10

La familia Brigham vivía en un destartalado bungaló en cuyo jardín se amontonaban aquí y allá piezas de coche y viejos electrodomésticos a medio desmantelar. Entre los juguetes rotos y las herramientas se veían bolsas de plástico verdes rebosantes de basura y hojas podridas, y un gato astroso miraba con cautela desde una maraña de enredaderas, bajo el seto asilvestrado. El gato era demasiado perezoso o estaba demasiado lleno para molestarse en perseguir a una rata gris y gordinflona que pasó corriendo por delante de él. O’Neil aparcó en la entrada de grava, a unos diez metros de la casa, y Dance y él salieron de su coche oficial sin distintivos.

Observaron la zona.

Era como una escena del Sur rural: vegetación espesa, abandono y ninguna otra casa a la vista. El aspecto desvencijado de la vivienda y el olor fétido de una cloaca cercana e ineficaz o de un pantano explicaban el que la familia pudiera permitirse vivir en una finca tan aislada, siendo tan cara aquella parte del estado.

Cuando echaron a andar hacia la casa, Dance se descubrió acercando la mano a la culata de la pistola que llevaba bajo la chaqueta desabrochada.

Estaba alerta, en tensión.

Aun así, fue una sorpresa que el chico les atacara.

Acababan de pasar junto a un trozo de hierba anémica y desflecada, junto al ladeado garaje de la casa, cuando se volvió hacia O’Neil y vio que el ayudante del Sheriff se sobresaltaba al mirar más allá de ella. Levantó los brazos y, agarrándola de la chaqueta, tiró de ella hacia el suelo.

—¡Michael! —gritó.

La piedra pasó a escasos centímetros de su cabeza y rompió una ventana del garaje. Le siguió otra un momento después. O’Neil tuvo que agachar la cabeza para esquivarla y chocó contra un árbol delgado.

—¿Estás bien? —preguntó rápidamente.

Ella asintió con un gesto.

—¿Has visto de dónde venían?

—No.

Escudriñaron la espesura boscosa que bordeaba la parcela.

—¡Allí! —gritó Dance, señalando a un chico con chándal y gorro de punto que los miraba fijamente.

El muchacho dio media vuelta y huyó.

La agente dudó sólo un momento. Ninguno de los dos llevaba radio: no habían planeado la visita como una operación táctica. Y habrían tardado demasiado en regresar al coche de O’Neil y pedir refuerzos. Tenían la oportunidad de atrapar a Travis, y ambos echaron a correr tras él instintivamente.

Los agentes del CBI aprenden técnicas básicas de combate cuerpo a cuerpo, aunque la mayoría, incluida Dance, nunca hubiera tomado parte en una pelea a puñetazos. Se les exigía, además, que pasaran exámenes físicos cada cierto tiempo. Ella estaba en buena forma, pero no gracias al entrenamiento del CBI, sino a sus paseos por el campo en busca de música para su página web. A pesar de lo incómodo de su atuendo, traje de chaqueta negro y blusa, adelantó a Michael O’Neil cuando se internaron en el bosque en pos del chico.

Pero el chaval corría un poquitín más deprisa que ellos.

O’Neil sacó su móvil y, casi sin aliento, se puso a llamar para pedir refuerzos.

A los dos les faltaba la respiración, y Dance se preguntó cómo iban a entenderle.

El chico desapareció un momento y los dos policías aminoraron el paso. Luego ella gritó:

—¡Mira! —Lo había visto salir de entre unos matorrales, a unos quince metros de distancia—. ¿Va armado? —preguntó, jadeando.

Llevaba algo negro en la mano.

—No lo sé.

Podía ser una pistola, pero también un tubo o un cuchillo.

En todo caso…

Desapareció en una parte especialmente frondosa del bosque, más allá de la cual Dance distinguió el brillo verde de un estanque. Seguramente, el origen de aquel hedor.

O’Neil la miró.

Ella suspiró y asintió con la cabeza. Sacaron sus Glock al mismo tiempo y echaron a correr otra vez.

Habían trabajado juntos en varios casos y, cuando se hallaban inmersos en una investigación, surgía entre ellos de manera instintiva una especie de simbiosis, pero lo que mejor se les daba era resolver rompecabezas intelectuales, no jugar a soldados.

