15

Kathryn Dance se apeó de su Crown Victoria delante de la casa de Kelley Morgan.

El equipo de inspección forense del condado de Monterrey ya estaba allí, junto con una docena de agentes de los cuerpos de seguridad del estado y el municipio.

Había también muchos periodistas, la mayoría de ellos preguntando por el paradero de Travis Brigham. ¿Por qué ni el CBI, ni la policía local de Monterrey, ni la oficina del Sheriff del condado ni nadie lo había detenido aún? ¿Tan difícil era encontrar a un chico de diecisiete años que se paseaba por ahí vestido como los asesinos de Columbine o Virginia Tech? ¿Un chico que llevaba cuchillos y machetes, que sacrificaba animales en truculentos rituales y que dejaba cruces en la cuneta de vías públicas?

Es muy aficionado a los juegos de ordenador. La gente joven a la que se le dan bien los videojuegos aprende técnicas de evasión y combate muy sofisticadas…

Dance hizo caso omiso de los policías y siguió adelante, pasando bajo el cordón policial. Se acercó a una de las ambulancias, la más cercana a la casa. Un paramédico joven y vehemente, de pelo oscuro peinado hacia atrás, salió por el portón trasero. Lo cerró y dio unos golpes en el costado del vehículo.

El voluminoso furgón en el que iban Kelley, su madre y su hermano, arrancó a toda velocidad hacia el hospital.

Dance se reunió con Michael O’Neil y el paramédico.

—¿Cómo está?

—Inconsciente todavía. Le hemos puesto ventilación asistida. —Se encogió de hombros—. No responde. Habrá que esperar, a ver qué pasa.

Era casi un milagro que hubieran salvado a Kelley.

Y tenían que agradecérselo a Jon Boling. Al enterarse de que habían encontrado una segunda cruz, el profesor se había esforzado frenéticamente por descubrir la identidad de aquellos que habían publicado comentarios hostiles sobre Travis en el Chilton Report, cotejando los apodos de sus posts con información procedente de redes sociales y otras fuentes. Para identificar a comentaristas anónimos, había llegado incluso a comparar la gramática, el vocabulario y la ortografía de los mensajes del blog con los que aparecían en las páginas de las redes sociales y en los anuarios del instituto. Había reclutado, además, la ayuda de sus alumnos, y entre todos habían logrado encontrar una docena de nombres de personas de la zona que habían publicado en el blog ataques virulentos contra Travis.

Su llamada de media hora antes había tenido por objeto darle esos nombres. Dance había ordenado de inmediato a TJ, a Rey Carraneo y al grandullón de Al Stemple que empezaran a llamar a esas personas para advertirles de que podían estar en peligro. A Kelley Morgan, alias Bella Kelley, una de las comentaristas, no la habían encontrado. Según les dijo su madre, había quedado con unos amigos, pero no se había presentado.

Stemple se había personado en su casa acompañado por un equipo táctico.

Dance miró ahora al agente, sentado en los escalones de la entrada. Stemple, enorme y con la cabeza afeitada, rondaba los cuarenta años y era lo más parecido a un vaquero que había en el CBI. Sabía de armamento, le encantaban las intervenciones tácticas y era tan callado que su silencio rayaba en lo patológico, excepto cuando se hablaba de caza y de pesca, de ahí que Dance y él hubieran mantenido muy pocas conversaciones que no estuvieran relacionadas con el trabajo. Apoyando su corpachón contra la barandilla del porche de la casa, respiraba por una máscara de oxígeno conectada a una bombona verde.

El paramédico lo señaló con la cabeza.

—Está bien. Ha hecho su buena acción del año. Travis la había encadenado a una tubería de agua. Al la arrancó con sus propias manos. El problema es que tardó diez minutos. Ha tragado un montón de vapores.

—¿Estás bien, Al? —preguntó Dance levantando la voz.

Stemple dijo algo a través de la máscara. Parecía, sobre todo, aburrido. Ella también vio exasperación en su mirada, seguramente por no haber podido disparar al agresor.

El paramédico les dijo:

—Hay algo que tienen que saber. Kelley estuvo consciente uno o dos minutos cuando la sacamos. Me dijo que Travis tiene una pistola.

—¿Una pistola? ¿Va armado?

Dance y O’Neil se miraron con preocupación.

—Eso ha dicho. Después perdió el conocimiento. No dijo nada más.

Oh, no. Un adolescente inestable con un arma de fuego. En opinión de Dance, no había nada peor.

O’Neil llamó a la oficina del Sheriff para informar sobre el arma y desde allí se transmitió la información a todos los agentes involucrados en la búsqueda de Travis.

