En la carretera de Salinas, no muy lejos del bello circuito de carreras de Laguna Seca, Kathryn Dance pisó el freno de su Ford sin distintivos y se detuvo delante de un obrero que sostenía una señal de stop portátil. Dos grandes buldóceres circulaban lentamente por la carretera delante de ella, levantando una polvareda rojiza.
Estaba hablando con el ayudante David Reinhold, el joven policía que les había llevado el ordenador de Tammy Foster. Rey Carraneo había llevado el Dell de Travis a la unidad de investigación forense de la oficina del Sheriff para que lo examinaran como prueba física del caso.
—Ya lo he registrado —le dijo Reinhold—. Y he buscado huellas dactilares y otros restos materiales. Ah, agente Dance, y aunque seguramente no hacía falta, también le he hecho la prueba del nitrato por si había explosivos.
A veces los ordenadores estaban cargados con explosivos, no con artefactos caseros con fines terroristas, sino con objeto de destruir datos comprometedores contenidos en sus archivos.
—Muy bien, ayudante.
Reinhold tenía iniciativa, no cabía duda. Dance se acordó de sus vivos ojos azules y de su precavida decisión de quitarle la batería al ordenador de Tammy Foster.
—Algunas huellas son de Travis —añadió el joven policía—, pero también hay otras. Las he cotejado. Media docena pertenecen a Samuel Brigham.
—El hermano del chico.
—Exacto. Y también hay otras. No he encontrado coincidencias en nuestras bases de datos, pero puedo decirle que son más grandes y probablemente de un varón.
Dance se preguntó si el padre de Travis había tratado de acceder al ordenador.
—Puedo intentar entrar en el sistema, si quiere. Lo haré encantado. He hecho varios cursos —dijo Reinhold.
—Se lo agradezco, pero ya le he pedido a Jonathan Boling que se encargue de eso. Lo conoció usted en mi despacho.
—Claro, agente Dance. Como quiera. ¿Dónde está?
—Ahora mismo estoy fuera, pero puede mandarlo al CBI. Que el agente Scanlon se haga cargo de su custodia. Él firmará la tarjeta y el recibo.
—Enseguida se lo envío, Kathryn.
Colgaron y Dance miró a su alrededor con impaciencia, esperando a que el obrero de la señal la dejara pasar. Le sorprendió ver aquella zona completamente despanzurrada: decenas de camiones y excavadoras estaban levantando el suelo. La semana anterior había pasado por allí y las obras ni siquiera habían comenzado.
Aquel era el atajo para llegar a la carretera 101, la gran obra sobre la que había escrito Chilton en su blog, en un hilo titulado «El camino de baldosas amarillas», dando a entender que algunos podían hacerse de oro con el proyecto y preguntándose si alguien se estaría beneficiando ilegalmente de él.
Se fijó en que las máquinas pertenecían a la constructora de Clint Avery, una de las más grandes de la península. Los obreros eran hombres corpulentos y sudorosos que trabajaban con denuedo, casi todos ellos blancos, lo cual era poco frecuente: en la península, los obreros de la construcción eran casi siempre latinos.
Uno de ellos la miró con solemnidad al darse cuenta de que conducía un vehículo policial sin distintivos, pero no hizo nada por dejarla pasar.
Por fin, a su debido tiempo, el obrero hizo señas a los coches de que siguieran circulando y la miró atentamente al pasar, o eso le pareció a ella.
Dejó atrás la extensa zona de obras, siguió un trecho por la carretera y callejeó luego hasta llegar al colegio Central Coast, donde se estaban celebrando cursos de verano. Un estudiante le señaló a Caitlin Gardner. La joven estaba sentada en un banco de picnic con otras chicas que parecían revolotear a su alrededor en actitud protectora. Era guapa, rubia y con coleta. Llevaba en ambas orejas pequeños aros y bonitos pendientes de cuentas. Se parecía a cualquiera de las cientos de estudiantes que pululaban por allí.
Tras despedirse de los Brigham, Dance había llamado a casa de los Gardner y se había enterado por la madre de Caitlin de que la chica estaba haciendo cursos de verano allí. De ese modo conseguía créditos para el instituto Robert Louis Stevenson, donde un par de meses después empezaría el último curso de bachillerato.
Dance notó que Caitlin tenía la mirada fija en la distancia. Después, fijó la mirada en ella. Como no sabía quién era, pensando probablemente que sería otra periodista, comenzó a recoger sus libros. Dos de las otras chicas siguieron la dirección de su mirada preocupada y se levantaron para formar una barrera de modo que Caitlin pudiera escapar.
Después vieron el chaleco antibalas de Dance y su arma, y se quedaron paradas, llenas de recelo.
—Caitlin —llamó la agente.
La chica se detuvo.
Dance se acercó y le mostró su identificación al tiempo que se presentaba.
—Me gustaría hablar contigo.
—Está muy cansada —dijo una amiga.
—Y triste.
Dance sonrió.
—Estoy segura de que sí —le dijo a Caitlin—, pero es importante que hable contigo. Si no te importa.
—Ni siquiera debería estar viniendo a clase —comentó otra chica—. Pero está haciendo el curso por respeto a Trish y Vanessa.
