13

Kathryn Dance llamó a Jon Boling mientras conducía por la carretera.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó él alegremente.

—¿Cómo era esa expresión que había en el blog sobre Travis? Una publicada por un chaval. Algo de «épico»…

—Ah. —Su voz sonó menos animada—. Una «cagada épica».

—Sí, eso lo resume bastante bien. He probado con el argumento de la publicidad ventajosa, pero él ha optado por la otra puerta: la zancadilla fascista a la libertad de prensa. Con un toque de «el mundo me necesita».

—Uf. Lo siento. Qué mala pata.

—Merecía la pena intentarlo, pero creo que será mejor que te pongas manos a la obra e intentes conseguir todos los nombres que puedas por tus propios medios.

—Ya lo he hecho, por si acaso Chilton te daba la patada. Creo que pronto tendré algunos nombres. Oye, ¿te ha dicho si pensaba vengarse publicando una entrada sobre ti en el blog?

Dance se rio.

—Le ha faltado poco. El titular rezaría «Agente del CBI sorprendida en intento de soborno».

—Dudo que lo haga. Eres una menudencia, sin ánimo de ofender. Pero habiendo cientos de miles de personas que leen lo que escribe, desde luego tiene poder suficiente para que uno se preocupe. —Boling se puso serio de pronto—. Te advierto que los comentarios son cada vez peores. Algunos aseguran que han visto a Travis practicando ritos satánicos y sacrificando animales. Y circulan historias de que ha manoseado a otros alumnos, chicas y chicos. Pero a mí todo me suena a falso. Es como si intentaran superarse los unos a los otros. Las historias que cuentan son cada vez más disparatadas.

Rumores…

—Lo único en lo que coinciden casi todos, lo que me hace pensar que puede haber algo de verdad en ello, es en lo de los juegos de rol online. Dicen que el chico está obsesionado con las peleas y la muerte. Sobre todo, con las espadas y los cuchillos, y con apuñalar a sus víctimas.

—Se ha pasado al mundo sintético.

—Eso parece.

Cuando colgaron, Dance subió el volumen de su iPod Touch: iba escuchando a Badi Assad, la bella guitarrista y cantante brasileña. Estaba prohibido usar los auriculares mientras se conducía, pero la calidad del sonido de los altavoces de un coche patrulla dejaba mucho que desear.

Y Dance necesitaba una buena dosis de música reconfortante.

Sentía el impulso urgente de seguir adelante con la investigación, pero también era madre y siempre había mantenido en equilibrio esas dos vertientes de su vida. Iría a recoger a sus hijos al hospital, donde estaban al cuidado de su madre, pasaría un rato con ellos y luego los dejaría en casa de sus padres, donde el abuelo, que ya habría regresado de su reunión en el acuario, volvería a asumir el papel de canguro. Después regresaría al CBI para seguir buscando a Travis Brigham.

Siguió circulando en su vehículo policial de intercepción, un Ford grande sin distintivos, una mezcla de tanque y coche de carreras, aunque ella nunca hubiera pisado a fondo el acelerador. No era una conductora nata y, a pesar de que había hecho en Sacramento el curso de persecución a gran velocidad que se exigía a los agentes, no se imaginaba persiguiendo a otro coche por las sinuosas carreteras de California central. Al pensar en ello, se le vino a la cabeza una imagen del blog: la foto de las cruces colocadas en el lugar del terrible accidente del 9 de junio en la carretera 1, la tragedia que había desencadenado todo aquel horror.

Al llegar al hospital vio que había varios vehículos de la Patrulla de Caminos de California aparcados delante del edificio, junto con otros dos vehículos sin distintivos. No recordaba haber oído ningún aviso sobre acciones policiales en las que hubiera habido heridos. Cuando salió del coche, advirtió un cambio en los manifestantes. Para empezar, eran más. Cerca de cuarenta. Y había más equipos de noticias en los alrededores.

Notó también que armaban mucho jaleo: agitaban sus pancartas y sus cruces como fanáticos deportivos. Sonreían, cantaban. Vio que varios hombres se acercaban al reverendo Fisk y le estrechaban la mano, uno tras otro. Su pelirrojo guardaespaldas observaba atentamente el aparcamiento.

Un instante después se quedó paralizada y ahogó un grito.

Vio salir por la entrada principal del hospital a Wes y Maggie, muy serios, acompañados por una mujer afroamericana con traje azul marino. La mujer les condujo hacia uno de los coches sin distintivos.

Robert Harper, el fiscal especial al que había conocido en el despacho de Charles Overby, salió a continuación.

