Hace cinco meses y medio que deseo a Sarah Briot, la responsable de ventas.
¿No debería decir más bien: cinco meses y medio que estoy enamorado de Sarah Briot, la responsable de ventas? No lo sé.
En todo este tiempo no puedo pensar en ella sin tener una erección magnífica, y como es la primera vez que me pasa esto, no sé cómo llamar a este sentimiento.
Sarah Briot se lo imagina. No, no ha tenido ocasión de tocar mi pantalón ni de sentir algo, pero se lo imagina.
Por supuesto, no sabrá que hará cinco meses y medio el martes porque presta menos atención que yo a los números (soy contable, así que, claro, no hay más remedio…). Pero sé que lo sabe porque es muy lista.
Habla a los hombres de una manera que antes me chocaba y ahora me desespera. Les habla como si tuviera gafas especiales (tipo el rayo X de Superman) que le permiten ver exactamente el tamaño del pene de su interlocutor.
El tamaño en estado de reposo, me refiero. Y claro, eso crea unas relaciones de lo más especiales en la empresa… Como os podréis imaginar.
Te da la mano, responde a tus preguntas, te sonríe, se toma incluso un café contigo en un vaso de plástico en la cafetería y tú, como un idiota, no piensas más que en apretar las rodillas o en cruzar las piernas. Es un verdadero infierno.
Lo peor es que no deja de mirarte a los ojos durante ese rato. A los ojos nada más.
Sarah Briot no es guapa. Es mona, y no es lo mismo.
No es muy alta, es rubia, pero no hace falta ser adivino para ver que no es su color verdadero, son mechas.
Como todas las chicas, lleva a menudo pantalones y aún más a menudo, vaqueros. Lo cual es una lástima.
Sarah Briot es un pelín rellenita. La oigo hablar siempre de regímenes con sus amigas al teléfono (como habla fuerte y yo estoy en el despacho de al lado, lo oigo todo).
Dice que tiene que perder cuatro kilos para llegar a los cincuenta. Pienso en ello todos los días porque lo había apuntado en mi carpeta mientras ella hablaba: «¡¡¡54!!!».
Así me enteré de que ya había probado el método Montignac y «… que cien francos tirados a la basura», que había quitado el cuadernillo central del Biba del mes de abril con todas las recetas light de Estelle Hallyday, que tenía un póster gigante en su minúscula cocina que indicaba todas las calorías de todos los alimentos y que se había comprado incluso un pequeño peso de cocina para pesarlo todo como en las dietas Weight Watchers…
Suele hablar de ello con su amiga Marie, que es alta y delgada según he podido entender. (Entre nosotros, vaya tontería, porque no entiendo lo que le puede contestar su amiga…)
Llegados a este punto de mi descripción, los estúpidos podrán preguntarse: ¿pero qué le ha visto a esta chica?
Ah, ah… ¡¡¡quietos parados!!!
El otro día oí a Sarah Briot reírse con ganas contando (¿a Marie tal vez?) que había terminado por pasarle el peso de cocina a su madre para que le hiciera «buenos pasteles los domingos» y contar eso le ponía de verdad de buen humor.
Por otra parte, Sarah Briot no es vulgar, es atractiva. Todo en ella inspira sólo caricias y eso tampoco es lo mismo.
Así que callaos la boca.
Una semana antes del día de la madre estaba curioseando en la sección de lencería de las Galeries Lafayette durante mi hora de descanso para comer. Todas las vendedoras, con una rosa roja en el ojal, estaban al acecho de los papás indecisos.
Me había colocado la carpeta debajo del brazo y jugaba a «si yo estuviera casado con Sarah Briot, ¿qué le compraría?»…
Lou, Passionata, Simone Péréle, Lejaby, Aubade, me daba vueltas la cabeza.
Algunas cosas me parecían demasiado atrevidas (era el día de la madre, al fin y al cabo), otras, no me gustaba el color, o la vendedora (el pote me parece bien, pero bueno, hasta cierto límite).
Por no hablar de todos los modelos que no comprendía.
No me veía desabrochando todos esos automáticos microscópicos en el ardor de la acción y no conseguía comprender las instrucciones de uso de los ligueros (para hacer bien las cosas, ¿hay que dejarlos o quitarlos?).
Qué calor.
Por fin encontré, para la futura madre de mis hijos, un conjunto de braguita y sujetador de seda gris muy clarito de Christian Dior. Qué clase.
—¿Qué talla de sujetador usa?
