Sonó el teléfono de Dance. Echó un vistazo a la pantalla.
—TJ, estaba a punto de llamarte.
—No ha habido suerte con las cámaras de seguridad, pero en Java House está de oferta el café Jamaica Blue Mountain. Tres paquetes de cuatrocientos gramos por el precio de dos. Y aun así cuesta cerca de cincuenta pavos. Pero ese café es el mejor.
Dance no respondió a su comentario. TJ comprendió que pasaba algo.
—¿Qué ocurre, jefa?
—Cambio de planes, TJ.
Le habló de Travis Brigham, de la coincidencia de los restos materiales y de la docena de ramos robados.
—¿Ha huido? ¿Y tiene pensado seguir?
—Sí. Quiero que vayas a la bollería, que hables con sus amigos y con cualquiera que lo conozca y que averigües dónde puede haber ido. En casa de quién puede estar. Sus sitios favoritos.
—Claro, enseguida me pongo con ello.
Dance llamó a continuación a Rey Carraneo, cuya búsqueda de testigos en los alrededores del aparcamiento donde había sido secuestrada Tammy Foster tampoco había dado fruto. Le puso al corriente de lo ocurrido y le dijo que fuera al salón de juegos Game Shed y buscara posibles pistas acerca del paradero del chico.
Después de colgar, se recostó en su silla. La embargó un sentimiento frustrante de impotencia. Necesitaba testigos, personas a las que interrogar. Era una habilidad innata en ella, con la que disfrutaba y que se le daba bien. Ahora, en cambio, el caso había embarrancado en el mundo de las pruebas materiales y las hipótesis.
Miró las páginas del Chilton Report que habían imprimido.
—Creo que será mejor que empecemos a contactar con las víctimas potenciales y a ponerlas sobre aviso. ¿También lo están atacando en las redes sociales, en My Space, en Facebook, en Our World? —le preguntó a Boling.
—En esas no ha tenido tanta trascendencia. Son páginas internacionales. El Chilton Report es local, por eso el noventa por ciento de los ataques contra Travis están ahí. Una cosa que podría ayudar sería conseguir las direcciones de Internet de quienes han publicado comentarios. Teniéndolas, podríamos contactar con sus proveedores de Internet y averiguar sus direcciones físicas. Nos ahorraría mucho tiempo.
—¿Cómo podemos hacer eso?
—Tendría que dárnoslas el propio Chilton o su webmaster.
—Jon, ¿puedes decirme algo de él que me ayude a convencerlo de que coopere si pone reparos?
—Conozco su blog —respondió Boling—, pero no sé mucho de él, aparte de la biografía que aparece en el propio blog. Pero haré encantado de detective.
En sus ojos brillaba otra vez la chispa que Dance había visto poco antes.
Boling se volvió hacia su ordenador.
Rompecabezas…
Mientras el profesor se enfrascaba en su tarea, ella respondió a una llamada de O’Neil. Un equipo forense había inspeccionado el callejón de detrás de la bollería y había encontrado rastros de arena y tierra en las marcas que la bicicleta de Travis había dejado en el suelo. Coincidían con la arena de la playa donde habían dejado el coche de Tammy. O’Neil añadió que un equipo de la oficina del Sheriff había peinado la zona, pero que nadie había visto al muchacho.
Además, le dijo O’Neil, había conseguido que media docena de agentes de la Patrulla de Caminos se sumara a la operación de busca y captura. Iban a llegar de Watsonville.
Colgaron y Dance se arrellanó de nuevo en su silla.
Pasados unos minutos, Boling anunció que había conseguido reunir algunos datos sobre Chilton en el blog mismo y buscando en otros sitios. Volvió a abrir la página de inicio del blog, donde figuraba la biografía escrita por el propio Chilton.
http://www.thechiltonreport.com
Dance echó una ojeada al blog, desplazándose hacia abajo por la página mientras Boling decía:
—James David Chilton, cuarenta y tres años, casado con Patrizia Brisbane, dos hijos varones, de diez y doce años. Vive en Carmel, pero también tiene una casa en Hollister, una de vacaciones, según parece, y algunas rentas procedentes de bienes inmuebles en los alrededores de San José. Los heredaron cuando murió su suegro, hace un par de años. Pero lo más interesante que he encontrado sobre él es que siempre ha tenido una manía: escribir cartas.
