—Así que esta es la famosa agente Dance.
Una mano grande y rojiza rodeó la suya, la sujetó durante el tiempo que el decoro permitía y luego la soltó.
Qué extraño, pensó Dance. No había puesto tanto énfasis en el adjetivo como cabía esperar. No había dicho la famosa Kathryn Dance, sino más bien «esta es la agente».
Como si dijera: «Esta es la silla».
Ella, sin embargo, obvió aquella curiosa entonación. El análisis kinésico no era prioritario en ese momento. Aquel hombre no era sospechoso. Al contrario: estaba relacionado con el director general del CBI. Hamilton Royce, un cincuentón con aspecto de defensa de fútbol americano metido a político o empresario, trabajaba en la oficina del fiscal general en Sacramento. Regresó a su silla, estaban en el despacho de Charles Overby, y Dance también tomó asiento. Royce le explicó que era un ombudsman, un mediador entre distintos organismos.
Ella miró a Overby. Su jefe, que, inquieto, miraba de soslayo a Royce ya fuera por deferencia, por curiosidad o posiblemente por ambas cosas, no le ofreció ninguna explicación que aclarara a qué se dedicaba exactamente Royce, ni cuál era su cometido allí.
Dance seguía enfadada por el descuido de Overby, o por su traición, quizás, al dar cobertura a la operación secreta de Robert Harper en los archivos del CBI.
Porque es inocente, claro. Tu madre no le haría daño a nadie. Ya lo sabes…
Entonces mantuvo su atención fija en Royce.
—Hemos oído hablar muy bien de usted en Sacramento. Tengo entendido que es experta en lenguaje no verbal.
Royce, un hombre de hombros anchos y cabello oscuro peinado hacia atrás, vestía un elegante traje de color azul marino que por su tono, tirando a azul rey, recordaba el de un uniforme.
—Sólo soy una investigadora con tendencia a emplear la kinesia más que otras personas.
—Ah, ahí la tienes, Charles, quitándose importancia. Como tú decías.
Dance esbozó una sonrisa cautelosa y se preguntó qué le habría dicho exactamente Overby y hasta qué punto se habría mostrado precavido a la hora de verter cumplidos sobre una subordinada, o callárselos. Podían, naturalmente, servir de pruebas para una evaluación laboral, pero también para un ascenso. El semblante de su jefe permaneció neutral. ¡Qué dura puede ser la vida cuando se es inseguro!
Royce añadió jovialmente:
—Así que con sólo mirarme puede decirme lo que estoy pensando. Por cómo cruzo los brazos, hacia dónde miro, si me pongo colorado o no. Desvelar todos mis secretos.
—Es un poco más complicado que eso —contestó ella amablemente.
—Ah.
En realidad, ya había dado con una clasificación preliminar del tipo de personalidad de Royce. Era un extrovertido, racional, sensorial. Y posiblemente era un mentiroso maquiavélico. De ahí que desconfiara de él.
—Pues sí, hemos oído hablar muy bien de usted. Ese caso a principios de mes, el de ese loco que estuvo por aquí, en la península. Fue de los duros. Pero consiguió atraparlo.
—Tuvimos algunos golpes de suerte.
—No, no —terció Overby rápidamente—, nada de golpes de suerte. Kathryn fue más lista que él.
Dance se dio cuenta de que, al hablar de suerte, había introducido una crítica sutil dirigida contra sí misma, contra la oficina del CBI en Monterrey y contra el propio Overby.
—¿Y a qué se dedica exactamente, Hamilton?
No pensaba fijar el estatus de Royce llamándolo «señor» en una situación como aquella.
—Bueno, soy un chico para todo. Localizo y reparo averías. Si hay problemas con los distintos organismos estatales, con la oficina del gobernador, con la asamblea, incluso con los tribunales, voy, echo un vistazo y redacto un informe. —Sonrió—. Un montón de informes. Confío en que los lean. Nunca se sabe.
Aquello no parecía responder a su pregunta. Dance consultó su reloj, un gesto que a Royce no le pasó desapercibido, pero a Overby sí. Como esperaba ella.
—Hamilton ha venido por lo del caso Chilton —comentó su jefe, y miró al de Sacramento como para asegurarse de que había hecho bien. Fijó de nuevo la mirada en Dance—. Danos informes —le ordenó como si fuera el capitán de un barco.
—Claro, Charles —contestó ella con sorna.
Advirtiendo tanto su tono como el hecho de que había dicho «el caso Chilton». Ella misma pensaba ya en las agresiones como en «el caso de las cruces de carretera». O «el caso Travis Brigham». De pronto creyó deducir qué hacía Royce allí.
Les habló del asesinato de Lyndon Strickland: de cómo se había llevado a cabo y de cómo aparecía Strickland en el blog de Chilton.
Royce arrugó el entrecejo.
—Entonces, ¿está aumentando el número de sus posibles objetivos?
—Eso creemos, sí.
—¿Pruebas?
—Claro, hay algunas, pero nada concreto que pueda conducirnos a su escondite. Estamos llevando a cabo una operación de busca y captura conjuntamente con la Patrulla de Caminos y la oficina del Sheriff. —Sacudió la cabeza—. No están haciendo muchos progresos. Travis no conduce, va en bici y no se está dejando ver. —Miró a Royce—. Nuestro asesor opina que para mantenerse oculto está sirviéndose de técnicas de evasión que ha aprendido jugando en línea.
—¿Quién es su asesor?
—Jon Boling, un profesor de la Universidad de California-Santa Cruz. Está siendo de gran ayuda.
—Y, además, se ha ofrecido a ayudarnos sin cobrar —comentó Overby tan suavemente como si sus palabras estuvieran engrasadas.