Me puse la carpeta entre los pies.
—Pues así más o menos… —le dije yo, curvando mis manos a quince centímetros de mi pecho.
—¿No tiene usted ni idea? —dijo la vendedora un poco secamente—. ¿Cuánto mide?
—Pues me llega más o menos por aquí… —le contesté señalándome el hombro.
—Ya veo (mueca de consternación)… Mire, le voy a dar una 90 C, es posible que le quede demasiado grande, pero la cliente podrá venir a cambiarlo sin problemas. Conserve bien el ticket de compra, ¿eh?
—Gracias. Muy bien —dije yo con el tono del que lleva a sus hijos al bosque de paseo todos los domingos sin olvidar las cantimploras y los chubasqueros.
—¿Y la braguita? ¿Le pongo el modelo clásico o el tanga? Tengo también el string, pero no creo que sea lo que usted está buscando…
¿Y tú qué sabes, señora Micheline de las Galeries Lafayette?
Se ve que no conoces a la Sarah Briot de Chopard & Minont. La que siempre enseña un poquito el ombligo y que entra en los despachos de los demás sin llamar.
Pero cuando me enseñó el modelo, me vine abajo. No, de verdad, no era posible ponerse una cosa así. Si me apuras, era casi un instrumento de tortura. Me llevé el tanga que «… este año vienen muy estilo Brasil, pero menos alto de caderas, como puede ver usted mismo. ¿Se lo envuelvo para regalo, caballero?».
Un tanga, vamos.
Uf.
Metí el paquetito rosa entre dos carpetas y mi plano de París, y regresé a la pantalla de mi ordenador.
Vaya pausa.
Por lo menos, cuando tengamos crios, encontraremos cosas más fáciles que regalar. Les tendré que decir: «No, niños, una máquina para hacer gofres no, caray…»
Mercier, mi colega del departamento de exportación, me dijo un día:
—Te gusta, ¿eh?
Estábamos en el bar de Mario contando nuestros vales de restaurante y este cretino quería ir conmigo en plan colegas de la mili, y venga tío, cuéntamelo todo que somos colegas.
—¡A eso le llamo yo tener buen gusto, eh!
No tenía ganas de hablar con él pero, o sea, para nada.
—Parece ser que está buena, eh… (gran guiño).
Yo hice un gesto de desaprobación con la cabeza.
—Me lo ha dicho Dujoignot…
—¡Dujoignot ha salido con ella!
Había perdido la cuenta de mis vales.
—No, pero se ha enterado de cosas por Movard, porque Movard, ése sí que se la ha tirado, y te puedo decir que…
Y se pone a sacudir los dedos como para escurrirlos poniendo una boquita de piñón como un idiota.
—… calentita la Briot, eh… desde luego no se puede decir que esta tía se asuste de algo, eh… Unas cosas, tío, que no te las podría ni contar…
—Pues no me las cuentes. ¿Quién es ese Movard?
—Estaba en publicidad, pero se fue antes de que tú llegaras. Éramos una estructura demasiado pequeña para él, entonces, claro, ya me entiendes…
—Ya te entiendo.
Pobre Mercier. Alucina. Debe de estar pensando en un montón de posturas sexuales.
Pobre Mercier. ¿Sabes que mis hermanas te llaman Merdier y que todavía se descojonan cuando piensan en tu Ford Taunus?
Pobre Mercier, que intentó camelarse a Myriam cuando tiene una sortija de sello con sus iniciales en relieve.
Pobre Mercier. Que todavía aspira a chicas inteligentes y se presenta en sus primeras citas con el móvil en una funda de plástico enganchado en el cinturón y la radio del coche debajo del brazo.
Pobre Mercier. Si supieras cómo hablan de ti mis hermanas… Cuando hablan de ti.
Nunca se puede prever nada. Ni cómo van a salir las cosas, ni por qué cosas súper sencillas toman de pronto proporciones increíbles. Por ejemplo, mi vida cambió de golpe por culpa de ciento cincuenta gramos de seda gris.
Dentro de poco va a hacer cinco años y ocho meses que vivo con mis hermanas en un apartamento de 110 metros cuadrados cerca del metro Convention.
Al principio vivía sólo con mi hermana Fanny. La que tiene cuatro años menos que yo y estudia medicina en la facultad de París V. Fue una idea de nuestros padres para ahorrar y para estar seguros de que la pequeña no se sentiría perdida en París, ella que sólo había conocido Tulle, su instituto, sus cafés y sus vespinos amañados.