—¿Cartas?
—Cartas al director, cartas a los congresistas, cartas abiertas… Empezó con el correo postal, antes de que despegara Internet, y luego siguió con el correo electrónico. Ha escrito miles. Invectivas, críticas, alabanzas, cumplidos, comentarios políticos… De todo. En una cita textual, afirma que uno de sus libros preferidos es Herzog, la novela de Saul Bellow sobre un hombre obsesionado con escribir cartas. Básicamente, su intención era promover los valores morales, sacar a la luz la corrupción, ensalzar a los políticos que lo hacen bien y poner verdes a los que lo hacen mal, exactamente igual que en su blog. He encontrado un montón en Internet. Después, por lo visto, descubrió la blogosfera. Fundó el Chilton Report hace unos cinco años. Pero, antes de que continúe, quizá convenga explicar un poco la historia de los blogs.
—Claro.
—El término procede de weblog, una palabra acuñada en 1997 por Jorn Barger, un gurú de la informática que escribía un diario online acerca de sus viajes y de lo que veía en la red. La gente llevaba años consignando sus pensamientos en Internet, pero lo distintivo de los blogs fue el concepto de enlace. Esa es la clave de un blog. Estás leyendo algo y llegas a una referencia dentro del texto que está subrayada o en negrita, pinchas en ella y te lleva a otro sitio.
»Al enlace se le llama también “hipertexto”. Las siglas “http” que aparecen en la dirección de las páginas web corresponden a hypertext transfer protocol, el software que te permite crear enlaces. En mi opinión, es uno de los aspectos más importantes de Internet. Quizás el más importante.
»Bien, pues cuando se extendió el uso del hipertexto, empezaron a despegar los blogs. La gente que sabía programar en HTML, el lenguaje de marcas de hipertexto, el código informático de los enlaces, podía crear su propio blog muy fácilmente. Pero cada vez había más gente que quería tener uno, y no todo el mundo entendía de informática, así que las empresas inventaron programas con los que cualquiera, o casi cualquiera, podía crear blogs enlazados. Pitas, Blogger y Groksoup fueron los primeros. Les siguieron otros muchos. Y ahora lo único que hay que hacer es tener una cuenta en Google o Yahoo y, zas, ya puedes crear tu propio blog. Si a eso se le suma lo barato que es el almacenamiento de datos hoy en día, con precios cada vez más reducidos, se obtiene la blogosfera.
El relato de Boling era ordenado y entretenido. Seguramente era un gran profesor, se dijo Dance.
—Ahora bien, antes del Once de Septiembre —explicó Boling—, la mayoría de los blogs trataban sobre ordenadores. Los escribían informáticos e iban dirigidos a informáticos. Pero después del Once de Septiembre surgió un nuevo tipo de blog. Se llamaron blogs de guerra, por los atentados y las guerras de Irak y Afganistán. A esos blogueros no les interesaba la tecnología. Les interesaba la política, la economía, la sociedad, el mundo en general. Yo suelo describir la diferencia así: mientras que los blogs previos al Once de Septiembre iban dirigidos hacia dentro, es decir, hacia la propia Internet, los blogs de guerra iban dirigidos hacia fuera. Esos blogueros se consideraban a sí mismos periodistas, miembros de lo que se conoce como los «Nuevos Medios». Querían acreditaciones de prensa, igual que los periodistas de la CNN o el Washington Post, y querían que se les tomara en serio.
»Jim Chilton es el bloguero de guerra por excelencia. No le interesan Internet o el mundo de la tecnología per se, más allá del hecho de que le permiten difundir su discurso. Escribe sobre el mundo real. Y ahora los dos bandos, los blogueros originales y los blogueros de guerra, compiten constantemente por alcanzar el puesto número uno en la blogosfera.