Dance tuvo que recordarse que debía mantener apartado el dedo del gatillo, no cruzar por delante del arma de su compañero, levantar el cañón si este pasaba por delante de ella, disparar únicamente si había verdadero peligro, mantenerse atenta al entorno, disparar en ráfagas de tres disparos y contar los proyectiles gastados.

Odiaba todo aquello.

Y, sin embargo, tenían la ocasión de detener al agresor de Tammy Foster. Al recordar la mirada aterrorizada de la muchacha, apretó el paso, corriendo entre la espesura.

El chico volvió a perderse de vista, y O’Neil y ella se detuvieron al llegar a una bifurcación. Lo más probable era que Travis hubiera tomado uno de los dos caminos: en aquella zona la vegetación era muy densa, impenetrable en algunas partes. O’Neil señaló en silencio a la izquierda y luego a la derecha levantando una ceja.

Lanza una moneda, pensó Dance, enfadada y nerviosa por tener que separarse de él. Señaló hacia la izquierda con la cabeza.

Comenzaron a avanzar con cautela por sus caminos respectivos.

Mientras caminaba entre la espesura, ella pensó en lo inadecuada que era para aquel papel. El suyo era un mundo de palabras, expresiones y matices gestuales, no de tareas tácticas como aquella.

Consciente de que la gente salía malparada o incluso moría al salirse de las zonas en las que se sentía a sus anchas, la embargó un mal presentimiento.

Para, se dijo. Busca a Michael, volved al coche y esperad refuerzos.

Demasiado tarde.

En ese instante oyó un ruido a sus pies y al mirar hacia abajo vio que el chico, escondido entre los matorrales, cerca de allí, le había puesto delante una rama gruesa. Se le enganchó el pie al intentar saltarla y cayó violentamente. Intentando controlar la caída, se giró de costado.

Gracias a ello, salvó su muñeca.

Pero aquel movimiento brusco tuvo también otra consecuencia: la Glock, negra y angulosa, salió despedida de su mano y se perdió entre los arbustos.

Unos segundos después, Dance oyó de nuevo el fragor de los matorrales cuando el chico, que parecía haber esperado para asegurarse de que estaba sola, salió bruscamente de la espesura.

Qué descuido, pensó Michael O’Neil, furioso.

Corrió hacia el lugar donde creía haberla oído gritar y un instante después se dio cuenta de que no tenía ni idea de dónde estaba.

Deberían haber seguido juntos. Había sido una imprudencia separarse. Sí, era lógico intentar cubrir todo el terreno posible, pero él había tomado parte en varios tiroteos y en un par de persecuciones callejeras, mientras que Kathryn Dance no.

Si le sucedía algo…

Oyó sirenas a lo lejos, cada vez más alto. Se acercaban los refuerzos. Aflojó el paso y, mientras caminaba, aguzó el oído. Un susurro de hojas por allí cerca, quizás. O quizá no.

Había sido una imprudencia porque Travis conocería aquella zona a la perfección. Era su patio de atrás, literalmente. Sabría dónde esconderse, qué senderos tomar para escapar.

La pistola, que en su manaza apenas parecía pesar, se movía a un lado y a otro delante de él mientras buscaba al agresor, frenético.

Avanzó otros cinco metros. Por fin tuvo que arriesgarse a hacer ruido.

—¿Kathryn? —llamó en un susurro.

Nada.

Más fuerte:

—¿Kathryn?

El viento agitó árboles y matorrales.

Y luego:

—¡Aquí, Michael!

Un sonido ahogado. Venía de muy cerca.

O’Neil corrió hacia su voz. Y entonces la vio delante de él, en un sendero. A gatas. Con la cabeza agachada. Oyó un gemido sofocado. ¿Estaba herida? ¿La había golpeado Travis con una tubería? ¿La había apuñalado?

O’Neil tuvo que refrenar el impulso arrollador de ir a atenderla, de ver si estaba herida y de qué gravedad. Conocía el procedimiento. Se acercó corriendo, se quedó de pie junto a ella y giró sobre sí mismo, aguzando la vista, buscando una diana.

Al fin, a cierta distancia, vio desparecer la espalda de Travis.

—Se ha ido —dijo Dance mientras sacaba su arma de una maraña de matorrales y se ponía en pie—. Por allí.

—¿Estás herida?

—Sólo un poco magullada.