Me llevo bien con Fanny porque no habla mucho. Y porque siempre está de acuerdo en todo.
Por ejemplo, si es la semana que le toca a ella cocinar y, no sé, traigo, digamos, un lenguado porque me ha apetecido, ella no es de las que se ponen a quejarse porque le perturbo sus planes. Se adapta.
No ocurre exactamente lo mismo con Myriam.
Myriam es la mayor. No nos llevamos ni un año, pero si nos veis, no os podríais siquiera imaginar que somos hermanos. Habla por los codos. Pienso incluso que está un poco majara, pero es normal, es la artista de la familia…
Después de Bellas Artes, hizo fotografía, collages con cáñamo y estropajo metálico, videoclips con manchas de pintura en los objetivos, cosas con su cuerpo, creación de espacio con Loulou de la Rochette (¿…?), manis, escultura, danza y no me acuerdo qué más cosas.
Por ahora pinta unas cosas que me cuesta comprender aunque guiñe mucho los ojos, pero, según Myriam, no tengo sensibilidad artística, y no sé ver lo que es bello. Bueno.
La última vez que nos cabreamos fue cuando fuimos juntos a la exposición de Christian Boltanski (anda que, vaya idea de llevarme a ver eso… De verdad. Parecía idiota intentando comprender el sentido de la visita).
Myriam es un verdadero corazón de melón, cada seis meses, desde que tenía quince años (lo que debe hacer, si no me equivoco, unas treinta y ocho veces), nos trae al hombre de su vida. El Bueno, el Verdadero, el de la Boda de blanco, el Ya está, esta vez va en serio, el Último, el Seguro, el último de los últimos.
Toda Europa ella solita: Yoann era sueco, Giuseppe, italiano, Erick, holandés, Kiko, español y Laurent, de St-Quentin-en-Yvelines. Por supuesto quedan treinta y tres… Ahora mismo no recuerdo sus nombres.
Cuando dejé mi estudio para mudarme con Fanny, Myriam estaba con Kiko. Un futuro realizador genial.
Al principio, no se la veía mucho. De vez en cuando, se autoinvitaban los dos a cenar y Kiko traía el vino. Siempre buenísimo. (Menos mal, visto que sólo tenía eso que hacer en todo el día: elegir el vino.)
A mí me caía bien Kiko. Miraba a mi hermana dolorosamente y luego se servía otra copa sacudiendo la cabeza. Kiko fumaba cosas raras y al día siguiente, siempre tenía que poner ambientador de madreselva para que se fuera el olor.
Pasaron los meses. Myriam venía cada vez más a menudo y casi siempre sola. Se encerraba con Fanny en su habitación y las oía reírse hasta la madrugada. Una noche en que entré para preguntarles si querían una tisana o algo, las vi a las dos tumbadas en el suelo escuchando su vieja cinta del meloso de Jean-Jacques Goldman: «Puisqueueueu tu pááárs… ñiñiñiñiñiñiñi.»
Patético.
A veces Myriam se marchaba luego. Otras veces, no.
Había un cepillo de dientes más en el vaso de cristal del cuarto de baño y por la noche el sofá cama estaba a menudo abierto.
Y luego un día nos dijo:
—Si es Kiko dile que no estoy… —señalando el teléfono…
Y luego, y luego, y luego… Una mañana, me preguntó:
—¿Te importa que me quede un tiempo con vosotros?… Por supuesto, compartiremos gastos…
Tuve cuidado de que no se me rompiera el biscote porque si hay algo que odio, es que se me rompan los biscotes, y le dije:
—No hay problema.
—Qué majo. Gracias.
—Sólo una cosa…
—¿Qué?
—Preferiría que fumaras en el balcón…
Me sonrió, se levantó y me dio un besazo de artista.
Por supuesto se me rompió el biscote y me dije «empezamos bien…» removiendo mi chocolate para recuperar los trocitos, pero con todo, estaba contento.
Bueno, con todo me había comido el tarro durante todo el día, así que por la noche aclaré las cosas: compartimos el alquiler en la medida de lo posible, nos organizamos para la compra, la cocina y la limpieza, de hecho, chicas, mirad la puerta de la nevera, hay un calendario con los turnos semanales: tú, Fanny, en rotulador rosa, tú, Myriam, en azul y yo, en amarillo… Se agradece que aviséis si cenáis fuera o si traéis invitados, y hablando de invitados, si traéis hombres a casa con los cuales tenéis intención de acostaros, se agradece que os organicéis las dos para la habitación y…
—Eh, vale, vale, no te pongas nervioso… —dijo Myriam.
