James Chilton se había tomado un descanso en su papel de azote de la corrupción y la depravación moral.
Estaba ayudando a un amigo a mudarse.
Tras recibir la llamada de la oficina del Sheriff, Kathryn Dance había telefoneado a Chilton a su casa y Patrizia le había dado indicaciones para llegar a aquel modesto rancho de color beige situado a las afueras de Monterrey. Dance aparcó cerca de una furgoneta grande de mudanzas, se sacó de las orejas los auriculares y salió del coche.
Sudoroso y vestido con vaqueros y camiseta, Chilton estaba acarreando un voluminoso sillón escalones arriba para meterlo en la casa. Un hombre con el cabello corto y pulcro de los ejecutivos, vestido con pantalones cortos y un polo manchado de sudor, llevaba un montón de cajas en una carretilla, detrás del bloguero. En el jardín delantero de la casa, el cartel de una inmobiliaria, colocado en diagonal, decía «VENDIDA».
Chilton salió por la puerta delantera y bajó los dos escalones hasta el camino de grava, bordeado por piedras y tiestos con plantas. Se acercó a Dance, se limpió la frente y, como estaba tan sudoroso y manchado de polvo y tierra, la saludó con una inclinación de cabeza en lugar de darle la mano.
—Me ha llamado Pat. ¿Quería verme, agente Dance? ¿Es por las direcciones de Internet?
—No. Ya las tenemos, gracias. Se trata de otra cosa.
El amigo de Chilton se reunió con ellos, fijando en Dance una mirada curiosa y agradable.
Chilton les presentó. Su amigo se llamaba Donald Hawken.
A ella le sonó su nombre. Entonces se acordó: aparecía en el blog de Chilton, en la sección personal titulada «En el frente doméstico», si no recordaba mal, no en los hilos más controvertidos. Hawken había vuelto a Monterrey procedente de San Diego.
—Día de mudanza, según parece —comentó Dance.
—La agente Dance está investigando ese caso en el que se han visto envueltos algunos mensajes publicados en mi blog —explicó Chilton.
Hawken, bronceado y atlético, frunció el ceño con expresión comprensiva.
—Tengo entendido que hay otra chica herida. Lo hemos oído en las noticias.
Dance se mostró tan reservada como siempre en lo relativo a dar información, aunque fuera a ciudadanos preocupados.
El bloguero explicó que su mujer y él y Hawken y su primera esposa habían sido amigos íntimos años atrás. Las mujeres solían organizar cenas en casa y los hombres jugaban al golf con regularidad, en el escuálido campo de Pacific Grove y, cuando les sobraba el dinero, en Pebble Beach. Unos tres años antes, los Hawken se habían mudado a San Diego, pero él había vuelto a casarse hacía poco tiempo, iba a vender su empresa y había regresado a Monterrey.
—¿Podemos hablar un minuto? —le preguntó Dance a Chilton.
Hawken regresó a la furgoneta, y el bloguero y ella se acercaron a su Crown Victoria. Chilton ladeó la cabeza y esperó, con la respiración agitada aún por el esfuerzo de meter el sillón en la casa.
—Acabo de recibir una llamada de la oficina del Sheriff. La Patrulla de Caminos ha encontrado otra cruz. Con la fecha de hoy.
Chilton torció el gesto.
—Ay, no. ¿Y el chico?
—No sabemos dónde está. Ha desaparecido. Y parece que va armado.
—Lo he oído en las noticias —repuso él con una mueca—. ¿De dónde ha sacado una pistola?
—Se la robó a su padre.
El semblante de Chilton se crispó, iracundo.
—Esa gente de la Segunda Enmienda… Me metí con ellos el año pasado. No he recibido tantas amenazas de muerte en toda mi vida.
Dance fue al grano:
—Señor Chilton, quiero que suspenda su blog.
—¿Qué?
—Hasta que lo atrapemos.
Él se rio.
—Eso es absurdo.
—¿Ha leído los comentarios?
—Es mi blog. Claro que los he leído.
—Los mensajes son cada vez más virulentos. No dé más pasto a Travis.
—Rotundamente no. No voy a dejarme acobardar ni pienso callarme.
—Pero Travis está sacando los nombres de sus víctimas del blog. Está haciendo averiguaciones sobre esas personas, está descubriendo cuáles son sus miedos más profundos, sus puntos flacos. Está averiguando dónde viven.
