19

Jon Boling estaba sentado en el hundido sofá del despacho de Dance. Se había arremangado la camisa a rayas azul oscura y manejaba dos teléfonos al mismo tiempo mientras miraba fijamente los documentos impresos del blog de Chilton. Seguía intentando encontrar las direcciones físicas a partir de los datos de Internet que les había proporcionado el servidor.

Sujetando un Samsung entre la oreja y el hombro, hizo una anotación y exclamó:

—¡Tengo otra! Sexy Gurl es Kimberly Rankin, ciento veintiocho de la calle Forest, Pacific Grove.

Dance anotó los datos y telefoneó para avisar a la chica, y a sus padres, del peligro, e insistir sin ambages en que dejara de publicar comentarios en el blog y les dijera a sus amigos que hicieran lo propio.

¿Qué te parece eso, Chilton?

Boling observaba la pantalla de ordenador que tenía delante. Dance le lanzó una ojeada y vio que tenía el ceño fruncido.

—¿Pasa algo? —preguntó.

—Los primeros mensajes en respuesta al hilo sobre las cruces de carretera eran en su inmensa mayoría locales, de compañeros de clase y gente de la península. Ahora está interviniendo gente de todo el país. Qué digo, de todo el mundo. Van a degüello a por él, y también a por la policía y a por la Patrulla de Caminos por no haber investigado mejor el accidente. Y también se están metiendo con el CBI.

—¿Con nosotros?

—Sí. Alguien ha contado que un agente del CBI fue a interrogar a Travis a casa, pero no lo detuvo.

—¿Cómo se han enterado de que estuve allí con Michael?

Boling señaló el ordenador.

—Así es la bestia. La información se difunde. Gente de Varsovia, de Buenos Aires, de Nueva Zelanda.

Dance volvió a centrarse en el informe forense de la última cruz, hallada en una apacible carretera del norte de Monterrey, en una zona poco poblada. No había testigos y los indicios materiales que se habían encontrado, muy escasos, eran idénticos a los de las cruces anteriores, que vinculaban a Travis con las agresiones. Había, sin embargo, un hallazgo que podía ser interesante. En las muestras de suelo se había hallado un tipo de arena extraña al lugar donde estaba la cruz. No podía, sin embargo, determinarse su origen exacto.

Y mientras revisaba todos aquellos pormenores, no podía evitar preguntarse quién sería la próxima víctima.

¿Se está acercando Travis?, pensó ¿Qué técnica espantosa va a emplear esta vez para asustar y matar? Parecían gustarle las muertes lentas, como si de ese modo intentara compensar el maltrato que había sufrido durante largo tiempo a manos de los cibermatones.

—Tengo otro nombre —dijo Boling.

Se lo dictó a Dance, que lo anotó.

—Gracias —dijo ella con una sonrisa.

—Me debes una placa de juguete.

Boling ladeó la cabeza y, al inclinarse de nuevo hacia sus notas, dijo algo más en voz baja. Tal vez fueran imaginaciones suyas, pero a Dance le pareció que había hecho amago de decir: «O una cena, quizá», pero que se había tragado las palabras antes de que se le escaparan por completo.

Imaginaciones mías, decidió. Y volvió a concentrarse en el teléfono.

Boling se recostó en su asiento.

—Ya están todos por ahora. Los demás no son de esta zona o tienen direcciones imposibles de rastrear. Pero si nosotros no podemos encontrarlos, Travis tampoco podrá.

Se estiró y se echó hacia atrás.

—No ha sido un día típico del mundo académico, ¿eh? —preguntó Dance.

—No exactamente. —Boling le lanzó una mirada irónica—. ¿En el mundo de las fuerzas de la ley todos los días son así?

—Eh… No, no.

—Es una buena noticia, supongo.

Sonó el teléfono de Dance. Vio que era una extensión interna del CBI.

—TJ…

—Jefa… —Como había sucedido en más de una ocasión últimamente, la actitud irreverente típica del joven agente se había esfumado—. ¿Te has enterado?

*****

A Dance le dio un pequeño vuelco el corazón cuando vio a Michael O’Neil en la escena del crimen.

—Hola —dijo—. Creía que te había perdido.