—Es verdad —contestó su hermana.
—¿Y tú? Cuando traigas tú a una pibita, sé bueno y avísanos tú también, ¿eh? Para que quitemos de en medio nuestras medias de rejilla y nuestros condones usados…
Y venga a partirse de risa las dos.
Maldición.
Nos iba bastante bien. Reconozco que no me lo creía mucho, pero estaba equivocado… Cuando las chicas quieren que algo salga bien, sale bien. Así de sencillo.
Ahora que pienso en ello, me doy cuenta de hasta qué punto fue importante para Fanny la llegada de Myriam.
Ella es totalmente lo contrario de su hermana, es romántica y fiel. Y sensible.
Siempre se enamora de un tío inaccesible que vive en la Conchinchina. Desde que tenía quince años espera el correo todas las mañanas y se sobresalta cada vez que suena el teléfono.
Eso no es vida.
Hubo este Fabrice que vivía en Lille (desde Tulle, ya te imaginas la historia…) y que la ahogó bajo una montaña de cartas apasionadas en las que sólo hablaba de sí mismo. Cuatro años de amor juvenil y contrariado.
Luego hubo este Paul que se fue de médico sin fronteras a Burkina Faso dejándole el principio de una vocación, energía para quejarse de la lentitud de Correos y todas las lágrimas para llorar… Cinco años de amor exótico y contrariado.
Y ahora la guinda: me ha parecido entender de sus conversaciones nocturnas y de las alusiones que hacían en la mesa que Fanny estaba enamorada de un médico casado.
Las oí en el cuarto de baño, Myriam le dijo mientras se lavaba los dientes:
—¿Tiene hijoch?
Me imagino que Fanny estaba sentada en la tapa del váter.
—No.
—Menoch mal podque… (escupe)… con hijos debe de ser un coñazo. Yo, por lo menos, no podría.
Fanny no contestó, pero estoy seguro de que se estaba mordisqueando el pelo mirando la alfombrilla de pie de baño o mirándose los dedos de los pies.
—Es que parece que los vas buscando…
—…
—Ya está bien de estos tíos de chicha y nabo que no valen pa’ na’. Y, además, los médicos son todos unos cabrones. Luego se pondrá a jugar al golf y estará siempre metido en congresos en el Club Méditerranée en Marrakech o no sé dónde y tú, tú estarás siempre sola…
—…
—Y, además, eso si funciona, pero ¿quién te dice que va a funcionar?… Porque la Otra, no te pienses tú que va a pasar de él así como así. Porque a ella bien que le interesa conservar su bronceado de Marrakech para joder a la mujer del dentista del Rotary.
Fanny debe de estar sonriendo, se oye en su voz. Murmura:
—Supongo que tienes razón…
—¡Pues claro que tengo razón!
Seis meses de amor adúltero y contrariado. (Quizá.)
—Pues vente conmigo a la galería Delaunay el sábado por la noche. Para empezar, conozco el cátering de la inauguración y asqueroso no será. Estoy segura de que Marc estará allí… ¡Tengo que presentártelo como sea! ¡Ya verás, es un tío genial! Además, tiene un culo fantástico.
—Pfffff, ya ves, seguro… ¿De qué es la exposición?
—No me acuerdo. Me pasas la toalla, ¿porfa?
Myriam solía mejorar nuestro día a día trayendo comida preparada y buenas botellas. Hay que decir también que otra vez se había sacado de la manga un chanchullo increíble: durante varias semanas se había estado empollando un montón de libros y de revistas de Lady Di (imposible cruzar el salón sin pisar a la difunta…) y se entrenaba a dibujarla. Y todos los fines de semana colocaba su impedimenta sobre el puente de l’Alma y pintaba a las lloronas del mundo entero al lado de su ídolo.
Por una cantidad de dinero increíble («la estupidez tiene su precio») una japonesa made in touroperador puede pedirle a mi hermana que la pinte al lado de Lady Di riendo (en la fiesta escolar de Harry), o Lady Di llorando (con los sidosos de Belfast), o Lady Di compadeciéndose (con los sidosos de Liverpool), o Lady Di de morros (en la conmemoración del cincuenta aniversario del Desembarco).
Yo felicito a la artista y me ocupo de poner las botellas a temperatura ambiente.
