A pesar de llevar muchos años viviendo en aquella zona, Kathryn Dance nunca había llegado a acostumbrarse a la niebla de la península. Era como un ser capaz de metamorfosearse, como un personaje salido de los libros fantásticos que le gustaba leer a Wes. Unas veces adoptaba la forma de jirones que se pegaban al suelo y se arrastraban a tu lado como espectros. Otras, era un humo que se estancaba en las depresiones del terreno y la carretera, cubriéndolo todo.
Pero casi siempre era una gruesa colcha de algodón que flotaba en el aire, a decenas de metros del suelo y que, imitando a las nubes, ensombrecía todo lo que quedaba por debajo.
De esa clase era la niebla que había aquella tarde.
La penumbra fue haciéndose más densa a medida que Dance, que iba escuchando a Raquy and the Cavemen, un grupo norteafricano conocido por su percusión, circulaba por una carretera tranquila que cruzaba terrenos del estado, entre Carmel y Pacific Grove. El paisaje era casi todo bosque, agreste y lleno de pinos, chaparros, eucaliptos y arces unidos por matorrales enmarañados. Cruzó la barrera policial sin bajarse del coche y haciendo caso omiso de los periodistas y los equipos de televisión. ¿Estaban allí por el crimen o por su madre?, se preguntó con cinismo.
Aparcó, saludó a los ayudantes del Sheriff que había por allí y fue a reunirse con Michael O’Neil. Echaron a andar hacia la cuneta acordonada donde se había encontrado la segunda cruz.
—¿Qué tal está tu madre? —preguntó O’Neil.
—No muy bien.
Se alegraba tanto de que Michael estuviera allí… La emoción se hinchó dentro de ella como un globo y, por un momento, al aflorar el recuerdo de su madre esposada y de su encontronazo con la trabajadora social por los niños, no pudo decir nada.
O’Neil no pudo evitar dedicarle una leve sonrisa.
—Te he visto en la tele.
—¿En la tele?
—¿Quién era esa mujer, la que se parecía a Oprah Winfrey? Parecías a punto de arrestarla.
Dance suspiró.
—¿También grabaron eso?
—Estabas… —O’Neil buscó la palabra justa— imponente.
—Iba a llevarse a los niños a Servicios Sociales.
Él pareció impresionado.
—Cosa de Harper —continuó Dance—. Una de sus tácticas. Pero lo que consiguió fue que casi detuviera a su lacaya. Ah, me habría encantado buscarle las cosquillas —dijo, y agregó—: Tengo a Sheedy en el caso.
—¿A George? Estupendo. Es duro de roer. Y necesitas a alguien así.
—Ah, y además Overby ha dejado entrar a Harper en el CBI. Para que revisara mis expedientes.
—¡No!
—Creo que quería ver si había eliminado pruebas o manipulado de algún modo los informes del caso de Juan Millar. Overby me dijo que también se había pasado por vuestros archivos.
—¿Por la oficina del Sheriff? —preguntó O’Neil.
Dance vio su ira como si fuera una bengala roja.
—¿Sabía Overby que Harper pensaba imputar a Edie?
—No lo sé. Como mínimo debería haber pensado: ¿qué demonios hace este tío de San Francisco husmeando en nuestros archivos? «Evaluación de carga de trabajo». Es ridículo.
Su furia se desbordó de nuevo, y tuvo que hacer un esfuerzo por contenerse.
Se acercaron al lugar donde habían colocado la cruz, en la cuneta de la carretera. Era como la anterior: un par de ramas rotas atadas con alambre y un redondel de cartón con la fecha de ese día escrita a mano.
A los pies de la cruz había otro ramo de rosas rojas.
¿El asesinato de quién representa este ramo?, se preguntó Dance sin poder evitarlo.
Y había otros diez más esperando.
La cruz había sido colocada en un tramo desierto de una carretera apenas pavimentada, a una distancia aproximada de un kilómetro y medio del mar. Aquella ruta, no muy frecuentada, era un atajo poco conocido para llegar a la carretera 68. Curiosamente, era uno de los itinerarios que conducirían a aquella nueva carretera sobre la que había escrito Chilton en su blog.