—¿Es una especie de concurso? —preguntó Dance, divertida.
—Para ellos, sí.
—¿No pueden coexistir?
—Claro, pero es un mundo que se mueve mucho por el ego, y son capaces de hacer cualquier cosa con tal de destacar. Lo cual supone dos cosas: una, tener la mayor cantidad de suscriptores posible. Y dos y más importante, conseguir que otros blogs incluyan enlaces al tuyo, cuantos más, mejor.
—Es incestuoso.
—Mucho. En fin, me has preguntado qué podía decirte para conseguir que Chilton coopere. Pues tienes que recordar que el Chilton Report es un blog con bastante peso. Es importante y tiene influencia. ¿Te has fijado en que uno de los primeros comentarios del hilo sobre las cruces de carretera era de un directivo de Caltrans, defendiendo su actuación en la inspección de la carretera? De lo que deduzco que los altos funcionarios y los directivos del gobierno regional leen el blog con regularidad. Y que se lo toman muy a pecho si Chilton dice algo malo sobre ellos.
»El blog de Chilton está orientado a temas locales, pero en su caso lo local abarca toda California, lo que significa que en realidad no es nada local. El mundo entero nos observa. O adoran este estado o lo detestan, pero todos leen sobre él. Además, Chilton se ha erigido como un periodista serio. Sus fuentes son serias y escribe bien. Es razonable y trata temas de verdadero interés. No es nada sensacionalista. He buscado los nombres de Britney Spears y Paris Hilton en su blog en los últimos cuatro años y no hay ni una sola mención.
Dance pareció impresionada.
—Además, para él no es una simple afición. Hace tres años comenzó a trabajar en el blog a tiempo completo. Y pone mucho empeño en promocionarlo.
—¿En promocionarlo? ¿Qué quieres decir?
Boling bajó hasta el hilo titulado «En el frente doméstico», en la página de inicio del blog.
http://www.thechiltonreport.com
¡VAMOS CAMINO DE GLOBALIZARNOS!
Me alegra informar de que el Report están obteniendo críticas excelentes en todo el mundo. Ha sido elegido como uno de los blogs estrella de un nuevo canal RSS («Red Super Sencilla», podemos llamarla) que unirá miles de blogs, sitios web y portales de todo el planeta. Enhorabuena a todos vosotros, mis lectores, por convertir el Report en un blog tan conocido.
—Las RSS son otro gran invento. Las siglas corresponden a «RDF Site Syndication». RDF equivale, por si te interesa, que no tiene por qué, a «Resource Description Framework». Las fuentes RSS son una forma de personalizar y consolidar material actualizado de blogs, páginas web y podcasts. Fíjate en tu buscador. En la parte de arriba hay un cuadradito naranja con un punto en la esquina y dos líneas curvas.
—Sí, lo he visto.
—Ese es tu RSS. Chilton está poniendo mucho empeño en que otros blogueros y páginas web agreguen su blog. Es importante para él y también es importante para ti, porque nos dice algo sobre su persona.
—¿Que tiene un ego que puedo mimar?
—Exacto. Conviene recordarlo. Se me ocurre también otra cosa que puedes probar con él, algo un poco más pérfido.
—Me gusta lo pérfido.
—Conviene que le dejes creer que su ayuda le dará buena publicidad al blog. Que su nombre circulará por los principales medios de comunicación. Y también podrías insinuarle que tú misma o alguien del CBI podría convertirse en una fuente de información para el futuro. —Boling señaló con la cabeza la pantalla, donde refulgía el blog—. Quiero decir que, por encima de todo, es un periodista de investigación. Valora mucho las fuentes.
—Muy bien. Buena idea. Lo intentaré.
Una sonrisa.
—Naturalmente, también cabe la posibilidad de que considere tu petición una violación de la ética periodística, en cuyo caso te dará con la puerta en las narices.
Dance miró la pantalla.
—Estos blogs… son un mundo completamente distinto.
—Ya lo creo que sí. Y sólo estamos empezando a comprender el poder que tienen, cómo están cambiando nuestra forma de obtener información y formarnos opiniones. Ahora mismo hay aproximadamente sesenta millones.