—La gente no debería escribir sobre sí misma en páginas públicas. Escribí una entrada entera sobre ese tema.
—Sea como sea, siguen publicando comentarios. —Dance intentó dominar su exasperación—. Por favor, ayúdenos.
—Ya les he ayudado. No estoy dispuesto a ir más allá.
—¿Qué daño puede hacerle suspender el blog un par de días?
—¿Y si para entonces no lo han encontrado?
—Vuelva a publicarlo.
—O puede que vuelva usted a pedirme un par de días más, y luego otro par más.
—Al menos deje de publicar comentarios en ese hilo. Así no conseguirá más nombres a los que pueda señalar como víctimas. Eso nos facilitará el trabajo.
—La represión nunca conduce a nada bueno —masculló Chilton, mirándola directamente a los ojos. El misionero había vuelto.
Kathryn Dance renunció a la estrategia de Jon Boling de acariciar el ego de Chilton. Replicó enfadada:
—No me venga con pronunciamientos grandilocuentes. Libertad, verdad, represión… Estamos hablando de un adolescente que intenta matar a personas. Dios mío, mírelo tal y como es. Olvídese de la maldita política.
Chilton contestó con calma:
—Mi labor consiste en mantener abierto un foro para la opinión pública. Esa es la Primera Enmienda. Sé que va a recordarme que también fue periodista y que cooperaba si la policía necesitaba ayuda. Pero, verá, esa es la diferencia: que usted se debía a la pasta, a los anunciantes, a todos aquellos que tenían en el bolsillo a sus jefes. Yo no me debo a nadie.
—No le estoy pidiendo que deje de informar sobre los crímenes. Escriba a su antojo. Pero no acepte más comentarios. De todos modos, nadie está ofreciendo información fehaciente. Lo único que hace esa gente es desahogarse. Y la mitad de lo que dicen es sencillamente falso. Rumores, especulaciones. Exabruptos.
—¿Y lo que piensen no es válido? —preguntó Chilton, pero no enfadado. De hecho, daba la impresión de estar disfrutando del debate—. ¿Sus opiniones no cuentan? ¿Sólo los cultos, los elocuentes, los moderados tienen permitido hacer comentarios? Pues bienvenida al nuevo mundo del periodismo, agente Dance. El libre intercambio de ideas. Verá, ya no se trata de los grandes comunicadores, de gente como Bill O’Reilly o Keith Olbermann. Se trata del pueblo. No, no voy a suspender el blog ni voy a cerrar ningún hilo.
Miró a Hawken, que estaba intentando sacar otro sillón de la furgoneta.
—Ahora, si me disculpa —añadió Chilton.
Y se alejó hacia la furgoneta, igual que un mártir, pensó Dance, camino del pelotón de fusilamiento tras soltar una soflama acerca de una causa en la que creía fervientemente, aunque fuera el único.
*****
Como todo el mundo en la península, es decir, como cualquiera de más de seis años que tuviera acceso a los medios de comunicación, Lyndon Strickland estaba al tanto del caso de las cruces de carretera.
Y, como mucha gente que leía el Chilton Report, estaba indignado.
Strickland, abogado de cuarenta y un años, salió de su coche y echó el seguro de la puerta. Iba a hacer su carrera diaria de la hora del almuerzo por un sendero que discurría cerca de Seventeen Mile Drive, la bella carretera que, serpeando entre casas de veraneo de estrellas de cine y grandes ejecutivos, lleva de Pacific Grove a Carmel y pasa junto al campo de golf de Pebble Beach.
Oyó el ruido de las obras de la carretera nueva que se dirigía hacia el este, hacia Salinas y los campos de labor. Avanzaban deprisa. Strickland representaba a varios centenares de pequeños propietarios cuyas parcelas habían sido expropiadas para hacer sitio a la carretera. Se había enfrentado al estado y a Avery Construction, la enorme empresa constructora, y a su ejército de grandes tiburones del derecho. Como cabía esperar, había perdido el juicio hacía apenas una semana. El juez, sin embargo, había pospuesto el derrumbe de las casas de sus clientes hasta que se resolviera el recurso de apelación. El letrado principal de la defensa, un abogado de San Francisco, se había puesto lívido.
Lyndon Strickland, en cambio, estaba eufórico.
Se estaba levantando la niebla, hacía frío y tenía para él solo el camino cuando comenzó a correr.