De pie en un camino lateral, cerca de la cruz, estaba el testigo, un hombre de negocios con aspecto de tener cuarenta y tantos años. Dance dedujo que se dedicaba a los seguros o al negocio inmobiliario. De figura redondeada, su camisa azul de vestir se tensaba muy por encima del cinturón caído, hinchada por su barriga. Tenía poco pelo y vio pecas de sol en su frente redonda y su coronilla calva. Se hallaba junto a un Honda Accord que había conocido mejores tiempos.
Se acercaron y O’Neil le dijo:
—Este es Ken Pfister.
Dance le estrechó la mano. El ayudante del Sheriff dijo que iba a supervisar el trabajo del equipo de recogida de pruebas y cruzó la calzada.
—Dígame qué vio, señor Pfister.
—A Travis. A Travis Brigham.
—¿Sabía usted que era él?
Asintió con la cabeza.
—Vi su fotografía en Internet cuando estaba comiendo, hará media hora. Por eso lo he reconocido.
—¿Puede decirme qué vio exactamente? —preguntó ella—. Y cuándo.
—Bueno, fue en torno a las once de la mañana. Tenía una reunión en Carmel. Dirijo una oficina de seguros Allstate —añadió con orgullo.
Acerté, se dijo Dance.
—Me fui sobre las diez cuarenta y estaba volviendo en mi coche a Monterrey. Tomé este atajo. Será estupendo cuando abran esa carretera nueva, ¿no le parece?
Ella sonrió ambiguamente, una sonrisa que no lo era en realidad.
—Y me aparté a ese camino… —Señaló con la mano— para hacer unas llamadas. —Sonrió ampliamente—. Nunca conduzcas y hables al mismo tiempo. Ese es mi lema.
Dance levantó una ceja, urgiéndolo a continuar.
—Miré por el parabrisas y lo vi caminando por la cuneta. Venía de allí. Él no me vio. Iba arrastrando los pies. Me dio la impresión de que iba hablando solo.
—¿Qué ropa llevaba?
—Una de esas sudaderas con capucha que llevan los chicos de ahora.
Ah, la sudadera con capucha.
—¿De qué color era?
—No me acuerdo.
—¿Chaqueta, pantalones?
—Lo siento, no me fijé tanto. En ese momento no sabía quién era. Todavía no me había enterado de lo de las cruces de la cuneta. Sólo pensé que era un tipo raro, que daba miedo. Llevaba en la mano esa cruz, y un animal muerto.
—¿Un animal?
Otro gesto afirmativo.
—Sí, una ardilla o una marmota o algo así. Le había rebanado el pescuezo.
Hizo un gesto con el dedo, señalándose el cuello.
Dance detestaba cualquier acto de crueldad contra los animales. Aun así, preguntó con calma:
—¿Acababa de matarlo?
—No creo. No había mucha sangre.
—Muy bien, entonces, ¿qué ocurrió?
—Pues que miró a un lado y a otro de la carretera y, como no vio a nadie, abrió la mochila y…
—¿Llevaba una mochila?
—Sí.
—¿De qué color?
—Eh, negra, estoy casi seguro. Sacó una pala, una pequeña, de esas que se usan cuando vas de acampada, la desdobló, cavó un hoyo y clavó la cruz en la tierra. Y luego… Esto es lo más raro. Hizo una especie de ritual. Rodeó la cruz tres veces, y me pareció que estaba cantando.
—¿Cantando?
—Sí. Mascullando cosas. No oí lo que decía.
—¿Y después?
—Después agarró la ardilla y rodeó otra vez la cruz cinco veces, las fui contando. Tres y cinco… Puede que fuera un mensaje, una pista, si alguien consigue saber de qué se trata.
Dance había notado que, después de El código Da Vinci, muchos testigos tendían a interpretar sus observaciones, en lugar de limitarse a decir lo que habían visto.
—El caso es que abrió otra vez la mochila y sacó una piedra y un cuchillo. Usó la piedra para afilar la hoja. Luego acercó el cuchillo a la ardilla. Pensé que iba a descuartizarla, pero no. Vi que otra vez movía los labios y que luego envolvía el cadáver en una especie de bolsa amarilla de papel muy rara, como si fuera de pergamino, y que la guardaba en la mochila. Luego me pareció que decía una última cosa y se marchó por la carretera, por donde había venido. Al trote, ¿sabe? Como un animal.
—¿Y qué hizo usted entonces?
—Me marché y fui a un par de reuniones más. Volví a la oficina. Fue entonces cuando me conecté a Internet y vi las noticias sobre el chico. Vi su foto. Me asusté. Y llamé enseguida a la policía.
