DURANTE AÑOS

Durante años he pensado que esta mujer estaba fuera de mi vida, no muy lejos tal vez, pero fuera.

Que ya no existía, que vivía muy lejos, que nunca había sido tan bella, que pertenecía al mundo del pasado. El mundo de cuando yo era joven y romántico, cuando creía que el amor duraba siempre y que nada era más grande que mi amor por ella. Todas esas tonterías.

Yo tenía veintiséis años y estaba en el andén de una estación. No comprendía por qué ella lloraba tanto. Yo la estrechaba entre mis brazos y me hundía en su cuello. Creía que ella estaba triste porque me marchaba y que me dejaba ver su desamparo. Y luego, unas semanas más tarde, después de haber pisoteado mi orgullo como un indecente al teléfono o gimiendo en cartas demasiado largas, terminé por comprender.

Que ese día ella flaqueaba porque sabía que miraba mi rostro por última vez, que era por mí por quien lloraba, por mi despojo. Y que el encarne no le agradaba.

Durante meses, me di golpes con todo.

No tenía cuidado con nada y me di golpes con todo. Cuanto más me dolía, más golpes me daba.

Fui un chico destartalado admirable: todos esos días vacíos en que disimulé. Levantándome, trabajando hasta embrutecerme, alimentándome sin poner pegas, tomando cañas con mis compañeros de trabajo y riéndome de igual a igual con mis hermanos cuando la más mínima colleja del menor de ellos hubiera bastado para partirme en dos.

Pero estoy equivocado. No era valentía, era tontería: porque creía que ella volvería. Lo creía de verdad.

No había visto venir nada, y mi corazón se había deshecho por completo en el andén de una estación un domingo por la noche. No conseguía aceptarlo y me daba golpes con cualquier cosa.

Los años que siguieron no me causaron ningún efecto. Algunos días me sorprendía a mí mismo pensando:

—Anda…, es curioso…, creo que no pensé en ella ayer… —Y en vez de felicitarme por ello, me preguntaba cómo era posible, cómo había conseguido vivir un día entero sin pensar en ella. Su nombre sobre todo me obsesionaba. Y dos o tres imágenes de ella muy precisas. Siempre las mismas.

Es verdad. Puse los pies en el suelo por las mañanas, me alimenté, me lavé, me vestí y trabajé.

Alguna vez vi el cuerpo desnudo de algunas chicas. Alguna vez, pero sin dulzura.

Emociones: ninguna.

Y por fin, con todo, tuve mi oportunidad, cuando ya me daba igual.

Otra mujer me conoció. Una mujer muy diferente se enamoró de mí, tenía otro nombre y había decidido hacer de mí un hombre entero. Sin preguntarme mi opinión, me devolvió el equilibrio y se casó conmigo menos de un año después de nuestro primer beso, intercambiado en un ascensor durante un congreso.

Una mujer inesperada. Tengo que decir que tenía mucho miedo. Ya no creía en ello y debí de herirla muchas veces. Le acariciaba el vientre y mi mente divagaba. Levantaba sus cabellos y buscaba en ellos otro olor. Ella nunca me dijo nada. Sabía que mi vida de fantasma no duraría mucho. Por su risa, por su piel y por todo ese fárrago de amor elemental y desinteresado que tenía para darme. Ella tenía razón. Mi vida de fantasma me dejó vivir feliz.

En este momento está en la habitación de al lado. Está dormida.

Profesionalmente he tenido más éxito que el que hubiera imaginado. Debe de ser porque la aspereza da sus frutos, porque me encontraba en el lugar adecuado en el momento oportuno, porque supe tomar ciertas decisiones, porque… No lo sé.

En todo caso, veo claramente en la mirada tan extrañada como llena de sospecha de mis antiguos compañeros de promoción que todo esto les desconcierta: una bonita mujer, una bonita tarjeta de visita y camisas a medida…, habiendo empezado con tan pocos medios. Lo deja a uno perplejo.

En esa época yo era sobre todo el que sólo pensaba en las chicas, en fin… en esa chica, el que escribía cartas durante las clases magistrales y no miraba los culos, ni las tetas, ni los ojos, ni nada más en las terrazas de los cafés. El que tomaba el primer tren para París todos los viernes y que volvía triste y con ojeras los lunes por la mañana maldiciendo las distancias y el celo de los controladores. Más Arlequín que yuppie, es verdad.

Como la quería, descuidaba mis estudios, y como la fastidiaba en mis estudios, entre otros descuidos, me abandonó. Debía pensar que el porvenir era demasiado… incierto con un tipo como yo.

