Marvin estaba al final del pasillo del puente. En realidad, no era un robot especialmente pequeño. Su cuerpo plateado espejeaba entre el polvo de los rayos de sol y se estremecía con el continuo bombardeo que seguía soportando el edificio.
Sin embargo, cuando el gigantesco tanque negro se detuvo frente a él, parecía lamentablemente pequeño. El tanque lo examinó con una sonda. La sonda se retiró.
Marvin se mantuvo en su sitio.
—Apártate de mi camino, pequeño robot —gruñó el tanque.
—Me temo que me han dejado aquí para detenerte —dijo Marvin.
La sonda volvió a alargarse y le examinó de nuevo. Se retiró otra vez.
—¿Tú? ¿Detenerme? —bramó el tanque—. ¡Vamos!
—No, tengo que hacerlo, de veras —dijo simplemente Marvin.
—¿Con qué estás armado? —rugió el tanque, incrédulo.
—Adivínalo —repuso Marvin.
Los motores del tanque retumbaron, sus engranajes rechinaron. Los relés electrónicos de tamaño molecular albergados profundamente en su microcerebro se sacudieron de consternación hacia delante y hacia atrás.
—¿Que lo adivine? —dijo el tanque.
Con pasos vacilantes, Zaphod y el aún desconocido recorrieron un pasillo, luego otro y después un tercero. El edificio seguía vibrando y estremeciéndose, lo que tenía perplejo a Zaphod. Si querían volar las torres, ¿por qué tardaban tanto?
Con dificultad, llegaron a una serie de puertas sin identificar, enteramente anónimas, y cargaron contra una de ellas. Se abrió de golpe y cayeron dentro.
Todo este camino, pensó Zaphod, todas estas dificultades, todo este tiempo sin estar en la playa pasándomelo bien, ¿y para qué? Una silla, un escritorio, y un cenicero sucio en un despacho sin decorar. El escritorio, aparte de un poco de polvo danzante y una nueva y revolucionaria especie de clip de papeles, estaba vacío.
—¿Dónde está Zarniwoop? —preguntó Zaphod, con la impresión de que empezaba a escapársele su ya débil comprensión de toda aquella actividad.
—Está haciendo un crucero intergaláctico —contestó el desconocido.
Zaphod trató de catalogarlo. Era un tipo serio, no el saco de la risa. Probablemente dedicaba buena parte de su tiempo a correr de un lado para otro por pasillos que se alzaban a su paso, rompiendo puertas y haciendo comentarios misteriosos en despachos vacíos.
—Permíteme que me presente —dijo el desconocido—. Me llamo Roosta, y ésta es mi toalla.
—Hola, Roosta —dijo Zaphod—. Hola, toalla —añadió, cuando Roosta le tendió una vieja toalla de flores bastante desagradable. Sin saber qué hacer con ella, la estrechó por una esquina.
Cerca de la ventana, pasó retumbando una de las naves espaciales en forma de bala de color verde metálico.
—Sí, adelante —dijo Marvin a la enorme máquina de batalla—; jamás lo adivinarás.
—Hummm... —dijo la máquina, vibrando por el desacostumbrado ejercicio de pensar—, ¿rayos láser?
Marvin meneó solemnemente la cabeza.
—No —murmuró la máquina con su hondo rugido gutural—. Demasiado evidente. ¿Rayos antimateria? —aventuró.
—Más elemental todavía —le reprendió Marvin.
—¿Qué me dices de un ariete electrónico?
Eso era nuevo para Marvin.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Uno de estos —dijo la máquina con entusiasmo.
De su torreta emergió un diente afilado que escupió un mortífero rayo de luz. A espaldas de Marvin, rugió una pared que se derrumbó como un montón de polvo. El polvo se elevó brevemente y luego se asentó.
—No; uno de esos, no —dijo Marvin.
—Buena idea, ¿eh? Bien pensado, ¿verdad?
—Muy bien —convino Marvin.
—Lo sé —afirmó la máquina de guerra, tras considerarlo otro poco—; ¡debes tener uno de esos nuevos Emisores Restructurón Inestable Zenón Jántico!
—Bonitos, ¿verdad? —dijo Marvin.
—¿Es eso lo que tienes? —preguntó la máquina con apreciable respeto.
—No —contestó Marvin.
—Vaya —dijo la máquina, decepcionada—. Entonces, debe de ser...
—Sigues un razonamiento equivocado —le advirtió Marvin—. No tomas en cuenta un hecho bastante fundamental en las relaciones entre hombres y robots.
—Humm, ya sé; es... —dijo el blindado antes de interrumpirse para volver a pensar.
—Piensa un poco —le urgió Marvin—. Me han dejado a mí, un robot doméstico ordinario, para que te detenga a ti, una gigantesca máquina de guerra para tareas pesadas, mientras ellos salen corriendo para salvarse. ¿Con qué crees que me dejarían?
—Pues, huummm... —murmuró la máquina, alarmada—, supongo que con algo tremendamente devastador.
—¡Supones! —exclamó Marvin—. Claro, lo supones. ¿Quieres que te diga lo que me han dejado para protegerme?
—Vale, muy bien —dijo el carro de combate, preparándose para la respuesta.
Hubo una pausa peligrosa.
—Nada —dijo Marvin.
—¿Nada? —bramó el tanque.
—Nada en absoluto —entonó Marvin, desconsolado—. Ni una salchicha electrónica.
La máquina se hinchó de furia.
—¡Vaya, y además se llevan todos los honores! —rugió—. Nada, ¿eh? ¿Es que no piensan, o qué?
—Y yo con estos dolores horribles en todos los diodos del costado izquierdo —dijo Marvin en voz baja y suave.
—Que te las hace pasar canutas, ¿verdad?
—Sí —convino Marvin con emoción.
—¡Vaya, eso me pone furioso! —aulló la máquina—. ¡Me parece que voy a aplastar esa pared!
El ariete electrónico lanzó otra llamarada y quitó la pared más próxima a la máquina.
—¿Cómo crees que me siento yo? —dijo Marvin con amargura.
—Así que se han largado y te han dejado a ti, ¿no es cierto? —tronó la máquina.
—Sí —confirmó Marvin.
—¡Creo que también les voy a dejar sin su maldito techo! —tronó el tanque.
Quitó el techo del puente.
—Sí —gruñó la máquina, un tanto humillada—. Humm...
—¡Qué impresionante! —murmuró Marvin.
—Todavía no has visto nada —prometió la máquina— ¡También puedo quitar este suelo, sin problemas!
Quitó también el suelo.
—¡Caracoles! —bramó la máquina mientras caía a plomo quince pisos y se hacía pedazos en la planta baja.
—¡Qué máquina tan estúpida y deprimente! —dijo Marvin, y echó a andar pesadamente.