Dance indicó a Michael O’Neil que se acercara.
—Michael, esto es interesante. El señor Pfister ha sido de gran ayuda.
O’Neil hizo un gesto de agradecimiento inclinando la cabeza.
—¿Podría decirle al ayudante O’Neil lo que ha visto?
—Claro.
Pfister explicó otra vez que se había apartado de la carretera para hacer unas llamadas.
—El chico llevaba un animal muerto. Una ardilla, creo. Dio tres vueltas a la cruz sin el cadáver del animal. Luego colocó la cruz y dio otras cinco vueltas. Iba hablando solo. Sonaba muy raro. Como otro idioma.
—¿Y después?
—Envolvió la ardilla en una especie de pergamino y sujetó el cuchillo encima. Dijo otra vez algo en ese idioma tan raro. Luego se marchó.
—Qué interesante —comentó O’Neil—. Tienes razón, Kathryn.
Ella se quitó sus gafas de color rosa claro y las limpió. Después, sutilmente, las cambió por otras de severa montura negra.
O’Neil advirtió al instante que se había puesto sus gafas de depredadora y dio un paso atrás. Dance se acercó a Pfister, invadiendo su zona proxémica. Advirtió de inmediato que se sentía amenazado.
Bien.
—Bueno, Ken, sé que está mintiendo. Y necesito que me diga la verdad.
—¿Mintiendo?
Parpadeó, sorprendido.
—Sí.
Pfister había mentido bastante bien, pero ciertos comentarios y actitudes habían puesto a Dance sobre aviso. Sus sospechas habían surgido, en un principio, del análisis del contenido: de la reflexión sobre lo que decía Pfister, no de cómo lo decía. Algunas de sus explicaciones parecían demasiado increíbles para ser ciertas: asegurar que no sabía quién era el chico y que no se había enterado del suceso de la Cruz de Carretera, cuando parecía conectarse con frecuencia a Internet para ver las noticias; afirmar que Travis vestía una sudadera con capucha, como decían varios de los mensajes publicados en el Chilton Report, pero no recordar su color, a pesar de que la gente tiende a acordarse de los colores de la ropa mucho mejor que de las prendas mismas…
Además, había hecho numerosas pausas mientras hablaba, cosa que suelen hacer los mentirosos cuando intentan inventar una historia verosímil. Y había empleado al menos un gesto «ilustrador», el dedo en la garganta, de los que suelen utilizarse inconscientemente para reforzar afirmaciones espurias.
Así pues, Dance, escamada, se había servido de una técnica rápida para comprobar si estaba mintiendo: a fin de determinar si alguien dice o no la verdad, el interrogador pide al sospechoso que cuente su historia varias veces. Quien dice la verdad puede alterar un poco la narración y recordar cosas que había olvidado al contarlo por primera vez, pero la cronología de los hechos será siempre la misma. Un mentiroso, en cambio, olvida a menudo la secuencia de los acontecimientos de su relato ficticio. Era lo que había sucedido al volver a contarle Pfister su historia a O’Neil: se había equivocado respecto a cuándo había colocado el chico la cruz.
Por otro lado, aunque los testigos sinceros puedan recordar nuevos datos la segunda vez que relatan un hecho, rara vez contradicen su primera versión. Pfister había dicho en un principio que Travis iba murmurando y que no había podido oír lo que decía. En su segunda versión, en cambio, había añadido un detalle: no había podido entender las palabras que decía el chico porque eran «raras», de lo que se deducía que, en efecto, las había oído.
Dance concluyó sin asomo de duda que Pfister estaba mintiendo.
En otras circunstancias, habría abordado el interrogatorio con más sutileza, tendiendo trampas al testigo para que dijera la verdad. Pero había llegado a la conclusión de que Pfister era un mentiroso social, y si a eso se sumaba su actitud escurridiza, podía costar mucho tiempo y esfuerzo conseguir que dijera la verdad. No tenía tiempo que perder. La segunda cruz, con la fecha de ese día, significaba que Travis podía estar planeando una nueva agresión en ese mismo instante.
—Bueno, Ken, está usted a punto de ir a la cárcel.
—¿Qué? ¡No!
A Dance no le importaba contar con un poco de colaboración. Miró a O’Neil, que dijo:
—Ya lo creo que sí. Y necesitamos saber la verdad.