Parecía ilesa, en efecto, pero se sacudía el polvo del traje de un modo que inquietó a O’Neil. Parecía extrañamente trémula, desorientada. No podía reprochárselo, pero Kathryn Dance siempre había sido un baluarte con el que contaba, un rasero con el que comparar su propia conducta. Sus gestos le recordaron que allí estaban fuera de su elemento, que aquel caso no era el típico golpe perpetrado por pandilleros, ni una red de contrabando de armas que tuviera como eje la carretera 101.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Me ha puesto la zancadilla y ha salido corriendo. No era Travis, Michael.

—¿Qué?

—He podido verlo un momento. Era rubio.

Hizo una mueca al ver que tenía la tela de la falda desgarrada. Después se olvidó de la ropa y se puso a escudriñar el suelo.

—Se le ha caído algo. Mira, allí.

Recogió el objeto. Un bote de pintura en aerosol.

—¿De qué va todo esto? —se preguntó O’Neil en voz alta.

Dance se guardó la pistola en la funda de la cadera y se volvió hacia la casa.

—Vamos a averiguarlo.

Llegaron a casa de los Brigham al mismo tiempo que los refuerzos: dos coches de la policía local de Pacific Grove. Dance, que vivía desde hacía largo tiempo en el pueblo, conocía a los agentes y los saludó con la mano.

Se reunieron con ella y con O’Neil.

—¿Estás bien, Kathryn? —preguntó uno de ellos al ver su pelo revuelto y su falda manchada de polvo.

—Sí, estoy bien.

Les puso al corriente de lo sucedido. Uno de los policías informó del incidente a través de la radio Motorola que llevaba sujeta a la altura del hombro.

Tan pronto como Dance y O’Neil llegaron a la casa, una voz de mujer preguntó desde el otro lado de la mosquitera:

—¿Lo han cogido?

Se abrió la puerta y la mujer salió al porche. Tenía más de cuarenta años, calculó Dance, figura rechoncha y cara redonda. Llevaba unos vaqueros penosamente apretados y una blusa gris y ondulante, con una mancha triangular a la altura de la barriga. Kathryn Dance reparó en que sus zapatos de color crema estaban irremediablemente dados de sí y desgastados por soportar su peso. Y también su desidia.

Dance y O’Neil se identificaron. La mujer era Sonia Brigham, la madre de Travis.

—¿Lo han cogido? —insistió.

—¿Sabe usted quién era, por qué nos ha atacado?

—No les estaba atacando a ustedes —repuso Sonia—. Seguramente ni siquiera les ha visto. Venía a por las ventanas. Ya se han cargado tres.

Uno de los policías de Pacific Grove explicó:

—Los Brigham han sufrido actos de vandalismo últimamente.

—Ha preguntado si lo hemos cogido —dijo Dance—. ¿Es que lo conoce?

—A ese en concreto no. Pero son un montón.

—¿Un montón? —preguntó O’Neil.

—Vienen cada dos por tres. Tiran piedras y ladrillos y hacen pintadas en la casa y en el garaje. Eso es lo que tenemos que soportar.

Hizo un ademán desdeñoso, presumiblemente hacia el lugar por donde había desaparecido el vándalo.

—Fue después de que todo el mundo empezara a decir cosas malas de Travis. El otro día tiraron un ladrillo por la ventana del cuarto de estar y estuvieron a punto de dar a mi hijo pequeño. Y miren.

Señaló una pintada hecha con espray verde, a un lado del gran cobertizo con el tejado inclinado, a unos quince metros de distancia.

¡¡AS3S1N0!!

Ciberjerga, pensó Dance.

Entregó la lata de aerosol a uno de los policías locales de Pacific Grove, que dijo que haría averiguaciones, y a continuación describió al chico. Pero sólo en aquella zona había unos quinientos alumnos de secundaria que respondían a aquella descripción. Los policías tomaron declaración brevemente a Dance, a O’Neil y a la madre de Travis, volvieron a montar en sus coches y se marcharon.

—Van a por mi chico. ¡Y él no ha hecho nada! ¡Esto es como el maldito Ku Klux Klan! Estuvieron a punto de dar a Sammy con ese ladrillo. Está un poco trastornado. Se puso como loco. Tuvo un ataque.

Ángeles Vengadores, se dijo Dance, aunque el acoso no era ya virtual: había pasado del mundo sintético al mundo real.

En el porche apareció un adolescente de cara redondeada. Su sonrisa cautelosa le hacía parecer tardo de reflejos, pero sus ojos los observaron con perfecta comprensión.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntó en tono apremiante.