—¿Qué gas era? —preguntó Dance al paramédico mientras se acercaban a otra ambulancia.

—No estamos seguros. Era tóxico, eso está claro.

La Unidad de Inspección Forense buscaba pruebas cuidadosamente mientras un equipo policial interrogaba a los vecinos en busca de testigos. Todos los habitantes del barrio estaban preocupados, todos se compadecían de Kelley. Pero también estaban aterrorizados: respondían a regañadientes.

Pero quizá, sencillamente, no había testigos. Las marcas de rueda de bicicleta que había en el terraplén de detrás de la casa sugerían que el chico se había colado por allí sin que lo vieran para atacar a Kelley Morgan.

Llegó un agente del equipo forense, llevando lo que resultó ser una horrible máscara metida en una bolsa de plástico transparente.

—¿Qué rayos es eso? —preguntó O’Neil.

—Estaba atada a un árbol enfrente de la ventana de la habitación de la chica, mirando hacia dentro.

Estaba hecha a mano con papel maché y pintada de blanco y gris. Del cráneo sobresalían pinchos huesudos, semejantes a cuernos. Los ojos eran enormes y negros. Los labios, muy delgados, estaban cosidos y manchados de sangre.

—Para asustarla, pobrecilla. Imaginaos, mirar por la ventana y ver esto.

Dance se estremeció.

Mientras O’Neil hablaba por teléfono, llamó a Boling:

—Jon…

—¿Cómo está? —preguntó el profesor con ansiedad.

—En coma. No sabemos qué va a pasar, pero al menos le hemos salvado la vida. Tú le has salvado la vida. Gracias.

—También ha sido Rey. Y mis alumnos.

—Aun así, lo digo en serio. No sabes cuánto te lo agradecemos.

—¿Alguna pista sobre Travis?

—Algunas, sí. —Prefirió no hablarle de la horrible máscara. Vibró su teléfono: una llamada en espera—. Tengo que dejarte. Sigue buscando nombres, Jon.

—Estoy metido de lleno en el caso —repuso él.

Sonriendo, Dance cortó la llamada y contestó a la siguiente:

—TJ…

—¿Cómo está la chica?

—No lo sabemos. Mal. ¿Qué has descubierto?

—No ha habido suerte, jefa. Esta mañana hubo en esa zona unas dieciocho furgonetas, camiones, todoterrenos y coches pertenecientes a organismos estatales, pero los que he podido encontrar no estuvieron cerca de donde está la cruz. En cuanto al teléfono de Travis, la compañía dice que le ha quitado la batería o que lo ha destruido. No pueden rastrearlo.

—Gracias. Tengo un par de encargos más para ti. El agresor ha dejado una máscara aquí.

—¿Una máscara? ¿Un pasamontañas?

—No. Parece más bien ritual. Voy a pedir a los de Inspección Forense que suban una foto antes de llevársela a Salinas. A ver si la reconoces. Y haz correr la voz de que va armado.

—Ay, Dios, jefa. Esto va de mal en peor.

—Quiero saber si se ha denunciado la desaparición de algún arma en el condado. Y averigua si el padre o algún familiar tiene registrada algún arma de fuego. Comprueba las bases de datos. Quizá podamos identificar el arma.

—Claro… Oye, quería decirte… Me he enterado de lo de tu madre. —La voz del joven se había vuelto aún más seria—. ¿Puedo hacer algo?

—Gracias, TJ. Sólo averiguar lo de la máscara y la pistola.

Después de que colgaran, al examinar la máscara, pensó si podían ser ciertos los rumores. ¿Estaba metido Travis en alguna práctica ritual? Se había mostrado escéptica respecto a los mensajes publicados en el blog, pero tal vez debería haberles prestado más atención.

TJ llamó a los pocos minutos. No se había denunciado la desaparición de ningún arma en las últimas dos semanas. Había buscado también en las bases de datos del estado. Las leyes californianas son muy permisivas con la compra de armas de fuego, pero cada venta debe hacerse a través de un comerciante autorizado y quedar registrada. Robert Brigham, el padre de Travis, poseía un revólver Colt del calibre 38.

Al colgar, notó que O’Neil estaba mirando a lo lejos, muy serio.

Se acercó a él.

—¿Qué pasa, Michael?

—Tengo que volver a la oficina. Ha surgido algo urgente relacionado con otro caso.

—¿Ese asunto de Seguridad Nacional? —preguntó ella, refiriéndose al caso del contenedor indonesio.

O’Neil hizo un gesto afirmativo.