—Vamos, por favor. Miren… —Pero no les ofreció nada que examinar—. ¡No he mentido! De veras. Todo lo que les he dicho es verdad.
Lo cual no era lo mismo que afirmar que había visto de veras lo que decía haber visto. ¿Por qué los culpables siempre se creían tan listos?
—¿Presenció usted lo que me ha contado? —preguntó.
Sometido a su mirada láser, Pfister desvió los ojos. Hundió los hombros.
—Pero. Pero es todo cierto. ¡Lo sé!
—¿Cómo puede saberlo? —insistió ella.
—Porque he leído que alguien vio al chico hacer lo que le he contado. En ese blog, el Chilton Report.
Dance miró a O’Neil, cuya expresión era idéntica a la suya.
—¿Por qué ha mentido? —preguntó.
Pfister levantó las manos.
—Quería que la gente tomara conciencia del peligro. Pensé que debían tener más cuidado, estando suelto ese psicópata. Deberían tomar más precauciones, sobre todo con sus hijos. Debemos velar por nuestros hijos, ¿saben?
Dance se fijó en el gesto que hizo con la mano, oyó cómo se le atascaba ligeramente el aire en la garganta. Conocía ya sus ademanes de mentiroso.
—Ken, no tenemos tiempo para esto.
O’Neil sacó sus esposas.
—No, no, yo… —Bajó la cabeza, derrotado—. Me han salido mal algunos negocios. Los préstamos que tengo han vencido y no puedo pagarlos. Así que…
Suspiró.
—Así que ¿mintió para convertirse en un héroe? ¿Para conseguir un poco de publicidad?
O’Neil miró con fastidio a los periodistas que esperaban a unos cincuenta metros de distancia, detrás del cordón policial.
Pfister hizo amago de protestar. Luego bajó la mano.
—Sí. Lo siento.
O’Neil anotó algo en su cuaderno.
—Tendré que hablarle de esto al fiscal.
—Vamos, por favor… Lo siento…
—Así que no lo vio en absoluto, pero sabía que alguien acababa de dejar la cruz y sabía que ese alguien era un asesino en potencia.
—Bueno, tenía cierta idea. Quiero decir que sí, que lo sabía.
—¿Por qué ha esperado horas para decírnoslo? —preguntó Dance con aspereza.
—Yo… tenía miedo. Quizá todavía estuviera por aquí.
O’Neil preguntó en voz baja y amenazadora:
—¿No se le ocurrió que contarnos todo ese rollo sobre sacrificios rituales podía llevarnos en la dirección equivocada?
—He pensado que de todos modos ya lo sabían. Lo decía en ese blog, así que tiene que ser cierto, ¿no?
—Está bien, Ken —dijo Dance pacientemente—. Empecemos otra vez.
—Claro. Lo que ustedes digan.
—¿Estuvo de verdad en esa reunión?
—Sí, señora.
Estaba tan inmerso en la última fase de la reacción emocional al interrogatorio, aceptación y confesión, que Dance estuvo a punto de echarse a reír. Era de pronto la colaboración personificada.
—¿Y qué pasó después?
—Bueno, iba conduciendo y paré aquí, en el camino. —Señaló enfáticamente sus pies—. Cuando me desvié, no había ninguna cruz. Hice un par de llamadas y luego di media vuelta y volví al cruce. Mientras esperaba a que pasara un coche, miré carretera arriba. Y ahí estaba la cruz. —Señaló de nuevo, esta vez a la cruz—. A él no lo vi para nada. Lo de la sudadera y todo eso… Lo saqué del blog. Lo único que puedo decirle es que no me crucé con nadie en la cuneta, así que tuvo que salir del bosque. Y sí, sabía lo que significaba la cruz. Y me llevé un susto de muerte. ¡El asesino acababa de estar allí, delante de mis narices! —Una risa amarga—. Eché el seguro del coche a toda prisa… Nunca, en toda mi vida, he hecho nada heroico. No como mi padre. Él era bombero, voluntario.
Aquello le ocurría a menudo a Kathryn Dance. Lo más importante de un interrogatorio o una entrevista es ser un buen oyente, atento y comprensivo. Ella perfeccionaba aquella destreza suya todos los días, de ahí que los testigos, y también los sospechosos, tendieran a verla como una terapeuta. El pobre Ken Pfister se estaba confesando.
