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Dance regresó a su despacho en el CBI. Sonrió a Jon Boling. Él le devolvió la sonrisa, pero un instante después se puso serio. Señaló su ordenador con una inclinación de cabeza.

—Hay más comentarios sobre Travis en el Chilton Report. Ataques contra él. Y también otros comentarios atacando a los atacantes. Es una guerra en toda regla. Y sé que querías mantener en secreto la relación entre la agresión y la cruz de la cuneta, pero parece que alguien se ha enterado.

—¿Cómo es posible? —preguntó Dance, enfadada.

Boling se encogió de hombros. Señaló un mensaje reciente.

Respuesta a Chilton, publicada por Brittany M.

habeis visto las noticias???? alguien dejo una cruz y luego fue y ataco a esa chica. de q va todo esto? ¡madre mía, seguro que fue [el conductor]!

Varios mensajes posteriores sugerían que Travis había atacado a Tammy porque ella había publicado un mensaje vejatorio contra él en el Chilton Report. Y Travis se había convertido de pronto en «El Asesino de la Cruz de Carretera», a pesar de que Tammy había sobrevivido.

—Genial. Intentamos mantenerlo en secreto y nos delata una adolescente llamada Brittany.

—¿Habéis visto al chico? —preguntó Boling.

—Sí.

—¿Crees que ha sido él?

—Ojalá estuviera segura. Me inclino a creer que sí.

Le explicó su teoría de que costaba interpretar el lenguaje gestual de Travis porque vivía más en el mundo sintético que en el real y ello alteraba sus reacciones kinésicas.

—Yo diría que tiene acumulada una enorme cantidad de ira. ¿Y si vamos a dar un paseo, Jon? Quiero presentarte a alguien.

Unos minutos después llegaron al despacho de Charles Overby. Su jefe, que estaba hablando por teléfono, como solía, les indicó que entraran y miró con curiosidad al profesor.

Por fin colgó.

—La prensa ha relacionado los dos casos. Ahora es «El Asesino de la Cruz de Carretera».

Brittany M…

—Charles —dijo Dance—, este es el profesor Jonathan Boling. Ha estado ayudándonos.

Un enérgico apretón de manos.

—¿De veras? ¿En qué materia?

—Ordenadores.

—¿Se dedica a eso? ¿Es asesor informático?

Overby dejó que su pregunta volara sobre ellos un momento como un planeador de madera de balsa.

Dance vio la ocasión de explicarse y estaba a punto de decirle que Boling se había ofrecido a ayudarles cuando el profesor contestó:

—Me dedico sobre todo a la enseñanza, pero sí, también en parte al asesoramiento, agente Overby. En realidad es mi principal fuente de ingresos. Ya se sabe, la enseñanza está muy mal pagada. Pero como consultor puedo cobrar hasta trescientos dólares la hora.

—Ah. —Overby pareció atónito—. ¿Por hora? ¿En serio?

Boling mantuvo una expresión seria el tiempo justo antes de añadir:

—Pero la verdad es que me chifla ofrecerme como voluntario para ayudar a instituciones como la suya. Así que en su caso estoy dispuesto a romper mi minuta.

Dance tuvo que morderse la mejilla para no echarse a reír. Boling, pensó, podría haber sido un buen psicólogo: en apenas diez segundos había percibido la remilgada tacañería de Overby, la había desactivado y había hecho una broma. Una broma dirigida a ella, advirtió, puesto que ella era su único público.

—Están sacando esto de quicio, Kathryn. Hemos recibido una docena de avisos informando de que había asesinos rondando por los jardines. Un par de personas ya han disparado a intrusos, creyendo que eran el asesino. Ah, y se ha informado de la aparición de un par de cruces más.

Dance se alarmó.

—¿Más cruces?

Overby levantó una mano.

—Eran todas auténticas, por lo visto. Accidentes ocurridos en las últimas dos semanas. Ninguna con fechas futuras. Pero la prensa se ha vuelto loca. Hasta se han enterado en Sacramento.