Sí, nuestra historia funcionaba bien. Fanny y yo ya no hablábamos casi, pero nos reíamos más. Myriam no se calmaba para nada, pero pintaba. Para mis hermanas yo era el hombre ideal, pero no aquél con el que querrían casarse.
Yo nunca insistí sobre ese hallazgo, me contentaba con encogerme de hombros vigilando la puerta del horno.
Así que ha tenido que ser necesario un puñado de lencería para armarla.
Se acabaron las veladas al pie del sofá mirando a mis hermanas suspirando. Se acabaron los cócteles de Fanny made in la sala de guardias que te revuelven el estómago y te hacen recordar un montón de chistes verdes. Se acabaron las broncas:
—¡Pero acuérdate, joder! ¡Es importante! ¿¿¿Se llamaba Lilian o Tristan???
—Yo qué sé. Tu chaval articulaba mal.
—¡O sea, yo alucino! Lo haces aposta, ¿o qué? ¡Intenta acordarte!
—«¿Puedo hablar con Myriam? Soy Ltfrgzqan.» ¿Te vale?
Y se marchaba a la cocina.
—Ten la amabilidad de no darle un portazo a la puerta de la nevera…
PUM.
—… Y de pasarle la dirección de una buena ortofonista…
—Sherásh gilipollash.
—Anda, parece que a ti tampoco te vendría mal.
PUM.
Se acabaron las reconciliaciones delante de mi famoso pollo al queso Boursin («bueno, ¿y entonces, qué?… ¿no crees que estás mejor aquí con nosotros que con Ltfrgzqan dentro de un engañabobos al vacío?»).
Se acabaron las semanas marcadas con rotulador, se acabó ir al mercado el sábado por la mañana, se acabaron las revistas de cotilleos en el cuarto de baño, abiertas por la página del horóscopo, se acabaron los artistas de todo tipo para hacernos comprender los trapos de Boltanski, se acabaron las noches en vela, se acabaron las fotocopias que había que tomarle a Fanny, se acabó el estrés de los días en que salían los resultados, se acabaron las miradas de odio a la vecina de abajo, se acabaron las canciones de Jeff Buckley, se acabaron los domingos que nos pasábamos leyendo cómics, tumbados en la moqueta, se acabaron las orgías de caramelos Haribo viendo los programas de variedades de la tele, se acabó el tubo de pasta de dientes siempre destapado, secándose y que me pone negro.
Se acabó mi juventud.
Habíamos organizado una cena para celebrar los exámenes de Fanny. Empezaba a ver la luz al final del túnel…
—¡Uf! Ya sólo me quedan diez años —decía ella sonriendo.
Alrededor de la mesa baja estaba su internista (sin alianza, el muy cobarde) (futuro jugador de golf en Marrakech, insisto), sus amigas del hospital, entre las cuales, la famosa Laura, con la cual mis hermanas me habían montado un número incalculable de planes a cuál más fallido con el pretexto de que había hablado de mí una vez y que le había temblado la voz (¡ah!… como aquella vez en que me habían citado en casa de la famosa Laura para un cumpleaños sorpresa y me encontré solo toda una velada con esa furia buscando sus lentillas en la moqueta de pelo de cabra poniendo mi culo fuera de su alcance…).
Estaba Marc (yo aprovechaba para ver lo que era un «culo precioso»… bah…).
Había amigos de Myriam que yo no había visto nunca.
Me preguntaba de dónde sacaba gente tan rara, tíos tatuados de arriba abajo y chicas con unas plataformas tremendas que se reían de cualquier chorrada sacudiendo lo que les hacía las veces de pelo.
Me habían dicho:
—Tráete a algún amigo si quieres… Es verdad, nunca nos presentas a nadie…
Tengo mis razones, chicas… pensé yo más tarde admirando la fauna y flora que se comía mis cacahuetes… repantingados en el sofá Cinna que me regaló mi madre cuando me saqué el diploma de contable, tengo mis razones…
Era ya bastante tarde y estábamos todos hechos polvo cuando Myriam —que se había marchado a buscar una vela perfumada a mi cuarto— volvió cacareando como una oca en celo con el sujetador de Sarah Briot entre los dedos índice y pulgar.
Madre del amor hermoso.
Se puede decir que fui el centro de atención.
—Eh, ¿pero qué es esto? Espera, Olivier, ¿sabías que hay accesorios de sex-shop en tu cuarto?… ¡Como para empalmar a todos los tíos de París! ¡¿No nos digas que no lo sabías?!
Y hala, se pone a montar un numerito tremendo, incontrolable.