Pero tendría que ir a echarse en otro diván. No era tarea suya hurgar en sus fantasmas.
O’Neil estaba mirando hacia los árboles. Los agentes habían estado inspeccionando la cuneta, conforme a lo que les había contado Pfister en un principio.
—Más vale que echemos un vistazo por el bosque. —Dirigió una mirada amenazadora a Pfister—. Puede que eso sí ayude, al menos.
Llamó a varios ayudantes del Sheriff y cruzaron la carretera para inspeccionar el bosque.
—Ese coche que esperó que pasara —le dijo Dance a Pfister—. ¿Es posible que el conductor viera algo?
—No lo sé. Puede ser, si Travis estaba todavía allí. Habría podido verlo mejor que yo, desde luego.
—¿Recuerda la matrícula, la marca del coche?
—No, era una furgoneta o un monovolumen de color oscuro. Pero recuerdo que era un vehículo oficial.
—¿Oficial?
—Sí, ponía «estado» en la parte de atrás.
—¿De qué organismo?
—No lo vi. De veras.
Aquello podía ayudar. Se pondrían en contacto con todos los organismos públicos de California que pudieran tener vehículos en aquella zona.
—Bien.
La leve alabanza de Dance pareció entusiasmar a Pfister.
—De acuerdo. Ya puede irse, Ken. Pero recuerde que sigue vigente una queja contra usted.
—Sí, claro, desde luego. Mire, lo siento de veras. No lo he hecho con mala intención.
Pfister se escabulló.
Al cruzar la carretera para reunirse con O’Neil y el equipo de búsqueda en el bosque, vio que el patético agente de seguros montaba en su desvencijado coche.
Lo decía en ese blog, así que tiene que ser cierto, ¿no?
*****
Quería morir.
Kelley Morgan pedía en silencio que sus plegarias fueran atendidas. Los vapores estaban asfixiándola. Estaba perdiendo la visión. Le escocían los pulmones, tenía los ojos y la nariz inflamados.
El dolor…
Pero más espantoso aún que el dolor era saber lo que le estaba sucediendo, los horribles cambios que los productos químicos estaban obrando en su piel y en su cara.
Estaba confusa. No recordaba que Travis la hubiera arrastrado escaleras abajo. Cuando había vuelto en sí ya estaba allí, en la bodega de su padre en el sótano, encadenada a una tubería. Con la boca sellada con cinta aislante, el cuello dolorido por la fuerza que Travis Brigham había aplicado hasta casi estrangularla, y ahogándose por lo que había vertido en el suelo, aquel producto químico que le abrasaba los ojos, la nariz, la garganta.
Ahogándose, ahogándose…
Intentó gritar. No tenía sentido, con la boca tapada con cinta aislante. Además, no había nadie que pudiera oírla. Su familia estaba fuera, no volvería hasta mucho más tarde.
El dolor…
Enfurecida, intentó arrancar la tubería de la pared a patadas. Pero el metal no cedió.
¡Mátame!
Sabía lo que se proponía Travis Brigham. Podría haberla estrangulado, sólo tendría que haber seguido apretando un par de minutos más. O haberle pegado un tiro. Pero no se conformaba con eso. No, aquel pervertido, aquel triste, quería vengarse destrozando su físico.
Los vapores corroerían sus pestañas y sus cejas, destruirían su piel tersa, seguramente hasta se le caería el pelo. Travis no quería que muriera, no. Quería convertirla en un monstruo.
Aquel friki con la cara picoteada, aquel triste, aquel pervertido… Quería convertirla en lo mismo que él.
Mátame, Travis. ¿Por qué no me has matado?
Pensó en la máscara. Por eso la había dejado. Era un mensaje, para que supiera el aspecto que tendría cuando los productos químicos acabaran de hacer su efecto.
Dejó caer la cabeza, los brazos, se recostó contra la pared.
Me quiero morir.
Comenzó a respirar hondo a pesar de que le escocía la nariz. Todo empezó a disolverse. El dolor desaparecía, sus pensamientos desaparecían, la sensación de ahogo, el escozor de sus ojos, las lágrimas…
Todo se apagaba. La luz se volvía oscuridad.
Más hondo, respira más hondo.
Aspira el veneno.
¡Sí, estaba funcionando!
Gracias.
El dolor disminuyó, la angustia fue disipándose.