—Tengo que irme enseguida. Te llamaré en cuanto sepa algo más.

Tenía una expresión preocupada.

—Está bien. Buena suerte.

Él hizo una mueca, se volvió rápidamente y se alejó hacia su coche.

Dance sintió preocupación y una especie de vacío al verlo marchar. ¿Qué era tan urgente? ¿Y por qué, pensó con amargura, había sucedido precisamente en ese momento, cuando lo necesitaba a su lado?

Llamó a Rey Carraneo.

—Gracias por el trabajo que has hecho con Jon Boling. ¿Qué averiguaste en el salón de juegos?

—Pues que no estuvo allí anoche. Sobre eso mintió, como usted decía. Y en cuanto a amigos… La verdad es que allí no se relaciona con nadie. Simplemente va, se pone a jugar y luego se marcha.

—¿Hay alguien que pueda estar encubriéndolo?

—Tengo la impresión de que no.

Dance le pidió que fuera a reunirse con ella en casa de Kelley Morgan.

—Claro.

—Ah, y, Rey, una cosa.

—¿Sí, señora?

—Necesito que vayas a recoger una cosa al almacén de la oficina.

—Claro. ¿Qué?

—Chalecos antibalas. Para los dos.

Mientras se acercaba a la casa de los Brigham con Carraneo a su lado, Kathryn Dance se secó la palma de la mano en sus pantalones oscuros de vestir. Tocó la empuñadura de su Glock.

No quiero usarla, se dijo. Con un chico, no.

Era poco probable que Travis estuviera allí. La oficina del Sheriff había mantenido la casa vigilada desde que el chico había desaparecido de la bollería. Aun así, cabía la posibilidad de que hubiera vuelto a escondidas. Y, se decía Dance, si se desataba un tiroteo, ella dispararía si era necesario. Su argumento para justificar esa actitud era muy sencillo: estaba dispuesta a matar a otro ser humano por el bien de sus hijos. No podía permitir que crecieran sin padres.

El chaleco salvavidas la constreñía, pero también le daba seguridad. Se obligó a dejar de tocar continuamente las tiras de velcro.

Seguidos por dos ayudantes del Sheriff, subieron al carcomido porche delantero, manteniéndose lo más alejados posible de las ventanas. El coche de la familia estaba en el camino de entrada. El vehículo de la empresa de jardinería también, una camioneta con arbustos de acebo y rosales en la trasera descubierta.

Dance informó en voz baja a Carraneo y a los otros agentes de la situación de Sammy, el hermano pequeño.

—Es grande y parece inestable, pero seguramente no es peligroso. Si llega el caso, no disparéis a matar.

—Sí, señora.

Carraneo estaba alerta, pero tranquilo.

Dance mandó a los ayudantes del Sheriff a la parte de atrás de la parcela y los agentes del CBI flanquearon la puerta delantera.

—Vamos allá. —Golpeó la puerta medio podrida—. ¡Oficina de Investigación! Tenemos una orden de registro. Abran la puerta, por favor.

Aporreó de nuevo la puerta.

—¡Oficina de Investigación! ¡Abran!

Acercaron la mano a las armas.

Pasó un momento interminable y después, cuando se disponía a llamar de nuevo, se abrió la puerta y apareció Sonia Brigham, mirándolos con los ojos desorbitados. Había estado llorando.

—Señora Brigham, ¿Travis está aquí?

—Yo…

—Por favor. ¿Está en casa? Es importante que nos lo diga.

—No. De verdad.

—Tenemos una orden judicial para recoger sus pertenencias.

Le entregó el documento con el dorso azul y entró seguida por Carraneo.

El cuarto de estar estaba vacío. Advirtió que las puertas de las habitaciones de los dos chicos estaban abiertas. No vio rastro de Sammy y, al echar una ojeada a su cuarto, distinguió complejos diagramas llenos de dibujos hechos a mano. Se preguntó si el chico estaba intentando crear su propio cómic o un manga japonés.

—¿Está Sammy, su otro hijo?

—Está fuera, jugando. Abajo, junto al estanque. Por favor, ¿saben algo de Travis? ¿Lo ha visto alguien?

Un crujido procedente de la cocina. Dance bajó la mano hacia el arma.

Bob Brigham apareció en la puerta de la cocina. Sostenía una lata de cerveza.

—Ya están aquí otra vez —refunfuñó—. Con…

Se calló al quitarle la orden judicial a su mujer y hacer como que la leía.

Miró a Rey Carraneo como si fuera un don nadie.

Dance preguntó:

—¿Han tenido noticias de Travis?

