12

Poco tiempo después corría por la llanura en dirección a la ciudad en ruinas.

El aire húmedo le hacía resollar con dificultad, y daba frecuentes tropezones por el agotamiento que aún sentía. Empezaba a caer la noche, y el áspero terreno era traicionero.

Pero todavía le inundaba el júbilo de su reciente experiencia. Todo el Universo. Había visto cómo el Universo entero se extendía hasta el infinito delante de él: todo lo existente. Y la visión le reveló el nítido y extraordinario conocimiento de que él era lo más importante de su contenido. El tener una personalidad engreída es una cosa. Y que lo dijera una máquina es otra.

No tuvo tiempo de meditar sobre ello.

Gargrabar le había dicho que tenía que poner lo sucedido en conocimiento de sus jefes, pero que estaba dispuesto a dejar pasar un tiempo razonable antes de hacerlo. El suficiente para dar oportunidad a Zaphod de encontrar un sitio donde ocultarse.

No tenía idea de lo que iba a hacer, pero el saber que era la persona más importante del Universo le daba confianza para creer que encontraría algo.

En aquel planeta marchito no había más razones para sentirse optimista.

Siguió corriendo y pronto llegó a las afueras de la ciudad abandonada.

Avanzó por carreteras llenas de socavones y salpicada de largos hierbajos, con hoyos repletos de zapatos podridos. Los edificios por los que pasaba estaban tan desmoronados y decrépitos, que consideró poco seguro entrar en alguno. ¿Donde podría esconderse? Siguió de prisa.

Al cabo del rato, los restos de una ancha carretera general arrancaban de la que él recorría, y a su extremo había un edificio bajo rodeado de otros más pequeños y variados, cercados todos por las ruinas de una valla circular. El edificio principal parecía medianamente sólido, y Zaphod se desvió para ver si podía proporcionarle..., bueno, nada.

Se acercó al edificio. A un costado, que parecía ser la entrada principal pues tenía delante una gran zona de cemento, había tres puertas gigantescas de unos veinte metros de altura. Estaba abierta la del extremo, y hacia ella corrió Zaphod.

Dentro todo era confusión, polvo y tinieblas. Enormes telas de araña lo cubrían todo. Parte de la infraestructura del edificio estaba derruida, había un boquete en la pared trasera y centímetros de polvo, denso y asfixiante, cubrían el suelo.

Entre las sombras espesas se vislumbraban formas vagas, cubiertas de escombros.

Unas formas eran cilíndricas, otras bulbosas y otras parecían huevos; más precisamente, huevos rotos. La mayoría estaban abiertas o desgarradas, otras eran simples esqueletos.

Todas eran astronaves, abandonadas.

Zaphod avanzó, frustrado, entre aquellos armatostes. Nada había que pudiera ser remotamente útil. Hasta la simple vibración de sus pasos causaba que los precarios restos se desmoronaran más sobre sí mismos.

Hacia la parte de atrás del edificio yacía una vieja nave, algo mayor que las demás y enterrada bajo más espesos montones de polvo y de telas de araña. Sin embargo, sus contornos parecían intactos. Zaphod se acercó a ella con interés, y en el camino tropezó con un cable.

Trató de apartarlo y descubrió con sorpresa que seguía conectado a la nave.

Para su entera satisfacción, oyó que el cable emitía un murmullo ligero.

Incrédulo, miró fijamente a la nave y luego al cable que tenía entre las manos.

Se quitó la chaqueta y la tiró a un lado. Se puso a gatas y empezó a seguir el cable hasta el punto donde se juntaba con la nave. La conexión era firme y la leve vibración del murmullo se hacía más nítida.

Su corazón latía deprisa. Limpió unos tiznones y aplicó una oreja al costado de la nave. Sólo oyó un ruido débil e indeterminado.

Revolvió febrilmente los escombros que ocultaban el suelo y encontró un trozo de tubo y una taza de plástico no biodegradable. Con ello fabricó una especie de estetoscopio rudimentario y lo colocó contra el costado de la nave.

Lo que oyó le trastornó las cabezas.

La voz dijo:

—Las Líneas de Cruceros Interestelares piden disculpas a los viajeros por el continuo retraso de este vuelo. En estos momentos esperamos que embarquen nuestra dotación de servilletas de papel empapadas en limón, para su comodidad, refrescamiento e higiene durante el viaje. Entretanto, les agradecemos su paciencia. La tripulación volverá a servir en breve café y galletas.

Zaphod dio unos pasos vacilantes hacia atrás, mirando perplejo a la nave.

Paseó durante unos minutos, aturdido. De pronto vio un gigantesco cartel de salidas que aún colgaba del techo, de un solo soporte. Estaba cubierto de mugre, pero todavía se distinguían algunos números.

Los ojos de Zaphod buscaron entre las cifras y luego hizo unos cálculos rápidos. Sus ojos se abrieron como platos.

—Novecientos años... —jadeó para sí. Era el retraso que llevaba la nave.

Dos minutos después subía a bordo.

Al salir de la esclusa neumática, sintió un aire fresco y sano: aún funcionaba el aire acondicionado.

