sin embargo, no pudo refrenarse.
—Y encima me ha roto la cámara. ¡Igual que los nazis!
Brubaker contestó con una fría sonrisa.
—James, creo que has sido tú el primero en quebrantar las leyes al entrar en propiedad privada. ¿No hacían eso también los nazis?
—Tengo derecho a informar sobre la destrucción de nuestros recursos.
—Y yo…
—Está bien —dijo Dance con firmeza—. ¡Se acabó!
Se quedaron callados mientras el ayudante del Sheriff le informaba de las diversas infracciones que habían cometido. Finalmente, se acercó a Chilton:
—Ha entrado en propiedad privada. Eso es un delito.
—Yo…
—Chist. Y usted, señor Brubaker, ha agredido al señor Chilton, lo cual va contra la ley, a no ser que corriera peligro inminente de ser atacado físicamente. Debió llamar a la policía.
Brubaker estaba furioso, pero asintió con un gesto. Parecía lamentar no haberle hecho más que un rasguño en la mejilla. El apósito era bastante pequeño.
—El caso es que los dos son culpables de delitos menores. Y si quieren denunciar, los detendré. Pero a los dos. A uno por allanamiento doloso y a otro por asalto y agresión. ¿Y bien?
Con la cara colorada, Brubaker comenzó a quejarse:
—Pero él…
—¿Qué contestan? —preguntó Dance con una calma amenazadora que le hizo callar inmediatamente.
Chilton hizo un gesto afirmativo acompañado de una mueca.
—Está bien.
Por fin, Brubaker masculló con evidente exasperación:
—De acuerdo. Está bien. ¡Pero no es justo! Llevo un año trabajando siete días a la semana para intentar remediar la sequía. Esa ha sido mi vida. Y mientras tanto él se queda sentado en su despacho y me hace trizas sin siquiera tener en cuenta los datos. La gente ve lo que pone en ese blog y cree que es cierto. ¿Cómo voy a competir con eso? ¿Escribiendo mi propio blog? ¿Y de dónde saco el tiempo?
Exhaló un dramático suspiro y salió por la puerta principal.
Después de que se marchara, Chilton le dijo a Dance:
—No va a construir la planta por simple bondad. Hay dinero de por medio, y eso es lo único que le preocupa. Además, yo he investigado el caso.
Se quedó callado cuando ella se volvió hacia él y vio su expresión sombría.
—James, puede que no se haya enterado aún de la noticia. Travis Brigham acaba de asesinar a Lyndon Strickland.
Chilton guardó silencio un momento.
—¿Lyndon Strickland? ¿El abogado? ¿Está segura?
—Me temo que sí.
El bloguero recorrió con la mirada el suelo de la sala de urgencias, de baldosas blancas y verdes, limpio pero arañado por el roce de años y años de pasos ansiosos, de un ir y venir de suelas y tacones.
—Pero Lyndon comentó en el hilo sobre la planta desalinizadora, no en el de las cruces de carretera. No, Travis no podía tener queja de él. Habrá sido otra persona. Lyndon se había enemistado con mucha gente. Era abogado, especialista en demandas civiles, y siempre estaba aceptando causas controvertidas.
—Las pruebas no dejan lugar a dudas. Ha sido Travis.
—Pero ¿por qué?
—Creemos que porque Strickland publicó un comentario en su apoyo. No importa que fuera en otro hilo del blog. Creemos que Travis está ensanchando su número de posibles objetivos.
Chilton recibió la noticia con amargo silencio, y preguntó:
—¿Sólo porque publicó un comentario apoyando mi opinión?
Dance asintió.
—Lo cual me lleva a otra cuestión que me preocupa. Que Travis pueda ir por usted.
—Pero ¿qué puede tener contra mí? Yo no he dicho una palabra sobre él.
—Ha atacado a una persona que le apoyaba —continuó Dance—. De lo que se deduce que también está enfadado con usted.
—¿Lo cree de veras?
—Creo que no podemos permitirnos descartar esa posibilidad.
—Pero mi familia…
—He ordenado que un coche de la policía monte guardia frente a su casa. Un ayudante de la oficina del Sheriff.
—Gracias… Gracias. Voy a decirles a Pat y a los chicos que estén atentos por si ven algo raro.
—¿Se encuentra bien?
Dance indicó el apósito.
—No es nada.
—¿Necesita que lo lleven a casa?
—Pat va a venir a buscarme.
