JUNIOR

Se llama Alexandre Devermont. Es un chico sonrosado y rubio.

Criado al vacío. Cien por cien jaboncillo y Colgate biflúor, con camisetas de cuadritos de vichy y un hoyito en la barbilla. Lindo. Limpio. Un verdadero primor.

Cumplirá pronto veinte años. Esa edad desalentadora en la que todavía cree uno que todo es posible. Tantas probabilidades y tantas ilusiones. Tantos batacazos por llegar también.

Pero para este chico sonrosadito, no. La vida no le ha hecho nunca nada. Nadie le ha tirado de las orejas hasta el punto en que duele de verdad. Es un buen chico.

Su mamá se lo tiene creidísimo. Dice: «Sí, dígame, soy Élisabeth Devermont…», separando la primera sílaba del resto de su apellido. Como si todavía esperara poder engañar a alguien… Ya, ya… Actualmente puedes pagar para conseguir muchas cosas, pero, hija mía, un apellido de rancio abolengo, olvídalo.

Ya no te puedes comprar ese tipo de orgullo. Es como Obélix, tenías que haberte caído dentro cuando eras pequeña. Pero nada le impide llevar una sortija de sello con un escudo de armas grabado encima.

¿Un escudo de qué, me pregunto yo? Un revoltijillo de corona y flores de lis sobre un fondo de blasón. La asociación de los Charcuteros-Cátering de Francia ha elegido el mismo para su papel con membrete del sindicato, pero eso ella no lo sabe. Uf, menos mal.

Su papá ha retomado el negocio familiar. Una empresa de fabricación de muebles de jardín de resina blanca. Los muebles Rofitex.

Con una garantía de diez años contra el amarilleo y bajo cualquier clima.

La verdad es que la resina queda un poco en plan camping y picnic en Mimile. Habría sido más chic hacer madera de teca, bancos con clase que van tomando lentamente una bella pátina y algunos liquenes bajo el roble centenario plantado por el bisabuelo en medio de la propiedad… Pero bueno, no hay más remedio que quedarse con lo que uno hereda, ¿eh?

A propósito de muebles, exageraba un poco antes cuando decía que la vida no le ha hecho padecer nada a Junior. Sí, sí. Un día, cuando bailaba con una chica de buena familia, plana y de raza como un verdadero setter inglés, tuvo él su sustito.

Fue durante una de esas reuniones mundanas que las mamás organizan por todo lo alto para evitar que sus vástagos se aventuren un día entre los pechos de una Leila o de una Rebeca o de cualquier otra cosa que huela demasiado a comida kosher o a cuscús.

Y ahí estaba él pues, con su esmoquin y sus manos sudadas. Bailaba con esa chica, teniendo mucho cuidado sobre todo de no rozarle la tripa con su bragueta. Intentaba contonearse un poco llevando el compás con los apliques de hierro de sus botines Weston. Así en plan relajado, sabes. En plan joven.

Y entonces la pijina le preguntó:

—¿A qué se dedica tu padre? (Es una pregunta que suelen hacer las chicas en este tipo de guateques.)

Él le contestó, en plan distraído, haciéndola girar sobre sí misma.

—Es el director general de Rofitex, no sé si sabes qué empresa es, doscientos emplea…

No le dio el tiempo a terminar la frase. Paró de bailar de pronto y abrió como platos sus ojos de setter:

—Espera… ¿Rofitex?… Quieres decir los… los… ¿¡¡¡preservativos Rofitex!!!?

Ésta sí que es buena.

—No, los muebles de jardín —contestó él, pero de verdad, se esperaba cualquier cosa menos esto. O sea, de verdad, qué tía más tonta, pero qué tonta. Afortunadamente la pieza había terminado y él pudo dirigirse hacia el bufé para beber un poco de champán y deglutir. O sea, de verdad.

Mira por dónde, ni siquiera es una chica del mundillo, es una que se coló.

Veinte años. Dios mío.