—Qué bien.
Dance se preguntó cómo podía honrar a los muertos el hecho de asistir a una escuela de verano.
Las curiosas nociones de los adolescentes…
La primera que había hablado dijo con firmeza:
—En serio, Caitlin está muy, muy…
Dance se volvió hacia la chica, una morena arisca y de pelo rizado, dejó de sonreír y contestó en tono cortante:
—Estoy hablando con Caitlin.
La chica se quedó callada.
Caitlin murmuró:
—Bueno, sí.
—Ven, vamos allí —dijo Dance amablemente.
Caitlin la siguió por el césped y se sentaron a otra mesa de picnic. La chica apretó su mochila contra su pecho y miró con nerviosismo a su alrededor. Movió el pie y se tiró del lóbulo de la oreja.
Parecía aterrorizada, incluso más que Tammy.
Dance intentó tranquilizarla.
—¿Así que clases de verano…?
—Sí. Vengo con mis amigas. Es mejor que trabajar o que quedarse en casa.
Dijo esto último en un tono que permitía entrever una buena dosis de agobio paterno.
—¿Qué estás estudiando?
—Química y biología.
—Bonita forma de estropearte el verano.
La chica se rio.
—No está tan mal. Se me dan bien las ciencias.
—¿Vas a estudiar medicina?
—Espero que sí.
—¿Dónde?
—Bueno, todavía no lo sé. Seguramente en Berkeley la licenciatura. Luego, ya veré.
—Yo pasé algún tiempo allí. Es un campus fantástico.
—¿Sí? ¿Qué estudió?
Dance sonrió y dijo:
—Música.
En realidad, no había asistido a una sola clase en aquel campus de la Universidad de California. Se había dedicado a tocar la guitarra y a cantar en las calles de Berkeley para conseguir algún dinero. Muy poco, en su caso.
—Bueno, ¿cómo llevas todo esto?
Los ojos de Caitlin adquirieron una expresión desganada. Masculló:
—No muy bien. Es tan horrible… El accidente, primero. Y luego lo que les ha pasado a Tammy y a Kelley… Ha sido horroroso. ¿Cómo está?
—¿Kelley? No lo sabemos aún. Sigue en coma.
Una amiga suya, que las había oído, gritó:
—¡Travis compró ese gas venenoso en Internet! A unos neonazis o algo así.
¿Sería cierto o sólo un rumor?
—Caitlin —dijo Dance—, Travis ha desaparecido. Se ha escondido en alguna parte y tenemos que encontrarlo antes de que haga más daño. ¿Lo conoces bien?
—No mucho. Hemos ido juntos a una o dos clases. A veces lo veía en los pasillos. Nada más.
De pronto se sobresaltó y miró hacia una mata de arbustos. Un chico se abrió paso entre los matorrales, miró a su alrededor, cogió una pelota de fútbol y volvió a meterse entre la vegetación, de vuelta al campo del otro lado.
—Travis estaba enamorado de ti, ¿verdad? —insistió Dance.
—¡No! —contestó la chica.
Dance dedujo que, de hecho, estaba convencida de que así era: lo había notado por el tono agudo que había adquirido de pronto su voz, uno de los pocos indicadores de engaño que pueden verse sin hacer un estudio previo de las actitudes del individuo.
—¿Ni un poquito?
—Puede que sí. Pero hay un montón de chicos que… Ya sabe lo que pasa.
Miró a Dance de arriba abajo, como si dijera: «Los chicos también tenían que enamorarse de ti. Aunque fuera hace mucho, mucho tiempo».
—¿Solíais hablar?
—Alguna vez, sobre los deberes. Nada más.
—¿Mencionó en alguna ocasión un sitio al que le gustara ir?
—No, qué va. Ninguno concreto. Me dijo que había algunos sitios chulos a los que le gustaba ir. Cerca del mar, sobre todo. La costa le recordaba algunos sitios de ese juego al que jugaba.
Aquello era relevante: a Travis le gustaba el mar. Podía haberse escondido en alguno de los parques naturales que había en la costa. Quizás en Point Lobos. En aquella zona, donde el clima era tan templado, podía sobrevivir fácilmente con un saco de dormir impermeable.
—¿Tiene algún amigo en cuya casa pueda quedarse?
—La verdad es que no lo conozco tan bien, pero no tiene amigos, que yo sepa. No como mis amigas y yo. A ver, está siempre metido en Internet. Es listo, pero no le interesa el instituto. Hasta en la hora de la comida o cuando tenemos estudio, se sienta fuera con su ordenador y se mete en Internet en cuanto pilla conexión.
—¿Le tienes miedo, Caitlin?
—Pues sí —contestó la chica como si fuera obvio.
—Pero tú no has dicho nada en su contra ni en el Chilton Report ni en ninguna red social, ¿verdad?
—No.
¿De qué tenía tanto miedo? Dance no lograba interpretar sus emociones, que parecían extremas. Más intensas que el simple miedo.
—¿Por qué no has escrito nada sobre él?
—A ver, a mí no me van esas cosas. Son tonterías.
—Porque te da lástima Travis.
—Sí. —Jugueteó frenética con una de las cuatro cuentas que adornaban su oreja izquierda—. Porque…
—¿Qué?
