EL SUCESO DEL DÍA

Sería mejor que me fuera a la cama, pero no puedo. Me tiemblan las manos.

Creo que debería escribir una especie de informe.

Estoy acostumbrado a hacerlo. Redacto uno a la semana, los viernes por la tarde, para Guillemin, mi responsable.

Esta vez será para mí.

Me digo: «Si lo cuentas con todo detalle, si te aplicas bien, al final, cuando lo releas, podrás creer durante dos segundos que el gilipollas de la historia es otro tío, no tú, y entonces tal vez puedas juzgarte objetivamente. Tal vez.»

Así que heme aquí. Estoy sentado delante de mi pequeño portátil, el que uso normalmente para el trabajo, oigo el ruido del lavaplatos en el piso de abajo.

Mi mujer y mis hijos están en la cama desde hace mucho tiempo. Mis hijos sé que están durmiendo, mi mujer, seguro que no. Me acecha. Intenta saber. Pienso que tiene miedo porque ya sabe que me ha perdido. Las mujeres sienten esas cosas. Pero no puedo tumbarme junto a ella y dormirme, ella lo sabe. Es necesario que escriba todo esto ahora por esos dos segundos que serán tal vez tan importantes, si es que lo consigo…

Empiezo por el principio.

Me contrataron en la empresa Paul Pridault el uno de septiembre de 1995. Antes trabajaba con un competidor, pero empezaban a acumularse demasiados detallitos irritantes como, por ejemplo, que me pagaran las facturas de gastos con seis meses de retraso, y me dio el pronto de largarme de allí y dejarlo todo.

Me quedé casi un año en paro.

Todo el mundo creía que me iba a volver majara por quedarme todo el día en casa esperando a que me llamaran por teléfono de la empresa de trabajo temporal a la que me había apuntado.

Sin embargo, es una época de la que guardaré siempre un buen recuerdo. Pude por fin terminar la casa. Todo lo que Florence me reclamaba desde hacía tanto tiempo: colgué todas las barras de las cortinas, instalé una ducha en el cuartito del fondo, alquilé un motocultivador y removí todo el jardín antes de poner un precioso césped nuevo.

Por la tarde iba a recoger a Lucas que estaba con la nodriza y luego íbamos al colegio a buscar a su hermana mayor. Les preparaba grandes meriendas con chocolate caliente. Nada de Nesquik, sino verdadero cacao removido que les dibujaba unos magníficos bigotes. Después, en el cuarto de baño, nos mirábamos en el espejo antes de lamerlos.

En el mes de junio, cuando me di cuenta de que el pequeño ya no iría a casa de la señora Ledoux, la nodriza, porque tenía edad de ir al jardín de infancia, volví a buscar trabajo en serio, y en agosto lo encontré.

Soy agente comercial de todo el gran Oeste de la empresa Paul Pridault. Es una gran empresa de embutidos de cerdo. Para entendernos, es como una charcutería, pero a escala industrial.

La genialidad del tío Pridault es su jamón envuelto en un verdadero trapo de cuadritos rojos y blancos. Por supuesto es un jamón de fábrica, hecho con cerdos de fábrica, por no hablar del famoso trapo de pueblo que lo fabrican en China, pero no quita que sea famoso por eso y ahora —así lo demuestran todos los estudios de mercado— si se le pregunta a un ama de casa con su carrito en el supermercado lo que le evoca Paul Pridault, contestará «el jamón envuelto en un trapo» y si se insiste, dirá que el jamón del trapo tiene que ser mejor que los otros a la fuerza, por su saborcillo auténtico.

Chapeau, artista.

Nuestro volumen de negocios anual neto es de treinta y cinco millones de francos.

Me paso más de la mitad de la semana al volante del coche de la empresa. Un Peugeot 306 negro con una calcomanía de una cabeza de cerdo riéndose a cada lado.

La gente no tiene ni idea de la vida que llevan las personas que trabajan en la carretera, los camioneros y todos los representantes.

Es como si hubiera dos mundos en la autopista: los que van de paseo y nosotros.

Es todo un conjunto de cosas. Primero está la relación con el vehículo.

Desde el Clío 1 L2 hasta los enormes semirremolques alemanes, cuando nos montamos en ellos, se convierten en nuestra casa. Es nuestro olor, nuestra leonera, el asiento ha tomado la forma de nuestro culo, y mejor no chincharnos demasiado con eso. Por no hablar de la emisora, que es un reino inmenso y misterioso con códigos que poca gente entiende. Yo no la uso mucho, la pongo bajita de vez en cuando, cuando huele a chamusquina, pero nada más.

Luego también está todo lo que tiene que ver con la comida. Los mesones del Cheval Blanc, los restaurantes de carretera, las promociones de L’Arche. Los platos del día, las jarras de vino, los manteles de papel. Todas esas caras que te cruzas y que no volverás a ver…

Y los culos de las camareras, que están clasificados, puntuados y actualizados mejor que en la guía Michelin (la llaman la guía Michelina).

Está el cansancio, los itinerarios, la soledad, los pensamientos. Siempre los mismos y dando siempre vueltas en la nada.