El pequeño Devermont tuvo que repetir el examen de bachillerato, pero el carné de conducir, no, eso le ha salido bien. Acaba de sacárselo, y a la primera.

No como su hermano, que se tuvo que examinar tres veces.

Durante la cena todo el mundo está de buen humor. No estaba tan tirado lo del carné porque el inspector de esta región es un verdadero gilipollas. Y un borracho, además. Aquí estamos en el campo.

Como ya lo hicieron su hermano y sus primos antes que él, Alexandre se sacó el carné durante las vacaciones escolares en la finca de su abuela, porque las tarifas son menos altas en provincias que en París. Casi mil francos de diferencia en el precio de las clases.

Pero bueno, en aquella ocasión el borracho estaba casi en ayunas y garabateó el papel rosa sin hacerse el interesante.

Alexandre podrá utilizar el Golf de su madre a condición de que ella no lo necesite, si no, cogerá el viejo Peugeot 104 que está en el granero. Como los demás.

Está todavía en buenas condiciones pero huele a cagarruta de gallina.

Las vacaciones llegan a su fin. Pronto habrá que volver al gran apartamento de la avenida Mozart y matricularse en la Escuela de Comercio privada de la avenida de Saxe. Una escuela cuyo diploma todavía no está reconocido por el Estado pero que tiene un nombre complicado lleno de iniciales: ISERP o IRPS o ISDTDB o algo por el estilo. (Instituto Superior De Tontos Del Bote.)

Nuestro primor ha cambiado mucho en estos meses de verano. Se ha desvergonzado e, incluso, ha empezado a fumar.

Marlboro light.

Es por sus nuevas compañías: se ha encaprichado del hijo de un cultivador importante de la región, Franck Mingeaut. Y ése, desde luego, no es cualquier cosa. Forrado, vistoso, alborotador y ruidoso. Uno que saluda educadamente a la abuela de Alexandre mientras, al mismo tiempo, le echa el ojo a sus primitas. Ay, ay, ay…

Franck Mingeaut está contento de conocer a Alexandre. Gracias a él puede codearse con el mundillo, ir a fiestas donde las chicas son delgadas y bonitas y donde el champán de las familias sustituye a la cerveza barata Valstar. Su instinto le dice que es por ahí por donde tiene que tirar si quiere llegar lejos. Los salones interiores de los cafés, las Marylines vulgares, el billar y las ferias agrícolas, están bien para un rato. Mientras que una velada en casa de la hija de don Menganito en el castillo de la Menganera, eso sí que es energía bien empleada.

Junior Devermont está feliz con su nuevo rico. Gracias a él, derrapa en los patios de gravilla con un cabriolé deportivo, se lanza por las carreteras regionales de Touraine haciendo cortes de manga a los catetos para que echen a un lado sus cuatro latas y joroba a su padre. Se ha abierto un botón más de la camisita, e incluso se ha vuelto a poner su medallita de bautismo en plan durito tierno. A las chicas les encanta.

Esta noche es la fiesta del verano. El conde y la condesa de la Rochepoucaut organizan una recepción para la segunda de sus hijos, Éléonore. Toda la jet-set asistirá. Desde Mayenne hasta el extremo de Berry. Toda la crème de la crème que a uno se le pueda antojan Jóvenes herederas todavía vírgenes lloviendo del cielo.

Dinero. No contante y sonante, sino el olor a dinero. Escotes, pieles lechosas, collares de perlas, cigarrillos ultra ligeros y risas nerviosas. Para Franck-esclavita y Alexandre-cadenita es la gran noche.

Ni hablar de perdérsela.

Para esa gente, un cultivador rico será siempre un campesino y un industrial bien educado será siempre un proveedor. Razón de más para beberse su champán y tirarse a sus hijas entre los arbustos. No son todas unas salvajes estas damiselas. Descienden en línea directa de Godefroy de Bouillon y están de acuerdo con llevar un poco más lejos la última cruzada.