Caitlin parecía muy alterada. Rebosante de tensión. Se le saltaron las lágrimas. Susurró:
—Porque lo que pasó es culpa mía.
—¿Qué quieres decir?
—El accidente. Es culpa mía.
—Continúa, Caitlin.
—Verá, había un chico en la fiesta. Un chico que me gustaba un poco. Mike D’Angelo.
—¿En la fiesta?
—Sí. Y no me hacía ni caso. Estaba con Brianna, otra chica, sobándole la espalda, ¿sabe? Justo delante de mí. Yo quería ponerlo celoso, así que me acerqué a Travis y me puse a hablar con él. Le di las llaves de mi coche delante de Mike y le pedí que me llevara a casa. Me puse así, como diciendo «Vamos a llevar a Vanessa y a Trish y luego tú y yo nos vamos por ahí».
—¿Pensabas que a Mike le sentaría mal?
Asintió llorosa.
—¡Qué imbécil fui! Pero Mike se portó como un capullo, tonteando con Brianna. —Sus hombros se arquearon, llenos de tensión—. No debí hacerlo. Pero me sentía tan mal… Si no lo hubiera hecho, no habría pasado nada de esto.
Aquello explicaba por qué la noche del accidente iba Travis al volante.
Todo para poner celoso a un chico.
La explicación de la joven planteaba, además, un escenario totalmente nuevo. Tal vez, en el trayecto, Travis se había dado cuenta de que Caitlin lo estaba utilizando, o quizás estaba enfadado porque ella estaba enamorada de Mike. ¿Había estrellado el coche a propósito? Asesinato/suicidio: un acto impulsivo, no del todo inaudito en casos de enamoramiento juvenil.
—Así que tiene que estar enfadado conmigo.
—Lo que voy a hacer es poner un agente delante de tu casa.
—¿En serio?
—Claro. La escuela de verano acaba de empezar, ¿no? No tienes exámenes dentro de poco, ¿verdad?
—No. Acabamos de comenzar las clases.
—Bueno, ¿por qué no te vas a casa ahora mismo?
—¿Usted cree?
—Sí. Y quédate allí hasta que encontremos a Travis. —Anotó la dirección de la chica—. Si se te ocurre algo más acerca de dónde puede estar, avísame, por favor.
—Claro.
Cogió su tarjeta y regresaron juntas con sus amigas.
Flotaba en sus oídos el sonido obsesivo de la quena de Jorge Cumbo con el grupo sudamericano Urubamba. La música la calmaba, y cuando, al aparcar frente al Hospital de la Bahía de Monterrey, tuvo que apagar el CD, lo hizo con enorme desgana.
De los manifestantes, sólo quedaba la mitad. Del reverendo Fisk y su guardaespaldas pelirrojo no había ni rastro.
Seguramente estarían intentando dar con el paradero de su madre.
Dance entró en el hospital.
Varios médicos y enfermeras se acercaron para expresarle su consternación por lo ocurrido. Dos enfermeras se echaron a llorar al ver a la hija de su compañera.
Bajó al despacho del jefe de seguridad. No había nadie. Miró pasillo arriba, hacia la unidad de cuidados intensivos. Se dirigió hacia allí y empujó la puerta.
Parpadeó al entrar en la habitación en la que había muerto Juan Millar. Estaba acordonada con cinta policial amarilla. En los letreros se leía «No pasar. Zona sujeta a inspección policial». Aquello era cosa de Harper, pensó Dance enfurecida. ¡Qué absurdo! Allí abajo sólo había cinco habitaciones de cuidados intensivos, tres de ellas ocupadas, ¿y el fiscal había precintado una? ¿Y si ingresaban dos pacientes más? Además, se dijo, el fallecimiento había tenido lugar hacía casi un mes. Era de suponer que desde entonces la habrían ocupado una docena de pacientes, eso por no hablar de la labor exhaustiva del personal de limpieza. Era imposible que hubiera más pruebas que recoger.
Publicidad y gestos de cara a la galería.
Dance hizo amago de alejarse.
Y estuvo a punto de chocar con Julio, el hermano de Juan Millar, el hombre que la había agredido a principios de mes.
Moreno, compacto y vestido con traje oscuro, Julio se paró en seco, los ojos fijos en ella. Llevaba una carpeta llena de papeles que quedó colgando de su mano mientras miraba a la agente, parado a un metro y medio de ella.
Dance se tensó y retrocedió ligeramente para tener tiempo de sacar su aerosol de pimienta o sus esposas. Estaba preparada para defenderse si Julio la atacaba, aunque podía imaginar el revuelo que formaría la prensa si ella, la hija de una sospechosa de practicar ilegalmente la eutanasia a un paciente, rociaba con aerosol antiagresiones al hermano de la víctima.
Pero Julio se limitó a mirarla con una expresión curiosa: no de rabia ni de odio, sino casi divertida por la coincidencia de encontrarse con ella.
—Su madre… —susurró—. ¿Cómo fue capaz?
Sus palabras sonaron a ensayadas, como si hubiera estado esperando el momento de decirlas.