—No pasa nada, Sammy. Vuelve dentro. Vete a tu cuarto.

—¿Quiénes son?

—Vuelve a tu habitación. Y quédate dentro. No vayas al estanque.

—Yo quiero ir al estanque.

—Ahora no. Había alguien allí.

El chico volvió a entrar en la casa lentamente.

—Señora Brigham —dijo Michael O’Neil—, anoche se cometió un crimen, un intento de asesinato. La víctima era una persona que había colgado un comentario contra Travis en un blog.

—¡Bah, esa porquería del Chilton! —les espetó Sonia al tiempo que dejaba al descubierto sus dientes amarillos, que habían envejecido aún más deprisa que su rostro—. Por eso empezó todo. Deberían tirarle piedras a la ventana a él. Ahora van todos a por mi chico. Y él no hizo nada. ¿Por qué cree todo el mundo que sí? Dicen que le robó el coche a mi madre y que estuvo conduciendo por la avenida Lighthouse, ya saben, con sus partes al aire. Pues mi padre vendió su coche hace cuatro años. Para que vean lo enterados que están.

De pronto pareció ocurrírsele una idea, y la balanza volvió a decantarse hacia el lado de la desconfianza.

—Oigan, esperen, ¿es por esa chica del maletero, la que iba a ahogarse?

—Así es.

—Pues ya les digo yo que mi chico no es capaz de una cosa así. ¡Se lo juro por Dios! No irán a detenerlo, ¿verdad?

Parecía aterrorizada.

¿Demasiado aterrorizada?, se preguntó Dance. ¿Sospechaba ella también de su hijo?

—Sólo queremos hablar con él.

La mujer se puso nerviosa de repente.

—Mi marido no está en casa.

—Basta con que esté usted. No es necesario que estén presentes los dos padres.

Pero Dance advirtió que no quería asumir esa responsabilidad, ese era el problema.

—Bueno, Trav tampoco está.

—¿Volverá pronto?

—Trabaja media jornada en Bagel Express, para ganar algún dinerillo. Su turno empieza dentro de un rato. Tendrá que venir a recoger el uniforme.

—¿Dónde está ahora?

Sonia Brigham se encogió de hombros.

—Algunas veces va a un sitio de videojuegos. —Se quedó callada, pensando, seguramente, que no debía decir nada—. Mi marido volverá pronto.

Dance reparó de nuevo en el tono en el que decía aquellas palabras: Mi marido.

—¿Travis salió anoche? ¿En torno a las doce?

—No —contestó enseguida.

—¿Está segura? —preguntó Dance enérgicamente.

Sonia acababa de mostrar aversión, desviando la mirada, y bloqueo, tocándose la nariz, un gesto que la agente no había observado hasta ese instante.

La mujer tragó saliva.

—Seguramente estaba aquí. No estoy segura del todo. Me fui a la cama temprano. Travis se queda levantado hasta las tantas. Puede que saliera, pero yo no oí nada.

—¿Y su marido? —Dance había reparado en el pronombre singular al decir Sonia Brigham que se había acostado temprano—. ¿Estaba en casa a esa hora?

—Juega un poco al póquer. Creo que estaba en una partida.

—Necesitamos… —empezó a decir O’Neil, pero se detuvo bruscamente cuando un adolescente alto y desgarbado, de hombros anchos y complexión fuerte, apareció por un lado de la casa.

Vestía unos vaqueros negros tan descoloridos que en algunas partes eran grises y una chaqueta de combate verde oliva encima de una sudadera negra. Sin capucha, advirtió Dance. El chico se paró en seco, parpadeó sorprendido al verlos y lanzó una mirada al coche del CBI. No llevaba distintivos, pero cualquiera que hubiera visto una serie policíaca en los últimos diez años se habría dado cuenta de que era un coche policial.

Dance vio en la postura y la expresión del chico la reacción típica de una persona, ya fuera culpable o inocente, al ver a la policía: alarma, y el impulso de pensar a toda prisa.

—Travis, cielo, ven aquí.

Se quedó donde estaba, y Dance sintió que O’Neil se ponía tenso.

Pero no fue necesaria otra persecución. El muchacho avanzó cansinamente hacia ellos con rostro inexpresivo.

—Son policías —le dijo su madre—. Quieren hablar contigo.

—Ya me imagino. ¿De qué?

