17

Cuando entró en su despacho a las ocho de la mañana, Kathryn Dance sonrió al ver a Jon Boling tecleando en el ordenador de Travis con las manos enfundadas en unos guantes de látex que le quedaban grandes.

—Sé lo que me hago. Veo NCIS. —Boling sonrió—. Me gusta más que CSI.

—Oye, jefa, deberían hacer una serie de televisión sobre nosotros —comentó TJ desde una mesa que había arrastrado hacia el rincón, donde se había instalado para buscar la procedencia de la horrible máscara hallada en casa de Kelley Morgan.

—A mí también me gustaría —repuso Boling, siguiéndole la corriente—. Claro, una serie sobre kinesia. Podría llamarse La lectora de cuerpos. ¿Yo puedo aparecer como estrella invitada?

Dance se rio, a pesar de que no estaba de humor.

TJ añadió:

—Yo me pido el guapo coprotagonista que siempre está tonteando con las agentes, unas chicas despampanantes. ¿Podemos contratar a unas cuantas chicas despampanantes, jefa? No es que tú no lo seas. Pero ya me entiendes.

—¿Cómo vamos?

Boling le explicó que el superordenador conectado al de Travis aún no había conseguido dar con la contraseña.

Una hora, o trescientos años.

—No se puede hacer nada, excepto esperar.

Se quitó los guantes y retomó la tarea de intentar descubrir la identidad de los comentaristas del blog que podían estar en peligro.

—¿Y tú, Rey?

Dance miró al taciturno Rey Carraneo, que seguía repasando las muchas páginas de notas y dibujos que habían encontrado en la habitación de Travis.

—Un montón de paparruchas, señora —respondió Carraneo, y la palabra sonó muy rotunda con su acento latino—. Idiomas que no reconozco, números, garabatos, naves espaciales, árboles con cara, marcianos… Y dibujos de cuerpos abiertos en canal, corazones y vísceras. Ese chico tiene la cabeza hecha un lío.

—¿No menciona ningún sitio?

—Claro —respondió el agente—. Sólo que no parecen de este planeta.

—Aquí tienes algunos nombres más.

Boling le pasó una hoja con otros seis nombres y sus respectivas direcciones.

Dance buscó sus números de teléfono en la base de datos estatal y llamó para advertirles de que Travis podía suponer una amenaza.

Un instante después, su ordenador anunció con un tintineo la llegada de un correo electrónico. Lo leyó, sorprendida al ver el remitente. Era de Michael O’Neil. Debía de estar muy ocupado: rara vez le mandaba un mensaje. Prefería hablar con ella en persona.

K:

Odio tener que decirlo, pero el asunto del contenedor se está poniendo al rojo vivo. La TSA y Seguridad Nacional están empezando a preocuparse.

Aun así voy a seguir ayudándote con el caso de Travis Brigham (me mantendré al tanto de las pruebas y me pasaré por allí cuando pueda), pero este asunto va a tenerme muy liado. Lo siento.

M.

El caso del contenedor de carga procedente de Indonesia. Al parecer, no podía seguir posponiéndolo. Dance se sintió profundamente decepcionada. ¿Por qué ahora? Suspiró llena de frustración. Y sintió también una punzada de soledad. De pronto se dio cuenta de que, entre el caso de homicidio de Los Ángeles contra Juan Nadie y el de las cruces de carretera, hacía una semana que O’Neil y ella se veían casi a diario. Era más, de media, de lo que antes solía ver a su marido.

Deseaba ardientemente contar con la experiencia de O’Neil en la búsqueda de Travis Brigham. Y no le avergonzaba reconocer que también deseaba simplemente su compañía. Era curioso que sólo el hecho de hablar, de compartir opiniones e hipótesis fuera un elixir tan potente. Pero estaba claro que el caso del contenedor era importante, y a ella le bastaba con eso. Escribió una respuesta rápida: Buena suerte, te echo de menos.

Retrocedió, borró las cuatro últimas palabras y la puntuación. Volvió a escribir: Buena suerte. Mantente en contacto.

Después se olvidó de O’Neil.

Tenía un pequeño televisor en el despacho. Estaba encendido en ese momento, y lo miró por casualidad. Parpadeó, impresionada. En la pantalla se veía una cruz de madera.