Y detrás de él iba su madre, Edie Dance, esposada y flanqueada por dos corpulentos agentes de la Patrulla de Caminos de California.

Dance corrió hacia ellos.

—¡Mamá! —gritó Wes, su hijo de doce años, y echó a correr por el aparcamiento, tirando de su hermana.

—¡Esperad! ¡No podéis hacer eso! —gritó la mujer que los acompañaba, y salió tras ellos a toda prisa.

Dance se arrodilló y abrazó a sus hijos.

La voz severa de la mujer resonó en el aparcamiento.

—Vamos a llevar a los niños…

—No van a llevarse a nadie —replicó Dance con aspereza, y se volvió de nuevo hacia sus hijos—. ¿Estáis bien?

—¡Han detenido a la abuela! —exclamó Maggie, llorosa. La trenza castaña le colgaba laciamente sobre el hombro, donde había caído después de la carrera.

—Enseguida hablo con ellos. —Dance se levantó—. No os han hecho daño, ¿verdad?

—No —contestó con voz temblorosa Wes, un chico delgado y casi tan alto como su madre—. Sólo… Esa mujer y el policía han llegado y nos han cogido y han dicho que iban a llevarnos a un sitio, no sé dónde.

—¡Yo quiero estar contigo, mami!

Maggie se abrazó a ella con fuerza.

—Nadie va a llevaros a ninguna parte —la tranquilizó Dance—. Bueno, subid al coche.

La mujer del traje azul se acercó y le dijo en voz baja:

—Señora, lo siento, pero… —De pronto se encontró mirando la tarjeta de identificación y la placa del CBI que Dance acercó a su cara.

—Los niños se vienen conmigo —dijo.

La mujer leyó la identificación sin inmutarse.

—Es el protocolo, compréndalo. Es por su propio bien. Lo aclararemos todo y si no hay ningún problema…

—Los niños se vienen conmigo.

—Soy trabajadora social de los Servicios de Atención al Menor del Condado de Monterrey.

Le enseñó su acreditación.

Dance pensó que seguramente habría algún modo de resolver aquel asunto mediante la negociación, pero sacó con gesto suave las esposas que llevaba en una funda, en la parte de atrás de la cinturilla, y las abrió como la pinza de un enorme cangrejo.

—Escúcheme. Soy su madre. Conoce usted mi identidad y conoce la de los niños. Ahora apártese o la detengo amparándome en el artículo doscientos siete del Código Penal de California.

Al ver aquello, los periodistas de televisión parecieron tensarse al unísono, como un lagarto que sintiera acercarse un escarabajo distraído. Las cámaras se giraron hacia ellas.

La trabajadora social se volvió hacia Robert Harper, que pareció dudar. Miró a los periodistas y al parecer llegó a la conclusión de que, dadas las circunstancias, era peor tener mala publicidad que no tener publicidad ninguna. Asintió con la cabeza.

Dance sonrió a sus hijos, se guardó las esposas y los acompañó al coche.

—No va a pasar nada, no os preocupéis. Es sólo un enorme malentendido.

Cerró la puerta y echó el seguro con el mando a distancia. Pasó enérgicamente junto a la trabajadora social, que la miraba con expresión remilgada y desafiante, y se acercó a su madre, a la que estaban introduciendo en la parte trasera de un coche patrulla.

—¡Cariño! —exclamó Edie Dance.

—Mamá, ¿qué…?

—No puede hablar con la detenida —dijo Harper.

Dance se giró bruscamente y miró de frente al fiscal, que era de su misma altura.

—A mí no me venga con juegos. ¿De qué va todo esto?

Harper la miró con calma.

—Vamos a conducirla al centro de detención del condado para ponerla a disposición judicial y esperar la vista en la que se decidirá si se le concede la libertad bajo fianza. Ha sido detenida e informada de sus derechos. No tengo obligación de decirle nada más.

Las cámaras seguían captando cada segundo del drama.

—¡Dicen que maté a Juan Millar! —gritó Edie Dance.

—Por favor, guarde silencio, señora Dance.

—¿Esta era su «evaluación»? No era más que una treta, ¿verdad?

Harper la ignoró sin ningún esfuerzo.

Sonó el teléfono de Dance y la agente se apartó para contestar.

—Papá…

—Katie, acabo de llegar a casa y me he encontrado aquí a la policía. A la policía del estado. Lo están registrando todo. La señora Kensington, la vecina, dice que se han llevado un par de cajas.

—Papá, han detenido a mamá…

—¿Qué?

—Esa muerte piadosa. Juan Millar…

—¡Ay, Katie!