Su voz sonó amable y despreocupada. Permaneció inmóvil, con los largos brazos colgando junto a los costados. Tenía las manos sucias y las uñas ennegrecidas. Parecía, sin embargo, haberse lavado el pelo. Dance dedujo que se lo lavaba con frecuencia para combatir el acné que salpicaba su cara.

Saludaron al chico y le enseñaron sus identificaciones. Travis estuvo mirándolas un rato.

¿Intentaba ganar tiempo?, se preguntó Dance.

—Ha venido otro de esos —le dijo Sonia a su hijo, y señaló la pintada—. Han roto un par de ventanas más.

Travis escuchó la noticia sin mostrar ninguna emoción.

—¿Y Sammy? —preguntó.

—No lo ha visto.

—¿Te importa que entremos? —preguntó O’Neil.

El chico se encogió de hombros y entraron en la casa, que olía a moho y a humo de tabaco. Estaba ordenada, pero sucia. Los muebles, desparejados, parecían de segunda mano, la tapicería estaba raída y las patas de madera de pino tenían el barniz descascarillado. Las paredes estaban cubiertas de oscuras láminas, decorativas en su mayoría. Dance vio parte del logotipo de la revista National Geographic bajo el marco de una fotografía de Venecia. Algunas eran de la familia. Los dos niños, y uno o dos retratos de Sonia cuando era más joven.

Volvió a aparecer Sammy, igual que antes: grandullón, nervioso, sonriendo de nuevo.

—¡Travis! —Se abalanzó hacia su hermano—. ¿Me has traído M&M’s?

—Aquí tienes.

Travis hurgó en su bolsillo y le dio un paquete de M&M’s.

—¡Sí! —Sammy abrió el paquete con cuidado y miró dentro. Después miró a su hermano—. Hoy se estaba bien en el estanque.

—¿Sí?

—Sí.

Sammy regresó a su cuarto con los caramelos en la mano.

—Tiene mala cara —comentó Travis—. ¿Se ha tomado las pastillas?

Su madre desvió la mirada.

—Pues…

—Papá no ha ido por la receta porque ha subido el precio, ¿verdad?

—No cree que sirvan de gran cosa.

—Sirven de mucho, mamá. Ya sabes cómo se pone cuando no se las toma.

Dance miró hacia el cuarto de Sammy y vio que el escritorio del chico estaba cubierto de complicados componentes electrónicos, piezas de ordenador y herramientas, así como de juguetes propios de un niño mucho más pequeño. Estaba arrellanado en un sillón, leyendo una novela gráfica japonesa. Levantó la vista y clavó la mirada en ella, observándola. Esbozó una sonrisa y señaló el libro con una inclinación de cabeza. La agente respondió a su enigmático gesto con una sonrisa. Sammy siguió leyendo. Movía los labios al leer.

Dance vio que en una mesa del pasillo había un cesto lleno de ropa. Tocó el brazo de O’Neil y lanzó un vistazo a la sudadera gris que había encima del montón. Tenía capucha.

O’Neil hizo un gesto afirmativo.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Dance a Travis—. Después del accidente, quiero decir.

—Bien, supongo.

—Debió de ser terrible.

—Sí.

—Pero ¿no sufriste heridas graves?

—Qué va. Por el airbag, ¿saben? Y no iba tan deprisa. Trish y Van… —Hizo una mueca—. Si hubieran llevado puesto el cinturón, no les habría pasado nada.

—Su padre llegará en cualquier momento —repitió Sonia.

O’Neil añadió sin inmutarse:

—Sólo queremos hacerte unas preguntas.

Después retrocedió hasta la esquina del cuarto de estar para dejar que Dance se encargara del interrogatorio.

—¿En qué curso estás? —preguntó ella.

—Acabo de terminar primero de bachillerato.

—En el Robert Louis Stevenson, ¿verdad?

—Sí.

—¿Qué estudias?

—No sé, cosas. Me gustan las matemáticas y la informática. Español… Ya saben, lo que coge todo el mundo.

—¿Qué tal el Stevenson?

—Bien. Es mejor que el instituto público de Monterrey y que el Junípero.

Contestaba en tono amable, mirándola directamente a los ojos.

En el colegio Junípero Serra era obligatorio llevar uniforme. Dance supuso que, más que la cantidad de deberes o la severidad de los jesuitas, la imposición de la indumentaria era lo que se consideraba más odioso de aquel lugar.

—¿Y las bandas?

—Travis no está en ninguna banda —respondió la madre, casi como si deseara lo contrario.