¿Tenía que ver con el caso? ¿Habían encontrado otra?

Después cambió el encuadre y la cámara enfocó al reverendo R. Samuel Fisk. Era una noticia acerca de la protesta contra la eutanasia, que de pronto, comprendió Dance con el corazón en un puño, se había centrado en su madre. La cruz la llevaba en la mano un manifestante.

Subió el volumen. Un periodista estaba preguntando a Fisk si de veras había alentado al asesinato de médicos abortistas, tal y como informaba el Chilton Report. Con unos ojos que le parecieron fríos y calculadores, el sacerdote miró fijamente a la cámara y afirmó que la prensa liberal había tergiversado sus palabras.

Dance se acordaba de aquella cita de Fisk en el Report. No se le ocurría un llamamiento más claro al asesinato. Sintió curiosidad por ver si Chilton publicaría una réplica al reverendo.

Quitó la voz del televisor. También ella y el CBI tenían problemas con los medios de comunicación. A través de filtraciones, de escáneres de radio y de esa forma mágica en que la prensa descubre detalles sobre las investigaciones, se había hecho público que las cruces eran un preludio al asesinato y que el sospechoso era un chico de instituto, y las llamadas acerca del «Asesino de la Máscara», el «Asesino de las Redes Sociales» y el «Asesino de la Cruz de Carretera» inundaban las líneas del CBI, a pesar de que Travis no había conseguido, en realidad, matar a ninguna de sus dos víctimas, y de que no había ninguna red social implicada directamente en el caso.

Las llamadas seguían llegando. Hasta el jefe del CBI, siempre ávido de publicidad, estaba, como decía TJ con desenfadado ingenio, «super Overbyabrumado».

Kathryn Dance giró su silla y miró a través de la ventana un tronco retorcido que había empezado siendo dos árboles y que, al crecer, como resultado de la presión y la adaptación, se había ido convirtiendo en uno solo, más fuerte que antes. Justo al otro lado de su ventana se veía un nudo imponente, y ella descansaba a menudo los ojos en él como una forma de meditación.

Pero en ese momento no tenía tiempo para reflexionar. Llamó a Peter Bennington, del laboratorio forense de la oficina del Sheriff, para preguntarle por las pruebas halladas en la segunda cruz y en casa de Kelley Morgan.

Las rosas de la segunda cruz estaban atadas con el mismo tipo de gomas que usaba la tienda de delicatessen cerca de la que trabajaba Travis, pero no se habían encontrado restos materiales de utilidad. La fibra que Michael O’Neil había extraído de la sudadera gris en casa de los Brigham era, en efecto, casi idéntica a la hallada cerca de la segunda cruz, y el trocito de papel marrón encontrado en el bosque, donde les había indicado Ken Pfister, procedía casi con toda probabilidad de un paquete de M&M’s, unas golosinas que, según sabía Dance, Travis solía comprar. Los restos de grano eran similares a los que se empleaban en Bagel Express para los bollos de avena integrales. En casa de Kelley Morgan, el chico no había dejado restos materiales ni pruebas físicas, salvo un trocito de pétalo de rosa roja que coincidía con el ramo encontrado junto a la segunda cruz.

La máscara era casera, pero la pasta, el papel y la tinta empleados en su fabricación eran genéricos y, por tanto, imposibles de rastrear.

El gas utilizado en el intento de asesinato de Kelley Morgan era clorina, el mismo que se había empleado en la Primera Guerra Mundial con efectos tan devastadores.

Dance le dijo a Bennington:

—Alguien nos ha dicho que Travis lo compró en una página web neonazi.

Le explicó lo que le había dicho la amiga de Caitlin.

El jefe del laboratorio se rio.

—Lo dudo. Seguramente lo sacó de una cocina.

—¿Qué?

—Utilizó detergentes domésticos.

Bennington explicó que el gas podía fabricarse a partir de unas cuantas sustancias corrientes, fáciles de encontrar en cualquier tienda o supermercado.

—Pero no hemos encontrado ningún recipiente ni nada que nos permita determinar su origen.

Ni en el lugar de los hechos ni en sus inmediaciones habían hallado pistas que indicaran dónde podía ocultarse el chico.