—Voy a llevar a los niños a casa de Martine. Reúnete luego conmigo en los juzgados de Salinas. Van a fichar a mamá y habrá una vista para decidir si sale bajo fianza.

—Claro. Yo… no sé qué hacer, cariño.

Se le quebró la voz.

La afectó en lo más hondo oír aquella nota de impotencia en la voz de su padre, normalmente tan sereno y seguro de sí mismo.

—Vamos a aclarar este asunto —afirmó, intentando parecer convencida, a pesar de que se sentía tan insegura y confusa como él—. Luego te llamo, papá.

Colgaron.

—¡Mamá! —La llamó a través de la ventanilla del coche, mirando su semblante lleno de amargura—. Todo va a solucionarse. Nos vemos en los juzgados.

—Agente Dance —dijo el fiscal con severidad—, no quiero tener que recordárselo otra vez: no se habla con el detenido.

Ella no le hizo caso.

—Y no le digas ni una palabra a nadie —advirtió a su madre.

—Confío en que no vayamos a tener un problema de seguridad —comentó el fiscal en tono crispado.

Dance lo miró con enfado, desafiándolo en silencio a cumplir su amenaza, fuera cual fuese esta. Miró después a los agentes de la Patrulla de Caminos, con uno de los cuales había trabajado. El agente esquivó su mirada. Harper los tenía a todos en el bolsillo.

Dance dio media vuelta y avanzó hacia su coche, pero se desvió para hablar con la trabajadora social.

Se detuvo ante ella.

—Mis hijos tienen teléfono móvil. Mi número es el segundo de su lista de marcado rápido, justo después del número de emergencias. Y estoy segura de que le han dicho que soy agente de policía. ¿Por qué coño no me ha llamado?

La mujer retrocedió, parpadeando.

—A mí no puede hablarme así.

—¿Por qué coño no me ha llamado?

—Estaba siguiendo el procedimiento.

—Según el procedimiento, el bienestar de un menor es lo primero. En circunstancias como estas, debe ponerse en contacto inmediatamente con el padre o tutor.

—Bueno, yo sólo he hecho lo que me han dicho.

—¿Cuánto tiempo lleva trabajando en esto?

—Eso no es asunto suyo.

—Muy bien, se lo diré yo misma, señorita. Sólo hay dos respuestas posibles: o no el suficiente, o demasiado.

—No puede…

Pero Dance ya se había marchado. Subió a su coche y arrancó. No había apagado el motor al llegar.

—Mamá, ¿qué va a pasarle a la abuela? —preguntaba Maggie, que lloraba desconsoladamente.

Dance no quiso poner buena cara delante de sus hijos. Su experiencia como madre le había enseñado que al final era preferible afrontar el dolor y el miedo, en lugar de negarlos o posponerlos. Pero tuvo que hacer un esfuerzo para que su voz no sonara angustiada:

—Vuestra abuela va a ver a un juez y confío en que pronto esté en casa. Luego vamos a averiguar qué ha pasado. Todavía no lo sabemos.

Llevaría a los niños a casa de su mejor amiga, Martine Christensen, con la que administraba su página web de música.

—No me gusta ese hombre —comentó Wes.

—¿Quién?

—El señor Harper.

—A mí tampoco —repuso Dance.

—Quiero ir al juzgado contigo —dijo Maggie.

—No, Mags. No sé cuánto tiempo voy a estar allí.

Miró hacia atrás y les lanzó una sonrisa tranquilizadora.

Al ver sus caras pálidas y abatidas, se enfureció aún más con Robert Harper.

Enchufó el micro del manos libres de su teléfono, se quedó pensando un momento y llamó al mejor abogado defensor que se le ocurrió. En cierta ocasión, George Sheedy había pasado cuatro horas intentando desacreditar a Dance en el banquillo de los testigos. Había estado a punto de conseguir la exculpación del cabecilla de una banda de Salinas que era claramente culpable. Pero finalmente habían ganado los buenos y el acusado había ido a la cárcel de por vida. Después del juicio, Sheedy se había acercado a ella para estrecharle la mano y había alabado la solidez de su declaración. Ella, por su parte, le había dicho que también estaba impresionada por su pericia.

Mientras le pasaban su llamada a Sheedy, notó que los cámaras seguían grabando el alboroto, todos ellos apuntando hacia el coche en el que iba su madre, esposada. Parecían insurgentes armados con lanzacohetes, disparando a tropas aturdidas por el fuego enemigo.

*****

Calmada ya al comprobar que el intruso no había resultado ser el Abominable Hombre de las Nieves, Kelley Morgan se concentró en su pelo.