Se bambolea, mima un strip-tease, olisquea la braguita, se apoya en la lámpara halógena y se cae al suelo.
Incontrolable.
Todos los demás, muertos de risa. Incluso el campeón de golf.
—Bueno, ya está bien —dije yo—. Dame eso.
—¿Para quién es? Antes tienes que decirnos para quién es… ¿Verdad, chicos?
¡Y hala, todos esos gilipollas se ponen a silbar con los dedos, a entrechocar los dientes contra los vasos y a guarrearme el salón sobre todo!
—¡¡¡Y has visto los melones que tiene!!! ¡¡Pero si por lo menos será una talla 95!! —grita la estúpida de Laura.
—No perdemos el tiempo, ¿eh?… —me dijo Fanny en voz baja haciendo muecas.
Me levanté. Cogí mis llaves y mi cazadora, y di un portazo.
PUM.
Dormí en el hotel Ibis de la Puerta de Versailles.
No, no dormí. Reflexioné.
Pasé buena parte de la noche de pie, con la frente apoyada contra el cristal mirando el Parque de Exposiciones.
Qué feo es.
Por la mañana había tomado una decisión. Ni siquiera tenía resaca y me pegué un desayuno grandioso.
Me fui al Mercado de las Pulgas.
Muy pocas veces me dedico tiempo a mí mismo.
Era como un turista en París. Tenía las manos en los bolsillos y olía al aftershave de Nina Ricci for Men distribuido en todos los hoteles Ibis del mundo. Me hubiese encantado que mi compañera de trabajo me sorprendiese al doblar una esquina:
—¡Oh, Olivier!
—¡Oh, Sarah!
—Oh, Olivier, qué bien hueles…
—Oh, Sarah…
Me bebía el sol delante de una caña en la terraza del Café des Amis.
Era el 16 de junio alrededor de mediodía, hacía buen tiempo y mi vida era hermosa.
Me compré una jaula de pájaros muy adornada y llena de cursilerías de hierro.
El tío que me la vendió me aseguró que era del siglo XIX y que había pertenecido a una familia muy rica puesto que la habían encontrado en una gran mansión, intacta, y patatín y patatán y, ¿cómo la va a pagar?
Me daban ganas de decirle: «No te molestes, tío, me la suda.»
Cuando volví, olía a Don Limpio desde el bajo.
El apartamento estaba como los chorros del oro. Ni una mota de polvo. Había incluso un ramo de flores sobre la mesa de la cocina con una notita: «Estamos en el Jardín Botánico, hasta esta noche. Besitos.»
Me quité el reloj y lo dejé sobre mi mesilla de noche. El paquete de Christian Dior estaba colocado al lado como si nada.
¡¡¡¡¡Aaahhh!!! Queridas mías…
¡Para cenar, os voy a hacer un pollo al queso Boursin i-nol-vi-da-ble!
Bueno, primero elegir el vino… y ponerme un delantal, claro.
Y de postre, un pastel de sémola con mucho ron. A Fanny le encanta.
No digo que nos hayamos abrazado muy fuerte sacudiendo la cabeza como hacen los americanos. Sólo me sonrieron un poco al entrar y vi en sus caras todas las florecitas del Jardín Botánico.
Por una vez no teníamos tanta prisa por quitar la mesa. Después del desmadre de la víspera nadie tenía intención de salir, y Mimi nos sirvió un té de menta en la mesa de la cocina.
—¿Y esta jaula? —preguntó Fanny.
—Esta mañana se la he comprado en el Mercado de las Pulgas a un tío que sólo vende jaulas antiguas… ¿Te gusta?
—Sí.
—Pues es para vosotras.
—Ah, ¿sí? Gracias. ¿Pero a santo de qué?
—Porque somos todo tacto y delicadeza —bromeó Myriam dirigiéndose hacia el balcón con su paquete de Craven.
—En memoria mía. No tendréis más que decir que el pájaro voló…
—¡¿Por qué dices eso?!
—Me marcho, chicas.
—¿¿¿Adónde te vas???
—Me marcho a otro sitio a vivir.
—¿¿¿Con quién???
—Solo.
—¿Pero por qué? Es por lo de ayer… Oye, perdóname, sabes, había bebido demasiado y…
—No, no, no te preocupes. No tiene nada que ver contigo.
Fanny tenía un aire totalmente alucinado y me costaba mirarla a la cara.
—¿Estás harto de nosotras?
—No, no es eso.
—¿Pues entonces, por qué?
—Se notaba que estaba a punto de llorar.