—David se pasó por tu casa hace un rato.

Dance dudó. No sabía de quién le estaba hablando.

—¿David?

—Reinhold. Trabaja en la Unidad de Investigación Forense.

Ah, aquel ayudante del Sheriff tan joven y solícito.

—Recogió las ramas que dejaron en tu jardín, pero todavía no podemos asegurar si las dejaron allí a propósito o fue una coincidencia. David dice que no había más pruebas.

—Es muy madrugador. Yo he salido de casa a las siete.

Bennington se rio.

—Hace sólo dos meses estaba en Patrullas, poniendo multas por exceso de velocidad, y ahora creo que quiere quitarme el puesto.

Dance le dio las gracias y colgaron.

Aguijoneada por la frustración, se descubrió mirando la fotografía de la máscara. Era sencillamente horrenda: cruel e inquietante. Cogió su teléfono y llamó al hospital. Se identificó. Preguntó por el estado de Kelley Morgan. No había habido cambios, le dijo una enfermera. Seguía en coma. Seguramente sobreviviría, pero nadie se atrevía a aventurar si recobraría la conciencia o, en caso de que volviera en sí, si podría llevar una vida normal.

Kathryn Dance exhaló un suspiro al colgar.

Y se enfadó.

Volvió a levantar el auricular, buscó un número en su cuaderno y marcó las teclas con saña.

TJ, que estaba allí cerca, la miró con curiosidad. Tocó a Jon Boling en el brazo y susurró:

—Oh, oh.

James Chilton contestó al tercer pitido.

—Soy Kathryn Dance, de la Oficina de Investigación.

Un breve silencio. Chilton estaría recordando su entrevista… y preguntándose por qué volvía a llamarlo.

—Agente Dance… Sí, me he enterado de que ha habido otro incidente.

—Así es. Por eso lo llamo, señor Chilton. Si conseguimos salvar a la víctima, una chica de instituto, fue únicamente rastreando su apodo en Internet. Nos costó mucho tiempo y esfuerzo averiguar quién era y dónde vivía. Si hubiéramos tardado media hora más en llegar a su casa, habría muerto. La salvamos, pero está en coma y es posible que no se recupere.

—Lo lamento muchísimo.

—Y parece que los ataques van a continuar.

Le informó de los ramos de rosas robados.

—¿Doce? —preguntó Chilton, consternado.

—No va a parar hasta que haya matado a todos los que lo atacaron en su blog. Voy a preguntárselo otra vez: ¿haría el favor de darnos las direcciones de Internet de las personas que publicaron comentarios en el blog?

—No.

Maldita sea. Dance tembló de rabia.

—Porque, si lo hiciera, estaría traicionando su confianza. Y no puedo defraudar a mis lectores.

Otra vez aquello.

—Escúcheme —masculló ella.

—Por favor, agente Dance, présteme atención. Lo que estoy dispuesto a hacer es… Tome nota de esto. Mi plataforma de hosting es Central California Internet Services. Está en San José.

Le dio la dirección y el número de teléfono, así como el nombre de una persona de contacto.

—Voy a llamarles ahora mismo para decirles que no pondré objeciones si les dan las direcciones de todas las personas que hayan publicado comentarios en el blog. Si quieren una orden judicial, es asunto suyo. Yo, por mi parte, no me opondré.

Dance se quedó callada. No estaba segura de qué implicaba aquello técnicamente, pero le pareció que Chilton acababa de acceder a lo que le había pedido, salvando al mismo tiempo la cara como periodista.

—Bien… gracias.

Colgaron y Dance le dijo a Boling:

—Creo que podemos conseguir las direcciones IP.

—¿Qué?

—Chilton ha cambiado de idea.

—Genial —repuso el profesor con una sonrisa, y pareció un niño al que acabaran de decir que su padre tenía entradas para una semifinal.

Dance esperó unos minutos antes de llamar a la plataforma de hosting. Dudaba que Chilton hubiera llamado y que la empresa fuera a cederles información sin una batalla judicial de por medio. Pero se llevó una sorpresa cuando el representante de la empresa con el que habló le dijo:

—Ah, el señor Chilton acaba de llamar. Tengo las direcciones IP de los comentaristas del blog. He dado autorización para que se las envíen a una dirección institucional.

