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Pocos días después de desembarcar en la región montañosa descubrieron una costa que se extendía ante ellos en diagonal, de sudoeste a noreste. Era una costa esplendorosa y monumental: acantilados profundos y majestuosos, desmesurados picachos de hielo, fiordos.

Durante dos días más subieron y escalaron rocas y glaciares, sobrecogidos por tanta belleza.

—¡Arthur! —gritó Ford de repente.

Era la tarde del segundo día. Arthur estaba sentado en una roca alta, viendo cómo el mar rompía estrepitoso contra los escarpados promontorios.

—¡Arthur! —volvió a gritar Ford.

Arthur miró en la dirección de donde venía la voz de Ford, debilitada por el viento.

Ford había ido a explorar un glaciar, y Arthur lo encontró en cuclillas junto a una pared maciza de hielo azulado. Vibraba de emoción; levantó rápidamente los ojos hacia Arthur.

—¡Mira —dijo—, mira!

Arthur miró y vio una pared maciza de hielo azulado.

—Sí —dijo—, es un glaciar. Ya lo había visto.

—No —dijo Ford—; lo has mirado, pero no lo has visto. Mira.

Ford señalaba a las profundidades del hielo.

Arthur miró; no vio nada, salvo sombras vagas.

—Retírate un poco —insistió Ford—; vuelve a mirar.

Arthur se apartó y miró de nuevo.

—Nada —manifestó, encogiéndose de hombros—. ¿Qué es lo que tengo que ver?

Y, de pronto, lo vio.

—¿Lo ves?

Lo vio.

Abrió la boca para hablar, pero su cerebro decidió que aún no tenía nada que decir y volvió a cerrarla. Entonces, su mente empezó a luchar con el problema de lo que sus ojos le decían que estaba viendo, pero al hacerlo perdió el control de la boca, que en seguida volvió a abrirse. Una vez más, al retener la mandíbula, su cerebro perdió el dominio de la mano izquierda, que empezó a moverse sin sentido de un lado para otro. Durante un segundo más o menos, su mente trató de dominar la mano izquierda sin perder el control de la boca, al tiempo que intentaba pensar en lo que estaba enterrado en el hielo, razón por la cual le cedieron las piernas y cayó tranquilamente al suelo.

Lo que produjo todos esos trastornos neuronales era una red de sombras en el hielo, a unos cuarenta centímetros de profundidad. Miradas desde cierto ángulo, se resolvían claramente en contornos de letras de un alfabeto extraño, de unos noventa centímetros de longitud; y para aquellos que, como Arthur, no sabían leer magratheano, encima de las letras se veía el óvalo de una cara flotando en el hielo.

Era un rostro viejo, enjuto y distinguido, cargado de ansiedad pero no severo.

Era el rostro del hombre que había ganado un premio por diseñar la línea costera que, ya seguros de su nombre, ahora pisaban.