Myriam estaba plantada ahí, entre la mesa y la ventana con el cigarro que le colgaba tristemente de la boca.
—Olivier, eh, ¿qué pasa?
—Estoy enamorado.
No podías empezar por ahí, idiota.
¿Y por qué no nos la has presentado? ¡Qué! Tienes miedo de que la espantemos. Qué mal nos conoces… ¿Que sí, que nos conoces bien?
¿Y cómo se llama?
¿Es guapa? ¿Sí? Ah, mierda…
¿Qué? ¡Que casi no le has hablado! Pero ¿eres idiota o qué? ¿Eres idiota?
Que no, que no eres idiota.
¿Casi no le has hablado nunca y te mudas por ella? ¿No crees que estás construyendo el tejado antes que la casa? Construyes la casa como puedes… Visto así, claro…
¿Y cuándo le vas a hablar? Un día. Vale, ya veo de qué va la cosa… ¿Tiene sentido del humor? Ah, mejor, mejor.
¿La quieres de verdad? ¿No quieres contestar? ¿Nos metemos donde no nos llaman?
No tienes más que decirlo.
¿Nos invitarás a tu boda? ¿Sólo si prometemos portarnos bien?
¿Quién me consolará cuando tenga el corazón hecho migas?
¿Y a mí? ¿Quién me ayudará a repasar mis apuntes de anatomía?
¿Y ahora quién nos va a mimar?
¿Cómo has dicho que era de guapa?
¿Le prepararás pollo al queso Boursin?
Te vamos a echar de menos, sabes.
Me sorprendió llevarme tan pocas cosas. Había alquilado una furgoneta en Kiloutou y me bastó un viaje.
No sabía si me lo tenía que tomar bien, en plan aquí tienes la prueba de que no estás demasiado apegado a los bienes de este mundo amigo mío, o francamente mal, en plan mira amigo mío: a punto de cumplir los treinta y en once cajas te cabe todo… No es gran cosa, ¿eh?
Antes de irme me senté por última vez en la cocina.
Las primeras semanas dormí sobre un colchón en el suelo. Había leído en una revista que era muy bueno para la espalda.
Diecisiete días después me fui a Ikea: me dolía demasiado la espalda.
Dios sabe que le di mil vueltas al asunto. Incluso dibujé planos en papel cuadriculado.
La vendedora pensaba también como yo: en una vivienda tan «modesta» y tan mal repartida (parecía que hubiese alquilado tres pasillitos de nada…), lo mejor era un sofá-cama.
Y lo más barato, un clic-clac.
Pues venga, un clic-clac entonces.
También me compré un set de cocina (sesenta y cinco piezas por trescientos noventa y nueve francos, escurridor de ensaladas y rallador incluidos), velas (nunca se sabe…), un plaid (no sé, me pareció que era muy chic comprar un plaid), una lámpara (bah), un felpudo (previsor), estanterías (a la fuerza), una planta verde (ya veremos…) y mil cosas más (es que la tienda te empuja a ello).
Myriam y Fanny me solían dejar mensajes en el contestador del tipo: piiiii «¿Cómo se enciende el horno?»; piiiii «Hemos encendido el horno pero ahora nos preguntamos cómo se cambian los plomos porque han saltado todos…»; piiiii «Vale, hacemos lo que nos has dicho, ¿pero dónde has guardado la linterna?…»; piiiii «Oye, ¿cuál es el teléfono de los bomberos?»; piiiii…
Creo que exageraban un poco, pero, como todos los que viven solos, he aprendido a acechar e incluso a esperar la lucecita roja de los mensajes cuando vuelvo por la noche.
Nadie se salva, creo.
Y de pronto, tu vida se acelera mogollón.
Y cuando pierdo el control de la situación tengo tendencia a angustiarme; hay que ser tonto.
¿Qué es «perder el control de la situación»?
Perder el control de la situación, muy sencillo. Es Sarah Briot que se deja caer un día en la habitación donde te ganas la vida con el sudor de tu frente y se sienta en el borde de tu mesa estirándose la falda.
Y te dice:
—Tienes las gafas sucias, ¿no?
Y se saca un piquito de camisa rosa de debajo de la falda con la que te limpia las gafas como si nada.
En ese momento te empalmas tanto que podrías levantar la mesa (con un poco de entrenamiento, claro).
—Qué, al parecer te has mudado, ¿no?
—Sí, hace quince días.
(Ffffffff respira… todo va bien…)
—¿Y dónde estás ahora?