Siempre tenía a mano su plancha.

Su pelo era la cosa más exasperante del mundo. Un poco de humedad y se le encrespaba. La sacaba de quicio.

Tenía una cita con Juanita, Trey y Toni en Alvarado dentro de cuarenta minutos, y eran tan buenos amigos que, si llegaba más de diez minutos tarde, la dejarían plantada. Había perdido la noción del tiempo escribiendo un post sobre Tammy Foster en el chat de Bri en Our World.

Después, al levantar la vista y mirarse en el espejo, se había dado cuenta de que la humedad había convertido su pelo en una especie de ente. Así que se desconectó y se puso a peinarse.

Una vez alguien había colgado un comentario en un foro del pueblo, anónimamente, claro:

Kelley Morgan… ¿q le pasa a su pelo????? parc un champiñon. no me gustan las chicas con la cabeza rapada pero ella deberia raparsela. ja, ja, ja. a ver si se entera de una vez.

Kelley había llorado, paralizada por aquellas odiosas palabras que la herían como una cuchilla.

Por ese post había defendido a Tammy en Our World y se había metido con Anon Gurl, y le había dado su merecido, ya lo creo que sí.

Incluso ahora se estremecía de vergüenza al pensar en aquel comentario cruel sobre su pelo. De vergüenza y de rabia. Daba igual que Jaime dijera que a él le gustaba todo de ella. Aquel mensaje la había dejado hecha polvo, y la había hecho hipersensible al tema, además de haberle costado innumerables horas de su tiempo. Desde aquel 4 de abril, nunca salía de casa sin luchar antes a brazo partido con su pelo.

Bueno, manos a la obra, tía.

Se levantó de la mesa, se acercó a su tocador y enchufó la plancha. Le estropeaba las puntas, pero al menos el calor conseguía domar hasta cierto punto sus rizos rebeldes.

Encendió la luz del tocador antes de sentarse, se quitó la camisa y la tiró al suelo. Se puso luego dos camisetas de tirantes encima del sujetador; le gustaba el efecto que hacían los tres tirantes: rojo, rosa y negro. Probó la plancha. Un par de minutos más. Casi estaba lista. Empezó a cepillarse el pelo. Era tan injusto. Una cara bonita, unas tetas estupendas y un culo genial. Y aquel pelo electrizado.

Miró por casualidad su ordenador y vio un mensaje instantáneo de una amiga.

Mira el Chilton AHORA MISMO!!!!!!!!!

Kelley se rio. Cuánto le gustaban los signos de exclamación a Trish.

No solía leer el Chilton Report, trataba demasiado de política, pero lo había agregado a su RSS después de que Chilton empezara a publicar comentarios sobre el accidente del 9 de junio bajo el hilo «Cruces en el camino». Había estado en la fiesta de aquella noche y, justo antes de que Caitlin y las otras chicas se marcharan, había visto a Travis Brigham discutiendo con ella.

Se giró hacia el teclado y escribió:

no te pongas histerica. xq?

Trish respondió:

Chilton a borrado los nombres pero la gente dice q fue Travis kien ataco a tammy!!

Kelley tecleó:

es verdad o es solo lo q dice la gente?

es VERDAD!!!! travis esta cabreado xq tammy se metio con el en el blog, LEELO!!! EL CONDUCTOR = TRAVIS y LA VICTIMA = TAMMY.

Sintiendo una náusea, Kelley comenzó a aporrear las teclas, abrió el Chilton Report y echó una ojeada al hilo titulado «Cruces en el camino». Hacia el final, leyó:

Respuesta a Chilton, publicada por Brittany M.

abeis visto las noticias???? alguien dejo una cruz y luego fue y ataco a esa chica. de q va todo esto? ¡madre mía, seguro que fue [el conductor]!

Respuesta a Chilton, publicada por CTO93.

¿donde [borrado] esta la policía? me an dicho q a la chica del maletero la violaron y le hicieron cruces con 1 navaja y q luego la DEJO en el maletero para q se aogara. solo xq se metio con [el conductor]. acabo de ver las noticias y todavia no lo an detenido. XQ NO?????

Respuesta a Chilton, publicada por Anónimo.

yo estaba con mis amigos cerca de la playa donde encontraron a [la víctima] y mis amigos oyeron a la policia hablar de esa cruz. dijeron q la habia dejado como adbertencia para q la gente se calle. a [la víctima] la atacaron y la violaron xq se metio con [el conductor] AKI, me refiero a lo q escribio en el blog!!! tened cuidado si os aveis metido con el aki y no usais nics ni anonimos xq estais bien [borrado], va a ir a x vosotros!!