Dance sonrió de oreja a oreja y le dio su dirección de correo electrónico.

—Van de camino. Volveré a meterme en el blog cada dos o tres horas para conseguir las de la gente que vaya dejando nuevos comentarios.

—Es usted un salvavidas… literalmente.

El hombre dijo con amargura:

—Es por ese chico que se está vengando de la gente, ¿verdad? ¿El satánico? ¿Es cierto que han encontrado armas biológicas en su taquilla?

Madre mía, pensó Dance. Los rumores se estaban extendiendo más deprisa que el fuego en los montes de Mission Hills, hacía unos años.

—Ahora mismo no sabemos a ciencia cierta qué está pasando —contestó con su ambigüedad habitual.

Colgaron. Un par de minutos después, un pitido de su ordenador anunció la llegada de un correo.

—Las tengo —le dijo a Boling.

El profesor se levantó y se acercó a ella, puso la mano sobre el respaldo de su silla y se inclinó hacia delante. Dance notó un olor sutil a loción de afeitar. Era agradable.

—De acuerdo. Estupendo. Naturalmente, ya sabes que son las direcciones informáticas en bruto. Hay que contactar con todos los proveedores de Internet y averiguar los nombres y las direcciones físicas. Enseguida me pongo con ello.

Dance imprimió la lista, que contenía unos treinta nombres, y se la dio. Boling volvió a desaparecer en su rincón de la guarida y se agazapó delante de su ordenador.

—Puede que haya encontrado algo, jefa.

TJ había estado colgando fotos de la máscara en foros y blogs y preguntando si alguien conocía su procedencia. Se pasó la mano por el cabello rojo y rizado.

—Dame una palmadita en la espalda.

—¿Qué hay?

—La máscara es de un personaje de un juego de ordenador.

Echó un vistazo a la máscara.

—Qetzal.

—¿Qué?

—El personaje, o lo que sea, se llama así. Es un demonio que mata a la gente con unos rayos que le salen de los ojos. Y sólo puede gemir porque alguien le cosió los labios.

—Así que se venga de quienes sí tienen la capacidad de comunicarse —comentó Dance.

—Bueno, la verdad, jefa, no le he hecho un psicoanálisis —repuso TJ.

Dance sonrió.

—Tienes razón.

—El juego —continuó TJ— es Dimension Quest.

—Un morpeg —anunció Boling sin levantar la mirada de su ordenador.

—¿Qué es eso?

Dimension Quest es un videojuego de rol multijugador masivo en línea. Yo los llamo «morpegs», por sus siglas: MMORPG[5]. Y DQ es uno de los más conocidos.

—¿Nos sirve de algo?

—Todavía no lo sé. Lo veremos cuando entremos en el ordenador de Travis.

A Dance le gustó la confianza que demostraba el profesor. Había dicho «cuando», no «si». Se recostó en su silla, sacó su móvil y llamó a su madre. No contestó.

Por fin probó a llamar a su padre.

—Hola, Katie.

—Papá, ¿cómo está mamá? No me llama.

—Ah. —Una vacilación—. Está disgustada, claro. Creo que lo que pasa es que no está de humor para hablar con nadie.

Dance se preguntó cuánto habría durado la conversación de Edie con su hermana Betsey la noche anterior.

—¿Sheedy os ha dicho algo más?

—No. Sólo que está haciendo averiguaciones.

—Papá, mamá no dijo nada, ¿verdad? Cuando la detuvieron.

—¿A la policía?

—Ni a Harper, el fiscal.

—No.

—Bien.

Sintió el impulso de pedirle que le pasara a su madre. Pero no quería sentirse rechazada si ella se negaba.

—Vais a venir a cenar, ¿verdad? —preguntó animadamente.

Su padre le aseguró que sí, aunque su tono daba a entender que lo intentarían.

—Te quiero, papá. Y a mamá también, díselo.

—Adiós, Katie.

Colgaron. Dance se quedó mirando el teléfono unos minutos. Luego echó a andar por el pasillo y entró en el despacho de su jefe sin llamar.

Overby acababa de colgar. Señaló el teléfono con la cabeza.