Dance hizo un intento de hablar, pero saltaba a la vista que Julio no esperaba respuesta. Salió tranquilamente por la puerta que llevaba a la salida de atrás.
Y eso fue todo.
Nada de recriminaciones, nada de amenazas ni de violencia.
¿Cómo fue capaz?
Con el corazón desbocado por la sorpresa de encontrarse con él, recordó que su madre le había dicho que Julio ya se había pasado por allí. Se preguntó para qué había vuelto.
Echando una última ojeada al precinto policial, salió de la UCI y se acercó al despacho del jefe de seguridad.
—Ah, agente Dance —dijo Henry Bascomb, parpadeando.
Ella lo saludó con una sonrisa.
—¿Han acordonado la habitación?
—¿Ha estado allí? —preguntó Bascomb.
Dance advirtió de inmediato el estrés que evidenciaban su postura y su voz. Bascomb estaba pensando a toda velocidad y se sentía intranquilo. ¿Qué ocurría?, se preguntó.
—¿La han acordonado? —repitió.
—Sí, así es, señora.
¿Señora? Dance estuvo a punto de echarse a reír al oír que la trataba con tanta formalidad. Un par de meses antes había salido con O’Neil, Bascomb y algunos de los antiguos compañeros de este en la policía a tomar unas cervezas y unas quesadillas en Fisherman’s Wharf. Decidió ir al grano:
—Sólo dispongo de un par de minutos, Henry. Se trata del caso de mi madre.
—¿Cómo está?
Sobre eso, sé tan poco como tú, pensó. Pero dijo:
—No muy bien.
—Dele muchos recuerdos de mi parte.
—Lo haré. Bien, me gustaría ver los libros de registro de empleados y de recepción del hospital. Quiero saber quién había aquí cuando murió Juan.
—Claro.
Pero no parecía en absoluto convencido. Después, en cambio, añadió con convicción:
—El caso es que no puedo enseñárselos.
—¿Y eso por qué, Henry?
—Me han dicho que no puedo enseñarle nada. Ningún documento. Ni siquiera deberíamos hablar con usted.
—¿Quién ha dado esa orden?
—La junta directiva —contestó Bascomb, dubitativo.
—¿Y? —insistió Dance.
—Bueno, fue el señor Harper, ese fiscal. Habló con la junta. Y con el jefe de personal.
—Pero esa información es de acceso público. El abogado de la defensa tiene derecho a ella.
—Lo sé, pero Harper dijo que es así como tendrá que conseguirla.
—No quiero llevarme nada, sólo quiero echar un vistazo a los libros, Henry.
No había nada de ilegal en que viera aquella documentación, y en todo caso no afectaría a la instrucción del caso, porque lo que contenían los registros y las hojas de entrada saldría a la luz tarde o temprano.
El semblante de Bascomb reflejaba su indecisión.
—Lo entiendo, pero no puedo. A menos que tenga un mandamiento judicial.
Harper había hablado con el jefe de seguridad con un único propósito: amedrentarla a ella y a su familia.
—Lo siento —dijo tímidamente el jefe de seguridad.
—No, no importa. ¿Te dio alguna explicación?
—No —contestó con demasiada rapidez, y Dance vio al instante que desviaba la mirada. Conocía la gestualidad habitual de Bascomb, y aquella mirada difería de su modelo base.
—¿Qué dijo, Henry?
Un silencio.
Se inclinó hacia él.
El jefe de seguridad bajó la mirada.
—Dijo… dijo que no se fiaba de usted. Y que no le gustaba.
Dance compuso una sonrisa lo mejor que pudo.
—Bien, es una buena noticia, supongo. Es la última persona del mundo a la que me gustaría caerle simpática.
Eran las cinco de la tarde.
Llamó a la oficina desde el aparcamiento del hospital y le dijeron que seguía sin saberse nada significativo del posible paradero de Travis Brigham. La oficina del Sheriff y el cuerpo de Patrulla de Caminos estaban llevando a cabo una operación de busca y captura centrada en los lugares y las fuentes de información habituales en un caso de desaparición o fuga de un menor: las casas de sus compañeros de clase e instituto y los centros comerciales. En teoría era una suerte que sólo dispusiera de una bicicleta como medio de transporte, pero aun así nadie parecía haberlo visto.
Rey Carraneo había sacado poco en claro de las notas garabateadas y los dibujos de Travis, pero seguía revisándolos en busca de pistas sobre su paradero. TJ estaba intentando localizar el origen de la máscara y llamando a las posibles futuras víctimas del blog. Como sabía por Caitlin que a Travis le gustaba la costa, le encargó también que se pusiera en contacto con el servicio de parques naturales y alertara a sus responsables de que el chico podía estar escondido en algún lugar de los miles de hectáreas de parque virgen de la región.
—Vale, jefa —dijo TJ cansinamente, expresando no fatiga, sino el mismo sentimiento de impotencia que sentía ella.
Dance habló luego con Jon Boling.
—Tengo el ordenador del chico. Lo ha traído ese ayudante del Sheriff, Reinhold. Está claro que sabe bastante de ordenadores.
—Demuestra mucha iniciativa. Llegará lejos. ¿Has tenido suerte?