Indignado.
Había leído lo que decía la gente en el blog de James Chilton. Que Travis Brigham era un loco que idolatraba a los asesinos de Columbine y Virginia Tech; que acosaba a las chicas de noche; que había estado a punto de asfixiar a su hermano Sammy, que por su culpa sufría un retraso mental; y que hacía un par de semanas había lanzado un coche por un barranco en una especie de retorcido ritual a medio camino entre el suicidio y el asesinato, matando a dos chicas.
¿Por qué demonios nadie se había dado cuenta del peligro que representaba aquel chico? Sus padres, sus profesores…, sus amigos.
La imagen de la máscara que había visto en Internet esa mañana todavía le ponía los pelos de punta. Un escalofrío recorrió su cuerpo, sólo en parte debido a la humedad del aire.
El Asesino de la Máscara…
Y ahora el chico estaba allí, en algún lugar, escondido en las colinas del condado de Monterrey, liquidando una a una a las personas que habían publicado comentarios negativos sobre él.
Strickland leía con frecuencia el Chilton Report. Lo tenía en su lector RSS, de los primeros. Estaba en desacuerdo con Chilton en varios temas, pero el bloguero siempre era razonable y siempre ofrecía argumentos sólidos y bien fundamentados para apoyar sus opiniones. Por ejemplo, a pesar de que Chilton se oponía firmemente al aborto, había publicado una entrada atacando a aquel chiflado del reverendo Fisk, que había llamado al asesinato de los médicos abortistas. Strickland, que había representado a menudo a Paternidad Planificada y a otras asociaciones que apoyaban el derecho a elegir, se había sentido impresionado por la postura tan mesurada que demostraba Chilton.
El bloguero se oponía también a la planta desalinizadora, lo mismo que él, que iba a reunirse con un posible nuevo cliente: un grupo ecologista interesado en contratarlo para presentar una demanda a fin de detener el proyecto. Strickland acababa de publicar un comentario apoyando la opinión de Chilton.
Enfiló la parte más dura de su carrera: un corto repecho, colina arriba. A partir de ahí, el camino era todo cuesta abajo. Sudando, con el corazón acelerado, se dejó embargar por la euforia del ejercicio.
Al llegar a lo alto de la colina, algo atrajo su atención. Un destello rojo cerca del camino, un movimiento cerca del suelo. ¿Qué era?, se preguntó. Dio media vuelta, paró el cronómetro y caminó despacio entre las piedras, hasta ver unas salpicaduras rojas, fuera de lugar en medio de aquel suelo arenoso en el que raleaban plantas verdes y marrones.
El corazón seguía latiéndole con violencia, pero no por miedo, ni por cansancio. Pensó enseguida en Travis Brigham. Pero el chico sólo atacaba a quienes lo habían insultado en Internet. Y él no había dicho nada en su contra.
Relájate.
Aun así, mientras se apartaba del sendero y avanzaba hacia aquellas manchas rojas, sacó su móvil del bolsillo, listo para marcar el número de emergencias si surgía algún peligro.
Entornó los párpados y bajó la mirada al acercarse al claro. ¿Qué era aquello?
—Mierda —masculló, parándose en seco.
En el suelo, entre un montón de pétalos de rosa dispersos, había trozos de carne. Tres pájaros feos y enormes, buitres, dedujo, desgarraban el tejido con frenética voracidad. Cerca de allí había también un hueso ensangrentado. Varios cuervos se acercaban cautelosamente dando saltos, agarraban un bocado y se retiraban.
Strickland aguzó la vista y, al inclinarse hacia delante, vio otra cosa en medio de aquel frenesí.
¡No! Alguien había marcado una cruz en el suelo arenoso.
Strickland comprendió que Travis Brigham estaba allí, en alguna parte. Con el corazón desbocado, escudriñó los matorrales, los árboles, las dunas. Podía estar escondido en cualquier parte. Y de pronto ya no tuvo importancia que él, Lyndon Strickland, nunca hubiera publicado nada en contra del chico.
Mientras afloraba de nuevo en su memoria la imagen de la horrible máscara que Travis había dejado como emblema de su crimen, dio media vuelta y huyó precipitadamente de vuelta al sendero.
Sólo había dado diez pasos cuando oyó que alguien salía de entre los arbustos y echaba a correr hacia él.