—Kathryn, ¿alguna pista sobre el caso de Kelley Morgan? ¿Se sabe algo de agentes bioquímicos? Acaban de llamar del telediario de las nueve.

Dance cerró la puerta. Overby la miró con nerviosismo.

—Nada de armas biológicas, Charles. Eran sólo rumores.

Repasó las pistas: la máscara, el vehículo perteneciente a un organismo estatal, el comentario de Caitlin Gardner acerca de que a Travis le gustaba la costa, el gas de fabricación casera.

—Y Chilton ha decidido cooperar. Nos ha dado las direcciones de Internet de quienes han colgado comentarios en su blog.

—Eso es estupendo.

Sonó el teléfono. Overby lo miró, pero dejó que lo cogiera su ayudante.

—Charles, ¿sabías que iban a detener a mi madre?

Él pestañeó.

—Yo… No, claro que no.

—¿Qué te dijo Harper?

—Que estaba comprobando nuestra carga de trabajo.

Sus palabras sonaron rígidas. A la defensiva.

—Lo que te dije ayer.

Dance no supo si estaba mintiendo. Y enseguida comprendió por qué. Estaba incumpliendo la norma más antigua del interrogatorio kinésico: se estaba dejando llevar por sus emociones. Cuando eso sucedía, su capacidad de deducción se venía abajo. No tenía ni idea de si su jefe la había traicionado o no.

—Estaba buscando en nuestros archivos para ver si se había alterado algún documento del caso de Millar.

—Bah, eso lo dudo.

La tensión vibró como un zumbido en la habitación y se desvaneció en cuanto Overby le dedicó una sonrisa tranquilizadora:

—Te preocupas demasiado, Kathryn. Habrá una investigación y el caso quedará en nada. No tienes por qué preocuparte.

¿Sabía algo Overby?

—¿Por qué lo dices, Charles? —preguntó con ansiedad.

Pareció sorprendido.

—Porque es inocente, claro. Tu madre no le haría daño a nadie. Ya lo sabes.

Regresó al Ala de las Chicas, al despacho de su compañera la agente Connie Ramírez. Ramírez, de origen hispano, baja y voluptuosa, con el pelo negrísimo siempre meticulosamente peinado con laca, era la agente más condecorada de la oficina regional y una de las más reconocidas de todo el CBI. A sus cuarenta años, le habían ofrecido puestos de responsabilidad en la sede del CBI en Sacramento, incluso había recibido proposiciones del FBI, pero su familia había salido de los campos de lechugas y alcachofas de la península, y nada la alejaría de ellos. Su mesa era la antítesis de la de Dance: pulcra y ordenada. En las paredes colgaban condecoraciones enmarcadas, pero las fotos más grandes eran las de sus hijos, tres chicos rollizos, y de Ramírez con su marido.

—Hola, Con.

—¿Cómo está tu madre?

—Puedes imaginártelo.

—Eso es tan absurdo —comentó Ramírez con un levísimo y melodioso acento.

—Por eso he venido, en realidad. Necesito un favor. Uno muy grande.

—Haré todo lo que esté en mi mano, ya lo sabes.

—He contratado a Sheedy.

—Ah, el machacapolicías.

—Pero no quiero esperar a que se desvelen las pruebas para conocer algunos detalles. Le he pedido a Henry el registro de visitas del hospital del día que murió Juan, pero se niega en redondo.

—¿Qué? ¿Henry? Pero si sois amigos.

—Harper lo ha amedrentado.

Ramírez asintió, comprensiva.

—¿Quieres que lo intente yo?

—Si puedes.

—Claro que sí, lo haré en cuanto acabe de interrogar a este testigo.

Tocó una carpeta que contenía el expediente de un importante caso de narcotráfico que estaba dirigiendo.

—Eres un sol.

La agente hispana se puso seria.

—Sé cómo me sentiría si fuera mi madre. Iría allí y me lanzaría a la yugular de Harper.

Dance sonrió con desgana al oír las palabras de su menuda compañera. Mientras regresaba a su despacho, sonó su móvil. Al ver que era de la oficina del Sheriff, confió en que fuera O’Neil.

Pero no era él.

—Agente Dance. —El agente se identificó—. Quería decirle que acaba de llamar la Patrulla de Caminos. Tengo malas noticias.