Él pareció ligeramente sorprendido al oírla. Luego dijo:

—Estoy simultaneando los dos casos. Pero la escena de un crimen… —señaló con la cabeza hacia la ondulante cinta policial— tiene prioridad.

—Gracias.

Jon Boling se reunió con ellos. Dance le había pedido que la acompañara. Creía que podía serles útil de diversas maneras, pero sobre todo había querido que la acompañara para servirle de interlocutor, pensando que Michael O’Neil no estaría presente.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Ha dejado un pequeño decorado para asustarlo… —Miró sendero arriba— y luego lo ha seguido hasta aquí. Y le ha disparado.

Dance tuvo la impresión de que se disponía a darle más detalles pero se contenía, seguramente por la presencia de Boling.

—¿Dónde?

O’Neil señaló con el dedo. El cadáver no se divisaba desde allí.

—Voy a enseñaros el lugar donde ha empezado todo.

Los condujo por el sendero. A unos doscientos metros de allí, subiendo por un cerro no muy alto, encontraron una corta vereda que llevaba a un claro. Pasaron por debajo de la cinta amarilla y vieron pétalos de rosa en el suelo y una cruz arañada en la tierra. Había pedazos de carne dispersos por los alrededores, además de manchas de sangre. Un hueso. Y marcas de garras en la tierra, de buitres y cuervos, al parecer.

—Según los técnicos del laboratorio, la carne es de origen animal —dijo O’Neil—. Seguramente de ternera, comprada en una tienda. En mi opinión la víctima iba corriendo por esa senda de allí, vio el alboroto y se acercó a echar un vistazo. Se asustó y huyó. Travis lo alcanzó a mitad de la cuesta.

—¿Cómo se llamaba?

—Lyndon Strickland. Era abogado. Vivía cerca de aquí.

Dance entornó los párpados.

—Espera. ¿Strickland? Creo que publicó algo en el blog.

Boling abrió su mochila y sacó una docena de hojas de papel, copias de los papeles del blog.

—Sí. Pero no sobre las cruces de carretera. Publicó un mensaje sobre la planta desalinizadora, apoyando a Chilton.

Le pasó la hoja impresa:

Respuesta a Chilton, publicada por Lyndon Strickland.

Debo decir que me has abierto los ojos respecto a este tema. No tenía ni idea de que estaban intentando colar este proyecto. Vi la propuesta en los archivos de la Oficina de Planificación del Condado y tengo que decir que, aunque soy abogado y estoy familiarizado con temas medioambientales, era uno de los documentos más confusos y farragosos que he intentado leer en toda mi vida. Creo que se necesita mucha más transparencia si queremos mantener un debate significativo sobre esta cuestión.

Dance preguntó:

—¿Cómo sabía Travis que estaría aquí? Esto está desierto.

—Son pistas para correr —repuso Boling—. Apuesto a que Strickland ha comentado en algún foro o en algún blog que le gusta venir a correr aquí.

Damos demasiada información personal en Internet. Demasiada.

—¿Por qué querría matarlo el chico? —preguntó O’Neil.

El profesor pareció sopesar una idea.

—¿Qué ocurre, Jon? —preguntó Dance.

—Es sólo una idea, pero recordad que Travis está muy metido en esos juegos de ordenador.

Dance habló a O’Neil de los juegos de rol a los que jugaba Travis en Internet.

El profesor continuó:

—El crecimiento es una de las vertientes del juego. Su personaje se desarrolla y crece, tus conquistas se expanden. Tienes que ser así. Si no, no alcanzas tu objetivo. Siguiendo esa pauta típica, creo que Travis puede estar ensanchando su catálogo de posibles víctimas. Primero fue gente que lo había atacado directamente. Ahora ha incluido a alguien que apoya a Chilton, aunque no tenga nada que ver con el hilo sobre las cruces de carretera.

Boling ladeó la cabeza para observar los trozos de carne y las marcas de garras de la arena.

—Eso supone un aumento exponencial del número de posibles víctimas. Significa que a partir de ahora hay decenas de personas más en peligro. Voy a empezar a recopilar las direcciones IP de cualquiera que haya publicado un mensaje apoyando a Chilton aunque sea sólo de pasada.

Otra noticia deprimente.