—No. Travis es listo. No se fía de la contraseña básica. Tiene el disco duro protegido con algún programa de encriptación privado. Puede que no consigamos entrar, pero he llamado a alguien de la facultad. Si alguien puede entrar, es esa persona.
Mmm, pensó Dance, qué manera tan neutra de hablar: «alguien» y «esa persona». Tradujo aquellas palabras como «una joven y bella estudiante, probablemente rubia y voluptuosa».
Boling añadió en jerga informática que estaba intentando entrar por las bravas en el disco duro de Travis a través de un superordenador de la Universidad de California-Santa Cruz, mediante un enlace ascendente.
—Puede que el sistema consiga descifrar el código en menos de una hora…
—¿En serio? —preguntó ella, animada.
—Iba a decir que en menos de una hora o en los próximos dos o tres siglos. Depende.
La agente le dio las gracias y le dijo que se fuera a casa; era ya tarde. Boling pareció decepcionado y, tras explicarle que no tenía planes para esa noche, añadió que prefería seguir buscando los nombres de las personas que podían correr peligro por haber publicado comentarios en el blog.
Dance fue a recoger a sus hijos a casa de Martine para llevarlos al hotel donde se escondían sus padres.
Mientras conducía, rememoró los incidentes que habían rodeado la muerte del joven Juan Millar. A decir verdad, no había pensado mucho en ellos en su momento. La búsqueda de Daniel Pell, asesino, líder de una secta y maestro de la manipulación, y de su compañera, una mujer igualmente peligrosa, había acaparado por completo su atención. Pell y su cómplice habían permanecido en la península después de la huida de aquel, con el propósito de acechar y asesinar a nuevas víctimas. Dance y O’Neil habían trabajado sin descanso para encontrarlos, y la muerte de Juan Millar no había ocupado sus pensamientos más allá de engendrar en ella un profundo remordimiento por el papel que, aunque pequeño, había desempeñado en los acontecimientos.
De haber sospechado que su madre iba a verse implicada en el caso, habría estado mucho más atenta.
Diez minutos después detuvo el coche en el aparcamiento de grava del hotel.
—¡Hala! —exclamó Maggie, brincando en su asiento mientras examinaba el lugar.
—Sí, es guay.
Wes, en cambio, parecía menos entusiasmado.
La pintoresca casita de campo, separada del edificio principal del hotel, era una de las doce cabañas de las que disponía el lujoso Carmel Inn.
—¡Hay piscina! —gritó Maggie—. Quiero bañarme.
—Lo siento, se me han olvidado los bañadores.
Estuvo a punto de proponer que salieran a comprar unos bañadores con Edie y Stuart, pero recordó que su madre no debía dejarse ver en público estando sueltos el reverendo Fisk y sus pájaros de presa.
—Mañana os los traigo. Y, oye, Wes, también hay una pista de tenis. Puedes practicar con el abuelo.
—Vale.
Salieron y Dance recogió las maletas que había hecho un rato antes. Los niños iban a pasar la noche allí, con sus abuelos.
Caminaron por el sendero bordeado de vides y enredaderas pegadas al suelo.
—¿Cuál es la suya? —preguntó Maggie, saltando por el camino.
Dance señaló la casa y la niña echó a correr hacia ella. Pulsó el timbre y un momento después, cuando llegaban Dance y Wes, se abrió la puerta y Edie hizo pasar a sus nietos con una sonrisa.
—¡Abuela! —gritó Maggie—. ¡Cómo mola esto!
—Es muy bonito. Vamos, pasad.
Dance intentó descifrar la sonrisa que le dirigió su madre, pero le pareció tan poco reveladora como una página en blanco.
Stuart abrazó a los niños.
—¿Estás bien, abuela? —preguntó Wes.
—Perfectamente. ¿Qué tal Martine y Steve?
—Muy bien —contestó el chico.
—Los gemelos y yo hemos construido una montaña de almohadas —añadió Maggie—. Con cuevas.
—Eso tienes que contármelo.
Dance vio que tenían visita. El distinguido abogado defensor George Sheedy se levantó, se acercó para estrecharle la mano y la saludó con su voz de bajo profundo. Sobre la mesa baja del cuarto de estar de la suite había un maletín abierto y varios cuadernos de papel amarillo y documentos impresos formando apretados montones. El abogado saludó a los niños. Se mostró amable, pero Dance dedujo al instante por su actitud y su expresión que habían interrumpido una conversación difícil. Wes miró a Sheedy con recelo.
Después de que Edie les repartiera golosinas, los niños decidieron salir al parque de juegos del hotel.
—Quédate con tu hermana —ordenó Dance.
—Vale. Vamos —le dijo Wes a Maggie y, sosteniendo en equilibrio zumos y galletas, se marcharon.
La agente miró por la ventana y comprobó que el parque era visible desde allí. La piscina estaba al otro lado de una verja cerrada. Habiendo niños, nunca se tomaban demasiadas precauciones.
Edie y Stuart regresaron al sofá. En una mesa baja, hecha con madera arrojada por el mar a la playa, reposaban tres tazas de café casi intactas. Su madre debía de haber preparado el café automáticamente tan pronto como había llegado Sheedy.
El abogado preguntó por el caso y la búsqueda de Travis Brigham.