La ignoraron los tres.

—Bien, más o menos —respondió Travis—. Nos dejan en paz, no como en Salinas.

Las preguntas de Dance no tenían por objeto conversar con el chico, sino determinar su conducta base. Pasados unos minutos, tras hacerle varias preguntas inofensivas, tuvo una idea clara de la gestualidad del chico cuando decía la verdad. Ya podía preguntarle por la agresión.

—Travis, conoces a Tammy Foster, ¿verdad?

—La chica del maletero. Ha salido en las noticias. Va al Stevenson. Pero no hablamos, ni nada. Puede que fuéramos a alguna clase juntos en primero.

Miró a Dance fijamente a los ojos. De vez en cuando se pasaba la mano por la cara, pero ella no estaba segura de si era un gesto de bloqueo, síntoma de que estaba mintiendo, o una señal de que se avergonzaba de su acné.

—Colgó unas cosas sobre mí en el Chilton Report. Pero no eran ciertas.

—¿Qué dijo? —preguntó Dance, aunque recordaba el comentario de Tammy acerca de que Travis había intentado fotografiar el vestuario de las chicas después del entrenamiento del equipo de animadoras.

El muchacho dudó, como si se preguntara si Dance intentaba tenderle una trampa.

—Dijo que había estado haciendo fotos. De las chicas, ya sabe. —Su cara se ensombreció—. Pero sólo estaba hablando por teléfono, ¿sabe?

—En serio —terció su madre—, Bob está al llegar. Prefiero que esperen a que llegue él.

Pero Dance sentía cierta urgencia por seguir adelante. Estaba segura de que, si Sonia quería que esperaran a su marido, era porque el señor Brigham pondría fin al interrogatorio de inmediato.

—¿Se va a poner bien? —preguntó Travis—. Tammy, quiero decir.

—Parece que sí.

El chico miró la mesa baja y arañada donde descansaba un cenicero vacío, pero manchado de ceniza. Dance pensó que hacía años que no veía un cenicero en un cuarto de estar.

—¿Creen que fui yo? ¿Que intenté hacerle daño?

Con qué facilidad sus ojos oscuros, hundidos bajo las cejas, sostenían la mirada de Dance.

—No. Sólo estamos hablando con todas las personas que pueden tener información sobre el caso.

—¿Sobre el caso? —preguntó él.

—¿Dónde estuviste anoche entre las once y la una?

Travis se apartó de nuevo el pelo de la cara.

—Me fui al Game Shed sobre las diez y media.

—¿Qué es eso?

—Un sitio donde se puede jugar a videojuegos. Como un salón de juegos. Suelo ir por allí. ¿Saben dónde está? Al lado del Kinko’s. Antes era un cine, pero lo tiraron y pusieron eso. No es el mejor, la conexión no es muy buena, pero es el único que abre hasta tan tarde.

Dance notó que divagaba.

—¿Estuviste allí solo? —preguntó.

—A ver, había más gente, pero yo jugué solo.

—Creía que estabas aquí —dijo Sonia.

Se encogió de hombros.

—Estuve aquí. Pero salí. No podía dormir.

—¿Te conectaste a Internet en el Game Shed? —preguntó Dance.

—A ver, no. Estuve jugando al pinball, no a rol.

—¿No a qué?

—A juegos de rol. Para jugar al pinball, a disparar y a conducir coches no hay que conectarse a Internet.

Lo dijo en tono paciente, aunque parecía sorprendido porque Dance no conociera la diferencia.

—Entonces, ¿no estuviste conectado?

—Ya le digo que no.

—¿Cuánto tiempo estuviste allí? —preguntó su madre, retomando el interrogatorio.

—No sé, una hora o dos.

—¿Cuánto cuestan esos juegos? ¿Cincuenta centavos, un dólar un par de minutos?

Así que eso era lo que preocupaba a Sonia: el dinero.

—Si juegas bien, te dejan seguir jugando. Todo el tiempo que estuve allí me costó tres dólares. Además, era dinero que había ganado. Y también me compré algo de comer y un par de Red Bulls.

—Travis, ¿te acuerdas de alguien que te viera allí?

—No sé. Puede ser. Tendría que pensarlo.

Fijó los ojos en el suelo.

—Bien. ¿Y a qué hora volviste a casa?

—A la una y media. Puede que a las dos. No sé.