Recorrió la casa con la mirada.

—Qué va. Pero no pueden culparnos a nosotros de lo que haya hecho.

—¡Travis no ha hecho nada! —replicó Sonia.

—Lo siento —dijo Dance—, pero la chica que ha sido agredida hoy lo ha identificado.

Sonia hizo amago de protestar, pero se quedó callada y luchó inútilmente por contener las lágrimas.

Dance y Carraneo registraron la casa cuidadosamente. No tardaron mucho. Nada indicaba que el chico hubiera pasado por allí en las últimas horas.

—Sabemos que tiene usted una pistola, señor Brigham. ¿Puede comprobar si le falta?

Él achicó los ojos como si sopesara las posibles consecuencias de su petición.

—Está en la guantera de mi coche. En una caja de seguridad.

Como exigían las leyes californianas para una casa en la que vivían hijos menores.

—¿Cargada?

—Ajá. —Pareció ponerse a la defensiva—. Hacemos muchos trabajos de jardinería en Salinas. Las bandas, ya sabe.

—¿Podría comprobar si todavía está en su sitio?

—Travis no se llevaría mi pistola. No se atrevería. Le daría una paliza que no se lo creería.

—¿Puede comprobarlo, por favor?

Brigham la miró con incredulidad. Luego salió. Dance indicó a Carraneo que lo siguiera.

Miró la pared y se fijó en varias fotografías de la familia. La sorprendió ver una en la que Sonia, mucho más joven y con aspecto mucho más feliz, aparecía detrás del mostrador de una caseta de la feria del condado de Monterrey. Estaba delgada y guapa. Tal vez hubiera llevado la concesión de la caseta antes de casarse. Quizás era allí donde había conocido a Brigham.

—¿La chica está bien? —preguntó Sonia—. La chica a la que han atacado.

—No lo sabemos.

Las lágrimas se le agolparon en los ojos.

—Travis tiene problemas. A veces se enfada, pero… esto tiene que ser un error espantoso. ¡Sé que tiene que serlo!

La negación era, de entre las respuestas emocionales a la desgracia, la más inmanejable. Dura como la cáscara de una avellana.

El padre de Travis regresó al cuarto de estar acompañado por el joven agente. Su rostro rojizo tenía una expresión preocupada.

—No está.

Dance suspiró.

—¿Y no la tendrá en otro sitio?

Brigham negó con la cabeza, esquivando la mirada de Sonia.

—¿Qué hay de bueno en tener una pistola? —dijo ella tímidamente.

Su marido la ignoró.

—Cuando Travis era pequeño, ¿había algún sitio donde le gustara ir especialmente? —preguntó Dance.

—No —contestó el padre—. Siempre estaba desapareciendo. Pero sabe Dios dónde iba.

—¿Qué me dicen de sus amigos?

—No tiene amigos —replicó Brigham con aspereza—. Siempre está metido en Internet. Con ese ordenador suyo…

—Todo el tiempo —remachó su esposa en voz baja—. Todo el tiempo.

—Llámennos si se pone en contacto con ustedes. No intenten conseguir que se entregue, no le quiten la pistola. Limítense a llamarnos. Es por el bien del chico.

—Claro —repuso la madre—. Los llamaremos.

—Travis hará lo que yo le diga. Exactamente lo que yo le diga.

—Bob…

—A callar.

—Ahora vamos a registrar su habitación —les informó Dance.

—¿Pueden hacerlo?

Sonia señaló la orden judicial con la cabeza.

—Joder, pueden llevarse todo lo que quieran. Cualquier cosa que les sirva para encontrarlo antes de que nos meta en más líos.

Brigham encendió un cigarrillo y tiró la cerilla al cenicero describiendo un arco de humo.

Sonia pareció abatida al darse cuenta de que se había convertido en la única defensora de su hijo.

Dance cogió la radio que llevaba a la altura de la cadera y llamó a los agentes que esperaban fuera. Uno de ellos le informó de que habían encontrado algo. Un momento después apareció el joven ayudante del Sheriff sosteniendo en la mano enfundada en un guante de látex una caja de seguridad. La habían forzado a golpes.

—Estaba entre unos arbustos, detrás de la casa. Y esto también.

La caja vacía de un revólver Remington especial del calibre 38.

—Esa es —masculló el padre—. Es la mía.

La casa quedó sumida en un inquietante silencio.

Los agentes entraron en la habitación de Travis. Mientras se ponía los guantes, Dance le dijo a Carraneo:

—Quiero ver si encontramos algo acerca de posibles amigos, direcciones, lugares que pueda frecuentar.