Cuando leo hoy mis extractos de cuentas, me doy cuenta de que a la vida le gusta gastar más de una broma.

Así pues, viví como si nada.

Claro, con una sonrisa en la boca, a veces hablábamos entre nosotros, mi mujer y yo, o con amigos, de nuestra época de estudiantes, de las películas y los libros que nos habían moldeado y de nuestros amores de juventud, de los rostros ignorados por el camino y que se nos venían a la cabeza por casualidad. Del precio de los cafés y de todo ese tipo de nostalgia… Esa parte de nuestra vida colocada sobre una estantería. Formábamos sobre ella un poco de polvo. Pero yo no insistía jamás sobre ello. Oh, no.

Durante una época, recuerdo, pasaba todos los días delante de un cartel que indicaba el nombre de la ciudad donde sabía que ella vivía, con el número de kilómetros.

Todas las mañanas, al ir a mi oficina, y todas las tardes, al volver a casa, echaba una ojeada a ese cartel. Le echaba una ojeada, nada más. No la seguí nunca. Pensé en ello, pero la sola idea de poner el intermitente era como escupir a mi mujer.

Sin embargo, le echaba una ojeada, es verdad.

Y luego cambié de trabajo. Adiós cartel.

Pero siempre había otras razones, otros pretextos. Siempre. ¿Cuántas veces me habré dado la vuelta en la calle, con el corazón acelerado porque me había parecido ver un pedazo de silueta que…, o una voz que…, o una melena como…?

¿Cuántas veces?

Creía que ya no pensaba en ello, pero me bastaba estar un momento solo en un lugar más o menos tranquilo para dejarla venir.

Un día, hace por lo menos seis meses, en la terraza de un restaurante, cuando el cliente que tenía que invitar no llegaba, me puse a buscarla en mis recuerdos. Me aflojé el cuello de la camisa y mandé al camarero a comprarme un paquete de cigarrillos. Esos cigarrillos fuertes y acres que fumaba entonces. Estiré las piernas y no quise que quitaran el cubierto de enfrente. Pedí un buen vino, un Gruaud-Larose creo… Y mientras fumaba con los ojos entrecerrados saboreando un rayito de sol, la miraba acercarse.

La miraba y la miraba. No dejaba de pensar en ella y en lo que hacíamos cuando estábamos juntos y cuando dormíamos en la misma cama.

Nunca me pregunté si la seguía queriendo o cuáles eran mis sentimientos exactos hacia ella. No habría servido de nada. Pero me gustaba reencontrarme con ella en un momento de soledad. Tengo que decirlo porque es la verdad.

Afortunadamente para mí, mi vida no me dejaba muchos momentos de soledad. Era de verdad necesario que un cliente desolado se olvidara de mí por completo o que me encontrara solo, por la noche, en mi coche y sin preocupaciones para conseguirlo. O sea, casi nunca.

Y aunque tuviera ganas de dejarme llevar por una gran depre, una nostalgia, de tomar un tono jocoso e intentar encontrar su número de teléfono en la guía electrónica u otra tontería por el estilo, ahora sé que eso ni se plantea puesto que, desde hace unos años, tengo unas verdaderas barreras. Las más feroces: mis hijos.

Estoy loco por mis hijos. Tengo tres, la mayor, de siete años, que se llama Marie, otra, Joséphine, que pronto cumplirá los cuatro, e Yvan, el benjamín que sólo tiene dos años. De hecho fui yo quien supliqué a mi mujer que me diera un tercer hijo, me acuerdo de que ella hablaba de cansancio y de porvenir pero me gustan tanto los bebés, su media lengua y sus mimos mojados… «Anda… —le decía—, dame otro hijo.» Ella no se resistió mucho tiempo, y sólo por eso, sé que es mi única amiga y que no me alejaré de ella. Aunque me codee con una sombra tenaz.

Mis hijos son lo mejor que me ha pasado en la vida.

Una vieja historia de amor no vale nada al lado de eso. Nada de nada.

Así es más o menos como he vivido, hasta que la semana pasada dijo su nombre al teléfono:

—Soy Hélèna.

—¿Hélèna?

—¿Te molesto?

Tenía sentado en las rodillas a mi hijo pequeño que intentaba coger el auricular lloriqueando.

—Pues…

—¿Es tu hijo?

—Sí.

—¿Qué edad tiene?

—… ¿Por qué me llamas?

—¿Qué edad tiene?

—Veinte meses.