Respuesta a Chilton, publicada por Anónimo.

conozco a un t10 donde [el conductor] va a jugar y me a dicho q [el conductor] fue diciendo q iba a ir a x todos los q estavan publicando cosas contra el, q pensaba cortarles el cuello como acen los terroristas en la tele arabe. ¡eh, vosotros, polis, q el asesino de la cruz de carretera es [el conductor]!!! ¡A VER SI OS ENTERÁIS!!!

No… ¡Dios mío, no! Kelley pensó en lo que había escrito sobre Travis. ¿Qué había dicho? ¿Estaría enfadado con ella? Pasó frenéticamente la página hacia arriba hasta encontrar su post.

Respuesta a Chilton, publicada por Bella Kelly.

teneis mucha razon!!! mi amiga y yo estuvimos en la fiesta del dia 9 cuando paso el accidente y [el conductor] intento ligar con [borrado] y ellas le dijeron q se perdiera. pero no les hizo caso y salio detras d ellas cuando se marcharon. pero tambien la culpa fue nuestra, de todos los que estuvimos alli x no hacer nada. Todos sabiamos que [el conductor] es un triste y un pervertido y deberiamos haber llamado a la policia o a alguien cuando se marcharon. yo tuve un mal presentimiento como en Entre fantasmas. y mira lo que paso.

¿Por qué? ¿Por qué dije eso?

Yo sólo quería decirles que dejaran en paz a Tammy. Que no machacaran a la gente en Internet. Y luego voy y me pongo a decir cosas sobre Travis.

Mierda. ¡Ahora va a ir también a por mí! ¿Sería eso lo que he oído fuera hace un rato? A lo mejor estaba de verdad en el jardín, y se ha asustado cuando ha aparecido mi hermano.

Pensó en el ciclista que había visto. Dios santo, Travis iba en bici todo el tiempo. En el instituto había un montón de gente que se burlaba de él porque no tenía dinero para comprarse un coche.

Deprimido, furioso, asustado…

Estaba mirando los mensajes de la pantalla del ordenador cuando oyó un ruido a su espalda.

Un chasquido, como un rato antes.

Otro.

Se volvió.

Un grito desgarrador escapó de sus labios.

Una cara, la cara más terrorífica que había visto nunca, la observaba desde la ventana. Su pensamiento racional se detuvo en seco. Cayó de rodillas y sintió que un chorro caliente corría entre sus piernas al perder el control de la vejiga. Una punzada de dolor le atravesó el pecho, se extendió hasta su mandíbula, su nariz, sus ojos. Estuvo a punto de dejar de respirar.

El rostro, inmóvil, la miraba con sus enormes ojos negros, la piel cubierta de cicatrices, dos rendijas en lugar de nariz, la boca cosida y sanguinolenta.

La embargó el puro horror de sus temores infantiles.

—¡No, no, no!

Sollozando como una niña, se alejó a gatas, todo lo rápido que pudo. Chocó contra la pared y quedó tendida sobre la moqueta, aturdida.

Aquellos ojos negros seguían mirándola.

Mirándola fijamente.

—No…

Con los vaqueros empapados de pis y el estómago revuelto, Kelley se arrastró frenética hacia la puerta.

Los ojos, la boca cosida y manchada de sangre. El yeti, el Abominable Hombre de las Nieves. En algún lugar, en aquella parte de su cerebro que todavía funcionaba, sabía que era solamente una máscara atada a la lila de las Indias que había al otro lado de la ventana.

Pero eso no disminuyó el miedo que hizo aflorar en ella: la peor de sus pesadillas infantiles.

Y sabía, además, lo que significaba.

Significaba que Travis Brigham estaba allí. Había ido a matarla, igual que había intentado matar a Tammy Foster.

Por fin logró ponerse en pie y acercarse a la puerta. ¡Corre! ¡Sal de aquí de una puta vez!

En el pasillo, se volvió hacia la puerta de entrada.

¡Mierda! ¡Estaba abierta! Su hermano no había echado la llave.

¡Travis estaba allí, en casa!

¿Debía cruzar corriendo el cuarto de estar?

Mientras estaba allí, paralizada por el miedo, él la asaltó desde atrás, pasándole el brazo por la garganta.

Kelley se resistió… hasta que le puso una pistola en la sien.

—Por favor, no, Travis —sollozó.

—¿Un triste? —susurró él—. ¿Un pervertido?

—Lo siento, lo siento, ¡no lo decía en serio!