—¿Tantos?
—Sí. Y hacen cosas estupendas. Filtran la información de modo que no tienes que buscar entre millones de páginas, forman una comunidad de gente de mentalidad parecida, pueden ser divertidos y creativos… Y, como el Chilton Report, vigilan lo que sucede en nuestra sociedad y nos obligan a actuar con mayor honestidad. Pero también tienen su lado oscuro.
—Propagan rumores —dijo Dance.
—Sí, por un lado. Pero otro problema es lo que te comentaba antes sobre Tammy: que incitan a la gente a ser menos precavida. La gente se siente protegida en Internet y en el mundo sintético. La vida parece anónima. Publicas mensajes con un nombre falso o usando un nic, un apodo, así que te crees con libertad para dar toda clase de información sobre ti mismo. Pero recuerda: cada dato o cada mentira que publicas o publican sobre ti se queda ahí para siempre. No se va jamás, ni se irá.
Boling añadió:
—Pero en mi opinión el mayor problema es que la gente no suele cuestionarse la veracidad de lo que lee. Los blogs dan una impresión de autenticidad, como si la información fuera más democrática y más honesta porque procede del pueblo, no de los grandes medios de comunicación. Pero a mi modo de ver, y por ello me he ganado más de un coscorrón en la enseñanza y la blogosfera, todo eso es una gilipollez. El New York Times es una entidad con ánimo de lucro, pero es mil veces más objetivo que la mayoría de los blogs. Hay muy poca credibilidad en la red. Las teorías que niegan el Holocausto, las que atribuyen el atentado del Once de Septiembre a una conspiración, el racismo… Todo eso prospera gracias a los blogs. Están investidos de una autenticidad que no tiene ningún chalado cuando se pone a desbarrar en una fiesta acerca de que la CIA e Israel están detrás del atentado de las Torres Gemelas.
Dance regresó a su mesa y levantó el auricular del teléfono.
—Creo que voy a hacerte caso, Jon. Ya veremos qué pasa.
La casa de James Chilton estaba situada en un barrio de lujo de Carmel. El jardín, de cerca de media hectárea, estaba lleno de arriates que, pese a estar cuidados con esmero, evidenciaban un desorden del que cabía deducir que el marido, la mujer o ambos pasaban muchas horas del fin de semana quitando malas hierbas y colocando plantones, en lugar de pagar a profesionales para que lo hicieran.
Dance miró con envidia el jardín. La jardinería, pese a gustarle mucho, no se contaba entre sus habilidades. Maggie decía que, si no fuera porque tenían raíces, las plantas huirían despavoridas al ver entrar a su madre en el jardín.
La casa, de unos cuarenta años de antigüedad, era un rancho grande y achaparrado, situado al fondo de la finca. Calculó que tendría seis habitaciones. Los coches de los Chilton, un Lexus berlina y un Nissan Quest, se hallaban en un amplio garaje lleno de equipamiento deportivo que, a diferencia del que podía encontrarse en su propio garaje, parecía muy usado.
Tuvo que reírse al ver las pegatinas que los vehículos de los Chilton lucían en el parachoques. Reproducían los titulares de su blog: una contra la planta desalinizadora y otra contra la propuesta de ley para reforzar la educación sexual en las escuelas. Derecha e izquierda, demócratas y republicanos.
Es más bien del tipo corta y pega…
En el camino de entrada había otro coche. Una visita, probablemente, puesto que el Taurus llevaba la discreta pegatina de una empresa de alquiler de vehículos. Dance aparcó, se acercó a la puerta delantera y llamó al timbre.
Oyó pasos cada vez más cerca y un instante después le dio la bienvenida una mujer morena, de poco más de cuarenta años, esbelta y vestida con vaqueros de diseño y blusa blanca con el cuello levantado. Lucía en la garganta un grueso collar de eslabones de Daniel Yurman, hecho en plata.
Dance no pudo evitar fijarse en que sus zapatos eran italianos, y preciosos.
Se identificó y le mostró su placa.