Señaló el teléfono con la cabeza, indicando, al parecer, que había recibido una llamada de su jefe, el director del CBI. Posiblemente, incluso del jefe de su jefe, el fiscal general.

—Así que ¿en qué punto estamos?

Dance le habló de Travis, de lo sucedido en casa de sus padres y de su opinión sobre el chico.

—Decididamente, es un sujeto de interés.

—Pero ¿no lo habéis detenido? —preguntó Overby.

—Carecemos de fundamentos para detenerlo. Michael ha llevado a analizar unas pruebas materiales que quizá puedan vincularlo con la escena del crimen.

—¿Y no hay más sospechosos?

—No.

—¿Cómo demonios puede haber sido un crío, un crío que se mueve en bicicleta?

Dance señaló que las bandas locales, que operaban principalmente en Salinas y sus alrededores, llevaban años aterrorizando a la gente, y que muchos de sus miembros eran aún más jóvenes que Travis.

Boling añadió:

—Y hemos descubierto que es muy aficionado a los juegos de ordenador. La gente joven a la que se le dan bien los videojuegos aprende técnicas de evasión y combate muy sofisticadas. Una de las cosas que preguntan siempre los reclutadores del ejército a los candidatos a entrar en sus filas es cuánto juegan. Lo que equivale a decir que prefieren infinitamente a los aficionados a los videojuegos.

—¿Y el móvil? —preguntó Overby.

Dance le explicó que, si Travis era el culpable, su móvil era posiblemente la venganza por el ciberacoso del que había sido víctima.

—Ciberacoso —repitió Overby en tono grave—. Justamente acabo de leer sobre eso.

—¿Sí? —preguntó Dance.

—Sí. El fin de semana pasado venía un buen artículo en el USA Today.

—Es un tema que está muy en boga —comentó Boling.

¿Detectó Dance en su voz un ligero desaliento respecto a las fuentes de las que bebía el jefe de la oficinal regional del CBI?

—¿Sería suficiente para volverlo violento? —preguntó Overby.

El profesor hizo un gesto afirmativo y añadió:

—Está recibiendo demasiada presión. Han cundido los rumores y los comentarios en Internet. Y el acoso se ha vuelto físico. Alguien ha colgado un vídeo en YouTube sobre él. Una videoemboscada.

—¿Una qué?

—Es una técnica de ciberacoso. Alguien se acercó a Travis en un Burger King y le dio un empujón. El chico se cayó al suelo, fue muy embarazoso, y otro chaval estaba esperando para grabarlo con su móvil. Lo han colgado en Internet. De momento, ha sido visto doscientas mil veces.

En ese instante, un hombre delgado y serio salió de la sala de reuniones del otro lado del pasillo y se acercó a la puerta del despacho de Overby. Reparó en la presencia de Dance y Boling, pero no les prestó atención.

—Charles —dijo con voz grave.

—Ah… Kathryn, este es Robert Harper —dijo Overby—, de la oficina del fiscal general en San Francisco. La agente especial Dance.

Harper entró en el despacho y le estrechó la mano con firmeza, pero mantuvo las distancias, como si Dance pudiera pensar que intentaba ligar con ella.

—Y este es Jon…

Overby intentó recordar su apellido.

—Boling.

Harper le lanzó una mirada distraída. No dijo nada.

El de San Francisco tenía un semblante inexpresivo y el cabello negro perfectamente cortado. Vestía un traje azul marino de corte muy formal, camisa blanca y corbata a rayas rojas y azules. En la solapa llevaba un alfiler con la bandera estadounidense. Los puños de su camisa estaban perfectamente almidonados, pero Dance advirtió un par de hilos grises sueltos en sus extremos. Un fiscal de carrera que seguía siéndolo mucho tiempo después de que sus colegas se dedicaran al ejercicio privado de la abogacía, ganando dinero a mansalva. Dance calculó que tenía cincuenta y pocos años.