Las respuestas de Dance fueron esquemáticas: las únicas que podía ofrecer, en realidad.
—¿Y esa chica, Kelley Morgan?
—Al parecer sigue inconsciente.
Stuart sacudió la cabeza.
El caso de las cruces de carretera quedó aparcado y Sheedy miró a Edie y Stuart levantando una ceja.
—Puede decírselo —dijo el padre de Dance—. Adelante. Cuénteselo todo.
Sheedy explicó:
—Estamos intentando dilucidar cuál va a ser la estrategia de Harper. Es muy conservador, muy religioso y nos consta que se opone a la Ley de Muerte Digna.
La propuesta de ley surgía de tanto en tanto en California. Se trataba de una norma que, al igual que en Oregón, permitiría a los médicos asistir a las personas que desearan poner fin a sus vidas. Lo mismo que el aborto, era un tema controvertido, y las opiniones a favor y en contra se hallaban muy polarizadas. Pero de momento, en California, si alguien ayudaba a otra persona a suicidarse, incurría en un delito.
—De modo que quiere dar un escarmiento sirviéndose de Edie. En todo caso, no se trata de un suicidio asistido. Su madre me ha dicho que la gravedad de las heridas de Juan no le habría permitido administrarse las drogas por sus propios medios. Aun así, Harper quiere dejar bien claro que el estado castigará duramente a cualquiera que ayude a otra persona a suicidarse. No apoyéis la ley porque la fiscalía del estado mirará con lupa cada caso: ese es su mensaje. Un solo paso en falso y los médicos o cualquiera que ayude a otra persona a morir será procesado. Implacablemente.
El abogado siguió hablando con voz distinguida y expresión grave, dirigiéndose a Dance:
—Eso significa que no le interesa llegar a un acuerdo con la defensa. Quiere ir a juicio y dar todo el bombo posible al caso, convertirlo en una lucha campal con fines publicitarios. Y eso, dado que alguien mató a Juan, se traduce en un cargo de asesinato.
—En primer grado —añadió Dance.
Conocía al dedillo el código penal, como otras personas conocían El placer de cocinar.
Sheedy hizo un gesto afirmativo.
—Porque fue premeditado y porque Millar pertenecía a los cuerpos de seguridad.
—Pero no hay agravantes —repuso Dance, mirando la cara pálida de su madre.
Los agravantes darían pie a que se solicitara la pena capital. Pero para que se aplicara esa condena, Millar tendría que haber estado de servicio en el momento de su fallecimiento.
—Lo crea o no —dijo Sheedy con un soplido—, eso es lo que se propone Harper.
—¿Cómo? ¿Cómo va a hacer eso? —preguntó Dance con vehemencia.
—Escudándose en que Millar nunca acabó su turno oficialmente.
—¿Va a aprovecharse de un tecnicismo como ese? —replicó ella, asqueada.
—¿Es que está loco? —masculló Stuart.
—No, pero es ambicioso y está convencido de su superioridad moral. Lo cual es más temible que la locura. Si se pide la pena capital, el caso tendrá mayor repercusión. Y eso es lo que quiere Harper. No se preocupe, es imposible que la condenen por asesinato con agravantes —añadió, volviéndose hacia Edie—. Pero creo que ese va a ser el punto de partida de Harper.
Aun así, un cargo de asesinato en primer grado era suficientemente angustioso por sí solo. Podía suponer veinticinco años de prisión para Edie.
El abogado prosiguió:
—Ahora bien, para su defensa no vamos a recurrir a justificaciones, ni vamos a alegar que se trató de un error o que fue en defensa propia. Poner fin al sufrimiento de ese hombre sería relevante en el momento de dictar sentencia. Pero si el jurado cree que tenía la intención de poner fin a su vida, por nobles que fueran sus motivos, tendrá que declararla culpable de asesinato en primer grado.
—La defensa, entonces —comentó Dance—, debe basarse en los hechos fehacientes.
—Exacto. En primer lugar, cuestionaremos la autopsia y la causa de la muerte. Según las conclusiones del patólogo, Millar murió porque el gotero de morfina estaba demasiado abierto y porque se añadió un antihistamínico a la solución, lo que produjo un fallo respiratorio y, a continuación, cardíaco. Llevaremos a expertos que aseguren que no es así. Que Millar murió por causas naturales, resultado de sus quemaduras. Que los fármacos son irrelevantes.
»En segundo lugar, afirmaremos tajantemente que Edie no lo hizo. Que otra persona administró los fármacos a Millar, ya fuera con intención de matarlo, o por error. Nos convendría encontrar a personas que estuvieran por allí en ese momento, alguien que pueda haber visto al homicida. O que pueda ser el homicida. ¿Qué me dice, Edie? ¿Había alguien cerca de la UCI más o menos a la hora en la que murió Juan?
Su madre contestó:
—Había algunas enfermeras en esa ala, más allá. Pero nadie más. La familia no estaba. Y tampoco había visitas.
—Bien, seguiré haciendo averiguaciones.
El semblante de Sheedy iba adquiriendo una expresión cada vez más grave.
—Ahora llegamos al gran problema. La medicación que se añadió a la vía intravenosa era difenhidramina.