La barriga que empiezas a echar despacito, y las putas.

Todo un universo que crea una barrera infranqueable entre los que son de la carretera y los que no lo son.

En grandes líneas, mi trabajo consiste en visitar la propiedad.

Estoy en contacto con los responsables de alimentación de las pequeñas y grandes superficies. Juntos definimos estrategias de lanzamiento, perspectivas de venta y reuniones de información sobre nuestros productos.

Para mí, es un poco como si me paseara por ahí con una chica guapa del brazo alabando sus encantos y sus méritos. Como si quisiese encontrarle un buen partido.

Pero no basta con colocarla, también se tienen que ocupar bien de ella, y cuando tengo ocasión, tanteo a las vendedoras para saber si ponen el producto en primera fila, si no intentan colar un producto de calidad inferior, si el trapo está bien extendido como en la tele, si las andouillettes tienen bastante gelatina, si los patés están en tarrinas de verdad a la antigua, si los salchichones están colgados como si se estuvieran secando, y si, y si, y si…

Nadie repara en esos pequeños detalles y, sin embargo, es lo que marca la diferencia de Paul Pridault.

Sé que hablo demasiado de mi trabajo y que no tiene nada que ver con lo que tengo que escribir.

Da la casualidad de que es carne de cerdo, pero también podría haber vendido barras de labios o cordones para los zapatos. Lo que me gusta son los contactos, charlar y conocer un poco el país. Sobre todo no estar encerrado en un despacho con un jefe pegado a mí todo el día. El mero hecho de hablar de ello me angustia.

El lunes 29 de septiembre de 1997 me levanté a las seis menos cuarto. Recogí mis cosas sin hacer ruido para que mi mujer no se quejara. Luego me duché rápidamente porque sabía que no tenía una gota de gasolina y quería aprovechar para controlar la presión de los neumáticos.

Me tomé el café en la estación de servicio de Shell. Es algo que odio. El olor a diésel mezclado con el del café dulce siempre me da un poco ganas de vomitar.

Mi primera cita era a las ocho y media en Pont-Audemer. Ayudé a los reponedores de Carrefour a montar un nuevo expositor para nuestros platos al vacío. Es una novedad que acabamos de sacar en asociación con un gran chef. (Hay que ver las libertades que se toma para que se vea bien su cara simpática y su gorro en el envase, pero bueno…)

La segunda cita estaba prevista a las diez en la zona industrial de Bourg-Achard.

Iba un poco retrasado, sobre todo porque había niebla en la autopista.

Apagué la radio porque necesitaba pensar.

Me preocupaba esa entrevista, sabía que estábamos en el banquillo con un competidor importante y para mí era un gran reto. De hecho, estuve a punto de pasarme la salida.

A la una recibí una llamada de mi mujer asustadísima:

—Jean-Pierre, ¿eres tú?

—¿Y quién quieres que sea?

—… Dios mío… ¿Estás bien?

—¿Por qué me lo preguntas?

—¡Pues por lo del accidente, por qué va a ser! ¡Llevo dos horas intentando llamarte al móvil pero dicen que las líneas están saturadas! ¡Llevo dos horas espesándome como una loca! ¡Te he llamado a la oficina diez veces por lo menos! ¡Joder! Me podrías haber llamado, joder, tú también…

—Pero, pero ¿de qué estás hablando…, de qué estás hablando?

—Del accidente que ha habido esta mañana en la A-13. ¿No tenías que tomar hoy la A-13?

—¿Pero qué accidente?

—¡Yo alucino! ¡¡¡Y eres TÚ el que escucha France Info todo el día!!! La gente no habla de otra cosa. ¡Incluso en la tele! Del horrible accidente que ha ocurrido esta mañana cerca de Rouen.

—…

—Bueno, venga, te dejo, que tengo mucho que hacer… No he hecho nada desde esta mañana, ya me veía viuda. Ya me veía tirando un puñado de tierra en la tumba. Me ha llamado tu madre, me ha llamado la mía… No veas qué mañanita.

—¡Pues no, hija, lo siento… otra vez será! Tendrás que esperar un poco todavía antes de librarte de mi madre.

—Mira que eres tonto.

—…

—…

—Eh, Flo…

—¿Qué?

—Te quiero.

—No me lo dices nunca.

—¿Y ahora? ¿Qué estoy haciendo ahora?

—… Venga… hasta esta noche. Llama a tu madre, porque si no, la que la va a palmar es ella.

A las siete de la tarde vi las noticias regionales. Qué horror.

Ocho muertos y sesenta heridos.

Coches aplastados como latas.

¿Cuántos?

¿Cincuenta? ¿Cien?

Tráilers volcados y completamente calcinados. Decenas y decenas de ambulancias del SAMU. Un gendarme que habla de imprudencia, de exceso de velocidad, de la niebla que habían anunciado la víspera y de algunos cuerpos que no han podido aún ser identificados. Personas azoradas, silenciosas, llorando.

A las ocho escuché los titulares de las noticias de TF1. Nueve muertos esta vez.

Florence grita desde la cocina:

—¡Deja eso ya! ¡Déjalo! Ven aquí conmigo.