Mientras la arrastraba hacia atrás, hacia la puerta del sótano, Kelley sintió que su brazo la apretaba cada vez con más fuerza, hasta que sus súplicas y sus sollozos se fueron apagando y el resplandor de la impecable ventana del cuarto de estar se volvió gris y luego negro.

*****

Kathryn Dance estaba familiarizada con el sistema judicial estadounidense. Había frecuentado los despachos de los jueces y las salas de los juzgados trabajando como periodista de sucesos, como consultora de jurados y como agente policial.

Pero el inculpado nunca había sido un familiar directo.

Al marcharse del hospital, había dejado a sus hijos en casa de Martine y llamado a su hermana, Betsey, que vivía con su marido en Santa Bárbara.

—Bet, hay un problema con mamá.

—¿Qué? ¿Qué ha pasado?

Había una nota extrañamente acerada en la voz de su hermana, por lo demás siempre tan voluble. Betsey, varios años menor que ella, tenía el cabello rizado como los ángeles y cambiaba de oficio como una mariposa volando de flor en flor.

Dance le había contado lo que sabía.

—Voy a llamarla ahora mismo —había anunciado su hermana.

—Está detenida. Han confiscado su teléfono. La vista para decidir la fianza se celebrará dentro de poco. Sabremos más entonces.

—Voy para allá.

—Quizá sea mejor que esperes un poco.

—Sí, claro. Ay, Katie, ¿tú qué crees? ¿Es muy grave?

Dance había titubeado, acordándose de la mirada fija y decidida de Harper, de sus ojos de misionero. Por fin había dicho:

—Puede que sí.

Después de colgar, se había ido al juzgado, a la sala del magistrado, donde ahora estaba sentada con su padre. Stuart Dance, delgado y de cabello blanco, estaba aún más pálido que de costumbre: había aprendido por las malas el peligro que suponía el sol para la cara de un biólogo marino, y se había hecho adicto a las gorras y a los protectores solares. Rodeaba con el brazo los hombros de su hija.

Edie había pasado una hora en la celda de espera: la zona de ingreso en la que habían sido fichados muchos de sus detenidos. Dance conocía bien el procedimiento: se confiscaban todos los efectos personales, se pasaba por el registro, se comprobaba si había órdenes de detención en vigor y luego se sentaba uno en una celda, rodeado por otros detenidos, y allí esperaba y esperaba.

Finalmente, te traían allí, a la gélida e impersonal sala del juez para celebrar la vista en la que se decidía si habría o no libertad bajo fianza. Dance y su padre estaban rodeados por decenas de familiares de detenidos. La mayoría de los procesados, algunos en ropa de calle y otros vestidos con el mono rojo del Condado de Monterrey, eran jóvenes latinos. Dance reconoció los tatuajes de múltiples bandas. Algunos detenidos eran blancos de aspecto patibulario, aún más desarrapados que los latinos, con peores dientes y peor pelo. Al fondo se sentaban los abogados de oficio. Y también los prestamistas de fianzas, esperando a recoger su diez por ciento de los despojos.

Dance miró a su madre cuando la condujeron a la sala. Le rompió el corazón verla esposada. No llevaba mono, pero su pelo, siempre perfectamente peinado, estaba revuelto. Le habían quitado su collar hecho a mano al ficharla, y también sus anillos, el de boda y el de compromiso. Tenía los ojos colorados.

Los abogados pululaban de un lado a otro, algunos de ellos no mucho más elegantes que sus clientes. El único que llevaba un traje arreglado por un sastre después de comprado era el letrado de Edie Dance. George Sheedy llevaba dos décadas ejerciendo el derecho penal en la costa central. Tenía abundante cabello gris, figura trapezoidal, hombros anchos y una voz de bajo que habría resonado magníficamente cantando una versión de «Old man river».

Tras su breve conversación con el abogado desde el coche, Dance había llamado a Michael O’Neil, que se había quedado atónito al oír la noticia. Después había llamado a Alonzo Sandy Sandoval, el fiscal del condado de Monterrey.

—Acabo de enterarme, Kathryn —había mascullado Sandoval, indignado—. Te lo digo sinceramente: habíamos pedido a la oficina del Sheriff de Monterrey que investigara la muerte de Millar, claro, pero no tenía ni idea de qué hacía Harper aquí. Y una detención pública —añadió con acritud—. Es imperdonable. Si el fiscal general hubiera insistido en que la procesáramos, habría procurado que se entregara y que la trajeras tú misma.

Dance le creía. Sandy y ella llevaban años trabajando juntos y habían enviado a la cárcel a un montón de mala gente, gracias en parte a su mutua confianza.

—Pero lo siento, Kathryn. Monterrey ya no tiene nada que ver con el caso. Ahora está en manos de Harper y de Sacramento.