Dance comenzó a alejarse.
—Y, por el amor de Dios, deje en paz a Brubaker.
Chilton entornó los ojos.
—Pero ¿sabe usted los efectos que va a tener esa planta? —Se quedó callado y levantó las manos en señal de rendición—. Está bien, está bien. No volveré a entrar en sus tierras.
—Gracias.
Dance salió y volvió a encender su teléfono. Sonó treinta segundos después. Era Michael O’Neil. Ver aparecer su número la reconfortó.
—Hola.
—Acabo de oír un aviso. Chilton. ¿Lo han agredido?
—Está bien.
Le explicó lo ocurrido.
—Allanamiento… Le está bien empleado. He llamado a la oficina. Ya tienen el informe del laboratorio del asesinato de Strickland. Les he metido prisa para que acabaran cuanto antes. Pero no hay novedades.
—Gracias.
Dance bajó la voz, le hizo gracia descubrirse susurrando, y le contó su curioso encuentro con Hamilton Royce.
—Genial. Demasiados cocineros echan a perder el caldo.
—Me gustaría meterlos a ellos en la cazuela —masculló la agente—. Y subir el fuego.
—¿Y ese tal Royce quiere cerrar el blog?
—Sí. Deduzco que le preocupa la mala publicidad.
—Casi me da pena Chilton —comentó O’Neil.
—Si pasaras diez minutos con él, no te la daría.
El ayudante del Sheriff se rio.
—De todos modos iba a llamarte, Michael. Les he dicho a mis padres que vengan a cenar esta noche. Mi madre necesita apoyo. Me encantaría que pudieras venir. Con Anne y con los niños —añadió.
Un silencio.
—Lo intentaré. Estoy liadísimo con el caso del contenedor. Y Anne se ha ido a San Francisco. Una galería va a hacer una exposición de sus últimas fotos.
—¿En serio? Es impresionante.
Dance recordó la conversación telefónica que había oído la víspera acerca del viaje que proyectaba Anne O’Neil, durante su frustrado desayuno tras la reunión con Ernie Seybold. Entre las diversas opiniones que tenía sobre la esposa de O’Neil, la más objetiva era la relativa a su talento como fotógrafa.
Colgaron, y Dance siguió hacia su coche mientras desenredaba el cable de los auriculares de su iPod. Necesitaba un chute de música. Estaba pasando temas, intentando decidirse entre la música latina y la celta, cuando sonó su teléfono. Era Jonathan Boling.
—Hola —dijo.
—La agresión de Chilton es la comidilla del CBI. ¿Qué ha pasado? ¿Está bien?
Dance le contó los detalles. Boling se alegró de que no hubiera ningún herido grave, pero ella notó por su tono que tenía noticias que darle. Se quedó callada y el profesor preguntó:
—Kathryn, ¿estás cerca de la oficina?
—No pensaba volver. Tengo que ir a recoger a los niños y trabajar desde casa un rato. —No le dijo que quería evitar a Overby y a Hamilton Royce—. ¿Por qué?
—Por un par de cosas. Tengo los nombres de varias personas que han apoyado a Chilton con comentarios en el blog. Supongo que la buena noticia es que no son muchos. Pero es lo típico. En los blogs suele haber más detractores que seguidores.
—Mándame la lista por correo electrónico y empezaré a llamarles desde casa. ¿Qué más?
—Dentro de una hora aproximadamente habremos conseguido entrar en el ordenador de Travis.
—¿En serio? Eso es genial.
Por lo visto, su amiga Tifanny, Bambi o como se llamara, era una hacker excelente.
—Voy a copiar su disco duro. He pensado que querrías verlo.
—Claro que sí. —Dance tuvo una idea—. ¿Tienes planes esta noche?
—No, he aparcado mis planes de ladrón de guante blanco mientras os echo una mano.
—Llévame el ordenador a casa. Van a venir a cenar mis padres y un par de amigos.
—Claro, de acuerdo.
Le dio la hora y la dirección.
Colgaron.
Mientras estaba junto al coche, en el aparcamiento del hospital, vio que varios enfermeros y auxiliares se marchaban después de acabar su turno. La miraron fijamente.
Dance, que conocía a algunos, sonrió. Uno o dos la saludaron con una inclinación de cabeza, pero su gesto le pareció tibio, por no decir frío. Naturalmente, comprendió ella, estarían pensando: Esa de ahí es la hija de una mujer que tal vez haya cometido un asesinato.