—Te llamo porque querría verte.

—¿Quieres verme?

—Sí.

—¿Qué chorrada es ésta?

—…

—Así, sin más. Te has dicho ¡Anda!… Tengo ganas de volver a verlo…

—Casi así.

—¿Por qué?… Quiero decir, ¿por qué ahora?… Después de todos estos añ…

—… Doce años. Hace doce años.

—Bueno. ¿Y entonces?… ¿Qué pasa? ¿Te has despertado? ¿Qué quieres? Quieres saber la edad de mis hijos o si se me ha caído el pelo o…, o ver el efecto que me causarías o… ¡¿O sólo porque sí, para hablar de los viejos tiempos?!

—Mira, no pensaba que te lo fueras a tomar así, voy a colgar. Lo siento. Yo…

—¿Cómo has conseguido mi número?

—Por tu padre.

—¡Qué!

—He llamado antes a tu padre y le he pedido tu número, eso es todo.

—¿Se acordaba de ti?

—No. Bueno… No le he dicho quién era.

Dejé a mi hijo en el suelo y se marchó a su cuarto con sus hermanas. Mi mujer no estaba.

—Espera, no cuelgues… «¡Marie! ¿Le puedes poner las zapatillas, por favor?»… Sí, ¿sigues ahí?

—Sí.

—¿Entonces?…

—¿Entonces qué?…

—¿Quieres que nos volvamos a ver?

—Sí. O sea, no mucho rato. Sólo tomar algo, o caminar un ratito, sabes…

—Por qué. ¿De qué serviría?

—Es sólo que tengo ganas de volver a verte. De hablar un poquito contigo.

—¿Hélèna?

—Sí.

—¿Por qué haces esto?

—¿Por qué?

—Sí, ¿por qué me vuelves a llamar? ¿Por qué tan tarde? ¿Por qué ahora? Ni siquiera te has preguntado si no cabía la posibilidad de que me jodieras la vida… Marcas mi número y…

—Escucha, Pierre. Me voy a morir.

—…

—Te llamo ahora porque me voy a morir. No sé exactamente cuándo, pero dentro de no mucho tiempo.

Apartaba el teléfono de mi cara como para coger un poco de aire e intentaba levantarme, sin éxito.

—No es verdad.

—Sí que es verdad.

—¿Qué te pasa?

—Oh…, es complicado. Para resumir se podría decir que es mi sangre que…, bueno, ya no sé bien lo que le pasa porque los diagnósticos son un lío, pero, bueno, es una cosa rara, vaya.

Le dije:

—¿Estás segura?

—Oye, oye, un momento. ¿Pero qué te has creído? ¡¡¿Que te cuento una trola de lo más melodramática para tener un motivo para llamarte?!!

—Perdóname.

—No te preocupes.

—Tal vez se equivocan.

—Sí… Tal vez.

—¿No?

—No. No creo.

—¿Cómo es posible?

—No lo sé.

—¿Te duele?

—Así, así.

—¿Te duele?

—Pues sí, un poco.

—¿Quieres verme por última vez?

—Sí. Se podría decir así.

—…

—…

—¿No te da miedo llevarte una decepción? ¿No prefieres conservar una…, buena imagen?

—¿Una imagen de cuando eras joven y guapo?

La oía sonreír.

—Exactamente. Cuando era joven y guapo y todavía no tenía canas…

—¡¿Tienes canas?!

—Tengo cinco, creo.

—¡Ah, bueno, qué susto me has dado! Tienes razón. No sé si es una buena idea, pero hace ya tiempo que pienso en ello…, y me decía que era una cosa que de verdad me haría ilusión… Entonces, como últimamente ya no hay muchas cosas que me hagan ilusión…, te…, te he llamado.

—¿Hace cuánto tiempo que piensas en ello?

—¡Doce años! No… Es una broma. Pienso en ello desde hace unos meses. Desde mi última estancia en el hospital para ser exactos.

—¿Me quieres volver a ver, tú crees?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Cuando quieras. Cuando puedas.

—¿Dónde vives?

—Donde siempre. A cien kilómetros de tu casa, creo.

—¿Hélèna?

—¿Sí?

—No, nada.

—Tienes razón. Nada. Así son las cosas. Así es la vida y no te llamo para desmadejar el pasado o para reinventarnos París, sabes. Yo… Te llamo porque tengo ganas de volver a ver tu rostro. Eso es todo. Es como la gente que regresa al pueblo de su infancia o a la casa de sus padres… o hacia cualquier otro lugar que ha marcado su vida.