Franck no tiene invitación, pero Alexandre conoce al tío que controla en la puerta, no hay problema, le das cien francos y te deja pasar, puede incluso aullar tu nombre como en los salones del Automóvil Club si te apetece.

La gran pega es el coche. El coche ayuda para rematar con aquellas a las que no les gusta demasiado pincharse con los arbustos.

La niña bonita que no quiere volver muy pronto se despide de su papá y tiene que encontrar a un caballero galante que la acompañe a su casa. Sin coche en una región donde la gente vive a varias decenas de kilómetros unos de otros, eres o un chico acabado, o uno virgen.

Y aquí, la situación es crítica. Franck no tiene su coche fardón para ligar porque está pasando la revisión y Alexandre no dispone del de su madre porque se ha vuelto a París con él.

¿Qué queda? El 104 azul celeste con excrementos de gallina en los sillones y en las puertas. Hay incluso paja en el suelo del coche y una pegatina que pone «Cazar es natural» en el parabrisas. Dios mío, qué mal rollo.

—Y tu viejo, ¿dónde está?

—De viaje.

—¿Y su coche?

—Pues… está aquí, ¿por qué?

—¿Por qué está aquí?

—Porque Jean-Raymond lo tiene que lavar a fondo.

(Jean-Raymond es el guarda.)

—¡¡¡Pues perfecto!!! Le cogemos prestado el coche para la fiesta y luego se lo devolvemos. Y hala, ni visto ni oído.

—Nooo, nooo, Franck, eso no es posible. No es posible.

—¿¡Y por qué!?

—Tío, si pasa cualquier cosa, me matan. Nooo, nooo, no es posible.

—¿Pero qué quieres que pase, maricón? Eh, ¡¿qué quieres que pase?!

—Nooo, nooo…

—Joder, tío, para ya, ¿qué es eso de «nooo, nooo»? Son quince kilómetros de ida y quince de vuelta. La carretera es toda recta y no habrá un alma fuera a esa hora, así que dime, ¿cuál es el problema?

—Si tenemos la más mínima movida…

—¿PERO QUÉ movida podemos tener? Eh, ¿Q movida? Tengo el carné desde hace tres años y jamás he tenido un solo problema, ¿me oyes? Ni uno.

Se pone el pulgar debajo del incisivo como para arrancárselo.

—Nooo, nooo, ni hablar. El Jaguar de mi padre, no.

—¡Joder, pero cómo se puede ser tan gilipollas, yo alucino!

—…

—¿¿¿Y qué hacemos entonces??? ¿Vamos a casa de la Roche-de-los-cojones con tu mierda de gallinero con ruedas?

—Pues sí…

—Espera, pero ¿no teníamos que llevar a tu prima y pasar a buscar a su amiga a Saint-Chinan?

—Pues, sí…

—¡¿¿Y tú crees que van a poner su culito en tus asientos llenos de caca??!

—Pues, no…

—¿Pues, entonces?… Le cogemos prestado el buga a tu padre, vamos despacito, y unas horas después lo dejamos otra vez con mucho cuidadito donde lo habíamos cogido y ya está.

—Nooo, nooo, el Jaguar, no… (silencio)… el Jaguar, no.

—Pues mira, yo me voy a buscar a alguien que me lleve. De verdad, eres un gilipollas. Es la juerga del verano y tú quieres que aparezcamos con tu carreta para transportar ganado. Ni hablar. ¿Funciona, para empezar?

—Pues, sí, funciona.

—Jooooooder, vamos, es que yo alucino…

Se estira la piel de las mejillas.

—De todas formas, sin mí no puedes entrar.

—Sí, pues, entre no ir, o ir con tu mierda de coche, no sé qué será mejor… Eh, asegúrate de que no quede ninguna gallina dentro, ¿eh?

En el camino de vuelta. Las cinco de la mañana. Dos chicos grises y cansados que huelen a colilla y a sudor, pero no a fornicación (buena fiesta, poco ligue, son cosas que ocurren).