Dance le había dado las gracias y había colgado. Al menos había conseguido que la vista por la fianza se celebrara rápidamente. Según la ley californiana, el magistrado podía fijar a discreción el momento de la vista. En algunos sitios, como Riverside y Los Ángeles, los detenidos pasan a menudo doce horas en una celda antes de presentarse ante el juez. Dado que se trataba de un caso de homicidio, cabía la posibilidad de que el magistrado no fijara fianza y la dejara a discreción del juez encargado de la lectura de cargos, lo cual, en California, debía suceder en el espacio de pocos días.

La puerta que daba al pasillo de fuera siguió abriéndose, y Dance notó que muchos de los recién llegados llevaban acreditaciones de prensa colgadas del cuello. Las cámaras no tenían permitida la entrada, pero había montones de libretas de papel.

Un circo…

—Edith Barbara Dance —llamó el secretario del juzgado, y su madre, seria, con los ojos colorados y esposada todavía, se puso en pie.

Sheedy se reunió con ella. Junto a ellos había un guardia. La vista estaba dedicada únicamente a la fianza. Las alegaciones se presentarían más adelante, en el momento de la lectura de cargos. Harper pidió que no se le concediera la libertad bajo fianza, lo cual no sorprendió a Dance. Su padre se crispó al oír las ásperas palabras del fiscal, que pintó a Edie como un peligro semejante a Jack Kevorkian y aseguró que, si se le concedía la fianza, podía matar a otros pacientes y huir luego a Canadá.

Stuart sofocó un gemido al oír hablar así de su esposa.

—No pasa nada, papá —susurró su hija—. Los fiscales siempre hablan así.

Pero a ella también le partió el corazón oír aquello.

George Sheedy solicitó con elocuencia que se le concediera la libertad bajo palabra, poniendo de relieve su falta de antecedentes delictivos y sus raíces en la localidad.

El juez, un hispano de ojos vivos que conocía a Kathryn Dance, manifestaba un estrés considerable que la agente percibió claramente en su postura y sus expresiones faciales. No quería hacerse cargo de aquel caso. Se sentía obligado hacia Dance, que era una policía razonable y siempre dispuesta a cooperar, pero sabía también que Harper era un peso pesado procedente de la capital, y sin duda tenía muy presente la presión de los medios de comunicación.

Prosiguieron las argumentaciones.

Dance, la investigadora, se descubrió rememorando lo sucedido a principios de ese mes, las circunstancias de la muerte de Juan Millar. Intentando encajar unos datos con otros. ¿A quién había visto en el hospital en torno a la hora de la muerte de Juan? ¿Cuáles habían sido exactamente las circunstancias que habían rodeado su fallecimiento? ¿Dónde estaba su madre en ese momento?

Al levantar la vista, sorprendió a Edie mirándola. Le dedicó una pálida sonrisa. Su madre tenía un rostro inexpresivo. Se volvió hacia Sheedy.

Al final, el magistrado tomó una decisión salomónica: fijó la fianza en medio millón de dólares, lo cual no era raro en un caso de asesinato, pero tampoco excesivamente gravoso. Edie y Stuart no eran ricos, pero tenían su casa en propiedad. Como estaba en Carmel, no muy lejos de la playa, su valor debía de rondar los dos millones de dólares. Podían ofrecerla como garantía.

Harper se tomó la noticia estoicamente: con el semblante serio, se mantuvo erguido y al mismo tiempo relajado. Dance llegó a la conclusión de que, pese al revés que había sufrido, estaba perfectamente tranquilo. Le hizo pensar en «Juan Nadie», el asesino de Los Ángeles. Si le había costado tanto advertir su engaño, había sido, entre otros motivos, porque una persona con fuertes convicciones y obsesionada con conseguir su meta siente y manifiesta muy poco estrés al mentir en nombre de su causa. Lo cual, sin duda, definía la actitud de Robert Harper.

Edie fue conducida de nuevo a la celda y Stuart se levantó y fue a hablar con el secretario para ocuparse de la fianza.

Harper se abrochó la chaqueta y, mientras se dirigía a la puerta con el rostro convertido en una máscara, Dance le salió al paso.

—¿Por qué está haciendo esto?

La miró con frialdad, sin decir nada. Ella añadió:

—Podría haber dejado que se ocupara del caso el condado de Monterrey. ¿Por qué ha venido desde San Francisco? ¿Qué es lo que se propone?

Hablaba en voz lo bastante alta como para que la oyeran los periodistas que había por allí cerca.