Dance le hizo algunas preguntas más sobre el lunes por la noche y luego sobre el instituto y sus compañeros de clase. No pudo decidir si le estaba diciendo la verdad o no, porque apenas se desviaba de su conducta base. Pensó de nuevo en lo que le había dicho Jon Boling sobre el mundo sintético. Si Travis estaba mentalmente allí y no en el mundo real, tal vez el análisis de su conducta base resultara inútil. Quizá las personas como Travis Brigham respondían a una serie de normas totalmente distintas.

Los ojos de la madre se dirigieron de pronto hacia la puerta. Los del chico también.

Dance y O’Neil se volvieron y vieron entrar a un hombre corpulento, ancho y alto. Llevaba un mono de obrero manchado de polvo en cuya pechera se leía en letras bordadas Costa Central Jardinería. Miró parsimoniosamente a todos los presentes. Sus ojos oscuros y mortecinos los miraron con hostilidad desde debajo del espeso flequillo castaño.

—Bob, son policías…

—No habrán venido por el atestado del seguro, ¿verdad?

—No, están…

—¿Tienen una orden judicial?

—Han venido a…

—Estoy hablando con ella.

Señaló a Dance con la cabeza.

—Soy la agente Dance, de la Oficina de Investigación de California. —Le mostró una identificación que él no miró—. Y este es el ayudante O’Neil, de la Oficina del Sheriff del Condado de Monterrey. Estamos haciéndole a su hijo unas preguntas acerca de un crimen.

—No hay crimen que valga. Fue un accidente. Esas chicas murieron en un accidente. Y no hay más que hablar.

—No hemos venido por eso. Una persona que publicó un comentario sobre Travis en Internet ha sido agredida.

—Ah, esa mierda del blog —gruñó Brigham—. Ese tal Chilton es un peligro para la sociedad. Una puta serpiente venenosa. —Se volvió hacia su esposa—. A Joey, en el muelle, casi le arreo un puñetazo en la boca por las cosas que estaba diciendo sobre mí. Estaba incitando a los otros chicos sólo porque soy su padre. No leen el periódico, no leen el Newsweek, pero leen esa porquería del Chilton. Alguien debería… —Se interrumpió. Se volvió hacia su hijo—. Te dije que no hablaras con nadie sin que tengamos un abogado. ¿No te lo dije? Le dices cualquier cosa a quien no debes y nos denuncian. Y nos quitan la casa y la mitad de la nómina para toda la vida. —Bajó la voz—. Y a tu hermano lo mandan a una institución.

—Señor Brigham, no hemos venido por el accidente —le recordó O’Neil—. Estamos investigando la agresión de anoche.

—¿Y qué más da? Las cosas se escriben, y ahí quedan, en el registro.

Parecía más preocupado porque les demandaran por el accidente que porque detuvieran a su hijo por intento de asesinato.

Ignorándoles por completo, le dijo a su mujer:

—¿Por qué les has dejado entrar? Esto todavía no es la Alemania nazi. Puedes decirles que se vayan a paseo.

—He pensado…

—No, no has pensado. No has pensado nada. Les pido que se marchen —añadió dirigiéndose a O’Neil—. Y si vuelven, más les vale que traigan una orden judicial.

—¡Papá! —gritó Sammy, saliendo repentinamente de su cuarto.

Dance se sobresaltó.

—¡Funciona! ¡Quiero enseñártelo!

Sostenía un circuito integrado del que salían varios cables.

El malhumor de Brigham se desvaneció al instante. Abrazó a su hijo pequeño y le dijo cariñosamente:

—Luego lo vemos, después de la cena.

Dance observó la mirada de Travis, cuyos ojos parecían haberse apagado al ver aquel despliegue de afecto hacia su hermano menor.

—Vale.

Sammy vaciló. Luego salió por la puerta de atrás, bajó pesadamente los escalones del porche y se dirigió al cobertizo.

—¡No te alejes! —le gritó Sonia.

Dance reparó en que no le había contado a su marido que acababan de sufrir otro acto de vandalismo. Temía darle otra mala noticia. En cambio comentó sobre Sammy, mirando a todas partes menos a su marido:

—Quizá debería tomarse las pastillas.

—Cuestan un ojo de la cara. ¿Es que no te lo he dicho ya? ¿Y para qué va a tomárselas si no sale en todo el día?

—Sí que sale. Eso es…

—Porque Travis no lo vigila como debería.