Dos chicos silenciosos por la D-49 entre Bonneuil y Cissé-le-Duc en Indre-et-Loire.

—Ves, tío… No nos lo hemos cargado… Eh… ves… No hacía falta que me dieras la vara con tus «nooo, nooo». El gordo de Jean-Raymond ya lo podrá frotar mañana, el cochecito de papá…

—Pfff… Para lo que nos ha servido… Podríamos haber cogido el otro…

—Es verdad que por ese lado, a dieta…

Se toca la entrepierna.

—… No has visto a mucha gente, tú, ¿eh?… En fin… yo por lo menos tengo una cita mañana con una rubia tetona para ir a jugar al tenis…

—¿Cuál?

—Ya sabes, esa que…

No terminó nunca esa frase porque justo en ese momento cruzó la carretera un jabalí, un cerdo de por lo menos ciento cincuenta kilos, pero sin mirar, ni a derecha ni a izquierda, el muy estúpido.

Un jabalí con mucha prisa que a lo mejor volvía de una fiesta y tenía miedo de que le echaran la bronca sus padres.

Primero oyeron el chirriar de los neumáticos y luego un enorme «pong» por delante. Alexandre Devermont dijo:

—Mierda.

Se detuvieron, dejaron las puertas del coche abiertas y se acercaron a ver. El cerdo bien muerto y el lado delantero derecho del coche bien muerto: adiós parachoques, adiós radiador, adiós faros y adiós carrocería. Incluso la siglita de Jaguar había recibido lo suyo. Alexandre Devermont volvió a decir:

—Mierda.

Estaba demasiado piripi y demasiado cansado para pronunciar una palabra más. Sin embargo, en ese momento exactamente, ya era claramente consciente de la inmensa cantidad de movidas que le esperaba. Claramente consciente.

Franck le dio una patada al jabalí en la panza y dijo:

—Bueno, pues no lo vamos a dejar aquí. Por lo menos vamos a llevarlo a casa, siempre es pitraco para comer…

Alexandre empezó a descojonarse bajito.

—Sí, la pata de jabalí está rica…

No tenía ninguna gracia, la situación era incluso dramática, pero les empezaba a entrar la risa floja. Por culpa del cansancio seguramente y de los nervios.

—Qué contenta se va a poner tu madre…

—¡Eso seguro, se va a poner súper contenta!

Y estos dos memos se reían tanto que les dolía la barriga.

—Bueno, ¿lo metemos en el maletero?

—Vale.

—¡Mierda!

—¡¿Qué pasa ahora?!

—Hay mogollón de cosas…

—¿Eh?

—¡Que te digo que está lleno!… Aquí dentro están los palos de golf de tu padre y mogollón de cajas de vino…

—Mierda…

—¿Qué hacemos?

—Pues lo ponemos atrás, en el suelo…

—¿Tú crees?

—Sí, espera. Voy a poner algo para proteger la tapicería… Mira en el fondo del maletero a ver si ves un plaid

—¿Un qué?

—Un plaid.

—¿Qué es eso?

—… La cosa esa de cuadros verdes y azules que está ahí al fondo…

—¡Ah! Una manta… una manta de parisinos, vaya…

—Sí, bueno, lo que tú digas… Venga, date prisa.

—Espera que te eche una mano. No le vamos a ensuciar su tapicería de cuero, además…

—Tienes razón.

—¡Joder, cómo pesa!…

—No me digas.

—Y, además, apesta.

—Eh, Alex… que estamos en el campo…

—Pues vaya coñazo, el campo.

Regresaron al coche. No tuvieron ningún problema para volver a arrancar; aparentemente al motor no le había pasado nada. Que ya es algo.

Y unos kilómetros más lejos: un miedo de espanto. Primero unos ruidos y unos gruñidos a su espalda.

Franck dijo:

—¡Joder, si es que no está muerto, el cabronazo!

Alexandre no contestó nada. Es que era ya demasiado.

El cerdo empezó a incorporarse y a retorcerse de un lado a otro.