—En el distrito diez.
—¡Anda! Qué gracia, yo también.
—¡¿Ah, sí?!
—Qué bien, así podemos ir juntos en metro…
(Que ya es algo, así, para empezar.)
—¿No vas a hacer una fiesta de inauguración, o algo así?
—¡Sí, sí! ¡Claro!
(Primera noticia.)
—¿Cuándo?
—Pues no lo sé todavía… Es que, sabes, me han traído los últimos muebles esta mañana, entonces…
—¿Por qué no esta noche?
—¿Esta noche? Ah, no, esta noche no puede ser. Con todo el lío que tengo y… Y, además, no he avisado a nadie y…
—Pues invítame sólo a mí. Porque a mí, sabes, me trae sin cuidado el lío que tengas, ¡no puede ser peor que en mi casa!…
—Ah… pues… pues, si quieres. Pero no muy pronto…
—Muy bien. Así tendré tiempo de pasar por mi casa para cambiarme… ¿A las nueve te parece bien?
—A las veintiuna horas, muy bien.
—Bueno, pues, ¿hasta luego, entonces?…
Esto es exactamente lo que yo llamo «perder el control de la situación».
Me marché pronto y por primera vez en mi vida, no ordené mi mesa antes de apagar la luz.
La portera me estaba esperando, sí, han traído sus muebles, ¡pero qué historia subir el sofá los seis pisos!
Gracias, señora Rodríguez, gracias. (No se me olvidará su aguinaldo, señora Rodríguez…)
Tres pasillitos en forma de campo de batalla pueden tener su encanto…
Poner a enfriar el tarama, calentar el gallo al vino, a fuego lento, vale…, abrir las botellas, poner una mesa provisional, volver a bajar pitando a la tienda del árabe para buscar servilletas de papel y una botella de Badoit, preparar la cafetera, ducharse, perfumarse (Eau Sauvage), limpiarse las orejas, encontrar una camisa que no esté demasiado arrugada, bajar la luz halógena, desconectar el teléfono, poner música (el disco Pirates de Rickie Lee Jones, con esa música todo es posible…) (pero no demasiado alta), colocar bien el plaid, encender las velas (mira, mira…), inspirar, expirar, no mirarse más al espejo.
¿Y los preservativos? (¿En el cajón de la mesilla de noche no están demasiado cerca?… ¿Y en el cuarto de baño no están demasiado lejos?…)
Ring, ring.
¿Podría decirse decentemente que tengo la situación bajo control?
Sarah Briot entró en mi casa. Bella como el día.
Más tarde, durante la velada, cuando habíamos reído y cenado bien, habíamos dejado que se instalaran algunos silencios pensativos, quedó claro que Sarah Briot iba a pasar la noche entre mis brazos.
Pero a mí siempre me ha costado tomar ciertas decisiones y, sin embargo, era de verdad el momento de dejar mi vaso e intentar algo.
Como si la mujer de Roger Rabbit estuviese sentada muy cerca de ti y que tú estuvieras pensando en tu plan ahorro-vivienda…
Hablaba de no sé qué y me miraba de reojo.
Y de pronto…, de pronto…, pensé en ese sofá en el que estábamos sentados.
Empezaba a preguntarme de verdad, intensa y serenamente cómo se abriría un clic-clac.
Pensaba que lo mejor sería empezar a besarla con bastante fogosidad y luego echarla para atrás hábilmente para tumbarla sin percance…
Sí, pero luego… ¿el clic-clac, qué?
Ya me veía poniéndome nervioso en silencio por una palanquita mientras su lengua le hacía cosquillas a mis amígdalas y sus manos buscaban mi cinturón…
En fin… por ahora, no es que fuera del todo el caso… Empezaba incluso a esquivar el principio de un bostezo…
Menudo Don Juan. Qué miseria.
Y luego pensé en mis hermanas, y me reí por dentro al pensar en esas dos arpías.
Anda que no se lo hubieran pasado bien de haberme visto en ese momento con el muslo de Miss Universo contra mi muslo y mis preocupaciones domésticas para abrir un sofá-cama de Ikea.
En ese momento justo, Sarah Briot se volvió hacia mí y me dijo:
—Qué guapo estás cuando sonríes.
Besándome.
Y ahí, en ese preciso instante, con 54 kilos de femineidad, de dulzura y de caricias sobre mis rodillas, cerré los ojos, eché la cabeza hacia atrás y pensé muy fuerte: «Gracias, chicas.»