Una cálida sensación de alivio ocupó el lugar de su tenue conciencia, y lo último que pensó antes de que la oscuridad se hiciera completa fue que al fin iba a estar, ya para siempre, a salvo de sus miedos.
*****
Dance estaba junto a la cruz de la cuneta, mirando las flores, cuando la sobresaltó el sonido del teléfono; había vuelto a poner la sintonía estándar, y no sonaba ya la tonada de dibujos animados. Echó un vistazo a la pantalla.
—TJ.
—Jefa, ¿otra cruz? Acabo de enterarme.
—Sí. Y con la fecha de hoy, además.
—Ay, madre. ¿De hoy?
—Sí. ¿Qué has averiguado?
—Estoy en Bagel Express, la bollería. Es curioso, pero aquí nadie sabe nada de Travis. Dicen que se presentaba a trabajar, pero que era muy reservado. No se relacionaba con los demás, no decía gran cosa, y se marchaba sin más. Habló un poco con un chico de aquí sobre juegos en línea. Pero nada más. Y nadie tiene ni idea de dónde puede haber ido. Ah, y su jefe dice que de todos modos iba a despedirlo. Desde que empezaron a publicarse comentarios en ese blog, hasta él está recibiendo amenazas. El negocio va mal. A los clientes les da miedo entrar.
—Está bien, vuelve a la oficina. Necesito que llames a todos los organismos públicos del estado que puedan haber tenido vehículos en esta zona esta mañana. No tenemos marca, ni matrícula. Seguramente era un vehículo de color oscuro, pero busca cualquier color. —Le contó lo que había visto Pfister—. Llama a Parques, a Caltrans, a Pesca, a Medio Ambiente, a todo el que se te ocurra. Y averigua si Travis tiene móvil y de qué empresa. A ver si podemos rastrearlo. Tenía pensado hacerlo antes.
Desconectaron. Dance llamó a su madre. No obtuvo respuesta. Probó con su padre y Stuart respondió al segundo pitido.
—Katie…
—¿Está bien?
—Sí. Estamos en casa, pero haciendo las maletas.
—¿Qué?
—Los manifestantes del hospital —dijo Stuart—. Se han enterado de dónde vivimos y han montado un piquete fuera.
—¡No!
Dance estaba furiosa.
Su padre añadió con amargura:
—Resulta interesante ver a tus vecinos marcharse a trabajar y encontrarse con una docena de personas con pancartas llamándote asesina. Uno de los carteles era bastante ingenioso. Decía «Danza de la Muerte»[4]. Tiene su mérito, hay que reconocerlo.
—Ay, papá.
—Y alguien ha pegado un póster de Cristo en la puerta de casa. En plena crucifixión. Creo que también culpan a Edie de eso.
—Puedo conseguiros una habitación en el hotel que usamos para los testigos.
—George Sheedy ya nos ha conseguido una con un nombre falso —repuso su padre—. No sé qué opinas tú, cielo, pero creo que a tu madre le encantaría ver a los niños. Está preocupada por el susto que se llevaron cuando la policía fue a buscarla al hospital.
—Es muy buena idea. Voy a ir a recogerlos a casa de Martine y luego los llevaré a veros. ¿Cuándo os vais al hotel?
—Dentro de veinte minutos.
Le dio la dirección.
—¿Puedo hablar con ella?
—Está hablando por teléfono con Betsey, cariño. Podrás verla cuando vengas a traer a los niños. Sheedy también se pasará por allí para contarnos cómo va el caso.
Colgaron. O’Neil regresó del bosque.
—¿Habéis encontrado algo? —preguntó Dance.
—Algunas huellas que no sirven de gran cosa y algunos restos materiales: una fibra gris como la que encontramos antes y un trozo de papel marrón. Un copo de avena o de algún tipo de cereal. Podría ser de un bollo, estoy pensando. Peter los está esperando. Nos dará los resultados lo antes que pueda.
—Eso es fantástico para fundamentar el caso contra él, pero lo que necesitamos en este momento es alguna pista sobre dónde se esconde. Y resolver otro interrogante más: ¿a quién va a atacar a continuación?
Cuando se disponía a llamar a Jon Boling, sonó de nuevo la sintonía de su móvil. La coincidencia la hizo sonreír: el nombre de Boling aparecía en la pantalla.
—Jon —contestó.
Pero al escuchar sus palabras, su sonrisa se borró rápidamente.