Brindamos en la cocina. Pero fue por ella, porque yo no tenía ganas.

Fue entonces cuando me asusté. No pude comer nada y estaba sonado como un boxeador demasiado lento.

Como no conseguía dormir, mi mujer me hizo el amor muy despacito.

A medianoche volví otra vez al salón. Encendí la tele sin poner el sonido y busqué un cigarro por todas partes.

A las doce y media subí un poquito el volumen para el último telediario. No conseguía apartar la mirada del amasijo de chapa que se extendía en los dos sentidos de la autopista.

Qué estupidez.

Me decía a mí mismo: «Mira que son gilipollas algunos.»

Y luego apareció un camionero en la pantalla. Llevaba una camiseta que ponía Le Castellet. No se me olvidará jamás su cara.

Esa noche, en mi salón, ese tío dijo:

—Vale, había niebla, y seguro que la gente conducía demasiado deprisa, pero toda esta mierda no hubiera ocurrido nunca si este otro gilipollas no hubiese retrocedido para coger la salida de Bourg-Achard. Claro, yo lo he visto todo desde la cabina. Han frenado dos a mi lado y luego he oído a los demás empotrarse como si fueran de mantequilla. Créanme si pueden, pero no veía nada en los retrovisores. Nada. Todo blanco. Espero que no te quite el sueño, cabronazo.

Esto es lo que me dijo. A mí.

A mí, Jean-Pierre Faret, en pelotas en mi salón.

Fue ayer.

Hoy he comprado todos los periódicos. En la página 3 de Le Figaro del martes 30 de septiembre pone:

UN POSIBLE ERROR DE CONDUCCIÓN

El error de un conductor, que al parecer dio marcha atrás en el intercambiador de Bourg-Achard (Eure) podría ser la causa del encadenamiento que causó la muerte ayer por la mañana a nueve personas en una serie de colisiones en la autopista A-13. Este error podría haber causado la primera colisión, en el sentido hacia París, y el incendio del camión cisterna que se produjo justo después. Se piensa entonces que las llamas hayan podido llamar la atención de…

Y en la página 3 del Parisien:

LA ESPANTOSA HIPÓTESIS DE UN ERROR

DE CONDUCCIÓN

La imprudencia, o incluso, la inconsciencia de un automovilista podrían ser la causa del drama traducido en ese indescriptible amasijo de chapa machacada del cual se retiraron ayer por la mañana a nueve personas al menos en la autopista A-13. En efecto, los gendarmes recogieron un espantoso testimonio según el cual un vehículo dio marcha atrás para tomar por la salida de Bourg-Achard, a una veintena de kilómetros de Rouen. Fue al querer evitar a este vehículo cuando los…

Y por si no fuera suficiente…:

Al querer cruzar la autopista para socorrer a los heridos, han muerto dos personas más, atropelladas por un coche. En menos de dos minutos, un centenar de vehículos, tres tráilers…

(Libération, mismo día.)

Ni siquiera veinte metros, apenas, sólo pisé un poco las rayas blancas.

Fueron sólo unos segundos. Ya se me había olvidado.

Dios mío…

No lloro.

Florence vino a buscarme al salón a las cinco de la mañana.

Se lo conté todo. Por supuesto.

Durante largos minutos se quedó sentada sin moverse con las manos sobre la cara.

Miraba a la derecha, y luego a la izquierda, como buscando aire, y luego me dijo:

—Escúchame bien. Tú no digas nada. Sabes que si no, te van a inculpar por homicidio involuntario e irás a la cárcel.

—Sí.

—¿Y entonces qué? ¿Y entonces qué? ¿Qué cambiará? ¡Otras vidas más jodidas y, ¿qué cambiará?!

Lloraba.

—De todas maneras, ya está, mi vida está ya jodida.

Gritaba.

—¡La tuya a lo mejor, pero no la de los niños! ¡Así que no digas nada!

Yo no conseguía gritar.

—Hablemos de los niños. Mira a éste. Míralo bien.

Y le tendí el periódico, en la página en que se veía a un niño pequeño llorando en la autopista A-13.

Un niño pequeño que se aleja de un coche irreconocible.

Una foto en el periódico.

En la sección «El suceso del día».

—… Tiene la edad de Camille.

—¡¡¡Pero maldita sea, déjalo ya!!! —es lo que grita mi mujer cogiéndome por el cuello de la camisa—… ¡Déjalo ya, mierda! ¡Ahora te callas! Te voy a hacer una pregunta. Una sola. ¿Para qué sirve que un tío como tú vaya a la cárcel? Eh, dime, ¡¿para qué serviría?!

—Para consolarlos.

Se marchó hundida.

La oí encerrarse en el cuarto de baño.

Esta mañana, delante de ella, he asentido con la cabeza pero ahora, esta noche, en mi casa silenciosa, con sólo el lavaplatos como ruido de fondo…

Estoy perdido.

Voy a bajar, voy a beberme un vaso de agua y me voy a fumar un cigarro en el jardín. Luego voy a subir y me lo voy a volver a leer todo de un tirón a ver si me ayuda.

Aunque no lo creo.