Franck frenó en seco y gritó.

—¡Eh, fuera, nos largamos!

Estaba muy pálido.

Cerraron dando un portazo y se alejaron del coche. En el interior era la mierda total.

La Mierda Total.

Los asientos de cuero color crema, destrozados. El volante, destrozado. La palanca de cambios de madera de olmo, destrozada, los reposacabezas, destrozados. Todo el interior del coche, destrozado, destrozado, destrozado.

Devermont junior, aniquilado.

El animal tenía los ojos desorbitados y espuma blanca alrededor de sus enormes colmillos ganchudos. Era un espectáculo horrible.

Decidieron abrir la puerta escondiéndose detrás y luego subir a refugiarse sobre el techo. Era tal vez una buena táctica, pero eso no lo sabrán nunca, porque mientras tanto, el cerdo se había encerrado por dentro pisoteando el botón del cierre centralizado.

Y la llave se había quedado en el salpicadero.

Hay que ver… se puede decir que cuando todo se va al traste, se va al traste de verdad.

Franck Mingeaut sacó un teléfono móvil del bolsillo interior de su chaqueta, con mucha clase, y marcó el 18, muy jorobado.

Cuando llegaron los bomberos, el animal se había calmado un poco. Apenas. Digamos que ya no quedaba nada que destruir.

El bombero jefe rodeó el coche. Caray, estaba impresionado. No pudo evitar decir:

—Qué lástima, un vehículo tan bonito.

La continuación es insostenible para quienes aman las cosas hermosas…

Uno de los hombres fue a buscar una enorme carabina, una especie de bazooka. Hizo apartarse a todo el mundo y apuntó. El cerdo y el cristal explotaron a la vez.

El interior del coche recibió una nueva capa de pintura: roja.

Sangre, incluso dentro de la guantera, incluso entre las teclas del teléfono del coche.

Alexandre Devermont estaba anonadado. Hubiera podido parecer que ya no pensaba. Nada de nada. En nada. O sólo en enterrarse vivo o en volver contra sí el bazooka del bombero.

Pero no, pensaba en los cotilleos en la región y en la ganga que iba a ser para los ecologistas…

Hay que decir que su padre tiene no sólo un magnífico Jaguar sino también intenciones políticas tenaces para oponerse a los Verdes.

Porque los Verdes quieren prohibir la caza y crear un Parque Natural y cualquier otra cosa, mientras sea para joder a los grandes terratenientes.

Es un combate enormemente importante para él y que estaba casi ganado hasta la fecha. Todavía el día anterior por la noche, en la mesa, decía trinchando el pato:

—¡¡Anda!! ¡¡¡Aquí tenemos otro que Grolet y su pandilla de palurdos ya no verán a través de sus prismáticos!!! ¡Ja, ja, ja!

Pero esto… Un jabalí que explota en mil pedazos en el Jaguar Sovereign del futuro consejero regional va a crear un cierto malestar. Seguramente, un poco de malestar sí creará, ¿no?

Hay incluso pelos pegados en las ventanillas.

Se fueron los bomberos, se fue la policía. Mañana una grúa remolque vendrá a llevarse el…, la…, o sea, el…, chisme gris metalizado que ocupa toda la calzada.

Nuestros dos compadres caminan por la carretera, con la chaqueta de esmoquin al hombro. No hay nada que decir. De todas maneras, tal y como están las cosas, ya tampoco merece la pena pensar siquiera.

Franck dice:

—¿Quieres un cigarro?

Alexandre contesta:

—Sí, vale.

Caminan así largo rato. El sol sale sobre los campos, el cielo está rosa y todavía se rezagan algunas estrellas. No se oye el menor ruido. Sólo un crujido de hierbas producido por los conejos que corren por las zanjas.

Y después Alexandre Devermont se vuelve hacia su amigo y le dice:

—¿Y entonces?… Esa rubia de la que me hablabas…, la tetona… ¿Quién es?

Y su amigo le sonríe.