—He llamado antes. Para ver al señor Chilton.
El entrecejo de la mujer esbozó el ligero ceño que suele formarse cuando uno conoce a un agente de la ley. Se llamaba Patrizia, pronunciado «Pa-trit-sia».
—Jim está en una reunión, pero acabará enseguida. Voy a decirle que está usted aquí.
—Gracias.
—Pase.
Condujo a Dance a un saloncito acogedor, con las paredes cubiertas de retratos de familia, y desapareció un momento en el interior de la casa. Luego regresó.
—Viene enseguida.
—Gracias. ¿Estos son sus hijos?
Dance señaló una fotografía en la que aparecían Patrizia, un hombre desgarbado y calvo que supuso que era Chilton y dos chicos morenos que le recordaron a Wes. Sonreían los cuatro a la cámara.
—Jim y Chet —contestó la mujer con orgullo.
La esposa de Chilton siguió explicándole las fotografías. Las había de ella en su juventud, en la playa de Carmel, en Punta Lobos, en la Misión… Dance dedujo que era oriunda de aquella zona. Patrizia le dijo que sí; de hecho, había crecido en aquella misma casa.
—Mi padre llevaba años viviendo aquí solo. Jim y yo nos mudamos cuando murió él, hace unos tres años.
A Dance le gustó la idea de una casa familiar que pasaba de generación en generación. Se acordó de que los padres de Michael O’Neil aún vivían en la casa con vistas al mar donde se habían criado Michael y sus hermanos. Su padre sufría demencia senil y su madre estaba pensando en vender la casa e irse a vivir a una residencia, pero O’Neil estaba decidido a que la finca siguiera perteneciendo a la familia.
Mientras Patrizia le señalaba las fotografías que mostraban los agotadores logros deportivos de la familia, golf, fútbol federación, tenis, triatlones, Dance oyó voces en el vestíbulo.
Al volverse vio a dos hombres. Chilton, al que reconoció por las fotografías, llevaba gorra de béisbol, polo verde y pantalones chinos. El pelo, tirando a rubio, le sobresalía en mechones por debajo de la gorra. Era alto y parecía en buena forma, aunque su barriga se abultaba ligeramente por encima del cinturón. El hombre con el que estaba hablando tenía el pelo rubicundo y vestía vaqueros, camisa blanca y americana marrón. Dance echó a andar hacia ellos, pero Chilton hizo salir rápidamente a su interlocutor. Comprendió por su gestualidad que no quería que su visita, fuera quien fuese, supiera que había ido a verlo un agente de la ley.
—Viene enseguida —repitió Patrizia.
Pero Dance pasó a su lado y, al salir al vestíbulo, notó que se tensaba, dispuesta a proteger a su marido. Aun así, el interrogador ha de tomar de inmediato el mando de la situación: los sujetos a interrogar no pueden marcar las normas. Pero cuando Dance llegó a la puerta, Chilton había vuelto y el coche de alquiler se alejaba haciendo rechinar la grava bajo sus neumáticos.
Los ojos verdes de Chilton, de color parecido al suyo, se fijaron en ella. Se estrecharon la mano y Dance observó curiosidad y un cierto desafío, más que recelo, en la cara pecosa y bronceada del bloguero.
Enseñó de nuevo su placa.
—¿Podemos hablar en algún sitio unos minutos, señor Chilton?
—Claro, en mi despacho.
La condujo por el pasillo. Entraron en una habitación modesta y desordenada, llena de montones de revistas, recortes y documentos impresos. Dance descubrió que, en efecto, tal y como le había dicho Jon Boling, el mundo del periodismo estaba cambiando: cuartitos como aquel, en pisos y casas, estaban reemplazando a las salas de redacción de los periódicos. Vio divertida que había una taza de infusión junto al ordenador de Chilton: un olor a manzanilla impregnaba el despacho. Al parecer, nada de tabaco, whisky o café para el curtido periodista de hoy en día.
Se sentaron y él levantó una ceja.
—Así que se ha quejado, ¿eh? Pero tengo curiosidad. ¿Por qué la policía y no un funcionario civil?