—El antihistamínico —dijo Edie.
—En el registro que hizo en su casa, la policía encontró un frasco de difenhidramina de una marca concreta. Estaba vacío.
—¿Qué? —dijo Stuart con voz ahogada.
—Lo encontraron en el garaje, escondido debajo de unos trapos.
—Imposible.
—Y una jeringuilla con un poquito de morfina seca dentro. Morfina de la misma marca que la que había en el gotero de Juan Millar.
—Yo no lo puse ahí —masculló Edie—. No fui yo, por supuesto que no.
—Lo sabemos, mamá.
El abogado agregó:
—Por lo visto no hay huellas dactilares, ni rastros materiales significativos.
—El verdadero responsable puso esas pruebas ahí —afirmó Dance.
—Eso es lo que vamos a intentar demostrar. O esa persona tenía intención de matar a Millar, o bien lo hizo por error. Pero en todo caso escondió el frasco y la jeringuilla en su garaje para culparla a usted.
Edie había fruncido el ceño. Miró a su hija.
—¿Te acuerdas de que a principios de mes, justo después de que muriera Juan, te dije que había oído un ruido fuera? Venía del garaje. Seguro que había alguien.
—Sí —contestó Dance, aunque en realidad no lo recordaba.
En aquel entonces, la búsqueda de Daniel Pell ocupaba por completo sus pensamientos.
—Naturalmente…
—¿Qué?
—Bueno, hay una cosa que habrá que tener en cuenta. Yo había ordenado que un ayudante del Sheriff montara guardia delante de la casa de mis padres, por seguridad. Harper querrá saber por qué no vio nada.
—O quizá deberíamos averiguar si vio al intruso —repuso Edie.
—Exacto —se apresuró a decir Dance.
Dio a Sheedy el nombre del ayudante del Sheriff.
—También lo comprobaré. Sólo tenemos una cosa más —añadió el abogado—: la constancia de que el paciente le dijo «Máteme». Y usted se lo contó a varias personas. Hay testigos.
—Sí —respondió Edie a la defensiva, deslizando una mirada hacia Dance.
La agente tuvo de pronto una idea espantosa: ¿la llamarían a testificar en contra de su madre? Se sintió físicamente enferma al pensarlo. Dijo:
—Pero no se lo habría contado a nadie si de veras hubiera tenido intención de matarlo.
—Cierto. Pero recuerden que a Harper no le interesa la lógica, sino los titulares. Una cita así… En fin, confiemos en que no se entere. —Sheedy se levantó—. Les avisaré cuando tenga noticias de los expertos y conozca con detalle el informe de la autopsia. ¿Alguna pregunta?
La cara de Edie evidenciaba que, en efecto, tenía mil preguntas que hacerle. Pero se limitó a sacudir la cabeza.
—Hay esperanzas, Edie. Las pruebas encontradas en el garaje son preocupantes, pero haremos todo lo que esté en nuestra mano.
El abogado recogió sus papeles, los ordenó y los guardó en su maletín. Al estrecharles la mano, les dedicó una sonrisa tranquilizadora. Stuart lo acompañó a la puerta. El suelo crujió bajo su peso.
Dance también se levantó. Dijo a su madre:
—¿Estás segura de que podrás con los niños? Puedo llevarlos a casa de Martine.
—No, no. Estaba deseando verlos. —Se puso un jersey—. De hecho, creo que voy a salir a pasar un rato con ellos.
Dance la abrazó un momento y notó la tensión de sus hombros. Se sostuvieron la mirada un instante, embarazosamente. Luego Edie salió.
La agente también abrazó a su padre.
—¿Por qué no venís mañana a cenar a casa? —le preguntó.
—Ya veremos.
—En serio. Sería bueno para mamá, para ti, para todos.
—Se lo diré a tu madre.
Regresó a la oficina, donde pasó varias horas coordinando la vigilancia de las casas de posibles víctimas y del domicilio de los Brigham. Desplegó al personal lo mejor que pudo y siguió dirigiendo la frustrante búsqueda del chico, que, de momento, parecía tan invisible como los electrones que componían los virulentos mensajes que lo habían lanzado a aquella mortífera aventura.
Relax…
Al llegar a su casa en Pacific Grove a las once de la noche, Dance sintió un leve estremecimiento de alegría. Después de un día tan largo, se alegraba enormemente de estar en casa.
La casa, de clásico estilo victoriano, estaba pintada de color verde oscuro, con barandillas, contraventanas y frisos grises, y situada al noroeste del pueblo. Si coincidían la época del año, el viento y las ganas de inclinarse sobre su endeble barandilla, desde ella podía verse el mar.
Al entrar en el pequeño vestíbulo, encendió la luz y echó la llave. Los perros acudieron corriendo a saludarla. Dylan, un pastor alemán negro y marrón, y Patsy, una golden blanca de pelo liso. Llevaban, respectivamente, el nombre del más grande compositor de folk-rock y de la más insigne vocalista de country-western de los últimos cien años.
Dance echó un vistazo a su correo electrónico, pero no había novedades sobre el caso. En la cocina, espaciosa pero equipada con electrodomésticos de otra década, se sirvió una copa de vino, buscó algunas sobras que comer y se decantó finalmente por medio sándwich de pavo que llevaba demasiado tiempo habitando en la nevera.