Buscaron entre el maremágnum del cuarto de un adolescente: ropa, cómics, DVD, manga, anime, juegos, piezas de ordenador, cuadernos, blocs de dibujo. Dance advirtió que había poca música y nada que tuviera que ver con el deporte.

Pestañeó mientras hojeaba un cuaderno. El chico había dibujado una máscara idéntica a la que habían encontrado frente a la ventana de Kelley Morgan.

Hasta aquel pequeño boceto la llenó de horror.

Escondidos en un cajón encontraron varios tubos de Clearasil y algunos libros sobre remedios, dieta y medicamentos contra el acné, e incluso sobre dermoabrasión para eliminar las cicatrices. Seguramente Travis estaba convencido de que el rechazo que sufría se debía a sus problemas con el acné, aunque este fuera menos grave que el de otros adolescentes.

Dance siguió buscando. Debajo de la cama encontró una caja fuerte. Estaba cerrada, pero había visto una llave en el cajón de arriba de la mesa. Era la de la caja. Esperaba ver drogas o porno, pero se llevó una sorpresa al ver que contenía varios fajos de billetes.

Carraneo estaba mirando por encima de su hombro.

—Vaya.

Unos cuatro mil dólares. Los billetes estaban tiesos y ordenados, como si procedieran de un banco o de un cajero automático, no de trapicheos con drogas. Dance añadió la caja a las pruebas que iban a llevarse. No sólo no quería financiar la huida de Travis, en caso de que volviera a por el dinero, sino que estaba segura de que su padre se lo gastaría en un abrir y cerrar de ojos si lo encontraba.

—Está esto —comentó Carraneo.

Sostenía en alto fotografías impresas, la mayoría candorosas, de chicas guapas más o menos de su edad, tomadas en el instituto Robert Louis Stevenson. Ninguna de ellas obscena ni tomada por debajo de las faldas de las chicas, ni en un vestuario o un aseo.

Al salir de la habitación, Dance preguntó a Sonia:

—¿Sabe quiénes son?

Ni el padre ni la madre lo sabían.

La agente volvió a fijarse en las fotografías. Se dio cuenta de que a una de las chicas la había visto ya en un reportaje sobre el accidente del 9 de junio. Caitlin Gardner, la joven que había sobrevivido. La foto era más formal que las otras: la chica, muy guapa, aparecía mirando hacia un lado, con una sonrisa blanda. Dance dio la vuelta al fino rectángulo de papel satinado y descubrió al otro lado la fotografía cortada de un equipo deportivo. Travis la había recortado de un anuario.

¿Le había pedido una foto a Caitlin y ella se había negado? ¿O era demasiado tímido para pedírsela siquiera?

Siguieron buscando media hora más, pero no encontraron pistas sobre el posible paradero de Travis, ni números de teléfono, ni direcciones de correo electrónico o nombres de amigos. El chico no tenía agenda ni libro de direcciones.

Dance quería ver qué había en su ordenador. Abrió la tapa. Estaba en modo de hibernación y se encendió de inmediato. No le sorprendió que le pidiera la contraseña.

—¿Tienen idea de cuál es la contraseña? —preguntó al padre del chico.

—Ni que fuera a decírnoslo a nosotros. —Señaló el ordenador—. Ese es el problema, ¿sabe? Eso es lo que lo ha torcido, tanto jugar a esos juegos. Tanta violencia. Disparan a la gente o la apuñalan, hacen toda clase de porquerías.

Sonia pareció alcanzar su punto de saturación.

—Bueno, tú jugabas a la guerra cuando eras pequeño, lo sé muy bien. Todos los niños juegan a esas cosas. ¡Y no por eso se vuelven criminales!

—Eran otros tiempos —rezongó su marido—. Aquello era mejor, más sano. Sólo jugábamos a matar indios y vietnamitas del Vietcong, no gente normal.

Dance y Carraneo se dirigieron a la puerta cargados con el ordenador portátil, cuadernos, la caja fuerte y cientos de páginas impresas, notas y fotografías.

—¿Se le ha ocurrido pensar una cosa? —preguntó Sonia.

Dance se detuvo y se volvió hacia ella.

—Que aunque haya sido él el que ha atacado a esas chicas, puede que no sea culpa suya. Esas cosas horribles que han dicho de él lo han sacado de sus casillas. Lo atacaron a él con esas palabras, con esas cosas odiosas que decían. Y mi Travis nunca ha dicho ni una sola palabra en su contra. —Controló sus lágrimas—. La víctima aquí es él.