—¿Cómo dice? —preguntó Dance, desconcertada.
Chilton se recostó en su silla, se quitó la gorra, se frotó la calva y volvió a calarse la gorra. Estaba molesto.
—Bueno, anda despotricando por ahí, diciendo que es todo un libelo. Pero no puede ser difamación si es cierto. Además, aunque lo que escribí fuera falso, que no lo es, escribir libelos no es un delito en este país. Lo sería en la Rusia estalinista, pero aquí todavía no lo es. Así que ¿qué pinta usted en todo esto?
Sus ojos eran agudos e inquisitivos; sus gestos, vehementes. Dance se dijo que debía de ser agotador pasar mucho tiempo en su presencia.
—No estoy segura de a qué se refiere.
—¿No ha venido por Arnie Brubaker?
—No. ¿Quién es Arnie Brubaker?
—El hombre que quiere destrozar nuestra costa construyendo esa planta desalinizadora.
Dance se acordó de las entradas de su blog en las que criticaba el proyecto. Y de la pegatina de su coche.
—No, no tiene nada que ver con eso.
Chilton arrugó la frente.
—A Brubaker le encantaría pararme los pies. He pensado que a lo mejor había inventado alguna estratagema para denunciarme. Pero lamento haber sacado conclusiones precipitadas. —La crispación de su rostro se disipó en parte—. Es sólo que, en fin, Brubaker es un auténtico… incordio.
Dance se preguntó cuál sería el calificativo que había estado a punto de utilizar.
—Perdón.
Patrizia apareció en la puerta y acercó a su marido una taza de infusión recién hecha. Preguntó a Dance si quería algo. Sonreía, pero seguía mirándola con recelo.
—No, gracias.
Chilton señaló la taza con la cabeza y dio las gracias a su mujer guiñándole cariñosamente un ojo. Ella cerró la puerta al salir.
—Bien, ¿en qué puedo ayudarla?
—El artículo de su blog acerca de las cruces en la carretera…
—Ah, ¿el accidente de coche?
La miró atentamente.
Su crispación volvió a aparecer en parte. Dance advirtió signos de estrés en su postura.
—He estado siguiendo las noticias. La prensa dice que atacaron a la chica porque había publicado algo en el blog. Y los comentaristas empiezan a decir lo mismo. Quiere saber el nombre del chico.
—No. Ya lo tenemos.
—¿Y fue él quien intentó ahogarla?
—Eso parece.
—Yo no lo ataqué —se apresuró a decir Chilton—. La cuestión que planteaba en mi artículo era si la policía había puesto poco empeño en la investigación y si el mantenimiento de la carretera por parte de Caltrans era el adecuado. Dije desde el principio que la culpa no era suya. Y censuré su nombre.
—No tardó mucho en formarse un tumulto. Averiguaron enseguida quién era.
Chilton torció la boca. Se había tomado su comentario como una crítica dirigida contra él o contra el blog, pero admitió:
—Son cosas que pasan. Bien, ¿qué puedo hacer por usted?
—Tenemos motivos para creer que Travis Brigham puede estar pensando en agredir a otras personas que publicaron comentarios en su contra.
—¿Está segura?
—No, pero debemos tener en cuenta esa posibilidad.
Chilton hizo una mueca.
—Quiero decir, ¿no pueden detenerlo?
—En estos momentos lo estamos buscando. No sabemos dónde está.
—Entiendo —dijo Chilton lentamente, y Dance notó por cómo levantaba los hombros y tensaba el cuello que se estaba preguntando qué quería exactamente de él.
Pensando en el consejo que le había dado Jon Boling, la agente añadió:
—Bien, su blog es conocido en todo el mundo. Es muy respetado. Es una de las razones por las que tanta gente publica comentarios en él.
El destello de placer de sus ojos fue leve, pero evidente para Dance. Le hizo comprender que hasta los halagos más descarados funcionaban bien con James Chilton.
—Pero el problema es que todas las personas que han publicado comentarios en contra de Travis se han convertido en objetivos potenciales. Y su número aumenta cada hora.