Las luces seguían encendidas.

De la pequeña cámara de entrada salió a un pasillo corto y estrecho que empezó a recorrer con nerviosismo.

De repente se abrió una puerta y una figura se plantó frente a él.

—Por favor, señor, vuelva a su asiento —le dijo la azafata androide, que le dio la espalda y echó a andar por el pasillo, delante de él.

Cuando su corazón empezó a latir de nuevo, la siguió. La azafata abrió una puerta al final del pasillo y pasó por ella.

Zaphod entró después.

Estaban en el compartimiento de pasajeros y el corazón de Zaphod volvió a pararse por un momento.

En cada asiento había un pasajero, con el cinturón abrochado.

Los viajeros tenían el cabello largo y despeinado y las uñas largas. Los hombres llevaban barba.

Saltaba a la vista que todos estaban vivos, pero dormidos.

Zaphod sintió que le atenazaba el terror.

Avanzó por el pasillo como en un sueño. Cuando llegó a la mitad, la azafata ya había llegado al final. Se volvió y habló:

—Buenas tardes, señoras y caballeros —dijo con voz dulce—. Gracias por soportar con nosotros este pequeño retraso. Despegaremos en cuanto nos sea posible. Si gustan despertarse, les serviré café y galletas.

Hubo un murmullo leve.

En aquel momento, todos los pasajeros despertaron.

Lo hicieron gritando y tirando de los cinturones y de los dispositivos de mantenimiento vital que los tenían firmemente sujetos a las butacas. Gritaron, chillaron y aullaron hasta que Zaphod pensó que le iban a reventar los oídos.

Forcejearon y se retorcieron mientras la azafata avanzaba con paciencia por el pasillo colocando frente a cada uno una tacita de café y un paquete de galletas.

Entonces, uno de ellos se levantó del asiento. Se volvió y miró a Zaphod.

A Zaphod se le erizó la piel por entero, como si tratara de desprenderse de su cuerpo. Se dio la vuelta y salió a escape de aquella jaula de grillos.

Se precipitó por la puerta y llegó al pasillo de antes.

El hombre lo persiguió.

Corrió frenéticamente hasta el final del pasillo y rebasó la cámara de entrada. Llegó al compartimiento de pilotaje, cerró la puerta de golpe y la aseguró. Se apoyó contra ella, jadeando.

Al cabo de unos segundos, una mano empezó a golpear la puerta.

Desde algún sitio del compartimiento de pilotaje, una voz metálica se dirigió a él.

—No se permite la entrada de pasajeros al compartimiento de pilotaje. Por favor, vuelva a su asiento y espere a que despegue la nave. Están sirviendo café y galletas. Le habla el piloto automático. Vuelva a su butaca, por favor.

Zaphod no dijo nada. Respiraba con dificultad; a sus espaldas, la mano seguía llamando a la puerta.

—Vuelva a su asiento, por favor —repitió el piloto automático—. No se permite la entrada de pasajeros al compartimiento de pilotaje.

—Yo no soy un pasajero —jadeó Zaphod.

—Vuelva a su butaca, por favor.

—¡Yo no soy un pasajero! —repitió Zaphod, gritando.

—Vuelva a su asiento, por favor.

—Yo no soy un... Oye, ¿puedes oírme?

—Vuelva a su butaca, por favor.

—¿Eres el piloto automático? —preguntó Zaphod.

—Sí —dijo la voz desde el cuadro de mandos.

—¿Estás al cargo de esta nave?

—Sí —volvió a decir la voz—; ha habido un retraso. Para su comodidad y conveniencia, se mantiene temporalmente a los pasajeros en animación suspendida. Cada año se sirve café y galletas, tras de lo cual se vuelve a los pasajeros a la animación suspendida para que prosiga su comodidad y conveniencia. Se efectuará el despegue cuando se haya completado el avituallamiento de la nave. Pedimos disculpas por el retraso.

Zaphod se retiró de la puerta, que ya habían dejado de golpear. Se acercó al cuadro de mandos.

—¿Retraso? —gritó—. ¿Has visto el mundo en que está la nave? Es un yermo, un desierto. Su civilización ha perecido. ¡De ninguna parte traen servilletas de papel empapadas en limón, hombre!

—Existen probabilidades estadísticas —prosiguió el piloto, automático en tono severo— de que surjan otras civilizaciones. Algún día habrá servilletas de papel empapadas en limón. Hasta entonces tendremos un breve retraso. Vuelva a su asiento, por favor.

—Pero...

Pero en aquel momento se abrió la puerta. Zaphod dio media vuelta y delante de él vio al hombre que le había perseguido. Llevaba una cartera grande. Vestía con elegancia y llevaba el cabello corto. No tenía barba ni las uñas largas.

—Zaphod Beeblebrox —dijo—, soy Zarniwoop. Creo que querías verme.

Zaphod Beeblebrox se quedó atónito. De sus bocas salieron palabras inconexas. Se derrumbó en una silla.

—Vaya, hombre, vaya. ¿De dónde sales? —preguntó.