—Es como una peregrinación, vaya.

Me daba cuenta de que yo ya no tenía la misma voz.

—Sí, exactamente. Es como una peregrinación. Será que tu rostro es un lugar que ha marcado mi vida.

—Las peregrinaciones son siempre tristes.

—¡¿Por qué dices eso?! ¡¿Has hecho alguna vez alguna?!

—No. Sí. A Lourdes…

—Ah, bueno, entonces sí… Entonces, claro, Lourdes sí, claro…

Se esforzaba por adoptar un tono de broma.

Oía a los niños peleándose y ya no tenía ninguna gana de hablar. Tenía ganas de colgar. Terminé por soltar:

—¿Cuándo?

—Dímelo tú.

—¿Mañana?

—Si quieres.

—¿Dónde?

—A medio camino entre nuestras dos ciudades. En Sully, por ejemplo…

—¿Puedes conducir?

—Sí. Puedo conducir.

—¿Qué hay en Sully?

—Pues, no mucho, me imagino… ya lo veremos. Podemos quedar delante del ayuntamiento…

—¿A la hora de comer?

—Oh, no. No es muy agradable comer conmigo, sabes…

Seguía haciendo esfuerzos para reír.

—… Mejor después de comer.

No pudo dormir esa noche. Miró el techo con los ojos muy abiertos. Quería que siguieran bien secos. No llorar.

No era por su mujer. Tenía miedo de equivocarse, de llorar por la muerte de su propia vida interior, más que por la muerte de ella. Sabía que si empezaba ya no podría parar.

No abrir las compuertas. Sobre todo no abrirlas. Porque después de tantos años que se pavoneaba y se quejaba de la debilidad de la gente. De los demás. De los que no saben lo que quieren y arrastran tras de sí toda su mediocridad.

Tantos años que miraba con una ternura de mierda los tiempos de su juventud. Siempre, cuando pensaba en ella, relativizaba, fingía reírse de ello o comprender algo. Pero nunca había comprendido nada.

Sabe perfectamente que sólo la ha querido a ella y que sólo ella lo ha querido a él. Que ha sido su único amor y que nada podrá cambiar todo eso. Que lo abandonó como algo molesto e inútil. Que nunca le tendió la mano o le escribió una notita para decirle que se levantara. Para confesarle que no estaba tan bien. Que él se equivocaba. Que valía más que ella. O que había cometido el error de su vida y que se había arrepentido de ello en secreto. Sabía lo orgullosa que era. Decirle que durante doce años ella también había sufrido y que ahora iba a morir.

No quería llorar, y para no hacerlo, se decía cualquier cosa. Sí, eso es. Cualquier cosa. Su mujer, al darse la vuelta, apoyó la mano sobre su tripa y enseguida se arrepintió de todos esos delirios. Por supuesto que ha amado y ha sido amado por otra, por supuesto. Mira ese rostro junto a él y toma su mano para besarla. Ella sonríe en sueños.

No, no tiene motivos para quejarse. No tiene motivos para mentirse. La pasión romántica vale para un ratito. Pero ahora basta, eh. Además, mañana por la tarde no le viene muy bien por lo de su cita con el tío de Sygma II. No va a tener más remedio que meter a Marcheron en el ajo y eso, desde luego, no le viene nada bien porque con Marcheron…

No pudo dormir aquella noche. Pensó en cantidad de cosas.

Así es como podría explicar su insomnio, salvo que su lámpara ilumina mal y no ve nada y, como en la época de las grandes tristezas, se da golpes con todo.

Ella no pudo dormir esa noche, pero ya está acostumbrada. Ya casi no duerme. Es porque ya no se cansa bastante durante el día. Ésa es la teoría del médico. Sus hijos están en casa de su padre y ella no hace más que llorar.

Llorar. Llorar. Llorar.

Se quiebra, suelta lastre, se deja desbordar. Le trae sin cuidado, piensa que ya está bien, que habría que pasar a otra cosa y largarse de aquí, porque por mucho que ese tío diga que no se cansa, no entiende nada, con su bata limpita y sus palabras complicadas. En verdad está agotada. Agotada.

Llora porque, por fin, ha llamado a Pierre. Siempre se las ha apañado para saber su número de teléfono y le ha pasado varias veces que ha marcado las diez cifras que la separaban de él, ha oído su voz y ha colgado precipitadamente. Una vez, incluso, le siguió durante un día entero porque quería saber dónde vivía y cuál era su coche, dónde trabajaba, cómo se vestía y si parecía preocupado. Siguió también a su mujer. Se había visto obligada a reconocer que era bonita y alegre y que tenía hijos suyos.