—¿Qué lo trae por Monterrey? —preguntó.

—Evaluación de carga de trabajo —contestó escuetamente.

Robert Harper parecía una de esas personas que, si no tenían nada que decir, se sentían a gusto en silencio. Dance creyó percibir en su rostro una vehemencia, una entrega a su misión semejante a la que había visto en el semblante del reverendo Fisk en la protesta del hospital, aunque para ella fuera un misterio qué podía tener de «misión» el trabajo que desempeñaba allí.

Harper la miró un instante. Dance estaba acostumbrada a que la miraran de arriba abajo, pero normalmente quienes lo hacían eran sospechosos de algún crimen. La mirada de Harper la puso nerviosa. Tuvo la sensación de guardar la clave de algún enigma importante para él.

Después Harper le dijo a Overby:

—Voy a salir unos minutos, Charles. Te agradecería que cerraras con llave la puerta de la sala de reuniones.

—Claro. Si necesitas algo más, avísame.

Un gélido gesto de asentimiento. Luego Harper se marchó, sacando un teléfono de su bolsillo.

—¿Quién es? ¿Qué hace aquí? —preguntó Dance.

—Es un fiscal especial, de Sacramento. Recibí una llamada de arriba…

Del fiscal general.

—… para que cooperáramos. Quiere saber cuál es nuestra carga de trabajo. Puede que se esté preparando algo gordo y necesite saber hasta qué punto estamos ocupados. También ha pasado un tiempo en la oficina del Sheriff. Ojalá volviera allí, a darles la lata a ellos. Ese tipo es un antipático. No sé qué decirle. He probado a hacer un par de bromas. Y nada, ni caso.

Pero Dance se había olvidado ya de Robert Harper. Estaba pensando en el caso de Tammy Foster.

Regresó con Boling a su despacho y acababa de sentarse ante su mesa cuando llamó O’Neil. Se llevó una alegría, pensando que tendría ya los resultados de los análisis de la tierra de las ruedas de la bicicleta de Travis y la fibra gris de la sudadera.

—Kathryn, tenemos un problema.

O’Neil parecía preocupado.

—Dime.

—Pues, primero, Peter dice que la fibra gris que encontraron en la cruz coincide con la que encontramos en casa de Travis.

—Entonces es él. ¿Qué ha dicho el juez de la orden de registro?

—No me ha dado tiempo a tanto. Travis ha huido.

—¿Qué?

—No se presentó a trabajar. O sí: había marcas recientes de bicicleta detrás del local. Pero se metió en la trastienda y robó unos bollos, un poco de dinero del bolso de uno de los empleados… y un cuchillo de carnicero. Luego desapareció. He llamado a sus padres, pero no saben nada de él y dicen que no tienen ni idea de adónde puede haber ido.

—¿Dónde estás?

—En mi despacho. Voy a difundir una orden de detención contra él. Aquí, en Salinas, en San Benito y en los condados de los alrededores.

Dance se inclinó hacia atrás, furiosa consigo misma. ¿Por qué no había planeado mejor las cosas? ¿Por qué no había hecho que alguien siguiera al chico cuando había salido de casa? Había conseguido determinar su culpabilidad, y al mismo tiempo había dejado que se le escurriera entre los dedos.

Ahora tendría que decirle a Overby lo que había pasado.

Pero ¿no lo habéis detenido?

—Hay algo más. Cuando estuve en la bollería, eché un vistazo al callejón. Está esa tienda de alimentación, cerca de Safeway.

—Sí, claro, la conozco.

—Hay un puesto de flores a un lado del edificio.

—¡Rosas! —exclamó.

—Exacto. He hablado con el dueño. —La voz de O’Neil adquirió un tono grave—. Ayer, alguien se coló allí y robó todos los ramos de rosas rojas.

Dance comprendió de pronto por qué parecía tan preocupado.

—¿Todos? ¿Cuántos se llevó?

Una breve pausa.

—Una docena. Por lo visto sólo acaba de empezar.