Harper contestó con calma:

—No puedo hablar con usted de ese tema.

—¿Por qué mi madre?

—No tengo nada que decir.

Empujó la puerta y salió a la escalera del juzgado, donde se detuvo para hablar con la prensa, a la que, al parecer, sí tenía muchas cosas que decirle.

Dance volvió a sentarse en un duro banco a esperar a sus padres.

Diez minutos después aparecieron George Sheedy y Stuart Dance.

—¿Ha ido bien? —preguntó a su padre.

—Sí —contestó él con voz inexpresiva.

—¿Cuándo podrá salir?

Su padre miró a Sheedy, que dijo:

—Dentro de diez minutos. Menos, quizá.

—Gracias.

Stuart estrechó la mano del abogado. Dance le dio las gracias con una inclinación de cabeza y Sheedy les informó de que iba a volver a su despacho para empezar a preparar la defensa inmediatamente.

Después de que se marchara, Dance preguntó a su padre:

—¿Qué se han llevado de casa, papá?

—No lo sé. La vecina ha dicho que parecía interesarles especialmente el garaje. Salgamos de aquí. Odio este sitio.

Salieron al pasillo. Varios periodistas se acercaron al verla.

—Agente Dance, ¿le preocupa que hayan detenido a su madre por asesinato?

Vaya, esa sí que es una pregunta incisiva. Le dieron ganas de replicar con un sarcasmo, pero se acordó de la regla número uno en las relaciones con los medios de comunicación: dar por sentado que todo lo que dijeras en presencia de un periodista saldría en las noticias de las seis de la tarde, o en la primera página del periódico del día siguiente. Sonrió.

—No me cabe ninguna duda de que se trata de un terrible malentendido. Mi madre es enfermera desde hace muchos años. Se ha consagrado a salvar vidas, no a acabar con ellas.

—¿Sabía usted que había firmado una petición en apoyo de Jack Kevorkian y del suicidio asistido?

No, Dance no lo sabía. ¿Y cómo había dado la prensa tan rápidamente con aquella información?, se preguntó.

—Eso tendrán que preguntárselo a ella —respondió—. Pero pedir que se cambie la ley no es lo mismo que quebrantarla.

Sonó su teléfono. Era O’Neil. Se alejó para contestar.

—Michael, va a salir bajo fianza —le dijo.

Hubo un segundo de silencio.

—Bien. Menos mal.

Dance comprendió que la había llamado por otra cosa y que se trataba de algo serio.

—¿Qué ocurre?

—Han encontrado otra cruz.

—¿Una de verdad o una con una fecha futura?

—La fecha de hoy. Y es idéntica a la primera. Ramas y alambre de florista.

Cerró los ojos, desanimada. Otra vez no.

—Pero oye —añadió O’Neil—, tenemos un testigo. Un tipo que vio a Travis colocar la cruz. Puede que haya visto adónde fue o algo que nos indique dónde puede estar escondido. ¿Puedes entrevistarlo?

Otro silencio. Luego:

—Dentro de diez minutos estoy allí.

O’Neil le dio la dirección. Colgaron.

Dance se volvió hacia su padre.

—Papá, no puedo quedarme. Lo siento mucho.

Stuart Dance volvió hacia su hija su cara atractiva y angustiada.

—¿Qué?

—Han encontrado otra cruz. Parece que el chico va a ir a por alguien más. Hoy mismo. Pero tenemos un testigo. Tengo que entrevistarlo.

—Claro, claro.

Parecía indeciso, sin embargo. Estaba pasando por una pesadilla casi tan dura como la de su madre y quería tener cerca a su hija, con su experiencia y sus contactos.

Pero Dance no se quitaba de la cabeza la imagen de Tammy Foster metida en el maletero mientras subía el agua.

Y tampoco podía dejar de pensar en los ojos de Travis Brigham, fríos y oscuros bajo sus densas cejas, mirando a su padre como el personaje de un videojuego que, armado con cuchillo o espada, se pensara si salir del mundo sintético y entrar en el real para asesinar a aquel hombre.

Tenía que irse. Enseguida.

—Lo siento.

Abrazó a su padre.

—Tu madre lo entenderá.

Dance corrió a su coche y encendió el motor. Mientras salía del aparcamiento miró por el retrovisor y vio a su madre salir de la puerta de la zona de detención. Edie miró partir a su hija. Sus ojos permanecieron fijos, su rostro no reveló emoción alguna.

Dance acercó el pie al freno, pero luego pisó de nuevo el acelerador y encendió la sirena.

Tu madre lo entenderá…

No, no lo entenderá, pensó. No lo entenderá en absoluto.