Llora porque su corazón ha vuelto hoy a latir cuando hace ya tiempo que no creía en ello. Ha tenido una vida más dura de lo que hubiera imaginado. Sobre todo ha conocido la soledad. Creía que era ya demasiado tarde para sentir algo, que lo bueno, para ella, se había terminado. Sobre todo desde que ellos se pusieron nerviosos un día por un análisis de sangre, un chequeo de rutina que se había hecho de casualidad porque se sentía pachucha. Todos, los pequeños doctores y los grandes profesores, tenían una opinión sobre esa historia, pero muy poco que decir cuando se trató de curarla.

Llora por tantísimas razones que no tiene ganas de pensar en ello. Se le planta delante toda su vida. Entonces, para protegerse un poco, se dice a sí misma que llora por el placer de llorar y punto.

Ella estaba ya allí cuando yo llegué, y me sonrió. Me dijo: «Seguro que es la primera vez que no te hago esperar, ves, no tenías que perder la esperanza», y yo le contesté que no había perdido la esperanza.

No nos besamos. Le dije: «No has cambiado.» Era un comentario estúpido pero era lo que pensaba, salvo que la encontraba aún más bella. Estaba muy pálida y se le veían un montón de venitas azules alrededor de los ojos, en los párpados y en las sienes. Había adelgazado y su rostro estaba más descarnado que antes. Parecía más resignada, mientras que me acuerdo de la impresión de azogue que solía dar antes. Ella no dejaba de mirarme. Quería que le hablara, quería que me callara. Me sonreía siempre. Quería volverme a ver y yo no sabía cómo mover las manos ni si podía fumar o tocarle el brazo.

Era una ciudad siniestra. Caminamos hasta el parque público que había un poco más lejos.

Nos contamos nuestras vidas. Un poco a salto de mata. Guardábamos nuestros secretos. Ella elegía bien las palabras que decía. En un momento dado me preguntó la diferencia entre desasosiego y desocupación. Yo no sabía ya. Hizo un gesto para darme a entender que, de todas maneras, no tenía importancia. Decía que todo esto la había vuelto demasiado amarga o demasiado dura, en todo caso demasiado diferente de como era de verdad antes.

Casi no evocamos su enfermedad salvo en el momento en que habló de sus hijos diciendo que no era vida para ellos. Poco tiempo antes había querido cocerles un poco de pasta y ni siquiera eso había podido hacer por culpa de la cacerola de agua que pesaba demasiado y no la podía levantar, y que no, de verdad, ya no era vida. Ya habían tenido su cupo de tristeza más que de sobra.

Me hizo hablar de mi mujer y de mis hijos y de mi trabajo. E incluso de Marcheron. Quería saberlo todo pero yo veía bien que la mayor parte del tiempo no me escuchaba.

Estábamos sentados en un banco descascarillado enfrente de una fuente que no había debido escupir nada desde el día de su inauguración. Todo era feo. Triste y feo. Empezaba a caer la humedad y nos acurrucábamos un poco para entrar en calor.

Por fin se levantó, tenía que marcharse ya.

Me dijo: «Tengo un favor que pedirte, sólo uno. Querría olerte.» Y como yo no contestaba nada, me confesó que durante todos estos años había tenido ganas de olerme y de respirar mi olor. Yo mantenía las manos en el fondo de los bolsillos de mi abrigo porque si no…

Se colocó a mi espalda y se inclinó sobre mi pelo. Permaneció así largo rato y yo me sentía terriblemente mal. Luego, con su nariz, recorrió mi nuca y todo el contorno de mi cabeza, tomándose su tiempo, y luego bajó por mi cuello hacia el cuello de mi camisa. Inspiraba y mantenía, ella también, las manos a la espalda. Luego me aflojó la corbata y abrió los dos primeros botones de mi camisa y sentí la punta de su nariz muy fría contra el nacimiento de mis clavículas, yo… yo…

Hice un movimiento un poco brusco. Ella se incorporó a mi espalda y colocó las dos manos bien extendidas sobre mis hombros. Me dijo: «Voy a marcharme. Quisiera que no te movieras y que no te dieras la vuelta. Te lo suplico. Te lo suplico.»

Yo no me moví. De todas maneras, no tenía ganas de hacerlo porque no quería que me viera con los ojos hinchados y la cara toda contraída.

Esperé bastante tiempo y volví hacia mi coche.