—Te he estado esperando aquí —dijo Zarniwoop con indiferencia.

Dejó la cartera en el suelo y se sentó en otra silla.

—Me alegro de que hayas seguido las instrucciones —prosiguió—. Estaba un poco nervioso por si salías de mi despacho por la puerta en vez de por la ventana. Entonces habrías tenido problemas.

Zaphod lo miró, meneó las cabezas y farfulló algo.

—Cuando entraste por la puerta de mi despacho, te introdujiste en mi Universo sintetizado por medios electrónicos —le explicó; de haber salido por la puerta, habrías vuelto al Universo real. El artificial funciona desde aquí.

Con aire relamido, dio unos golpecitos a la cartera.

Zaphod le lanzó una mirada de odio y rencor.

—¿Qué diferencia hay? —murmuró.

—Ninguna —dijo Zarniwoop—; son idénticos. Pero creo que en el Universo real los Cazas Ranestelares son grises.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Zaphod.

—Algo muy simple —repuso Zarniwoop.

Su aplomo y presunción inflamaron de ira a Zaphod.

—Sencillamente —continuó Zarniwoop—, descubrí las coordenadas en que podría encontrarse a ese hombre, el que rige el Universo, y averigüé que su mundo estaba guardado por un Campo de Improbabilidad. Para proteger mi secreto, y a mí mismo, me retiré al refugio de este Universo enteramente artificial, ocultándome en una olvidada astronave de línea. Estaba seguro. Entretanto, tú y yo...

—¿Tú y yo? —repitió airadamente Zaphod—. ¿Quieres decir que te conozco?

—Sí —respondió Zarniwoop—; nos conocemos bien.

—Carezco del gusto —sentenció Zaphod, volviendo a caer en un silencio malhumorado.

—Entretanto, tú y yo convinimos en que tú robaras la nave de la Energía de la Improbabilidad, la única que podía llegar al mundo del dirigente, y me la trajeras aquí. Creo que ya lo has hecho y te felicito.

Lanzó una sonrisita con los labios apretados y Zaphod sintió deseos de darle con un ladrillo en la boca.

—Ah, en caso de que tengas curiosidad, este Universo se creó especialmente para que tú vinieras. Por consiguiente, eres la persona más importante de este Universo —añadió Zarniwoop con una sonrisa aún más ladrillable—. En el real no habrías sobrevivido al Vórtice de la Perspectiva Total. ¿Nos vamos?

—¿A dónde? —preguntó Zaphod en tono agrio. Se sentía fatal.

—A tu nave. Al Corazón de Oro. Confío en que la habrás traído.

—No.

—¿Dónde está tu chaqueta?

Zaphod le miró con expresión confundida.

—¿Mi chaqueta? Me la he quitado. Está ahí afuera.

—Bueno, vamos a buscarla.

Zarniwoop se puso en pie y le hizo un gesto a Zaphod para que le siguiera.

En la cámara de entrada volvieron a oír los gritos de los pasajeros, a quienes se daba café y galletas.

—El esperarte no ha sido una experiencia agradable para mí —comentó Zarniwoop.

—¡Que no ha sido una experiencia agradable para ti! —gritó Zaphod—. ¿Qué te has creído...?

Zarniwoop levantó un dedo para imponerle silencio mientras la escotilla se abría de par en par. A pocos metros de distancia vio entre los escombros la chaqueta de Zaphod.

—Una nave muy potente y notable —dijo Zarniwoop—. Fíjate.

Mientras miraban, el bolsillo de la chaqueta empezó a aumentar de tamaño de forma imprevista. Se desgarró, haciéndose jirones. El pequeño modelo metálico del Corazón de Oro, que tanto sorprendió a Zaphod al encontrarlo en el bolsillo, estaba creciendo.

Se alargó y ensanchó. Al cabo de dos minutos, alcanzó su volumen normal.

—A una Escala de Improbabilidad de —dijo Zarniwoop—, de... pues no sé, pero muy amplia.

Zaphod se tambaleó.

—¿Es que la he llevado conmigo encima todo el tiempo?

Zarniwoop sonrió. Alzó la cartera y la abrió.

Pulsó un interruptor que había dentro.

—¡Adiós, Universo artificial —exclamó—; bienvenido sea el verdadero!

La escena resplandeció débilmente ante sus ojos y volvió a aparecer exactamente como antes.

—¿Ves? —dijo Zarniwoop—. Es exactamente igual.

—¿Es que la he llevado encima todo el tiempo? —repitió Zaphod con voz tensa.

—Pues claro —contestó Zarniwoop—. De eso se trataba precisamente.

—Ya está bien —dijo Zaphod—, puedes dejar de contar conmigo; de ahora en adelante no cuentes conmigo. Ya estoy harto de todo esto, juega a tus propios juegos.

—Me temo que no puedes abandonar —le advirtió Zarniwoop—, estás sujeto al Campo de Improbabilidad. No puedes escapar.

Sonrió de la forma que a Zaphod le producía ganas de darle un golpe en la boca, y esta vez lo hizo.