1

Fuera de lugar.

El joven agente de la Patrulla de Caminos de California, con el hirsuto pelo rubio cubierto por la gorra rígida, entornó los párpados al mirar por el parabrisas de su coche patrulla modelo Crown Victoria. Circulaba en dirección sur por la carretera 1 a su paso por Monterrey. Dunas a la derecha, una modesta zona comercial a la izquierda.

Había algo fuera de lugar. ¿Qué era?

Escudriñó de nuevo la carretera. Eran las cinco de la tarde y se dirigía a casa después de acabar su turno. No ponía muchas multas en aquella zona, prefería dejárselo a los ayudantes del Sheriff del condado, cortesía profesional, pero de vez en cuando, si estaba de humor, paraba a un coche de fabricación alemana o italiana, y con frecuencia tomaba aquella ruta para volver a casa a esa hora del día, de modo que conocía bastante bien la carretera.

Allí, eso era. Algo colorido, a unos cuatrocientos metros de distancia, colocado junto a la calzada, al pie de uno de los cerros de arena que impedían ver la bahía de Monterrey.

¿Qué podía ser?

Encendió el puente de luces, cosa del protocolo, y se apartó al arcén derecho. Aparcó con el capó del Ford apuntando a la izquierda, hacia el tráfico, de modo que, si un coche que viniera por detrás lo golpeaba, el vehículo se alejara de él en vez de aplastarlo, y bajó. Clavada en la arena, nada más acabar la cuneta, había una cruz: una estela funeraria de carretera. Medía medio metro de alto y era de fabricación casera, armada con ramas oscuras y rotas y atada con alambre del que usaban las floristas. A sus pies había un ramo de rosas rojas sucio y húmedo. En el centro se veía un disco de cartón con la fecha del accidente escrita en tinta azul. No había ningún nombre delante, ni detrás.

Las autoridades desaconsejaban aquellos altares en recuerdo de víctimas de accidentes de tráfico porque de vez en cuando alguna persona resultaba herida, o incluso muerta, al ir a clavar una cruz o a depositar flores o animales de peluche.

Normalmente eran conmovedores y estaban hechos con buen gusto. Aquel daba escalofríos.

Pero lo más extraño era que no recordaba que hubiera habido ningún accidente por allí. De hecho, aquel era uno de los tramos de la autopista 1 más seguros de toda California. La carretera se convierte en una carrera de obstáculos al sur de Carmel, como en aquel sitio donde un par de semanas antes había habido un accidente tristísimo: dos niñas muertas al volver de una fiesta de graduación. Pero allí la calzada tenía tres carriles y era recta en su mayor parte, con algún que otro ancho meandro al cruzar los terrenos del antiguo Fort Ord, convertido ahora en colegio universitario, y las zonas comerciales.

El agente pensó en quitar la cruz, pero tal vez los familiares regresaran para colocar otra y volvieran a ponerse en peligro. Mejor dejarla donde estaba. Por simple curiosidad, al día siguiente le preguntaría a su sargento para ver qué había pasado. Regresó a su coche, dejó su gorra sobre el asiento y se rascó el pelo cortado a cepillo. Se incorporó al tráfico y se olvidó de los accidentes. Estaba pensando en lo que haría su mujer para cenar y en llevar luego a los niños a la piscina.

¿Y cuándo llegaba su hermano? Miró el recuadro de la fecha en su reloj de pulsera. Frunció el ceño. ¿Iba bien? Echó un vistazo a su móvil y comprobó que, en efecto, era 25 de junio.

Qué curioso. Quienquiera que hubiera colocado la cruz en la cuneta, se había equivocado. Recordaba que la fecha toscamente escrita en el redondel de cartón decía «martes, 26 de junio»: mañana.

Tal vez los pobres familiares estaban tan alterados que habían anotado mal la fecha.

Después, el recuerdo espeluznante de la cruz se esfumó, aunque sin desaparecer por completo, y mientras circulaba por la carretera camino a casa, el agente condujo con un poco más de cuidado.