—Vamos a examinar el cadáver, Jon —dijo Dance—. Deberías volver al coche.

—Claro.

Pareció aliviado por no tener que tomar parte en aquella misión.

Dance y O’Neil cruzaron las dunas, hasta el lugar donde había sido descubierto el cuerpo.

—¿Cómo va el asunto terrorista, el caso del contenedor robado?

O’Neil soltó una risa desganada.

—Tirando. Han intervenido Seguridad Nacional, el FBI, Aduanas… Es un berenjenal. ¿Cómo es eso de que uno asciende hasta el nivel de su propia infelicidad? A veces me gustaría estar otra vez en un coche patrulla, poniendo multas.

—Es «hasta el nivel de su propia incompetencia». Y no, odiarías volver a Patrullas.

—Tienes razón. —Se quedó callado un momento—. ¿Qué tal está tu madre?

Aquella pregunta otra vez. Dance estuvo a punto de poner una cara risueña, hasta que recordó con quién estaba hablando. Bajó la voz.

—No me ha llamado, Michael. Cuando encontramos a Pfister y la segunda cruz, me marché corriendo del juzgado. No le dije ni una palabra. Está dolida. Sé que lo está.

—Le has buscado un abogado, uno de los mejores de la península. Y consiguió que la soltaran, ¿no?

—Sí.

—Has hecho todo lo que estaba en tu mano. No te preocupes por eso. Seguramente intenta distanciarse de ti. Por el bien de este caso.

—Puede ser.

O’Neil la miró y volvió a reírse.

—Pero no te lo crees. Estás convencida de que está enfadada contigo porque piensa que la has dejado en la estacada.

Dance se acordó de su infancia, de las veces en que su madre, siempre tan firme, se había vuelto fría y distante ante cualquier afrenta, real o imaginaria. Si su padre la llamaba de vez en cuando «la sargento», era sólo medio en broma.

—Madres e hijas —meditó O’Neil en voz alta, como si supiera perfectamente lo que estaba pensando.

Cuando llegaron junto al cadáver, Dance saludó con una inclinación de cabeza a los hombres de la oficina del forense, que estaban desplegando una bolsa verde junto al cuerpo. El fotógrafo acababa de terminar. Strickland yacía boca abajo, con su ropa de correr, ahora ensangrentada. Le habían disparado por la espalda. Una vez en la espalda y otra en la cabeza.

—Y está también esto.

Uno de los técnicos levantó la sudadera del muerto, dejando al descubierto una imagen grabada a cuchillo en su espalda: un tosco boceto de una cara que podía ser la de la máscara. Quetzal, el demonio de Dimension Quest. Seguramente aquel era el detalle que O’Neil había omitido delante de Boling.

Dance meneó la cabeza.

—¿Se lo hicieron después de muerto?

—Sí.

—¿Algún testigo?

—Ninguno —contestó O’Neil—. A cosa de un kilómetro de aquí están construyendo una carretera. Oyeron disparos y dieron el aviso. Pero nadie vio nada.

—No hemos encontrado ninguna prueba material significativa, señor —informó uno de los técnicos de criminología.

O’Neil asintió con la cabeza y regresó con Dance a los coches.

Ella notó que Boling estaba de pie junto a su Audi, con las manos unidas delante de él y los hombros ligeramente levantados. Señal segura de tensión. Lo normal en la escena de un crimen.

—Gracias por venir, Jon —le dijo—. No tenías por qué hacerlo, pero tus opiniones han sido muy útiles.

—No hay de qué.

Parecía esforzarse por conservar la calma. Dance se preguntó si alguna vez había estado en la escena de un crimen.

Sonó su teléfono. Vio el nombre y el número de Charles Overby en la pantalla. Había llamado antes para informar a su jefe del asesinato. Ahora tendría que decirle que la víctima no era culpable de ciberacoso, sino un auténtico transeúnte inocente. Aquello desataría el pánico en la zona, aún más si cabía.

—Charles…

—Kathryn, ¿estás en la escena del crimen?

—Sí. Parece que…

—¿Habéis cogido al chico?

—No, pero…

—Bueno, luego me contarás los detalles. Ha surgido una cosa. Ven lo antes posible.