—Respecto a ese blog —dijo Royce con parsimonia—, ¿cuál es su papel, exactamente?
—Han sido algunos de los comentarios publicados en él los que han empujado al chico a actuar así —explicó Dance—. Estaba sufriendo ciberacoso.
—Por eso ha perdido la cabeza.
—Estamos haciendo todo lo posible por encontrarlo —agregó Overby—. No puede estar muy lejos. La península es pequeña.
Royce no había desvelado gran cosa, pero Dance dedujo por su mirada reconcentrada que no sólo estaba tomando la medida al problema de Travis Brigham, sino también doblándolo pulcramente para que cupiera en el propósito que lo había llevado hasta allí.
Por fin, fue al grano:
—Kathryn, en Sacramento hay preocupación por este caso. Tengo que decírselo. Todo el mundo está nervioso. Hay adolescentes, ordenadores, redes sociales y, ahora, también un arma. Es inevitable pensar en Columbine y en Virginia Tech. Al parecer, esos chicos de Colorado son los ídolos de Travis Brigham.
—Eso son rumores, no sé si ciertos o no. Lo publicó en el blog alguien que quizá conozca a Travis o quizá no.
Y por el temblor de su ceja y el modo en que se crispó su labio, ella comprendió que acababa de darle el pie que necesitaba. Con gente como Hamilton Royce, nunca se sabía si era todo transparente y sincero, o si uno estaba regateando.
—Ese blog… He hablado de él con el fiscal general. Nos preocupa que, mientras la gente siga publicando comentarios, sea como echar gasolina a las llamas. ¿Sabe a qué me refiero? Como una avalancha. Bueno, estoy mezclando metáforas, pero se hace usted una idea. Lo que hemos pensado es si no sería mejor que se cerrara el blog.
—Ya se lo he pedido a Chilton.
—¿Ah, sí? —preguntó Overby.
—¿Y qué ha dicho?
—Que rotundamente no. Libertad de prensa.
Royce soltó un bufido.
—No es más que un blog. No es el Chronicle ni el Wall Street Journal.
—Él no opina lo mismo —respondió Dance, y añadió—: ¿Se ha puesto en contacto con él alguien de la oficina del fiscal general?
—No. Nos preocupa que, si la petición viene de Sacramento, Chilton saque a relucir el asunto en su blog y que de ahí se extienda a los periódicos y a las televisiones. Represión, censura… Todas esas etiquetas podrían acabar perjudicando al gobernador y a algunos congresistas. No, no podemos hacer eso.
—Bien, de todos modos se ha negado —repitió Dance.
—Sólo me estaba preguntando —comenzó a decir Royce, clavando la mirada en ella— si ha averiguado algo sobre él, algo que pueda ayudar a persuadirlo.
—¿Una zanahoria o un palo? —preguntó ella al instante.
Royce no pudo evitar reírse. Al parecer, le impresionaban las personas ingeniosas.
—No parece de los que se dejan seducir por la zanahoria, por lo que nos ha contado.
O sea, que el soborno no funcionaría. Y era cierto, Dance lo sabía: ella misma lo había intentado. Pero Chilton tampoco parecía susceptible a las amenazas. De hecho, daba la impresión de ser de los que disfrutaban de ellas. Y sin duda publicaría algo en su blog sobre quien se atreviera a amenazarlo.
Además, aunque Chilton no era de su agrado y lo consideraba arrogante y soberbio, no le parecía bien servirse de algo que hubiera descubierto en el curso de una investigación para intimidarlo y hacerlo callar. En cualquier caso, pudo contestar con sinceridad:
—No he encontrado nada. James Chilton como tal representa una parte insignificante del caso. No ha publicado nada sobre el chico. Incluso borró su nombre. Su hilo sobre las cruces de carretera tenía por objeto criticar la labor de la policía y el departamento de obras públicas. Fueron los lectores quienes empezaron a atacar a Travis.
—Así que nada incriminatorio, nada que podamos utilizar.
Utilizar. Qué curioso que hubiera escogido ese verbo.
—No.
—En fin, es una lástima.
Royce parecía, en efecto, decepcionado. Overby también lo notó, y él puso asimismo mala cara.
—Sigue con ello, Kathryn —dijo.
—Estamos esforzándonos al máximo por encontrar al culpable, Charles —contestó ella arrastrando las palabras.
—Claro. Por supuesto. Pero considerando el caso desde un punto de vista general…
Overby vaciló.
—¿Qué? —preguntó ella con aspereza. Su enfado por el asunto de Robert Harper había vuelto a aflorar.
Ten cuidado, se dijo.
Overby esbozó una mueca que sólo vagamente se parecía a una sonrisa.
—Considerando el caso desde un punto de vista general, sería de gran ayuda para todos persuadir a Chilton de que parara el blog. Útil para nosotros y útil para Sacramento. Eso por no hablar de las personas cuya vida corre peligro por haber publicado comentarios en él.
—Exacto —dijo Royce—. Nos preocupa que haya más víctimas.
Claro que les preocupaba, tanto al fiscal general como al propio Royce. Pero también les preocupaba la mala prensa que se generaría en contra de las autoridades del estado por no hacer todo lo posible por detener al asesino.
Para poner fin a la reunión y volver al trabajo, Dance se limitó a asentir.
—Si veo algo que pueda servirte, Charles, te avisaré.
Los ojos de Royce brillaron. Overby, que no había captado la ironía, sonrió.
—Estupendo.
En ese instante vibró el teléfono de Dance anunciando que tenía un mensaje. Al leerlo, ahogó una exclamación de sorpresa y miró a Overby.
—¿Qué ocurre? —preguntó Royce.
—James Chilton acaba de ser agredido —contestó—. Tengo que irme.