El chico escuchó sin reaccionar, aparentemente impasible a las críticas de su padre.

O’Neil le dijo a Brigham:

—Se ha cometido un delito muy grave. Tenemos que hablar con todos los posibles implicados. Y su hijo está implicado. ¿Puede confirmar que anoche estuvo en el Game Shed?

—Anoche salí, pero eso no es asunto suyo. Y escúchenme, mi hijo no ha tenido nada que ver con ninguna agresión. Si siguen aquí, será allanamiento de morada, ¿verdad? —Levantó una de sus cejas hirsutas mientras encendía un cigarrillo, apagaba la cerilla sacudiéndola y la dejaba caer con precisión en el cenicero—. Y tú —le espetó a Travis—, vas a llegar tarde al trabajo.

El chico entró en su habitación.

Dance se sintió frustrada. Ignoraba qué pasaba dentro de la mente de Travis, pero estaba claro que era su principal sospechoso.

El chico regresó llevando una chaqueta de uniforme marrón y beige colgada de una percha. La enrolló y la metió en su mochila.

—¡No! —bramó Brigham—. Tu madre la ha planchado. Póntela. No la arrugues así.

—No quiero ponérmela ahora.

—Muestra un poco de respeto por tu madre, después de todo lo que se ha esforzado.

—Es una bollería. ¿A quién le importa?

—¿Y eso qué importa? Póntela. Haz lo que te digo.

El chico se puso tenso. Dance dejó escapar un gemido audible al ver su rostro. Sus ojos se dilataron, levantó los hombros. Sus labios se tensaron, replegándose hacia atrás como los de un animal en el acto de gruñir.

—¡Es un puto uniforme de mierda! —le gritó a su padre—. ¡Si lo llevo por la calle, se reirán de mí!

El padre se inclinó hacia delante.

—¡A mí no vuelvas a hablarme así, y menos delante de otra gente!

—Ya se ríen bastante de mí. ¡No voy a ponérmelo! ¡Tú no tienes ni puta idea!

Dance vio que los ojos del chico recorrían frenéticamente la habitación y se posaban en un arma posible: el cenicero. O’Neil, que también lo notó, se puso alerta por si estallaba una pelea.

Poseído por la ira, Travis se había convertido de pronto en alguien completamente distinto.

La inclinación a la violencia en personas muy jóvenes tiene casi siempre su origen en la ira, no se debe a las películas o la tele…

—¡Yo no he hecho nada malo! —gruñó Travis y, dando media vuelta, abrió de un empujón la puerta mosquitera, salió y dejó que se cerrara de golpe. Corrió a un lado del jardín, agarró su bici, que estaba apoyada contra la valla rota, y echó a andar con ella por un sendero, a través del bosque que bordeaba la parte de atrás de la parcela.

—Ustedes, muchas gracias por jodernos el día. Ahora fuera de aquí.

Dance y O’Neil dijeron adiós en tono inexpresivo y se encaminaron a la puerta mientras Sonia les dirigía una tímida mirada de disculpa. El padre de Travis entró en la cocina. Dance oyó abrirse la puerta de la nevera y el chisporroteo de una botella al ser destapada.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó cuando estuvieron fuera.

—No del todo mal, creo —repuso O’Neil, y levantó una hebra de hilo gris. La había arrancado de la sudadera que había en la cesta de la colada cuando se había apartado para dejar que Dance se hiciera cargo del interrogatorio.

Montaron en el coche patrulla de O’Neil. Las puertas se cerraron simultáneamente.

—Iré a llevarle la fibra a Peter Bennington.

No sería una prueba admisible en un juicio, no tenían orden de registro, pero al menos sabrían si Travis era un probable sospechoso.

—Si coincide, ¿ponemos bajo vigilancia al chico? —preguntó Dance.

O’Neil asintió con un gesto.

—Voy a pasarme por la bollería. Si su bici está fuera, puedo tomar una muestra de tierra de las ruedas. Creo que el juez nos dará una orden de registro si coincide con la tierra de la playa donde encontraron a la chica. —Miró a Dance—. ¿Qué te dice tu intuición? ¿Crees que fue él?

Ella se quedó pensando.

—Lo único que puedo decir es que sólo he notado señales claras de engaño en dos ocasiones.

—¿Cuándo?

—Primero, cuando ha dicho que anoche estuvo en ese salón de juegos.

—¿Y la segunda?

—Cuando ha dicho que no había hecho nada malo.