Dio de comer a los perros y los dejó salir al jardín de atrás. Pero cuando estaba a punto de regresar a su ordenador, se sobresaltó al oír el escándalo que armaban, ladrando y corriendo escaleras abajo. Lo hacían a veces, cuando una ardilla o un gato cometían la insensatez de ir de visita. Pero era raro a esas horas de la noche. Dance dejó la copa de vino y, tocando la empuñadura de su Glock, salió a la terraza.
Sofocó un grito.
A unos doce metros de la casa, en el suelo, había una cruz.
¡No!
Sacó la pistola, agarró una linterna, llamó a los perros e iluminó el jardín trasero con el haz de luz. El jardín era estrecho, pero tenía unos quince metros de largo y estaba lleno de matas de flor mono, chaparros y arces, ásteres, altramuces, patatas de aire, tréboles y grama. Las únicas plantas que se daban bien allí eran las que prosperaban a la sombra y en suelo arenoso.
No vio a nadie, pero había rincones en los que un intruso podía permanecer escondido si alguien miraba desde la terraza.
Bajó las escaleras deprisa, se adentró en la penumbra y recorrió con la mirada las sombras inquietantes de las ramas mecidas por el viento.
Se detuvo y luego siguió avanzando despacio, con los ojos fijos en los senderos y en los perros, que correteaban por el jardín, nerviosos y alerta.
La tensión de sus pasos y el pelo erizado de Dylan resultaban alarmantes.
Se acercó lentamente al rincón del jardín. Buscó movimiento con la mirada, aguzó el oído por si escuchaba pasos. Al no ver ni oír ningún indicio del intruso, apuntó con la linterna hacia el suelo.
Parecía una cruz, pero al verla de cerca no pudo deducir si la habían colocado allí intencionadamente o si la habían formado varias ramas al caer. No estaba atada con alambre, ni tenía flores. Pero la verja de atrás estaba a pocos metros de distancia y, aunque cerrada con llave, un chico de diecisiete años podía haberla saltado sin dificultad.
Travis Brigham, se dijo, la conocía. Y podía averiguar fácilmente dónde vivía.
Rodeó la cruz caminando lentamente. ¿Eran pisadas eso que se veía a su lado, en la hierba pisoteada? No estaba segura.
Aquella incertidumbre era angustiosa, casi más que si hubieran dejado la cruz en señal de amenaza.
Regresó a la casa, guardándose el arma en la pistolera.
Cerró con llave y entró en el cuarto de estar, lleno de muebles tan desparejados como los de la casa de Travis Brigham, sólo que más bonitos y acogedores, sin cuero ni cromo. Eran en su mayoría mullidos sillones tapizados en tonos de tierra y ocre, todos ellos adquiridos en viajes de compras con su difunto marido. Al dejarse caer en el sofá, vio que tenía una llamada perdida. Marcó ansiosamente el número del buzón de voz. La llamada era de Jon Boling, no de su madre.
Boling quería informarle de que la «persona» a la que conocía aún no había podido descifrar el código de acceso. El superordenador estaría en funcionamiento toda la noche. Por la mañana le informaría de sus progresos. O, si ella quería, podía devolverle la llamada. Estaría levantado hasta tarde.
Dance se pensó si debía llamarlo, sentía el impulso de hacerlo, pero finalmente decidió mantener la línea despejada por si llamaba su madre. Telefoneó luego a la oficina del Sheriff, habló con el oficial de servicio y solicitó que una unidad de inspección forense fuera a recoger la cruz. Le dijo dónde estaba. El oficial contestó que mandaría a alguien por la mañana.
Después se duchó y, a pesar de que el agua estaba ardiendo, siguió tiritando. Tenía alojada en la cabeza una imagen persistente: la máscara de la casa de Kelley Morgan, sus ojos negros, su boca cosida.
Cuando se metió en la cama, su Glock estaba a menos de un metro de distancia, sobre la mesita de noche, desenfundada, con el cargador lleno y una bala «en puertas», o sea, en la recámara.
Cerró los ojos, pero no pudo dormir a pesar de estar agotada.
No era, sin embargo, la búsqueda de Travis Brigham lo que la mantenía en vela, ni el susto de un rato antes. Ni siquiera el recuerdo de la puñetera máscara.
No, el origen de su agudo desasosiego era un simple comentario que giraba una y otra vez, como un bucle, dentro de su cabeza: la respuesta de su madre al preguntarle Sheedy si había visto a alguien en la UCI la noche en que murió Juan Millar.
Había algunas enfermeras en esa ala, más allá. Pero nadie más. Su familia no estaba. Y tampoco había visitas.
No lo recordaba con toda certeza, pero estaba casi segura de que, al anunciarle a su madre la muerte de Millar, justo después de que ocurriera, Edie se había mostrado sorprendida por la noticia. Le había dicho a su hija que esa noche había estado tan atareada en su unidad que no había podido bajar a la UCI.
Pero si no había estado en cuidados intensivos esa noche, como aseguraba, ¿cómo podía estar tan segura de que no había nadie allí?