—Mi blog tiene uno de los índices de visitas más altos del país. Es el más leído de California.
—No me sorprende. La verdad es que me encanta —dijo Dance, vigilando sus propios gestos para no evidenciar que estaba mintiendo.
—Gracias.
Una amplia sonrisa se sumó al destello de su mirada.
—Pero tenga en cuenta a lo que nos enfrentamos: cada vez que alguien publica un comentario en el hilo dedicado a las cruces de carretera se convierte en víctima potencial. Algunas de esas personas son completamente anónimas, y otras no son de esta zona. Pero otras viven cerca de aquí y tememos que Travis averigüe quiénes son. Y que luego vaya también por ellos.
—Ah. —La sonrisa de Chilton se borró. Ató cabos rápidamente—. Y ha venido a pedirme sus direcciones de Internet.
—Por su seguridad.
—No puedo dárselas.
—Pero esas personas corren peligro.
—Este país funciona sobre el principio de la separación entre los medios de comunicación y el Estado.
Como si aquella declaración rimbombante invalidara el argumento de Dance.
—A esa chica la metieron en el maletero del coche y la dejaron en la playa para que se ahogara. Travis podría estar planeando otra agresión en estos momentos.
Chilton levantó un dedo, mandándola callar como un maestro de escuela.
—Ese es un terreno muy resbaladizo. ¿Para quién trabaja, agente Dance? ¿Cuál es su máximo superior?
—El fiscal general.
—Muy bien, entonces pongamos que le doy las direcciones de las personas que han publicado comentarios en el hilo sobre las cruces de carretera. Después, el mes que viene, vuelve para pedirme la dirección de uno de mis confidentes al que el fiscal general despidió por, no sé, por acoso, digamos. O quizá quiera la dirección de alguien que publicó un comentario crítico sobre el gobernador. O sobre el presidente. O, ¿qué le parece esto?, sobre alguien que haya dicho algo favorable a Al Qaeda. Podría decirme: «La última vez me dio la información. ¿Por qué no vuelve a dármela?».
—No habrá una próxima vez.
—Eso dice ahora, pero… —Como si los funcionarios públicos mintieran a cada paso—. ¿Ese chico sabe que van tras él?
—Sí.
—Entonces se habrá largado a alguna parte, ¿no cree? No va a exponerse a atacar a nadie más si la policía lo está buscando —dijo tajantemente.
—Aun así —respondió Dance despacio, en tono juicioso—, ya sabe usted, señor Chilton, que a veces todo en la vida es cuestión de llegar a un acuerdo.
Dejó que su comentario quedara suspendido en el aire.
Él levantó una ceja y esperó.
—Si nos da las direcciones, únicamente las de los vecinos de esta zona que escribieron los comentarios más virulentos contra Travis, se lo agradeceríamos muchísimo. Y quizá… En fin, quizá podríamos echarle una mano, si alguna vez necesita ayuda.
—¿De qué modo?
Pensando de nuevo en las sugerencias de Boling, Dance le contestó:
—Estaríamos encantados de hacer pública su colaboración. Una publicidad excelente.
Chilton se quedó pensando. Luego arrugó el ceño.
—No. Si les ayudara, seguramente sería preferible que no se mencionara mi nombre.
Dance se sintió satisfecha. Estaban negociando.
—Muy bien, lo entiendo perfectamente. Pero quizá podamos hacer otra cosa.
—¿En serio? ¿Qué?
Recordando otra sugerencia que le había hecho el profesor, respondió:
—Quizás… En fin, si necesita contactos en los cuerpos de policía de California… Fuentes bien situadas…
Chilton se inclinó hacia delante. Le brillaban los ojos.
—Así que intenta sobornarme. Eso me parecía. Sólo he tenido que tirarle un poco de la lengua. La he pillado, agente Dance.
Ella se echó hacia atrás como si hubiera recibido una bofetada.
Chilton continuó:
—Apelar a mi espíritu cívico es una cosa, pero esto… —Agitó la mano, señalándola— esto es de mal gusto. Y muy poco ético, si quiere que le dé mi opinión. Es el tipo de maniobra que denuncio a diario en mi blog.
Naturalmente, también cabe la posibilidad de que considere tu petición una violación de la ética periodística, en cuyo caso te dará con la puerta en las narices.
—Tammy Foster estuvo a punto de morir. Podría volver a pasar.
—Y yo lo lamentaría muchísimo, pero el Report es demasiado importante para ponerlo en peligro. Y si la gente piensa que no puede publicar mensajes anónimamente, la integridad del blog se verá alterada por completo.
—Me gustaría que lo reconsiderara.
La indignación del bloguero se disipó en parte.
—Ese hombre con el que estaba reunido cuando ha llegado usted…
Dance hizo un gesto afirmativo.
—Es Gregory Ashton.
Pronunció aquel nombre con cierta intensidad, como suele hacerse al hablar de alguien que para uno tiene importancia, pero cuyo nombre no tiene significado alguno para su interlocutor. Chilton advirtió su expresión de desconcierto y añadió:
—Está creando una nueva red de blogs y páginas web, una de las mayores del mundo. Y yo voy a ser uno de sus buques insignia. Está gastando millones en promocionarla.
Era lo que le había explicado Boling. Ashton debía de ser el artífice del RSS al que se refería Chilton en su entrada titulada «Vamos camino de globalizarnos».
—El alcance del blog va a ensancharse exponencialmente. Podré hablar de problemas que afectan a todo el planeta. Del sida en África, de las violaciones de derechos humanos en Indonesia, de las atrocidades que se cometen en Cachemira, de las catástrofes medioambientales en Brasil… Pero si se hiciera público que he dado las direcciones de Internet de mis comentaristas, la credibilidad del blog correría peligro.
Dance se sintió frustrada, aunque en parte, como experiodista, lo entendiera a regañadientes. Chilton no se estaba resistiendo por avaricia, ni por egocentrismo, sino por auténtica pasión hacia sus lectores.
A ella, en cambio, eso le servía de muy poco.
—Podría morir gente —insistió.
—No es la primera vez que se plantea esta cuestión, agente Dance. La responsabilidad de los blogueros. —Se crispó ligeramente—. Hace un par de años, publiqué un artículo exhaustivo acerca de un escritor bastante conocido que, según descubrí, había plagiado algunos pasajes de otro novelista. Él aseguró que había sido un accidente y me suplicó que no publicara el artículo. Pero lo publiqué de todos modos. El escritor se dio de nuevo a la bebida y su vida se deshizo. ¿Era esa mi intención? Santo cielo, no. Pero las normas existen, o no existen. ¿Por qué iba a salir él impune después de haber hecho trampa si usted y yo no podemos?
»También publiqué una entrada acerca de un diácono de San Francisco que encabezaba un movimiento homófobo, y resultó que era un homosexual que no había salido del armario. Tuve que denunciar su hipocresía. —La miró directamente a los ojos—. Y ese hombre se suicidó. Por lo que yo había escrito. Se mató. Llevo eso sobre mis espaldas todos los días. Pero ¿hice lo correcto? Sí. Si Travis ataca a otra persona, también me sentiré fatal por eso. Pero aquí se trata de asuntos mucho más trascendentales, agente Dance.
—Yo también fui periodista —comentó ella.
—¿Sí?
—De la sección de sucesos. Me opongo absolutamente a la censura. Pero no estamos hablando de lo mismo. No le estoy pidiendo que cambie las entradas que publica. Sólo quiero saber los nombres de las personas que han publicado comentarios para poder protegerlas.
—No puede ser.
Su voz volvió a endurecerse. Miró su reloj.
Dance comprendió que la entrevista había terminado. Chilton se levantó.
Aun así, un último intento.
—Nadie se enterará. Diremos que lo hemos averiguado por otros medios.
Mientras la acompañaba a la puerta, Chilton se rio sinceramente.
—¿Secretos en la blogosfera, agente Dance? ¿Sabe usted lo deprisa que viajan las noticias en el mundo de hoy? A la velocidad de la luz.